En aquellos días el ingeniero Mirabó había pedido audiencia ante el faraón. El rey lo recibió en el salón oficial de recepciones. Su alteza estaba sentado en el trono que había ocupado durante veinticinco años repletos de obras excelsas. Era temible, poderoso, severo, la vista no conseguía abarcar su grandeza, como no habían conseguido cincuenta años de vida influir en su fuerte constitución ni en su vitalidad; conservaba la misma agudeza de visión, el mismo pelo negro y el mismo buen sentido que de costumbre.
Mirabó se postró a sus pies y besó la orla de sus reales vestiduras. El rey dijo afectuosamente:
—Bienvenido, Mirabó, levántate y cuéntame a qué has venido.
El ingeniero se paró ante el monarca, que resplandecía de alegría:
—¡Mi señor, dador de vida, fuente de luz! Hoy se ha culminado mi lealtad hacia vuestra alta esencia con mi noble obra, se ha coronado mi obra eterna a vuestro servicio y en una sola y feliz hora mi lealtad y mi arte me han dado lo máximo que puede esperar una persona leal y un artista. Los dioses, de cuya voluntad depende todo, han querido que pudiera dar a vuestra adorada esencia la noticia de la culminación del mayor monumento construido sobre la tierra desde el tiempo de los dioses, el mayor edificio que ha aparecido sobre el sol de Egipto desde que ilumina este valle. Y estoy seguro de que durará por muchas generaciones asociado a vuestro sagrado nombre, atribuido a vuestra noble era, guardando vuestro divino espíritu, anunciando el esfuerzo de millones de manos egipcias trabajadoras y la genialidad de decenas de ilustres cabezas. Hoy es una gran obra, incomparable, mañana será la morada eterna del espíritu que reinó sobre la tierra de Egipto, pasado mañana y por toda la eternidad el templo ante el cual se congregarán los corazones de millones de siervos vuestros venidos del norte y del sur.
El eterno artista permaneció en silencio por un instante hasta que la sonrisa del faraón lo impulsó a continuar:
—Mi señor, hoy ha terminado la construcción del emblema eterno de Egipto, su símbolo más auténtico, nacido de la fuerza que liga el sur con el norte, de la paciencia que anida en todos sus hijos, desde aquel que surca la tierra con el arado hasta el que surca las páginas con su pluma. Inspirados por la religión que palpita en los corazones de sus gentes, ejemplo de la genialidad que ha hecho de nuestra patria señora de las tierras que recorre el sol en su sagrada nave. Ella será siempre su inspiración, y les dará energía, paciencia y creatividad.
El rey escuchaba al artista con una sonrisa de satisfacción, escrutando con mirada penetrante su rostro, rebosante de alegría y entusiasmo. Cuando terminó de hablar le dijo:
—Ingeniero, te felicito como te mereces por tu incomparable talento y te agradezco la noble obra que has construido para el rey y para tu patria. Lo celebraré como corresponde a su magnificencia.
El ingeniero hacía reverencias, escuchando al faraón como si se tratara de una voz divina.
El faraón convocó oficialmente una impresionante fiesta popular en la pirámide, en ocasión de la cual se congregaron en la colina sagrada el doble de los trabajadores que la construyeron, pero esta vez no llevaban sus estacas ni sus herramientas, sino banderas y ramas de olivo, palmas y mirtos, y entonaban himnos sagrados y puros. El ejército se abrió paso entre la muchedumbre, desfilando desde el valle eterno hacia levante para luego rodear la pirámide y torcer hacia poniente hasta volver al valle eterno. Los estamentos oficiales circunvalaban, durante este trayecto, el gran edificio, precedidos por sacerdotes de diversas categorías, nobles y altos cargos. A continuación venían los jinetes y la infantería del ejército de Menfis. Luego aparecieron el cortejo del faraón y los príncipes. Sus súbditos, apenas lo vieron, empezaron a vitorearle desde lo más hondo de sus corazones, postrándose todos juntos como en una oración dirigida a él. El faraón saludó a la pirámide con un breve discurso y Jomini la bendijo. Luego el cortejo faraónico regresó, los estamentos oficiales se dispersaron y quedó sólo el pueblo, girando alrededor de la gran pirámide, vitoreando y entonando himnos hasta que la belleza del alba difundió su aliento mágico sobre la tierra color topacio del valle.
Aquella noche, el faraón mandó llamar a los príncipes y parientes próximos a su ala privada. El aire era fresco, y los recibió en su gran salón de recepciones, donde se sentaron en tronos de oro puro.
El faraón, a pesar de su fuerte constitución, sentía el peso de la carga que recaía sobre sus espaldas y, aunque en realidad su aspecto era el mismo de siempre, el paso de los años había hecho mella en su interior. Este hecho no escapaba a sus allegados, como Rejaef Jomini, Mirabó o Arbó. Notaban, por ejemplo, que el rey se abstenía cada vez más del ejercicio físico, incluso de aquellas actividades que solían ser sus favoritas, como la caza o la pesca. Notaban que tendía al pesimismo, a la reflexión y a la lectura. A veces le sorprendía el alba en su alcoba, leyendo libros de teología y la filosofía de Qaqimna. Lo que antes era humor se transformó en ironía, no exenta de mala intención.
Lo más sorprendente aquella noche, lo impredecible, era la preocupación y la angustia que mostraba el rey, precisamente aquella noche en que celebraba la obra más grande de la historia.
El más apesadumbrado por ello era el ingeniero Mirabó, y no pudo abstenerse de preguntarle:
—¿Qué es lo que os preocupa, mi señor?
El rey le propinó una mirada irónica y dijo:
—¿Acaso ha habido en toda la historia un solo rey sin preocupaciones?
El artista no se dio por satisfecho con la respuesta del rey y dijo:
—Pero esta noche tenéis motivos para estar alegre.
—¿Y por qué debería alegrarse tu señor?
El artista enmudeció. Las preguntas irónicas del rey le habían hecho olvidar las alabanzas y los festejos. Sin embargo, el príncipe Rejaef, a quien no satisfacía la evolución espiritual del rey, intervino diciendo:
—Porque nuestro señor ha celebrado y bendecido hoy el mayor monumento de toda la historia de Egipto.
El rey soltó una carcajada y dijo:
—¿Te refieres a mi tumba, príncipe? ¿Acaso a un hombre debe alegrarle la construcción de su tumba?
El príncipe respondió:
—¡Que Dios dé larga vida al rey! Esta gran obra merece nuestros elogios y nuestros honores.
—¡Sí, sí, sí! Pero ¿no es lícita algo de tristeza ante el recuerdo de la muerte?
Mirabó intervino con entusiasmo:
—¡Mi obra os recuerda la eternidad, mi señor!
El faraón sonrió y dijo:
—No olvides que soy un admirador de tu arte, Mirabó, pero el anuncio de la muerte colma el alma de tristeza. Sí, comprendo el sentido de eternidad inspirador de tu gran obra, pero la eternidad representa el fin de nuestra amada vida terrenal.
Jomini intervino con buen juicio y fe:
—Mi señor, la tumba no es más que el umbral de la vida eterna…
El rey le respondió:
—Tienes razón, Jomini, pero el que está a punto de emprender un viaje debe reflexionar, y con más razón el que emprende el viaje eterno. Pensarás que el faraón tiene miedo… No, no, no. No hago más que asombrarme ante esta muela de molino que gira y gira sin parar triturando cada día a reyes y a súbditos.
El príncipe se preocupó por las reflexiones del rey, y dijo:
—Mi señor el rey piensa demasiado en ello.
El faraón comprendía bien a su hijo, y dijo:
—Entiendo que eso no te guste, hijo.
—Perdón, mi señor, pero la meditación es para los sabios. Los que deben gobernar en nombre de los dioses deben dedicarse de lleno a sus asuntos.
El faraón le preguntó irónicamente:
—¿Acaso crees, príncipe, que ya soy incapaz de gobernar?
Los compañeros se sorprendieron, y el primero de todos fue el príncipe:
—¡Dios me libre, padre!
El rey le dijo, riéndose pero en tono enérgico:
—No te preocupes, Rejaef debes saber que tu padre todavía ejerce el poder con mano de hierro.
—Me congratulo por ello, mi señor, aunque no es nada que no supiese ya.
—¿O acaso crees que el rey no ejerce como tal más que cuando declara la guerra?
El príncipe Rejaef insistía siempre a su padre para que enviara un ejército a someter a las tribus del Sinaí. Comprendiendo la insinuación del rey, permaneció en silencio un momento, durante el cual intervino Jomini:
—La paz es más necesaria que la guerra para un rey fuerte y justo.
El príncipe intervino en un tono agresivo, adecuado a la dureza de sus facciones:
—Sin embargo, la política pacífica del rey no debe impedirle entrar en una guerra si esta es necesaria.
El rey le respondió:
—Veo que vuelves a un viejo tema.
—Sí, mi señor, y no cejaré mientras siga existiendo el motivo. Las tribus del Sinaí destruyen cuanto encuentran y amenazan el buen gobierno.
—Las tribus del Sinaí…, las tribus del Sinaí… Las fuerzas de la policía bastan por ahora para tenerlas a raya. Dedicar un ejército entero a atacar sus fortalezas es algo que las circunstancias todavía no permiten, debido a que el país se ha dedicado al esfuerzo de construir la pirámide eterna de Mirabó… Pronto llegará el día en que podré dedicarme a sus maldades y librar al país de sus ataques.
Durante unos minutos se hizo el silencio. Entonces el rey recorrió a los presentes con la mirada y dijo:
—Señores, os he mandado llamar esta noche para manifestaros un deseo que late en mi pecho.
Todos le miraron con interés, y añadió:
—Esta mañana me preguntaba a mí mismo: «¿Qué has hecho por Egipto y qué ha hecho Egipto por ti?». No os ocultaré la verdad, amigos, hallé que lo que ha hecho el pueblo por mí es el doble de lo que yo he hecho por él; he sentido dolor —a menudo lo he sentido estos días— y me he acordado del adorado señor Menes, que unificó nuestro sagrado país y a quien el pueblo no dio tanto como a mí.
Me he sentido empequeñecido y he jurado recompensarle por todo lo que ha hecho.
El general Arbó dijo con entusiasmo:
—Su alteza es injusto consigo mismo.
Keops prosiguió sin dar importancia a las palabras del general:
—Los reyes son injustos con mucha gente aunque pretendan la justicia y la equidad. Perjudican a muchos aunque deseen el provecho y el bien, y no hay mejor obra que hacer el bien eterno, expiar las maldades y borrar las torpezas. El dolor me ha llevado a concebir una obra grande y útil.
Todos le miraron interrogativamente. Explicó:
—Señores, pienso escribir un gran libro en el que trataré de mis experiencias de gobierno y de los secretos de la medicina, que me han interesado desde mi niñez. Dejaré tras de mí un gran legado para el pueblo de Egipto que guiará a sus espíritus y protegerá a sus cuerpos.
Mirabó exclamó con alegría:
—Qué noble obra, mi señor. El pueblo de Egipto se regirá por ella durante siglos.
El rey sonrió, y el ingeniero prosiguió:
—Añadiréis uno más a nuestros libros sagrados.
El príncipe Rejaef sopesaba mentalmente las implicaciones de las palabras del rey:
—Pero mi señor, ese es un trabajo que requiere largos años.
El general Arbó dijo:
—Qaqimna tardó veinte años en escribir su libro.
El rey sacudió los hombros y dijo:
—Le dedicaré todo lo que me queda de vida.
El rey permaneció un instante en silencio y luego prosiguió:
—Señores, ¿sabéis cuál es el lugar que he elegido para escribir mi obra, noche tras noche?
El faraón vio sus rostros interrogantes y dijo:
—La cámara mortuoria, en la pirámide que festejamos hoy.
Todos parecían sorprendidos, así que el faraón explicó:
—En los palacios terrenales reina el alboroto de esta vida perecedera; no son apropiados para realizar una obra eterna.
Llegados a ese punto, la reunión se dio por terminada porque el rey no quería discutir algo que consideraba asunto zanjado. Sus compañeros se fueron, y cuando el heredero montó en su carroza le dijo al jefe de sus chambelanes, muy enojado:
—El faraón prefiere la poesía al gobierno.
En cuanto al rey, se dirigió al palacio de la reina Mirtitafis. La encontró en su alcoba con la princesita Meresanj, la hermana de Rejaef, que todavía no había cumplido los diez años. La princesita corrió hacia él como una paloma, con sus ojos negros y hermosos relucientes de alegría.
El rostro de Meresanj tenía la forma de la luna llena, oscuro como el vino. La pureza de sus ojos curaba cualquier dolencia, y el rey no pudo evitar esbozar una sonrisa. Todas sus penas y pesares se desvanecieron, y la recibió con los brazos abiertos.