VIII

Las casas que el faraón había mandado construir para los trabajadores muertos en acto de servicio se encontraban fuera de las blancas murallas de Menfis, al este de la colina sagrada. Eran casas medianas de dos pisos, con cuatro amplias habitaciones en cada uno. Zaya y su hijo ocupaban una de estas. Se había acostumbrado a vivir entre aquella congregación de viudas, madres que habían perdido a sus hijos, y niños. Las había que todavía lloraban a sus muertos, mientras que otras ya tenían cicatrizadas las heridas y el tiempo había borrado sus tristezas. Formaban un grupo emprendedor y activo; los niños se ocupaban de distribuir el agua a los trabajadores mientras las mujeres comerciaban con las comidas y la cerveza. Aquel desgraciado barrio se convirtió en un mercado floreciente y barato que atraía a los trabajadores, anunciando su futuro de ciudad esplendorosa.

Los primeros días de Zaya en su nueva vivienda transcurrieron en continuos llantos por su fallecido marido. Ni lo abundante de su pensión ni las atenciones de Bisharo, el inspector general de las pirámides, conseguían aligerar sus penas. Sin embargo, si los afligidos supieran que la muerte borra los recuerdos y que las tristezas desaparecen del corazón de los vivos con la misma rapidez con la que desaparece el muerto, se ahorrarían tantas tristezas en vano y tantas penas. Los problemas cotidianos la hicieron olvidar y la consolaron de la amargura de la muerte; se aburría en su nueva vivienda cuando apenas habían pasado unos pocos meses, convencida de que aquel no era el lugar apropiado para ella ni para su hijo, pero no tenía más remedio que tener paciencia y callar.

El inspector Bisharo la visitó a menudo durante aquellos meses, porque lo hacía cada vez que iba a inspeccionar el estado de las viviendas. Es verdad que visitaba a muchas viudas, pero con Zaya era diferente. Sin duda las había tan desgraciadas como ella o más todavía, pero ninguna tenía sus ojos dulces y cálidos ni su cuerpo esbelto y suave. Zaya se decía, sumida en sus reflexiones: «Qué hombre más bueno; bajito, gordito, de rasgos rudos, cuarenta años como mínimo, pero con un gran corazón». Había observado cómo se alteraba su expresión cuando miraba su cuerpo esbelto, y cómo la timidez sustituía a la presunción y el orgullo en su mirada. Cuando se intercambiaban frases amables se quedaba clavado en su sitio durante unos segundos como un jabalí rodeado. En el corazón de Zaya nacieron ciertas ambiciones, y desenvainó sus armas para hacerse con el gran inspector. En una ocasión aprovechó su visita para quejarse de la soledad y la tristeza de su situación. Le dijo:

—Quizá pudiera ser útil en otro lugar, mi señor, he servido durante un tiempo en el palacio de uno de los próceres de Awn, y conozco todo lo relativo al servicio doméstico.

El hombre arqueó las cejas y miró a la viuda con avidez:

—Entiendo, Zaya, no te quejas de la inactividad, sino de que estás acostumbrada a vivir en palacios y no puedes habituarte a esta vida miserable.

La muy astuta sonrió con coquetería y, descubriendo la linda carita de Djedef, dijo:

—¿Acaso un lugar así es adecuado para un rostro tan hermoso?

El inspector le respondió:

—Ni para él ni para ti, Zaya.

Ella se ruborizó, y el inspector dijo:

—Yo tengo ese palacio que quieres, y quizás él también te necesite a ti.

—Estoy a las órdenes de mi señor.

—Mi mujer murió dejándome dos niños; tengo cuatro sirvientas, ¿quieres ser la quinta?

Aquel mismo día, Zaya se mudó de aquella residencia de desgraciadas al harén del hermoso palacio del inspector de las pirámides Bisharo, cuyo jardín se extendía hasta el sagrado Nilo. Se mudó allí como sirvienta, pero era distinta de las otras. El ambiente estaba libre para desarrollar sus encantos y su magia, porque en el palacio no había ninguna ama que mandase, y enseguida se ganó el afecto de los dos hijos del inspector, que la ayudaron a ganar el corazón de su señor. Pronto triunfó y se casaron; se convirtió así en la mujer del inspector Bisharo, en la dueña del palacio y en la supervisora de la educación de sus dos hijos, Jana y Nafa. Su astucia no le falló nunca, y desde el principio se juró que no iba a descuidar el trato de aquellos dos niños y que iba a ser una madre buena y afectuosa para ellos, y así es como la fortuna sonrió a Zaya después de tantos malos tragos.