IX

El destino quiso que en aquel palacio transcurriera la holgada niñez de Djedef. El niño gozó de una infancia inmaculada durante tres años —como era la costumbre en Egipto en aquellos tiempos—, durante los cuales no se separó de su madre más que para dormir. Aquellos años dejaron una huella imborrable en el pecho de Zaya, que lo colmó de amor materno y de ternura. Sobre la primera infancia de Djedef nada podemos contar que no sean superficialidades, porque constituye —como la de todos los niños— un secreto sellado, una felicidad encerrada en un frasco de perfume cuyo contenido sólo conocen los dioses, quienes los cuidan y los inspiran. Lo más que podemos decir es que creció rápidamente como los árboles de Egipto bajo el sol ardiente, y que su alma se abría mostrando su bondad como una flor por cuyo tallo corriera la savia de la vida, vivificada por el espíritu de la belleza, y que era la felicidad de Zaya y la luz de sus ojos, además de ser el juguete preferido de Nafa y de Jana, quienes lo cogían para besarlo y enseñarle a hablar y a caminar. Terminó su primera infancia sabiendo hacer no pocas cosas; decía «mamá» a Zaya y su madre le enseñó a llamar «papi» a Bisharo, que le besaba con alegría cada vez que lo hacía. Se alegraba al contemplar su linda cara, hermosa como la flor de loto. Su madre no paró hasta enseñarle a pronunciar el nombre de Ra, y se lo hacía decir cada noche antes de irse a la cama y al despertarse, para procurarle la simpatía del dios.

Cuando cumplió los tres años se separó del regazo de Zaya y empezó a gatear por la habitación de su madre y a caminar apoyándose en las sillas y otros muebles entre el corredor y las habitaciones. Su curiosidad le llevaba a fijarse en los colores de los cojines, los adornos de las mesas y los dibujos de las paredes, así como en todo tipo de objetos curiosos que encontraba por el suelo o en las lámparas colgadas del techo. Su manita jugaba con todo lo que podía alcanzar, e intentaba coger cualquier objeto precioso que veía y, si no podía alcanzarlo, gritaba «Ra» o lanzaba un suspiro profundo y continuaba caminando, jugando a buscar y a descubrir. A menudo, el inspector Bisharo le traía preciados tesoros: un caballo de madera, un cocodrilo con la boca abierta, un pequeño carro de guerra… Con ellos vivía en otro mundo al cual otorgaba la vida y donde era el dueño del futuro; decía «sed», y las cosas eran: el caballo de madera tenía vida propia, así como el cocodrilo con la boca abierta, e incluso el carro de guerra tenía su vida y sus deseos. Les hablaba y le respondían, obedecían a sus órdenes y en todo momento le descubrían secretos de las cosas que a menudo están ocultos para los adultos.

En aquellos días nació Gamurka, de padres con pedigrí, y Djedef Ra lo acogió en secreto y le dejó su habitación como refugio. Desde aquel primer momento se afianzó su amor mutuo. El afecto que Djedef sentía por su amiguito hizo que creciera desde el principio en su regazo, que lo vigilara durante el sueño como su misma sombra y que lo bautizara, con su dulce habla, «Gamurka». El primer ladrido del perrito fue para él y los primeros movimientos de su cola fueron para recibirle a él. Sin embargo, por desgracia, la vida de Gamurka no estaba exenta de pesares, pues el cocodrilo con la boca abierta le acechaba para turbar su ánimo; cada vez que lo veía ladraba, sus ojos brillaban y su colita se ponía tiesa, corriendo de un lado a otro, y no paraba hasta que Djedef escondía al terrible cocodrilo.

Apenas se separaban. Cuando Djedef se iba a la cama, Gamurka se dormía a su lado, y cuando él se sentaba para descansar —lo cual no sucedía casi nunca— se sentaba ante él y estiraba las patas o le lamía las mejillas y las manos en señal de afecto. Le seguía cuando paseaba por el jardín y montaba con él en el barquito de juguete cuando Zaya quería entretenerlos en la alberca del palacio. Asomaban la cabeza por la borda, mirando sus imágenes reflejadas en el agua; Gamurka no paraba de ladrar, y Djedef se asombraba al ver a aquel pequeño tan lindo que tanto se le parecía y que vivía dentro de la alberca.

Cuando llegaba la primavera, en el cielo resonaban los cantos de los pájaros, el grueso manto del invierno se rompía para dejar paso a la espléndida luz del sol, y la creación celebraba la fiesta de la primavera; los árboles vestían sus brocados y los arbustos se cubrían de rosas y mirtos. El amor penetraba en los corazones. Entonces practicaban a menudo con la barca en el agua; dejaban a los niños en taparrabos y Jana y Nafa saltaban al agua, nadaban y jugaban a pelota. Djedef se quedaba mirándoles al lado de Gamurka con alegría y envidia; a veces preguntaba a su madre si podía hacerlo él también. Ella le cogía por debajo de los brazos y lo sumergía en el agua hasta la cintura, entonces él jugaba con los pies y lanzaba gritos de alegría.

Cuando se cansaban de jugar regresaban todos juntos a su pabellón veraniego en el jardín, donde Zaya se sentaba en su diván, y ante ella Djedef, Jana y Nafa, con Gamurka que estiraba las patas, y les contaba la historia del marinero cuya embarcación se había estrellado contra las rocas y a quien las olas habían arrastrado, sobre un tablón de madera, hasta una isla abandonada. Les contaba cómo se le había aparecido el terrible dragón propietario de la isla y cómo estuvo a punto de acabar con él, pero al saber que era un hombre honrado y creyente, súbdito del faraón, le había regalado una nave cargada de preciosos tesoros con la que regresó sano y salvo a su casa.

Djedef no entendía sus palabras, pero las seguía con sus ojos negros y hermosos; era amado y feliz. ¡Quién podía dejar de amarlo, con aquellos ojos negrísimos, aquella nariz larga y recta y aquel ánimo alegre y jovial! Era encantador cuando hablaba y cuando estaba callado, cuando jugaba y cuando reposaba, cuando estaba contento y cuando se enojaba. Su vida estaba hecha de amor, diversión y fantasía. Vivía como los inmortales, sin importarle el mañana.

Cuando cumplió cinco años, la vida empezó a mostrarle alguno de sus secretos. En aquel tiempo Jana tenía once años y Nafa diez, y habían terminado la escuela primaria. Jana decidió estudiar en la escuela de Ptah para continuar su educación y especializarse en religión y ética, ciencias y política, porque el muchacho sentía inclinación por los estudios y amaba la sabiduría, y deseaba ocupar un cargo religioso o en la justicia. En cuanto a Nafa, no dudó en escoger la escuela de bellas artes de Keops, porque amaba el dibujo y la pintura.

A Djedef le tocó el turno de frecuentar la escuela primaria, lo cual le obligó a alejarse de Zaya y de Gamurka y de su mundo de sueños durante cuatro horas al día, que pasaba con otros niños y con extraños, aprendiendo a leer y a escribir, así como rudimentos de aritmética, geometría, religión, ética y educación patriótica.

Lo primero que le dijeron el primer día fue:

—Tenéis que estar extremadamente atentos. El que no quiera, que sepa que los oídos se encuentran encima de las mejillas, y que le aguzaremos el oído a bofetadas.

Por primera vez, el bastón entraba a formar parte de la educación de Djedef, aunque él mostraba una particular disposición para aprender, atendiendo con gran anhelo a las lecciones de lengua jeroglífica y sobresaliendo en cuestiones de aritmética.

El profesor de ética influyó mucho en él; tenía una personalidad fuerte y encantadora, sonreía dulcemente e infundía amor y tranquilidad en sus alumnos. Además, Djedef le encontraba un parecido con su padre Bisharo en el volumen de su cuerpo, en sus labios hinchados y en la voz gruesa y potente. Ponía toda su atención en sus explicaciones cuando decía: «Mirad lo que dice nuestro sabio Qaqimna —santificado sea su espíritu que está en los cielos—: "Guárdate de perseverar en la rebeldía, pues te ganarás el castigo de los dioses", y también: "La poca educación no es más que estupidez y bajeza" y "si te invitan a un banquete y te ofrecen los más delicados manjares, no te abalances sobre ellos o te considerarán un glotón, pues un sorbo de agua sacia al que tiene sed y un pedazo de pan basta para alimentar el cuerpo"». Luego les contaba fábulas e historias y a menudo les decía: «Vosotros, niños, no debéis olvidar lo que han sufrido por vosotros vuestras madres; os llevaron en el vientre durante nueve meses y os tuvieron en el regazo durante tres años, alimentándoos con su leche. No las hagáis enfadar, pues Dios escucha sus quejas y responde a sus súplicas».

Djedef asistía a sus clases muy atento, le gustaban sus historias, que le afectaban mucho. Estuvo siete años en la escuela primaria, durante los cuales aprendió los rudimentos de las ciencias y dominó la lectura y la escritura.

Durante aquellos años se afianzaron los lazos de amistad que le unían a su hermano Nafa; se sentaba a su lado mientras este dibujaba, siguiendo con sus seductores ojos aquellos trazos que al unirse formaban las más bellas formas y los más audaces conceptos. Nafa se apoderaba de su corazón con su infatigable sonrisa, con su espíritu alegre y sus graciosos chistes.

También Jana influía claramente en su carácter, a medida que su sabiduría crecía y aprendía teología y ciencias superiores. A Jana le gustaba la caligrafía de Djedef, y le dictaba los apuntes de sus clases, iluminando su joven mente con la luz de Qaqimna, las revelaciones del libro de los muertos y los sortilegios de la poesía de Taya. Estos se filtraban en su mente delicadamente, pero con un halo de oscuridad que le despertó de su inocencia y le colmó de angustia, de perplejidad y de vida.

También quería a Jana —a pesar de su adustez— y cuando se cansaba de jugar iba a su habitación, siempre con Gamurka, para escribirle sus apuntes o para hojear los dibujos de sus libros. Conocía, a pesar de su corta edad, la figura de Ptah, señor de Menfis, con su cetro con los tres símbolos que representan la energía, la vida y la eternidad, así como a Apis, el becerro sagrado en el cual habitaba el espíritu sagrado de Ptah. Lanzaba sobre Jana un diluvio de preguntas, que este respondía con paciencia contándole aquellas leyendas que tanto le gustaban. Djedef se sentaba en cuclillas escuchando a su hermano con Gamurka delante, mirándole a él y dando la espalda al maestro y a las lecciones de religión.

Aquella etapa provechosa y feliz terminó. Djedef aprendió todo lo que pudo e incluso superó lo que correspondía a su edad. Era como un rosal en el que crecen hermosas flores aunque no tenga más que unos palmos de altura.