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Pero el tiempo avanza siempre sin mirar atrás, imponiendo su voluntad a todas las criaturas, que es la del cambio y la renovación: esa es su única manera de soportar el tedio de la eternidad. Unas se consumen y otras se renuevan, unas viven y otras mueren, a unas les sonríe la juventud y otras se marchitan con la edad, algunas se abren a la belleza y a la ciencia mientras que otras deben sufrir los embates de la muerte.

La acción del tiempo se dejó sentir en Bisharo: el hombre había cumplido los cincuenta años, su cuerpo estaba fofo y su cabeza se había cubierto de canas. Poco a poco decía adiós a su fuerza y a su juventud y sus nervios se volvían más sensibles. Gritaba cada vez más y reñía a menudo a los trabajadores, pero era como un buey egipcio que muge mucho pero es inofensivo, porque conservó su carácter de siempre, su orgullo y su buen corazón. Él era el inspector general de Keops, y ¡ay de quien le hablara olvidando su cargo y su fama! No se cansaba de hablar de sí mismo cada vez que se presentaba la ocasión, y nada lo alegraba tanto como repetir los elogios y alabanzas que recibía.

Cuando, a causa de su cargo, debía presentarse ante el faraón, la noticia se difundía hasta el último rincón al que llegaba su propaganda; se enteraban en su casa grandes y pequeños y también sus amigos, y no le bastaba eso, sino que les decía a Jana, Nafa y Djedef: «Venga, difundid la buena noticia entre vuestros compañeros, tenéis que luchar para llegar a donde ha llegado vuestro padre con su lealtad, su esfuerzo y sus altas dotes». Sin embargo, continuó siendo, como siempre, aquel hombre de buen corazón incapaz de hacer daño a nadie y cuyos enfados eran sólo de palabra.

Zaya ya había llegado a los cuarenta, pero la acción del tiempo se veía poco en ella; conservaba su belleza y su lozanía, y la nobleza y el señorío se habían afirmado en su carácter. Quien la viera en el palacio de Bisharo no reconocería a la mujer de aquel trabajador Karda ni a la sirvienta de Radde Didit. Ella misma había enterrado los recuerdos del pasado e impedía a la memoria que se escabullera por los pliegues de la historia para poder dedicarse libremente a su mayor gozo: ser la madre de Djedef. En verdad lo amaba como si lo hubiera llevado nueve meses en su vientre, y su mayor esperanza era verlo crecer y convertirse en un hombre noble y feliz.

En aquellos años Jana había terminado una larga etapa de su enseñanza superior y no le faltaban más que los tres años de especialización. Como el joven sentía inclinación por el estudio y por profundizar en los secretos de la creación, había escogido teología para seguir luego la carrera sacerdotal. Ello no dependía sólo de su elección, porque el sacerdocio requiere una ciencia abundante que no se adquiere sino después de haber superado —tras haber finalizado los estudios superiores incluyendo la especialización— difíciles y numerosas opciones teóricas y científicas realizadas durante largos años de estancia en un templo. De todos modos, Jana fue aceptado sin problemas debido a la inteligencia y buen carácter que había mostrado durante sus años escolares. Era como si no hubiera heredado de su padre más que su voz áspera y hueca; era delgado, de rasgos delicados, tranquilo. Recordaba más bien a su madre, piadosa y religiosa.

En eso era todo lo contrario de su hermano Nafa, quien había heredado de su padre su cuerpo gordito, su cara rechoncha y gran parte de su carácter; era tranquilo y alegre y, afortunadamente, sus rasgos faciales eran un poco más delicados que los de su padre, gruesos y pesados. El joven había obtenido un título de dibujo y pintura y, con la ayuda de su padre, había alquilado una casita en la calle Snefru —la principal calle comercial de Menfis—, donde había instalado su taller de pintura y exponía las muestras de su arte. Puso un anuncio en escritura jeroglífica: «Nafa, hijo de Bisharo. Licenciado en el instituto Keops de bellas artes». Trabajaba soñando largas filas de compradores y admiradores.

Tampoco Gamurka había escapado a la acción del tiempo; había crecido y engordado y su pelo negro era más corto. En su cara y en sus colmillos se leían su fuerza y su fiereza, su voz se había hecho áspera y ruda y sus ladridos resonaban con potencia asustando a gatos, zorros y lobos, anunciando hasta la saciedad que el guardián del palacio del inspector estaba despierto. Sin embargo, a pesar de su fiereza era tan delicado como la brisa con su dueño, su amado Djedef, y el tiempo había afianzado aún más los lazos de amor que los unían. Cuando Djedef lo llamaba acudía inmediatamente, cuando se le mandaba obedecía y cuando lo reñía él aceptaba en silencio. No necesitaban hablar para entenderse. Gamurka sentía secretamente la llegada de Djedef y corría a recibirle cuando todavía no se le veía. Se percataba asombrosamente de sus secretos, incluso de cosas que escapaban a la mayoría de la gente, y sabía cuándo estaba contento y podía jugar con él y saltar sobre él poniéndole las patas encima del cinturón y cuándo estaba cansado o enfadado, en cuyo caso se sentaba delante de él limitándose a mover la cola.

En cuanto a Djedef había cumplido doce años, y había llegado el momento de decidir qué dirección tomar en la vida. La verdad es que hasta poco tiempo antes no había pensado en aquella importante cuestión. Hasta entonces se había dedicado a todo un poco, engañando a Jana, quien estaba seguro de que su futuro era el sacerdocio. Pero Nafa, quien, debido a su arte, tenía mejor vista para estas cosas, le observaba mientras nadaba, corría o bailaba; su cuerpo era esbelto y, en su imaginación, lo vestía de militar. «Qué buen soldado», pensaba. Nafa ejercía una gran influencia sobre Djedef debido al amor que los unía, y lo encaminó en aquella dirección, que Zaya aprobaba, y desde aquel día nada atrajo tanto la atención de Zaya como la visión de los soldados, jinetes y escuadrones del ejército.

No iba a ser Bisharo quien se opusiera a la elección de Djedef pues nunca se había inmiscuido en las decisiones de Jana y Nafa sobre su futuro, pero reflexionaba sobre ello, y un día le dijo, dándose golpecitos en la barriga, mientras estaban todos sentados en su pabellón veraniego:

—Djedef, Djedef ¡hace cuatro días todavía gateaba! Ahora está estrujándose la cabecita para elegir su camino en la vida, como una persona responsable. Cómo han cambiado los tiempos. Que el destino se apiade de Bisharo hasta que esté terminada la pirámide, pues no será fácil encontrarle un sustituto.

Zaya hizo públicos sus deseos:

—No hace falta pensar mucho; basta mirarle a la cara y observar su cuerpo esbelto y sus piernas bien torneadas para ver inmediatamente a un oficial del ejército del faraón.

Djedef miró a su madre, cuyas palabras expresaban sus propios deseos. Recordaba el escuadrón de carros que había visto cruzando las calles de Menfis el día de la fiesta de Ptah, en filas paralelas y ordenadas, en las que nadie sobresalía más que su vecino ni a derecha ni a izquierda, ni adelante ni atrás, los jinetes montados en sus corceles, erguidos e inmóviles como agujas, con todas las miradas clavadas en ellos, en particular las mujeres.

Sin embargo, Jana no estaba de acuerdo con la decisión de Zaya, y dijo con voz áspera como la de su padre:

—No, madre, Djedef tiene espíritu de sacerdote. Hace mucho que he observado su capacidad para aprender y su inclinación por la ciencia y el conocimiento. Hace tiempo que me somete a sus inteligentes preguntas; el lugar adecuado para él es la universidad de Ptah, no la escuela militar. ¿Qué piensas tú, Djedef?

Djedef era valiente y sincero, y no dudó en exponer su punto de vista:

—Siento decepcionarte esta vez, hermano, pero la verdad es que me atrae la carrera militar.

Jana permaneció en silencio, pero Nafa soltó una carcajada y le dijo a Djedef:

—Has elegido bien, Djedef, tienes aspecto de militar, mi imaginación no me engañaba… Si hubieras elegido otra cosa, me habrías decepcionado y habría perdido la confianza en mí mismo.

Bisharo sacudió los hombros mostrando indiferencia:

—A mí me da igual que seas sacerdote o militar; en cualquier caso te quedan algunos meses para pensártelo. Es cosa vuestra, hijos míos. Supongo que difícilmente podréis superar a vuestro padre, y que ninguno de vosotros volverá a desempeñar el importante papel que yo he representado en la vida.

Los meses pasaron sin que Djedef cambiara de opinión, y la familia decidió matricularlo en la escuela militar.

Durante aquel período, Bisharo pasó por una crisis de conciencia a causa de su paternidad adoptiva de Djedef. El hombre se preguntaba confuso si debía continuar manteniendo el secreto o si debía confesarle la verdad. Jana y Nafa conocían la verdad, pero nunca habían hablado de ello, ni en público ni en privado, por amor al chico.

Bisharo suponía el impacto que ello podría causar al muchacho, inocente y feliz, y temblaba sólo al pensarlo. Pensaba también en Zaya, imaginando su enfado y su consternación, y callaba por respeto. No pensaba en ello con malas intenciones ni porque no quisiera a Djedef sino porque creía que la verdad se iba a revelar por sí sola si no lo decía nadie, y que era mejor decírselo ahora, porque cuanto más tarde más dolorosa iba a ser. El buen hombre dudaba y no hallaba el coraje necesario y, como tenía que tomar una decisión antes de que Djedef entrara en la escuela militar, le comunicó el secreto a su hijo Jana, pero a este le asustó el asunto, y le dijo a su padre con profundo dolor y tristeza:

—Djedef es nuestro hermano. Es más, el amor que nos une es aún más fuerte que el que hay entre hermanos naturales. ¿Qué mal hay en dejar las cosas tal como están, sin darle al pobre ese golpe tan bajo?

Lo único que le preocupaba en la cuestión de la paternidad era la herencia; sin embargo, los únicos bienes terrenales de Bisharo eran un buen sueldo y un gran palacio, y su paternidad hacia Djedef no afectaba ni a lo uno ni a lo otro. Por eso, temiendo el enfado de Jana, se defendió diciendo:

—Nunca le daré ese golpe, siempre le he llamado hijo mío y continuaré haciéndolo. Le inscribiré en la escuela militar como Djedef hijo de Bisharo.

Enseguida soltó una carcajada y dijo frotándose las manos:

—He ganado un hijo militar.

Y Jana dijo, secándose una lágrima que corría por su mejilla:

—Te has ganado la satisfacción y el perdón de los dioses.