El mes que Djedef pasó en la escuela después de aquella hermosa tarde fue el más largo y el más duro. Al principio estaba muy dolido en su amor propio. Se preguntaba enojado: «¿Cómo es posible esta desilusión cuando no me falta ni belleza ni juventud, ni fuerza ni riqueza?». Se miraba continuamente al espejo buscando sus defectos; ¿qué era lo que enturbiaba su belleza? ¿Por qué le había sometido a un desdén tras otro? ¿Por qué había huido de él como de un sarnoso? Sentía un gran deseo de volver a verla, de estar junto a ella, pero recordaba el largo mes de reclusión en la escuela y se deshacía en lánguidos suspiros. Pensaba que, perseverando y haciéndole la corte día tras día, quizá pudiera conseguirla, ablandar su disposición y obtener su amor; pues ¿qué muchacha se resiste eternamente? Sin embargo, ¿cuándo podría hacerlo?, siendo prisionero de aquellas gruesas paredes, a prueba de arcos y flechas.
Pero a pesar de todo, seguía enamorado. El cuadro permanecía en su seno, para poder estar con ella cuando estuviera solo. Pero ¿quién era aquella poderosa hechicera? ¿Una humilde campesina? ¿Cómo podían compararse los ojos de una campesina con aquellos ojos brillantes y mágicos? ¿Cómo podía compararse la sencillez de una campesina con su orgullo y obstinación? ¿Cómo podía compararse la inocencia de una campesina con su amarga ironía, con sus orgullosos sarcasmos? Si hubiera caído sobre una campesina, esta habría huido o se hubiera entregado de buen gusto, pero ¡qué diferencia! No podía olvidar con qué intrepidez se había defendido. ¿Cómo olvidar cómo se quedaron delante de él, después de su huida, sin marcharse para que él no las siguiera, sin importarles el frío ni la oscuridad? ¿Hacían eso por una campesina como ellas? No, no. Quizá fuera una aldeana noble; debía serlo, para que Nafa no pudiera volver a decir que iba a parar a una humilde cabaña. Pero ¿podía ponerse de acuerdo con ella para decirle eso a Nafa la próxima vez? Qué pena…
Fuera como fuera, aquel mes interminable pasó, y Djedef abandonó la escuela como quien sale de una terrible prisión, para dirigirse a su casa lleno de nostalgia, y no precisamente de su familia. Les abrazó con una alegría cuya causa no eran ellos y se sentó entre ellos con el corazón ausente, sin notar la rigidez ni el torpor de Gamurka. Esperaba impaciente aquella tarde, pues hacía un mes que contaba los minutos que le separaban de ella, y finalmente partió hacia aquella zona sagrada de Apis buscando con la mirada su amado rostro…
Era el mes de Pharmuti, y el aire era templado, suficientemente fresco para avivar y suficientemente templado para incitar al juego y al amor. El aire era transparente y delicado, y dejaba ver un cielo azul y brillante. Recorrió aquel lugar con una mirada tierna, buscando con afán a la campesina de ojos seductores. ¿Se acordaría de él? ¿Todavía estaría en su contra? ¿Sería tan difícil suplicarle? ¿Era imposible que su amor hallara un eco en su corazón?
Pero el lugar estaba vacío y no halló respuesta a sus preguntas. Ningún remedio a sus penas, ningún grito de queja, y su corazón se sentía solo y decepcionado. El pesimismo y la desilusión le invadían.
Mientras todavía le quedaron esperanzas de que llegara, el tiempo transcurría muy lentamente, pero cuando le pareció que el momento ya había pasado, sintió el tiempo como una flecha, como si el sol se hubiera montado en una veloz carroza y corriera hacia el horizonte de poniente.
Continuó vagando por el lugar en el que la había visto por primera vez. Inspeccionaba la hierba verde deseando ver trazas de sus sandalias o de su velo, pero la hierba no conservaba más trazas de su esbelto cuerpo que el agua de sus piernas.
¿Continuaba visitando ese lugar como antes, o había desistido de sus paseos por no volver a verle? ¿Dónde estaría? ¿Cómo llegar hasta ella? ¿Por qué nombre llamarla? ¿Debía gritar al vacío? Daba vueltas, perplejo, por aquel amado lugar, desesperado, debatiéndose entre la esperanza y la desesperación. Se volvió hacia el cielo y vio el sol cerca del horizonte; su brillo estaba apagado y se le podía mirar directamente, como si fuera un poderoso gigante debilitado por la vejez, con quien se atreven los débiles. Sus esperanzas se desvanecieron y se hundió en un océano de desesperación. Dirigiendo su mirada hacia los campos, vio el templo de una aldea y se dirigió hacia allí sin saber lo que hacía. A mitad del camino se encontró con un campesino que regresaba después de una dura jornada de trabajo, y le preguntó por aquella aldea. El hombre le respondió, observando con respeto su uniforme:
—Es la aldea de Ashir, mi señor.
Desesperado, estuvo a punto de enseñarle su cuadro y preguntarle por la muchacha.
Continuó su viaje sin un objetivo concreto, pero el caminar era un descanso mayor que el estar sentado o dando vueltas. Era como si la atractiva esperanza que le había seducido durante un rato a la orilla del Nilo hubiera volado hacia aquella aldea y él estuviera siguiendo sus pasos. Era una tarde inolvidable, y él cruzaba las calles de la aldea leyendo los rostros, interrogando las casas. Su aspecto despertaba la curiosidad, su belleza atraía las miradas; los ojos se dirigían hacia él desde todas partes. No tardó en caminar en medio de una nube de muchachas, jóvenes y niños. Las voces y los gritos se elevaban y seguía sin encontrar rastro de su objetivo. Abandonó el pueblo rápidamente, apartando a la gente, y corrió hasta el Nilo con el alma envuelta en tinieblas como el mundo exterior.
Estaba triste, su pecho ardía de dolor, la pasión se lo desgarraba; su estado le recordaba el drama de la diosa Isis cuando buscaba los pedazos de su marido Osiris dispersados por Set a los cuatro vientos, pero la madre Isis era más afortunada que él, porque si su amada hubiera sido un fantasma de sus sueños habría tenido mayores esperanzas de encontrarle.
El hermoso Djedef estaba enamorado, pero era un amor extraño, sin amante, un amor cuyo tormento no lo causaba la lejanía ni la traición, ni los oprobios del tiempo o las astucias de los hombres, sino el hecho de no tener amada. Su amada era como un espectro errante arrebatado por un viento violento que se lo hubiera llevado a un lugar desconocido. Su corazón estaba extraviado, no sabía dónde agarrarse; no sabía si estaba cerca o lejos, si estaba en Menfis o en la lejana Nubia. El cruel destino había hecho que se fijara en aquel cuadro que guardaba junto a su corazón. Un destino cruel impuesto por un espíritu perverso, de los que se complacen en atormentar a la especie humana.
Volvió a su casa y se encontró con su hermano Nafa en el jardín. El artista le dijo:
—¿Dónde has estado, Djedef? Has estado fuera mucho rato. ¿No sabes que Jana está en su habitación?
Djedef dijo, sorprendido:
—¡Jana! ¿De veras? Pero no lo vi cuando llegué.
—Hace dos horas que ha llegado y te está esperando.
Corrió hacia la habitación del sacerdote, a quien no veía desde hacía muchos años. Le encontró sentado, como solía encontrarle en otros tiempos, con un libro en la mano, y cuando le vio se levantó y le dijo con alegría:
—¡Djedef, cómo estás, gran oficial!
Se abrazaron y Jana le besó en las dos mejillas y le bendijo en nombre del dios Ptah:
—¡Qué rápidamente pasan los años! Djedef Estás tan guapo como siempre…, pero has crecido mucho. Me parece ver a uno de esos soldados valientes que el rey bendice después de cada batalla y cuyas heroicidades están inmortalizadas en las paredes del templo…, querido Djedef. Qué feliz soy de verte después de estos largos años.
Djedef, desbordante de alegría, dijo:
—Yo también soy muy feliz, querido hermano. ¡Por Dios! Tan delgado, con ese aspecto respetable, esa mirada penetrante; eres la viva imagen del sacerdote. ¿Ya has terminado tus estudios, hermano?
Jana sonrió y se sentó, dejándole espacio a su lado:
—El sacerdote no termina nunca de estudiar, porque la ciencia es interminable. Como dijo Qaqimna, «El sabio busca la ciencia desde la cuna hasta la tumba, y muere ignorante». De todos modos, he terminado mis primeros estudios.
—¿Cómo fue tu vida en el templo?
El joven lo miró con ojos soñadores, y dijo:
—¡Ah, qué tiempos! Es como si te oyera hace diez años haciéndome preguntas, ¿te acuerdas, Djedef? No me sorprende, pues la vida del sacerdote transcurre entre preguntas y respuestas, o preguntas e intentos de respuestas. La pregunta es la esencia de la vida espiritual. Perdona, Djedef; ¿qué es lo importante en la vida en el templo? No todo se puede contar: basta que sepas que es una vida pura y esforzada. Nos entrenan para purificar y someter al cuerpo a nuestra voluntad y más tarde nos enseñan la ciencia divina porque ¿acaso puede nacer un amor puro en un terreno impuro?
—¿Y tú qué estás haciendo, hermano?
—Pronto trabajaré como sirviente en el sacrificio del dios Ptah, alabado sea su nombre. Me he ganado el afecto del gran sacerdote, y me ha informado de que antes de diez años seré elegido como uno de los diez jueces de Menfis.
Djedef dijo con entusiasmo:
—Creo que la profecía de su santidad se cumplirá antes…; ¡eres un gran hombre, Jana!
Jana sonrió tranquilamente:
—Te lo agradezco, querido Djedef. Y ahora dime: ¿estás leyendo algo interesante?
Djedef rio, y dijo:
—Si consideras que los planes de batallas y la historia del ejército egipcio son historias interesantes, pues sí, estoy leyendo cosas de interés.
—¿Y la sabiduría, Djedef? Hace diez años, en este mismo lugar, escuchabas con interés las sentencias de los sabios.
—La verdad es que tú plantaste la simiente de la sabiduría en mi corazón, pero la vida militar no me deja tiempo para leer lo que yo quisiera. De todos modos, estoy más cerca de la libertad.
Jana intervino irritado:
—La inteligencia superior no puede pasarse un día sin la sabiduría, como un estómago sano no puede estar un día sin comer. Debes completar tus carencias, Djedef nunca lo olvides. La virtud de la vida militar consiste en que prepara al soldado para servir a la patria y a su señor con la fuerza, pero el espíritu no saca ningún provecho de ello. El soldado que ignora la sabiduría no es más que un animal fiel; puede ser útil si se lo mandan, pero si lo dejan solo no puede ayudarse ni a sí mismo. Los dioses nos han hecho distintos de los animales por nuestro espíritu, y si este no se alimenta de sabiduría, descendemos al nivel de los animales. No lo olvides, Djedef porque siento desde lo más hondo de mi corazón que tu espíritu es excelso, y puedo leer en tu hermosa frente la fama y la gloria. Que Dios te bendiga en tus idas y venidas…
La conversación fluyó entre ambos como agua fresca para sus corazones. De lo último que hablaron fue de la boda de Nafa. Por primera vez, Jana aprendió de Djedef y bendijo al marido y a la esposa.
Djedef tuvo entonces una idea, y dijo:
—¿Y tú no te casas, hermano?
El sacerdote respondió:
—¡Cómo no, Djedef El sacerdote no puede vivir toda la vida dedicado a la sabiduría sin casarse. ¿Acaso puede alguien mirar al cielo cuando hay algo en él que le tira hacia la tierra? La virtud del matrimonio es que satisface las pasiones y purifica el cuerpo.
Djedef abandonó la habitación de su hermano a media noche, se fue a la suya y empezó a desvestirse, recordando las palabras del sacerdote. Entonces retornó la tristeza y recordó las penas y decepciones de aquel día, y antes de acostarse oyó que alguien llamaba a la puerta. Entró Zaya, con rostro preocupado y le preguntó:
—¿Te he despertado?
El muchacho respondió ocultando su temor:
—No, madre; todavía no estaba durmiendo.
La mujer vaciló; intentó hablar, mas su lengua no le respondía. Le hizo un signo para que la siguiera. La siguió, angustiado, hasta que llegaron a su aposento. Le indicó el suelo. Miró y vio a Gamurka tendido como si lo hubiera alcanzado una flecha mortal. No pudo evitar lanzar un grito de terror:
—Gamurka… Gamurka… ¿Qué le pasa, madre?
La mujer dijo con voz ahogada:
—Ten valor, Djedef… Ten valor, querido.
El corazón le dio un vuelco y se arrodilló al lado de su querido perrito, que no lo recibió como de costumbre con saltos y alegría.
Tocó ligeramente su cuerpo y no notó ningún movimiento. Miró a su madre con ojos tristes y le preguntó:
—¿Qué tiene, madre?
—Ten valor, Djedef se está muriendo.
El joven se estremeció al oír aquella terrible palabra, y protestó:
—¿Cómo es posible? Esta mañana me recibió como siempre.
—No estaba como siempre, querido, aunque la alegría de verte borrara su dolor por un momento. Está muy viejo, Djedef y estos últimos días estaba moribundo.
Djedef, lleno de dolor, se volvió hacia su fiel amigo y le susurró al oído con profunda tristeza:
—Gamurka… ¿No me oyes? Gamurka…
El fiel perrito levantó la cabeza con dificultad. Miró hacia su dueño, pero sus ojos no veían nada, como si estuvieran dando su último adiós. Luego volvió a su pesado sueño. Empezó a gemir con voz ronca. Él lo llamó repetidas veces, pero no consiguió que se moviera. Pensó que el peso de la muerte había caído sobre su fiel amigo. Vio cómo jadeaba, abriendo y cerrando la boca. Se estremeció ligeramente y se quedó quieto para siempre. Gritó desde lo más profundo de su corazón «Gamurka», y su grito se perdió en vano. Por vez primera en su vida de militar, las lágrimas fluyeron por sus mejillas. Sollozando, despidió al compañero de su infancia, al amigo de su niñez y de la juventud…
Su madre le ayudó a levantarse y le secó las lágrimas con sus labios. Le sentó a su lado en la cama y le consoló con palabras tiernas; sin embargo, aquella noche él no escuchaba sus palabras ni veía sus labios. Le dijo:
—Madre, quiero que sea disecado y enterrado en un ataúd en el jardín, en el lugar en el que solíamos jugar, hasta que sea trasladado a mi tumba cuando el Señor me llame.
Y así terminó aquel triste día.