Faltaban solamente unos pocos días para que terminara el mes de Thoth, los últimos que iba a pasar Djedef en casa de Bisharo antes de irse a la escuela militar. Aquellos días fueron cruciales para Zaya, dominada por el desconcierto y la amargura debido a los dos largos meses durante los cuales Djedef desaparecería y los largos años durante los cuales no podría verle más que una vez al mes. La privarían de contemplar su hermoso rostro y de escuchar su querida voz, desaparecería de su corazón aquella tranquilidad que le inspiraba su presencia, aquella felicidad que dominaba todo su ser… ¡Qué dura era la vida! Su corazón estaba lleno de tristeza antes de que le dieran motivo. Nubes de pena cubrían su existencia, como aquellas nubecillas dispersas que el viento arrastra ante los negros nubarrones de los meses de Athyr y Choiak.
Cuando cantó el gallo, al alba, anunciando la llegada del nuevo día del mes de Paophi, Zaya se despertó inmediatamente y se sentó en la cama, alterada y triste. Lanzando un cálido suspiro se levantó del lecho y se dirigió con presteza a la habitación de Djedef para despertarle y despedirse de él. Entró de puntillas para no molestarlo y la recibió Gamurka desperezándose. La decepcionó comprobar que el muchacho ya se había levantado sin su ayuda y estaba canturreando el himno «Somos los hijos de Egipto, descendientes de los dioses». El muchacho se había despertado solo, respondiendo al primer toque de su vida militar. Se dio cuenta de la presencia de su madre y acudió lleno de júbilo como un pájaro que recibe la luz de la mañana, se colgó de su cuello y la besó con ternura. Ella le besó en la mejilla, lo levantó por los aires y le besó las piernas. Después lo llevó fuera diciéndole:
—Ven a despedirte de tu padre.
Encontraron a Bisharo todavía durmiendo, roncando y lanzando silbidos desafinados. Ella lo movió con la mano y él se estremeció gritando:
—¿Quién?, ¿quién?… ¿Zaya?
Ella se rio y le gritó:
—¿Quieres despedirte de Djedef?
Se sentó en la cama y se frotó los ojos. Luego miró al muchacho a la débil luz de la lámpara y le dijo:
—Djedef… ¿Ya te vas? Ven, dame un beso… Ahora ve y que Ptah te proteja.
Le besó de nuevo con sus gruesos labios y continuó:
—Todavía eres un niño, Djedef, pero llegarás a ser un gran soldado…, lo presiento…, y los presentimientos de Bisharo, el siervo del faraón, se cumplen siempre… Vete en paz, rogaré por ti en el templo.
Djedef besó la mano de su padre y salió en compañía de su madre. Una vez fuera se encontró con Jana y Nafa ya preparados. Nafa se rio y dijo:
—Vamos, valiente soldado, el carro nos espera.
Zaya se inclinó hacia él, afectada, y él levantó hacia ella su cara rebosante de alegría y amor. ¡Ay!, los meses habían pasado deprisa y había llegado el momento del adiós, y ni los besos, ni los abrazos, ni las lágrimas servían para aliviar el dolor. Djedef bajó las escaleras junto a sus hermanos y ocupó su lugar en el carro al lado de ellos. El carro se alejó con sus amados pasajeros, mientras ella les miraba envuelta en lágrimas hasta que desaparecieron en el azul del alba.