XX

En el palacio del heredero sentía que se hallaba más cerca de aquel oscuro secreto, sentía que vivía en el oriente y que por fuerza le iluminarían sus ardientes rayos. Aguardaba lleno de esperanza, miedo y deleite. Se paseaba por los campos del palacio, que se asomaban al Nilo, antes del anochecer, cuando el sol del mes de Athyr derramaba su brillante luz devolviendo el mundo a su juventud. He aquí que un día vio una barca real atracar en la escalinata del jardín. Nadie la esperaba y él se apresuró —como era su deber— a dar la bienvenida al noble mensajero y se puso firme enfrente de la barca como una hermosa estatua.

Una figura noble y divina, vestida de princesa, bajó de la barca y subió la escalinata con magnificencia faraónica, con ideal elegancia, como si su peso la arrastrara hacia lo alto y no hacia la tierra. ¡Vio a su alteza, la princesa Meresanj!

Desenvainó su espada y le hizo el saludo militar. La princesa pasó a su lado como un hermoso sueño y enseguida se perdió en los senderos sinuosos del jardín.

Era imposible que no fuera ella; la vista y el oído pueden engañar, pero el corazón nunca miente, y si no fuera ella no latiría con aquella intensidad como si estuviera a punto de salirse de su pecho, no sentiría aquella embriaguez que le invadía. Sin embargo, ¿era posible que ella no se diera cuenta de su presencia ni lo recordase? ¿Lo que había sucedido entre ellos dos merecía ser recordado? ¿Podía haber olvidado tan deprisa aquel extraño encuentro? ¿O fingía olvidarlo por orgullo?

Y de todos modos, ¿qué importaba que lo recordase o no? ¿Y qué más daba que la del cuadro fuera la princesa u otra parecida? Su corazón no latía de amor más que por aquella bella imagen, y seguiría haciéndolo tanto si esta se personificaba en una princesa de estirpe de faraones como si lo hacía en una campesina. En cualquier caso, no tenía ninguna esperanza. Estaba forzado a amar y su destino era el desengaño.

Lanzó una mirada a la frondosa arboleda. Vio los pájaros que saltaban de rama en rama sin parar de cantar; su aspecto incitaba a la esperanza, y sintió por ellos un afecto que nunca antes había experimentado. Sintió envidia de sus juegos en libertad, de su amor libre de tormentos, de que estuvieran por encima de fantasías y dudas. Luego echó una mirada a su cinturón, a su túnica de colores, a su altivo bonete; sintió su pequeñez y le entraron ganas de reír con amargura.

Dominaba las armas, era un excelente jinete y vencía siempre en la lucha, tenía todo lo que podía desear un joven ambicioso, pero ¡qué lejos estaba de sentirse satisfecho! Nafa tenía más suerte que él; se había casado con Mana, de cuello largo y dulces ojos. Jana se iba a casar con calma y sencillez porque consideraba que el matrimonio era un deber religioso. En cuanto a él, continuaba llevando en su pecho un amor oculto y desesperado que marchitaba su corazón como se marchita un árbol frondoso cuando no le llega la luz del sol ni el agua del Nilo.

Permaneció inmóvil en su sitio deseando curar su espíritu viéndola por segunda vez. No le cabía ninguna duda de que la visita era extraoficial, de no ser así todos en palacio lo hubieran sabido y habrían recibido a la princesa como corresponde a alguien de la casa real. Por ello, no se podía descartar en absoluto que volviera sola a la barca. Parte de sus suposiciones se hicieron realidad, y la princesa regresó después de que la despidiera su alteza real a la entrada del palacio.

Djedef continuaba en su sitio, en pie junto a las escaleras del jardín, preparado, y cuando pasó ante él desenvainó su espada y le hizo el saludo. Repentinamente, la princesa se detuvo y se volvió hacia él con nobleza y altivez. Le dijo irónicamente:

—¿Conoces tus deberes, oficial?

Djedef respondió temblando:

—Sí, su alteza.

Ella le preguntó con amargura:

—¿Es uno de ellos atacar a las doncellas en tiempo de paz?

Él enmudeció, lleno de embarazo. Ella se quedó mirándole fija y duramente, y luego le dijo:

—¿La traición es uno de los deberes del soldado?

Su dolor era insoportable, y respondió:

—Mi señora, un soldado valiente nunca traiciona.

Ella le preguntó con ironía:

—¿Y qué me dices de alguien que acecha a unas confiadas muchachas desde detrás de un árbol para dibujarlas en secreto? —Su tono de voz se volvió más presuntuoso—: ¡Debes saber que quiero ese cuadro!

Djedef obedeció como era su costumbre y, sacando el cuadro de su pecho, donde lo llevaba escondido, se lo ofreció a la princesa.

Ella no se lo esperaba, y su rostro dejó ver su sorpresa, a pesar de su altivez. Sin embargo, enseguida se controló, y alargando su delicada mano, cogió el cuadro y reemprendió su camino hasta la barca, rodeada de gloria y magnificencia.