XV

Djedef caminaba por la calle Snefru, en la cual la corriente de transeúntes era interminable, atrayendo las miradas de todos con su uniforme blanco de militar, su cuerpo esbelto y su belleza. Finalmente llegó ante la puerta de una casa donde ponía «Nafa, hijo de Bisharo, licenciado en el Instituto Keops de dibujo y pintura». Leyó el cartel con interés como si fuera la primera vez que lo hacía y en su boca resplandeció una dulce sonrisa. Luego cruzó el umbral y en el interior encontró a su hermano absorto en su trabajo, quien no se dio cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Le gritó riendo:

—La paz sea contigo, gran pintor.

Nafa se volvió hacia él con rostro soñador y sorprendido y, cuando reconoció al que llegaba, se puso en pie y se dirigió hacia él para darle la bienvenida:

—Djedef, qué felicidad. ¿Cómo estás, hombre? ¿Has visitado nuestra casa?

Los dos hermanos se abrazaron. Djedef respondió mientras se sentaba en una silla que le ofrecía el artista:

—Sí, he estado allí, y luego he venido directamente a verte: ¡ya sabes que esta casa es mi paraíso predilecto!

Nafa soltó una carcajada; su rostro resplandecía de alegría.

—¡Qué feliz soy de tenerte aquí, aunque me sorprende que a un soldado pueda gustarle un tranquilo taller de dibujo! ¿Cómo puede compararse a un campo de batalla, o a los castillos de Busiros o Barimis?

Djedef dijo:

—No debe sorprenderte, Nafa, es verdad que soy un soldado, pero me gustan las bellas artes como Jana tiene inclinación por la sabiduría y el conocimiento.

Nafa levantó las cejas sorprendido, y dijo:

—¡Es como si fueras el heredero del trono! Le educan enseñándole la sabiduría, las artes y la guerra. Es una noble política que ha convertido a los reyes de Egipto en dioses, y que hará de ti un general sin igual.

Djedef se ruborizó y dijo sonriendo:

—Tú, Nafa, eres como mi madre, que me atribuye todas las bondades.

Nafa soltó una carcajada prolongada y fuerte. Continuó riendo hasta despertar la sorpresa de Djedef:

—¿Qué te sucede? ¿Por qué ríes de ese modo?

El joven le respondió sin parar de reír:

—Me río, Djedef porque me has comparado con tu madre.

—¿Qué hay de divertido en ello? Quiero decir…

—No hace falta que te excuses, sé lo que quieres decir; el caso es que es la tercera vez hoy que me comparan con una mujer. Mi padre me dijo esta mañana, triste: «Eres voluble como una mujer». Hace una hora, el sacerdote Shalba me dijo, comentando un retrato que le he hecho: «A ti, Nafa, te domina la sensibilidad como a las mujeres». ¡Y ahora tú me dices que me parezco a tu madre! ¿Qué te parece, soy un hombre o una mujer?

Djedef rio a su vez, y dijo:

—Eres un hombre, Nafa, pero eres delicado y sentimental. ¿No recuerdas que Jana me dijo una vez: «Los artistas son una raza aparte, entre el hombre y la mujer»?

—Jana cree que para ser artista hay que tener algo de femenino. Sin embargo, yo opino que la sensibilidad de la mujer es absolutamente contraria a la del artista, porque la naturaleza de la mujer es egoísta, y tiende a realizar sus objetivos terrenales utilizando todos los medios, mientras que el artista sólo tiende a extraer la esencia de las cosas. Esa es la belleza, porque la belleza consiste en hacer aparecer la esencia de los objetos, lo que hace de ellos y del resto de las criaturas una unidad armónica.

—¿Acaso crees que puedes convencerme con tus razonamientos de que eres un hombre? —rio Djedef.

Nafa le lanzó una mirada amenazadora:

—¿Todavía necesitas pruebas? Debes saber que voy a casarme.

Djedef le preguntó sorprendido:

—¿Es eso cierto?

Respondió riendo:

—¿Llegas a negar que pueda casarme?

—No, Nafa. Pero recuerdo cuánto se enojaba nuestro padre debido a tus reparos ante el matrimonio.

Nafa se llevó la mano al corazón y dijo seriamente:

—¡Me he enamorado, Djedef…, me he enamorado de repente!

Djedef mostró gran interés y le preguntó:

—¿Cómo, de repente?

—Sí, era como un pájaro que revolotea en el cielo y de pronto he sentido que una flecha se clavaba en mi corazón y me he desplomado.

—¿Cuándo y cómo?

—Djedef, cuando se habla de amor, no preguntes cuándo ni cómo.

—¿Quién es ella?

Nafa dijo, con veneración, como si hablara en nombre de Isis:

—Mana, hija de Kamadi, en el Ministerio del Tesoro.

—¿Y qué vas a hacer?

—Me casaré con ella.

Djedef dijo con voz soñadora:

—¿Así que las cosas han cambiado?

—Más de lo que piensas; la flecha dio en el blanco, ¿qué puede hacer el pájaro?

El amor es en verdad una gran cosa. Djedef conocía el arte, la ciencia y la espada, pero el amor era un nuevo enigma. Cómo no iba a ser un enigma si podía hacer en una hora más que Bisharo en años. Sintió hervir sus sentidos, mientras su espíritu vagaba en un mundo de horizontes lejanos.

—La fortuna ha querido favorecerme en mi carrera artística; el señor Fani me ha contratado para decorar su salón de recepciones. Algunas de mis pinturas han pasado a valorarse en diez piezas de oro, y no quiero venderlas. ¡Mira este pequeño retrato! —continuó diciendo Nafa.

Djedef volvió su rostro soñador hacia donde le indicaba su hermano. Vio una figurita que representaba una joven campesina a la orilla del Nilo al atardecer. El crepúsculo había teñido el horizonte. Asombrado por la belleza de aquella imagen, que le arrastraba fuera del mundo de los sueños, se acercó a ella hasta la distancia de un brazo. Nafa se dio cuenta de su asombro y se alegró infinitamente:

—¿Verdad que es rica de colores y sombras? Mira el Nilo, mira el crepúsculo.

Djedef dijo con voz soñadora:

—Sí, pero déjame ver a la campesina.

Nafa, reflexionando sobre el cuadro, dijo:

—La pluma inmortaliza el paso del venerable Nilo.

Djedef continuó sin importarle lo que decía el artista:

—Por los dioses…, su cuerpo es delicado… esbelto como una lanza.

—Mira esos campos, y las plantaciones inclinadas, ¿qué representa esa inclinación?

Djedef, como si no oyera lo que decía su hermano, dijo:

—¡Ese rostro hermoso, del color del vino, redondo como la luna llena!

—Representa el viento del sur.

—Qué bellos ojos negros, tienen una mirada divina.

—La alegría no lo es todo en el cuadro. Mira el crepúsculo, sólo los dioses saben cuánto me costó pintarlo.

Djedef le miró y dijo, enloquecido de entusiasmo:

—Está viva, Nafa. Me parece oír sus gritos, ¿cómo puedes vivir con ella bajo un mismo techo?

Nafa se frotó las manos con regocijo:

—Rechacé diez piezas de oro puro por ella.

—Este cuadro jamás será vendido.

—¿Y por qué?

—Es mío aunque tenga que pagarlo con mi vida.

Nafa se rio y dijo:

—¡Ay!, los diecisiete años. Son fuego que se agita, llama que consume. Dan vida a las piedras, al agua, a los colores. Nos hacen amar fantasmas, hacen de los sueños realidad; nos hacen arder en las llamas del infierno.

El joven se ruborizó, y permaneció en silencio. Nafa no quiso que se enojara y dijo:

—Como tú quieras, soldado.

Djedef le suplicó:

—No exageres, Nafa.

Nafa se levantó, cogió el cuadro y se lo ofreció a su hermano diciendo:

—Es tuyo, querido hermano.

Djedef se lo puso delante, sobrecogido, y dijo en tono agradecido:

—¡Gracias, Nafa!

Nafa se sentó satisfecho y Djedef permaneció inmóvil, absorto en la contemplación de la divina campesina:

—Qué hermosa es la imaginación creativa.

Nafa dijo, tranquilo:

—No es fruto de mi imaginación.

El corazón del joven dio un vuelco, y dijo en tono de súplica:

—¿Quieres decir que ella existe?

—Sí…

—¿Y es…, es como la has pintado?

—Quizás sea aún más hermosa.

—¡Nafa!

El artista sonrió, y el joven seducido le preguntó:

—¿La conoces?

—La he visto algunas veces a la orilla del Nilo.

—¿Dónde?

—Al norte de Menfis.

—¿Y va siempre allí?

—Solía ir allí cada tarde con sus hermanas; se sentaban, jugaban y desaparecían cuando se ponía el sol… Yo me escondía detrás de un sicomoro a esperar su llegada, con toda la paciencia del mundo.

—¿Todavía van?

—No lo sé. No he vuelto desde que terminé el cuadro.

Djedef le miró con recelo y temor:

—¿Cómo pudiste?

Nafa sonrió:

—Es una belleza que yo adoro, pero a la que no amo.

Djedef dijo, sin preocuparse por sus palabras:

—¿Dónde se dejaba ver exactamente?

—Al norte del templo de Apis.

—¿Crees que todavía va allí?

—¿Por qué lo preguntas, oficial?

La mirada de Djedef era de fuego. Nafa le dijo:

—¿Acaso la flecha ha herido a los dos hermanos en una misma semana?

Djedef frunció el ceño y contempló de nuevo el cuadro. Nafa le dijo:

—No olvides que es una campesina.

Djedef murmuró:

—No, es una hermosa dama.

Nafa rio:

—¡Ay!, querido Djedef, a mí me hirió la flecha y empecé a merodear por el palacio de Kamadi. Me temo que si te ha herido a ti empieces a merodear por una humilde cabaña.