XVI

Aquel día llevaba la impronta de los sueños; por la tarde, Djedef se puso el retrato en el pecho y alquiló una barca que le llevara hacia el norte… No era consciente de sus actos, ni había sopesado las consecuencias de su comportamiento; lo más que podía decir era que estaba como encantado y escuchaba y obedecía a la llamada de su inspiración. Se lanzó hacia su desconocido objetivo empujado por un sentimiento violento e irresistible. Le había dado un ataque de enamoramiento, y ese amor se había asentado en un corazón valiente que no temía la muerte; intrépido, no se detenía ante ningún peligro y por lo tanto era natural que se aventurase. No era su costumbre quedarse parado; que fuera lo que tuviera que ser.

La barca surcaba las olas empujada por la fuerza de la corriente y la de sus brazos musculosos. Djedef recorría la costa con la mirada buscando su árbol, y al principio no vio más que los jardines de los palacios de los ricos de Menfis que descendían hacia el río en escalinatas de mármol. Prosiguió durante algunas millas sin ver más que extensiones de campos hasta que avistó a lo lejos los jardines del palacio del faraón; se desvió hacia el centro del río para evitar la zona de vigilancia y luego giró de nuevo hacia la orilla, donde se encontraba el templo de Apis. Finalmente se adentró hacia el norte, bordeando una zona adonde no iba nadie más que durante las fiestas y celebraciones. Estaba a punto de desistir cuando, cerca de allí, avistó a un grupo de campesinas sentadas en la orilla, con las piernas en la corriente. Su corazón dio un vuelco y en sus ojos brilló la esperanza. En un último esfuerzo, dirigió el bote hacia la orilla; a cada golpe de brazo se volvía hacia ellas con insistencia, y cuando estuvo en condiciones de distinguir sus rostros, un grito secreto de alegría escapó de sus labios, como el de un ciego que recuperase repentinamente el don de la vista. Experimentó la alegría del náufrago cuyos pies topan con una piedra cuando está a punto de ahogarse; vio a su deseada campesina, cuya imagen yacía en su corazón, sentada en la orilla y rodeada por un corro de compañeras. Como dijimos, todo estaba dotado de una atmósfera de ensueño; amarró el bote cerca de ellas y se puso en pie, alto como era, con su uniforme blanco y elegante, altivo como una estatua divina, bello y seductor como un dios del Nilo. Observaba, lleno de amor y deseo, a aquella muchacha de rostro angelical. La campesina, perpleja, recorría con la mirada los rostros de sus jóvenes compañeras, que a su vez observaban el rostro resplandeciente del joven. Pensaban que fuese alguien que estaba de paso, pero cuando le vieron en pie sacaron las piernas del agua y se pusieron las sandalias. Djedef saltó del bote, se acercó a la distancia de un brazo de ellas y le dijo a la campesina en tono delicado:

—Que tengas una tarde grata a los dioses, bella campesina.

Ella le miró con desaprobación y altivez. Varios de aquellos pajarillos que la rodeaban dijeron:

—¿Qué queréis de nosotras, señor? Seguid vuestro camino.

Les dirigió una mirada de crítica:

—¿No queréis saludarme?

Se apartó de él enojada, y todas gritaron:

—Seguid vuestro camino, joven, no hablamos con desconocidos.

—¿Es costumbre del buen país en el que habéis crecido el recibir al extraño con ese desdén?

Una de ellas intervino:

—Vos sois un desvergonzado, y no un extraño.

—¡Qué duras sois conmigo!

—Si sois de verdad un extraño, sabed que este no es lugar para extraños. Volved hacia el sur, hacia Menfis o hacia el norte, hacia donde queráis y dejadnos en paz. No hablamos con desconocidos.

Djedef sacudió las espaldas con indiferencia y dijo señalando a la bella campesina:

—Mi señora me conoce bien.

Todas se volvieron hacia la bella con desaprobación. Ella le dijo, enojada:

—¡Me estáis calumniando!

El joven dijo:

—Jamás, por los dioses. Te conozco desde hace mucho tiempo, y sólo me he decidido a buscarte cuando me ha faltado la paciencia y la nostalgia se ha hecho insoportable.

La bella respondió enojada:

—¿Cómo podéis decir eso cuando no os he visto en mi vida?

Y dijo una de sus amiguitas:

—Y no quiere veros más después de hoy.

Y otra intervino amargamente:

—Está muy feo que los soldados asalten a las muchachas.

Sin embargo, él no se preocupó por sus palabras y le dijo a aquella de quien no podía apartar la mirada:

—Hace tiempo que te contemplo, hace tiempo que mi alma se llena de ti.

—Mentiroso…, desvergonzado.

—No tengo intención de mentirte, pero acepto con amor tus duras palabras por respeto a los hermosos labios que las pronuncian.

—Sois un mentiroso y un presuntuoso, y seguís un camino deshonesto.

—No estoy mintiendo; he aquí la prueba.

Djedef pronunció esas palabras mientras se llevaba la mano al pecho para extraer el cuadro. Se lo mostró, diciéndole:

—¿Acaso hubiera podido dibujar esto sin tener los ojos llenos de tu resplandor?

La muchacha miró el cuadro y no pudo reprimir un grito de disgusto, enojo y miedo. Todas se enojaron, y una de ellas se abalanzó de pronto hacia él intentando arrebatárselo. Él levantó el brazo con la velocidad de un relámpago y sonrió triunfante:

—¿Ves como mi alma y mi imaginación están llenas de ti?

Ella respondió llena de ira:

—Eso es mezquindad y bajeza.

—¿Por qué? ¿Porque me deslumbró tu belleza y la dibujé?

Le pidió con energía, no exenta de humildad:

—¡Devolvedme ese cuadro!

Él le dijo con una dulce sonrisa en los labios:

—Siempre cuidaré de él.

—Veo que sois de la escuela militar; sabed que vuestra mala educación os puede costar un terrible castigo.

Respondió tranquilamente:

—Al mirarte me expongo a una mayor crueldad.

—Me estáis poniendo a prueba.

—Yo soy aún más digno de compasión.

—¿Qué es lo que pretendéis con ese cuadro? ¿Qué queréis de mí ahora?

—Con el cuadro pretendía curarme de lo que me hicieron tus ojos, y ahora quiero que me cures de lo que me ha hecho el cuadro.

—Nunca soñé encontrarme con un hombre tan estúpido.

—¿Acaso podía yo ni soñar que ibas a robar mi mente y mi corazón en un instante pasajero?

Entonces le gritó otra campesina:

—¿Acaso habéis venido a estropear nuestra felicidad?

Y otra:

—Qué joven feo y estúpido. Si no se marcha inmediatamente gritaré socorro.

Él miró con tranquilidad al espacio circundante y dijo:

—No creo que nadie pueda venir a atacarme.

La bella campesina le gritó:

—¿Acaso quieres obligarme a escucharte?

—No, sin embargo…, desearía que tu corazón se ablandara y tuviera la bondad de escucharme.

—¿Y si mi corazón fuera duro como una roca?

—¿Acaso hay lugar para una roca en ese pecho delicado?

—Se convierte en una roca ante la estupidez.

—¿Y ante los lamentos de un enamorado?

Ella dio un golpe en el suelo con el pie y dijo con violencia:

—Se vuelve aún más duro.

—El corazón de la más cruel de las muchachas es como un pedazo de hielo, se derrite al contacto de un alma cálida y se convierte en agua pura.

Ella dijo con ironía:

—Esas palabras que os parecen delicadas son indicio de que sois un soldado libertino, que esconde su cuerpo de muchacho bajo el uniforme militar…, quizá lo habéis robado como robasteis mi imagen…

Djedef enrojeció:

—Dios te perdone, soy un soldado de verdad, y triunfaré en tu corazón como he triunfado en otros campos.

Insistió irónicamente:

—¿De qué campos habláis? El país está en paz desde antes de que entraseis en el ejército. Qué soldado es este, que triunfa en tiempos de paz y tranquilidad.

Le respondió con embarazo:

—Bella, ¿no sabes que la vida del discípulo en la escuela militar es como la vida del soldado en el campo de batalla? Pero no te lo tendré en cuenta; mi corazón te perdona por reírte de mí.

Ella dijo llena de ira:

—De verdad soy muy criticable, pero por aguantar vuestras estupideces.

Ella estaba a punto de marcharse, pero él se interpuso en su camino sonriendo:

—No sé cómo ganar tu amor, tengo mala suerte… ¿Te gustaría dar un paseo por el Nilo en el bote?

Las chicas se sorprendieron de su atrevimiento y le rodearon. Una de ellas le gritó:

—Dejadnos marchar, está a punto de ponerse el sol.

Pero él no las dejaba marchar. Entonces una intentó distraerlo, y cuando tuvo ocasión cayó sobre él como una leona, se lanzó hacia su pierna, se colgó de ella y le dio un mordisco. Todas se abalanzaron sobre él, una se colgó de su otra pierna, otra se abrazó a él con fuerza. Él las combatía con paciencia, sin defenderse, pero no podía moverse y vio —y casi enloqueció— cómo la bella campesina corría hacia los campos como una gacela que huye. La llamó y le suplicó, pero perdió el equilibrio y cayó sobre la verde hierba. Ellas continuaban atenazándole y no le soltaron hasta que estuvieron seguras de que su compañera había desaparecido. Él se levantó enojado y corrió por el camino que ella había emprendido, pero no vio más que aire. Volvió desilusionado, y pensó que quizá podría llegar a ella por mediación de sus amigas. Sin embargo, ellas eran listas y se sentaron tranquilamente sin abandonar sus puestos.

Una de ellas le dijo con ironía:

—Ahora haced lo que queráis, podéis marchar o quedaros.

Otra dijo con malicia:

—Quizás esta sea vuestra primera derrota, soldado.

Él respondió muy enojado:

—¡La batalla todavía no ha terminado…, os seguiré aunque sea hasta Tebas!

Y la que le había mordido:

—Pasaremos la noche aquí…