XII

El carro «el pasto de Apis» llegó al barrio más hermoso de Menfis, donde se encontraba la escuela militar. Era el momento de la salida del sol, y sin embargo encontraron la vasta explanada que había delante de la escuela abarrotada de gente que deseaba entrar acompañada de uno o más parientes. Todos esperaban que les llegara el turno de ser llamados para ir a ver. Algunos se quedaban dentro de la escuela, otros salían por donde habían entrado.

Aquella mañana era como si la escuela fuera una muestra de caballos de raza y carrozas de lujo, porque no iban a la escuela militar más que los hijos de militares y la flor y nata de los más ricos, Djedef se giraba a derecha e izquierda, encontrando rostros que no le eran extraños porque los reconocía de la escuela básica, lo cual le llenó de alegría y de coraje.

La voz no paraba de llamar y el flujo de estudiantes que entraban por la puerta grande de la escuela era interminable; los había que permanecían dentro, mientras que otros volvían a salir tristes y avergonzados.

Jana contemplaba con frialdad aquella muchedumbre. A Djedef le preocupaba su aspecto, así que le preguntó:

—¿Estás enfadado conmigo, hermano?

Dándole una palmadita en la espalda, este le respondió:

—¡Dios me libre, querido Djedef! La vida militar es un proyecto sublime, a condición de que sea considerada como un deber común que hay que cumplir hasta un cierto punto para luego volver a la vida civil. El soldado no debe olvidar ninguna de sus nobles dotes, no debe permitir que se echen a perder. Djedef estoy seguro de que no olvidarás ninguna de las expectativas que iluminaban tu espíritu en mi habitación. Emprender la carrera militar y dedicarle la vida significa desistir de la condición humana, destruir la vida intelectual y degradarse al rango de animales.

Nafa se echó a reír como de costumbre y dijo:

—La verdad, hermano, es que tú buscas la vida pura y sabia del sacerdote. La gente como yo buscamos la belleza y el placer, pero hay otros —son estos militares— a quienes irrita la reflexión y adoran la fuerza. Alabada sea la madre Isis, que me ha dotado de una inteligencia capaz de percibir la belleza en cada uno de estos animales, pero al fin y al cabo no puedo elegir más que mi vida. La verdad es que la diferencia entre ellos la puede percibir sólo un sabio imparcial, y no creo que exista ese juez.

No tuvieron ocasión de ver a Djedef durante mucho más tiempo, porque la voz llamó «Djedef hijo de Bisharo», Su corazón palpitó con fuerza, y oyó que Nafa le decía:

—Despídete de nosotros, Djedef pues es inimaginable que regreses hoy con nosotros.

El muchacho abrazó a sus hermanos y se dirigió hacia la impresionante puerta. Luego entró en una habitación a la derecha, donde le recibió un soldado y le ordenó que se quitara la ropa. Así lo hizo, y se quedó en pie delante de un médico de avanzada edad con una larga barba blanca que lo examinó miembro a miembro y dio un vistazo general a su aspecto, después de lo cual le dijo al soldado: «Aceptado», El muchacho se vistió de nuevo, alegre y contento. El soldado le acompañó al patio de la escuela, donde se unió a los que habían sido aceptados antes que él.

El patio era una vasta explanada tan grande como una aldea entera. Estaba rodeado en tres de sus lados por una gran muralla adornada con relieves de tema militar y con figuras de soldados, batallas y prisioneros. En el cuarto lado se encontraban los cuarteles, los depósitos de munición y armas, las oficinas de los oficiales, los establos de los animales y el recinto de los carros; parecía un castillo. El muchacho lo miraba asombrado, y se acercó al grupo en el que se encontraban los otros, quienes en aquel momento estaban alardeando de sus apellidos y de sus padres y sus abuelos. Uno de ellos le preguntó a Djedef:

—¿Tu padre es militar?

El muchacho se intimidó y negó con la cabeza, pero dijo en tono orgulloso:

—Mi padre es Bisharo, inspector general de la pirámide del rey.

Su interlocutor no pareció muy convencido de la grandeza del oficio de inspector y dijo:

—Mi padre es Saka, general del escuadrón de lanceros «los halcones».

Djedef se molestó y no quiso entrar en la conversación. Su espíritu juvenil juró que les alcanzaría y les superaría. La inspección continuó durante tres horas seguidas; los que tenían éxito esperaban hasta que llegaba el oficial de los cuarteles, les lanzaba una mirada severa y les gritaba:

—Desde este momento tenéis que abandonar completamente la anarquía y esforzaros en ser ordenados y obedientes. De ahora en adelante todo se someterá al orden más estricto, incluida la comida, la bebida y el dormir.

El oficial los puso en fila india y los condujo a los cuarteles, mandándoles bajar de uno en uno. Pasaban por la trampilla de un almacén, donde les daban un par de sandalias, una túnica corta y un manto blanco. A continuación les distribuían en unos barracones que contenían veinte camas cada uno, en dos filas enfrentadas. Detrás de cada cama había un armario mediano y encima de él una tablilla en la que debían escribir su nombre.

Todos percibían aquel ambiente extraño, donde dominaban la severidad y la rudeza. El oficial les increpó y les ordenó que se quitaran sus ropas habituales y se pusieran su ropa militar, y les advirtió que debían salir al patio al oír la sirena. Todos obedecieron inmediatamente la orden; un rápido movimiento recorrió el barracón, la primera actividad militar que realizaban aquellos pequeños. Les alegró ponerse aquellas ropas blancas, y cuando oyeron la sirena corrieron raudos al patio, donde el oficial les dispuso en dos filas.

Inmediatamente apareció el director de la escuela, un oficial superior con el rango de general, vestido con el uniforme oficial local lleno de condecoraciones y medallas, rodeado de los oficiales más importantes de la escuela. Los observó con atención y luego se paró delante de ellos y pronunció un discurso:

—Hasta ayer erais niños libres, hoy empezáis la verdadera vida de los hombres, representada en la lucha y el esfuerzo. Vuestra alma era propiedad vuestra y de vuestros padres y madres; ahora es propiedad de la patria y del faraón. Debéis saber que la vida militar es esfuerzo y sacrificio. Debéis ser disciplinados y obedientes para cumplir con vuestro deber sagrado con Egipto y el faraón.

Entonces el director vitoreó el nombre de Keops, el faraón de Egipto, y los pequeños soldados respondieron a sus vítores. A continuación les ordenó entonar el himno «Dios mío, cuida a tu siervo adorado y a su feliz reino, desde las fuentes del Nilo hasta el delta». El aire del vasto patio se llenó de voces de pajarillos que cantaban con entusiasmo y gran belleza, uniendo a los dioses, al faraón y a Egipto en un solo canto.

Aquella noche en que Djedef durmió por vez primera en un lecho extraño y en un nuevo ambiente, tuvo insomnio y sintió nostalgia. Suspiró desde lo más profundo de su alma, y su imaginación invocó, desde el fondo del barracón, felices fantasmas del palacio de Bisharo. Le parecía ver a Zaya acariciándole, a Nafa con su alegre risa, a Jana hablándole con su lógica desencadenada. Se imaginaba a Gamurka lamiéndole las mejillas y saludándole con la cola. Cuando se hubo saciado de recuerdos, el sueño cerró sus párpados y durmió profundamente, pues no se despertó hasta que sonó la sirena, al alba. Se sentó en la cama inmediatamente y miró a su alrededor confundido. Vio a sus compañeros luchando contra el poder del sueño con dificultad, mientras resonaban en el aire bostezos y quejas mezclados con alguna risa…

Después de aquel día no habría descanso, pues había empezado una vida de acción y de perseverancia.