VII

Zaya llegó a Menfis poco antes de la medianoche en la caravana del faraón. El rey le había regalado dos lingotes de oro y ella se postró a sus pies agradecida, pensando que se tratase de un gran general, pues le había despedido en las tinieblas de la noche sin ver su rostro ni él el de ella.

Se encontraba agotada físicamente y llena de temor, y suspiraba por hallarse a solas en su habitación. Preguntó a un policía dónde podía encontrar una humilde posada para pasar el resto de la noche, y cuando se encontró a solas con el niño suspiró profundamente y se echó en la cama. Fue como si al echarse hubiera soltado las riendas al dolor físico y a los temores de su corazón; sin embargo, estos sobrepujaban al dolor físico y dominaban sus sentimientos. Sin ánimo, temblando de miedo, no dejaba de pensar en su ama, cuyo hijo había robado dejándola en un carro perdido en medio del desierto, rodeada por las tinieblas, sola a merced de los salteadores despiadados y sin compasión. Quizás en ese mismo momento fuera su prisionera, y la estuvieran sometiendo a toda clase de tormentos, a la esclavitud y a la servidumbre, y ella estuviera comunicando sus penas y aflicciones a los dioses, así como la traición que había sufrido.

Zaya se estremecía todavía más, y se retorcía en la cama a derecha e izquierda mientras los fantasmas de su desgracia la perseguían aguijoneándola dolorosamente. Intentó dormir para recuperarse de las desgracias de aquella noche terrible, pero le costó mucho conciliar el sueño, atormentada por aquel infierno.

Se despertó al oír los lamentos del niño. Los rayos del sol entraban por el tragaluz de la habitación tapizando el suelo de luz, se inclinó sobre el niño y lo movió delicadamente, besándole la boca con cariño. El sueño la había curado y tranquilizado, aunque su corazón estaba todavía angustiado. Sin embargo, el pequeño consiguió atraer su atención y liberarla de los tormentos de la noche. Intentó calmarlo, pero él lloraba aún más, y empezó a plantearse el problema de su alimentación, sin saber cómo resolverlo. Sin embargo, enseguida encontró una solución; se acercó a la puerta y dio una palmada. Pronto llegó una vieja que le preguntó qué quería; ella le pidió media libra de leche de cabra.

Cogiendo en sus brazos al niño, cruzaba la habitación de un lado a otro, hasta que finalmente le puso un pezón en la boca para distraerlo. Viendo su hermosa carita lanzó un repentino grito de alegría, como si esta hubiera entrado en su corazón de hurtadillas, inadvertidamente: «Sonríe, Djedef, alégrate, porque pronto verás a tu padre».

Pero al momento suspiró y se dijo a sí misma con miedo:

—Después de todo, puedo quedarme con él: sus padres están muertos.

En cuanto a su madre, la habrían hecho prisionera los beduinos y ella —Zaya— no hubiera podido hacer nada por salvarla. Si hubiera tardado un instante más en huir, habría caído como ella en manos de los beduinos, y no podía cargar con el peso de un crimen que no había cometido ni tenía intención de cometer. En cuanto a su padre, sin duda lo habían matado las tropas del faraón como venganza por haber hecho escapar a su mujer y a su hijo.

Este pensamiento la tranquilizó y se lo repitió otra vez para satisfacer a su conciencia y eliminar los fantasmas del miedo y el dolor; se repetía que había obrado bien al huir llevándose al pequeño. Si se hubiera quedado al lado de su ama, no habría podido hacer nada por salvarla de los enemigos y hubiera perecido junto a ella. No podía cargarla y arrastrarla y no hubiera sido justo dejar al niño en su regazo para que lo matasen los hombres del Sinaí. Había hecho bien al huir y llevarse al niño. No debía tener miedo y no hacía falta que se entristeciera.

Pero ¡qué dulce era aquella idea! Sobre todo si pensaba que ahora era la única madre de Djedef. Ella y sólo ella, y Karda era su padre. Y como si quisiera reafirmarse en aquella verdad, empezó a llamarle canturreando:

—Djedefre, hijo de Karda, Djedefre, hijo de Zaya.

Llegó la vieja con la leche de cabra y la madre adoptiva se puso a alimentar artificialmente a su pequeño hasta que le pareció que estaba sacio. No le quedaba más que prepararse para salir a buscar a Karda; se bañó, se peinó, se puso el manto sobre los hombros y salió de la posada llevando a su hijo en brazos.

Como de costumbre, las calles de Menfis estaban repletas de gente de paso, a pie y a caballo, hombres y mujeres, nacionales, residentes y extranjeros. Zaya no conocía el camino hacia la meseta sagrada y se lo preguntó a un policía, quien le respondió que esta se hallaba al sureste de las murallas de Menfis, a dos horas o más a pie o media hora a caballo. Sus manos estaban llenas de piezas de plata, así que alquiló una carroza de dos caballos y se sentó tranquila y feliz.

Enseguida se dejó llevar por sus sueños, que la llevaron a un mundo de felicidad; su imaginación precedió a la carroza hasta Karda, su querido marido, con sus brazos fuertes y su rostro moreno. Qué bello, con su túnica corta que dejaba ver sus piernas de hierro. Cuánto amaba su rostro alargado con su frente estrecha y su nariz grande, sus ojos anchos y su voz ruda, con su puro acento tebano. Cuánto deseaba abrazarle, besar su boca, oír su voz. En ocasión de uno de aquellos besos tras una larga ausencia le había dicho en broma: «Ven, mujer…, me siento como la tierra del desierto, que absorbe toda el agua, y en la cual no crece nada». Pero esta vez no iba a decir lo mismo, ¡cómo iba a decirlo cuando ella llevaba entre los brazos lo más bello que puede llevar una madre! Sin duda, la miraría desconcertado, y los duros músculos de su cara se aflojarían. Sus brillantes ojos la mirarían con ternura, deshechos de afecto y emoción, y exclamaría sin poder contener su alegría: «¡Finalmente has tenido un hijo, Zaya! ¿Es en verdad mi hijo? Ven aquí… ven aquí». Y ella le diría, levantando la cabeza con orgullo: «Coge a tu hijo, Karda, bésale el piececito y da gracias a Dios… Es un varón y le he puesto Djedef». Juró que regresaría con su marido a Tebas, su lugar de origen, porque aún sentía miedo, sin saber por qué, del Norte y su gente. En la bella Tebas, bajo la protección del dios Amón, cuidaría de su hijo y de su marido, y viviría la vida de la que había sido privada durante tanto tiempo.

Un gran alboroto la despertó de sus sueños; miró hacia la carretera y vio que la carroza subía por una cuesta llena de curvas y que el hombre azotaba a los caballos. Desde su asiento no podía ver lo que había encima de la colina, pero llegaban a sus oídos ruido de voces y herramientas y los cánticos de los trabajadores. Entre estos reconoció una canción que Karda canturreaba en los momentos de dicha:

Somos los hombres del Sur, nos traen las aguas del Nilo

De la tierra donde viven los dioses y los faraones

Ante nosotros se extienden la fertilidad y los cultivos

Mira esas ciudades florecientes, las columnas de los templos

Antes de nuestra llegada eran pasto de las bestias y los cuervos

Dominamos el desierto y las poderosas aguas

Pregunta por nosotros a los nubios o a las tribus del Sinaí

Pregunta por nuestro coraje a nuestras mujeres que nos esperan castamente.

Escuchó a centenares repitiéndola juntos con entusiasmo, y su corazón voló hacia ese lugar como una tórtola al oír el arrullo de su compañero, cantando junto a ellos.

La carroza llegó a la cima de la colina después de cruzar el camino llamado «el valle de la muerte». Zaya se apeó y se dirigió hacia la gran concentración de gente que trabajaba allí como un imponente ejército. En su marcha pasó ante el templo de Osiris, la esfinge y las mastabas de los antepasados, quienes se hicieron merecedores por sus obras en este mundo de morar eternamente en aquella tierra inmaculada. Vio el largo río que los trabajadores estaban excavando hasta la colina. Lo cruzaban grandes barcazas cargadas de gigantescas rocas. En el muelle las esperaban los trabajadores en columnas de carros. A lo lejos se distinguían los fundamentos de la pirámide, inalcanzables con la mirada; en su superficie los trabajadores eran numerosos como las estrellas en el cielo… Los cánticos, las voces y los gritos de los jefes se mezclaban con las órdenes de los vigilantes y los golpes de las herramientas. Zaya se paró perpleja con el niño en las manos, girándose a derecha e izquierda; era inútil llamar en aquel vasto océano, sus ojos recorrían en vano los rostros de los trabajadores.

Un vigilante pasó por su lado y, extrañándose por su aspecto, se acercó y la interpeló con voz ronca:

—¿Qué habéis venido a hacer aquí, señora?

Le respondió inocentemente:

—Estoy buscando a mi marido, Karda.

El vigilante frunció el ceño, intentando recordar:

—¿Karda? ¿Es un vigilante o un ingeniero?

Respondió avergonzada:

—Es un trabajador, mi señor.

El hombre soltó una carcajada irónica y le dijo, señalándole un edificio cercano:

—Preguntad por él en la oficina del inspector.

Zaya se dirigió hacia allí. Era un edificio mediano, de hermoso aspecto. Un vigilante que hacía guardia ante la puerta le cortó el paso a Zaya, pero cuando esta le informó de su propósito la dejó entrar. Era una habitación espaciosa en la cual se alineaban los escritorios de los empleados. La pared estaba llena de estantes con montones de papiros, y al fondo vio la puerta entreabierta que le indicaba el soldado con su bastón; la cruzó y entró en una habitación más pequeña, de mejor aspecto y con muebles más caros que la anterior. En un rincón, detrás de un gran escritorio, estaba sentado un hombre gordo de piernas rechonchas; le distinguía una gran cabeza y una nariz grande y corta en una cara llena, labios gruesos, mejillas hinchadas como dos odrecillos, ojos saltones y párpados pesados. Estaba sentado en una postura orgullosa y vana, inclinado sobre lo que tenía delante mostrando autoridad y altivez.

—¿Qué quieres, mujer?

Zaya se sintió llena de embarazo y temor, y dijo con voz agitada y débil:

—He venido a buscar a mi marido.

Le preguntó en el mismo tono:

—¿Y quién es tu marido?

—Un trabajador, mi señor.

Golpeó el escritorio con el puño y dijo con voz agresiva, como si resonase en una bóveda:

—¿Por qué motivo debes distraerlo de su trabajo y molestarnos a nosotros?

Zaya, asustada, se quedó sin saber qué responder. Él la miró y vio su linda cara alargada de tez oscura, sus ojos cálidos y dulces, su tierna juventud, y le dio pena leer el miedo en aquel rostro hermoso como la aurora, pues su vanidad y orgullo eran sólo una fachada tras la cual se escondían sentimientos delicados. Sintió simpatía por la mujer y le dijo con su voz hueca, pero en un tono tan delicado como pudo:

—¿Y por qué buscas a tu marido, mujer?

Zaya suspiró aliviada, su miedo desapareció y dijo, como en un reproche:

—Vengo de Awn, me he quedado sin medios de subsistencia. Señor, quiero que él sepa que estoy aquí.

El inspector vio al niño que llevaba en brazos y dijo en tono de duda:

—¿De verdad has venido por ese motivo, o más bien para anunciarle este nacimiento?

Zaya se ruborizó, el hombre la miró un instante extasiado y finalmente le preguntó:

—Bien…, ¿de dónde es tu marido?

—De Awn, mi señor, pero vive en Tebas.

—¿Cómo se llama?

—Karda, hijo de An, mi señor.

El inspector llamó a un secretario y le dijo con la presuntuosa voz de mando que había dejado de lado debido a los ojos de Zaya:

—Karda, hijo de An, de Awn.

El secretario se fue a buscar entre sus cuadernos. Extrajo uno de ellos y hurgó entre sus hojas buscando la letra ka el nombre de Karda. Luego volvió hacia su superior, se inclinó hacia él y le murmuró algo al oído; a continuación regresó a su trabajo.

El aspecto del inspector se ensombreció, y miró largamente a la cara de la mujer. Luego dijo en voz baja y tranquila:

—Mi señora, siento tener que daros esta noticia, pero vuestro marido falleció en el campo de trabajo, cumpliendo con su deber.

La palabra muerte golpeó los oídos de la mujer, y de su pecho salió un grito de terror. Permaneció un instante como ausente y a continuación le preguntó al inspector con dolorosa resignación:

—¿De verdad ha muerto mi marido, Karda, hijo de An?

Le respondió con pesar:

—Sí, mi señora, tened paciencia.

—Pero ¿cómo podéis saberlo?

—Es lo que me ha dicho mi secretario después de comprobar el registro de los trabajadores de Awn.

—Pero los nombres se parecen, la vista le puede haber engañado.

El inspector pidió que le trajeran el cuaderno y lo comprobó por sí mismo. Sacudió la cabeza con pesar y miró a la mujer, cuyo rostro se había teñido del color amarillo de la muerte. La esperanza dibujó en sus ojos una mirada de súplica y ruego:

—Tened paciencia, mi señora, acatad la voluntad de los dioses.

La débil luz de la esperanza se apagó, y la mujer rompió a llorar.

El inspector pidió que le trajeran una silla, y empezó a decirle:

—Tened valor, tened valor…, es la voluntad de los dioses.

Sin embargo, a Zaya se le aparecía la esperanza como un espejismo al que tiene sed en el desierto, y le preguntó:

—Mi señor, ¿no podría ser el muerto otro que llevara el nombre de mi marido?

El inspector dijo, seguro de sus palabras:

—Karda, hijo de An es el único trabajador de Awn que ha muerto.

La mujer gritó con dolor:

—Para mi desgracia… ¿Acaso el destino no ha encontrado otro objetivo contra el que lanzar sus flechas?

—Calmaos…

—No tenía a nadie más que a él, mi señor.

El inspector, de buen corazón, dijo como si quisiera tranquilizarla:

—El faraón no olvida a sus fieles siervos, y se compadece de los que mueren en el servicio…, escuchadme; el rey ha mandado hacer unas casas para las familias de los trabajadores fallecidos durante el trabajo. Las casas han sido construidas en la ladera de la colina, y decenas de mujeres y niños se han refugiado en ellas. El rey les ha concedido una pensión mensual y ha decidido emplear a sus parientes como vigilantes…; ¿tienes algún pariente que desees designar para vigilar a los trabajadores?

Zaya respondió sollozando:

—No tengo a nadie en este mundo más que a este niño.

—Se os dará una habitación limpia y no tendréis que mendigar.

Así fue como Zaya salió de la habitación del inspector, viuda y desesperada, llorando a su desgraciado marido.