VI

El carro avanzaba al paso lento de los dos bueyes guiados por Zaya. Había cruzado la carretera de Awn en una hora, y luego, pasando por la puerta oriental de la ciudad, se había desviado hacia el camino desértico que llevaba a la aldea de Salma, donde vivían los parientes de su señor, el sacerdote.

Zaya no podía olvidar aquel momento terrible en el que la rodearon las tropas para interrogarla y registrarla. Sin embargo, tenía la sensación —y el orgullo— de haberse podido controlar a pesar de lo temible de la situación, y de haberles convencido con su firmeza de ánimo para que la dejaran pasar. ¡Ay de ella si hubieran sabido cuál era su carga!

Recordaba a los fuertes soldados y no olvidaría en su vida la magnificencia ni la dignidad de aquel hombre que los dirigía; era como la estatua de un dios dotada de vida humana. Pero he aquí que aquel hombre extraordinario venía a combatir a un niño que no tenía más que unas horas de vida.

Miró atrás para ver a su señora y la encontró dormida como la había dejado su marido el sacerdote bajo aquel cajón…, ¡pobre mujer, nunca sabría nadie que dormía aquel sueño desgraciado cuando apenas acababa de dar a luz! Su marido no podía ni imaginar las dificultades que el destino iba a acarrear a aquel niño; si no, no habría deseado ser padre ni se hubiera casado con Radde Didit, veinte años más joven que él.

Sin embargo, se entristeció y pensó, lanzando un suspiro:

—Ojalá Dios me hubiera dado un hijo, aunque viniera acompañado de todas las desgracias del mundo.

Porque Zaya era estéril, y suspiraba por tener un hijo; lo pedía a los dioses como un ciego pide ver la luz del día. Cuántos médicos había consultado, cuántos magos. Cuántas hierbas y brebajes había probado sin ninguna utilidad, sin ninguna esperanza. Temía además por su marido, Karda, quien se entristecía más y más al ver que los años pasaban sin que le llegara un niño que gatease por la casa, calentando así su ánimo y perpetuando su estirpe. La última vez que se despidió de ella, cuando se dirigía a Menfis donde trabajaba en la construcción de la pirámide, la amenazó con volverse a casar si no tenía un hijo. Pasaba un mes, dos, diez meses inspeccionando su cuerpo, buscando continuamente en él algún signo del embarazo; todo sin ningún resultado y sin la mínima esperanza. ¡Dios! ¿Por qué los dioses la privaban de la maternidad? ¿Para qué la habían creado mujer? Una mujer no es tal si no es madre, como un vino que no embriaga, una flor sin olor o un creyente sin fe. Qué desgracia.

Entonces oyó una voz débil que la llamaba: «Zaya», y corrió al cajón, lo levantó y lo apartó. Vio a su señora con el niño dormido en su regazo; estaba agotada y su rostro, normalmente moreno y hermoso, tenía un tono amarillento. Le preguntó: «¿Cómo estáis, mi señora?».

Ella contestó débilmente:

—Bien, gracias a Dios… ¿Nos amenaza algún peligro ahora, Zaya?

La sirviente respondió:

—Tranquilizaos, mi señora, el peligro está lejos de vos y del niño.

La mujer respiró profundamente y preguntó:

—¿Nos queda todavía mucho tiempo de viaje?

Zaya señaló con delicadeza:

—Queda todavía una hora como mínimo, es mejor que durmáis, ¡y que Dios os guarde!

La mujer suspiró y se volvió hacia el pequeño que dormía a su lado; su rostro, pálido aunque hermoso, se llenó de cariño y ternura. A continuación cerró los ojos intentando dormir. Zaya los miraba a ella y al niño; veía la maternidad dulce y feliz a pesar del dolor y el miedo… ¡Qué hermosos! ¡Ojalá ella pudiera saborear la maternidad, aunque fuera una sola vez, aunque tuviera que dar la vida por ella! Pero los dioses no tenían compasión, de nada servían las súplicas y Karda no aceptaba excusas… ¡Quizá no pasaría mucho tiempo sin que él se divorciase, dejándola sola y abandonada! Su mirada pasó de la madre a los dos bueyes y dijo suspirando:

—Si yo tuviera un niño como este… ¿Y si lo cogiera y lo adoptara, puesto que los dioses me han negado la maternidad natural?

Estas palabras no encerraban malas intenciones; sin embargo, a veces se desea lo imposible, aquello que no se puede realizar por miedo o por piedad.

Zaya deseaba, volaba feliz con las alas de su imaginación, se veía a sí misma llegando con aquel hermoso niño ante Karda y diciéndole: «He tenido este hermoso niño para ti». Veía a su marido arrebatado de alegría, besándola a ella y al pequeño Djedef y abrazándolos juntos. Embriagada de su felicidad imaginaria se tendió sobre el costado derecho, cogiendo con una mano las riendas de los bueyes y apoyando la cabeza en la otra, abandonándose al mundo de los sueños. Sin saberlo, el sueño cubrió suavemente sus párpados y se durmió, como la luz del sol que se desvanece en el horizonte de poniente.

Cuando Zaya recobró el sentido, pensó que se hallaba en su cama, en el palacio de su señor el sacerdote de Ra, por la mañana. Alargó la mano para cubrirse con la sábana al sentir una ligera corriente de aire frío; su mano se clavó en lo que parecía ser arena. Abrió los ojos sorprendida y vio un mundo en tinieblas y un cielo adornado de estrellas. Sintió un extraño escalofrío recorriendo su cuerpo…, y recordó el carro, a su señora Radde Didit, a su hijito fugitivo y todos los recuerdos que el sueño había interrumpido.

Pero ¿dónde estaban, y qué hora era?

Miró a su alrededor y vio que las tinieblas la rodeaban por tres lados mientras que por el cuarto se distinguía una luz débil en la lejanía que sin duda provenía de las aldeas diseminadas a lo largo del Nilo. Aparte de eso, no había ninguna otra señal de vida en el lugar en el que se habían perdido los bueyes.

Entonces, el miedo a la soledad se apoderó de ella, y se acurrucó temblando. Sus dientes castañeteaban mientras miraba las tinieblas, esperando lo peor.

Le pareció ver en el horizonte la silueta de una caravana de beduinos. Recordaba fragmentos de lo que se contaba sobre las tribus del Sinaí, sobre cómo pillaban las aldeas y atacaban a la gente que se extraviaba, sobre cómo asaltaban las caravanas. Sin duda, el carro lleno de trigo que ella guiaba constituía un botín atractivo, con los dos bueyes que tiraban de él y las dos mujeres que harían las delicias del jefe de la tribu. El miedo la hizo enloquecer, así que empezó a tantear la arena a su alrededor, hasta que su mirada recayó en la mujer dormida y su niño. Sus caras resplandecían bajo la luz débil de las estrellas. Tendió la mano inconscientemente hacia el pequeño y lo levantó con cuidado. Le arregló el pañal y echó a correr como el viento hacia las luces de la ciudad. Mientras corría, le pareció oír una voz que llamaba asustada; pensó que los beduinos habían rodeado a su ama y, todavía más asustada, redobló la velocidad sin que se lo impidieran ni las montañas de arena, ni su amada carga, ni el cansancio atroz; era como si estuviese cayendo por un precipicio, sin poderse controlar. Quizá se había adentrado poco o mucho en el desierto, o quizás había quemado etapas, más de lo que pudiera imaginarse, porque empezó a sentir tierra firme bajo sus pies, como la de un camino del desierto. Miró hacia atrás y no vio más que tinieblas; en aquel momento sus fuerzas enloquecidas se habían ya consumido y su marcha se hizo más lenta, sus pasos más pesados. Cayó sobre las rodillas jadeando intensamente. Todavía estaba asustada, pero no podía moverse, como presa de una pesadilla en la que los peligros la persiguieran sin que las piernas la obedeciesen, empezó a girarse a derecha e izquierda sin saber en qué lado estaba la salvación y dónde la acechaba la muerte.

Le pareció oír ruido de ruedas y relinchos de caballos. ¿Eran ruedas de carros y caballos con jinetes o tal vez la sangre que retumbaba en sus oídos y sus sienes? Sin embargo, las voces se hicieron más claras y se confirmaron, y aparecieron las siluetas de unos jinetes que venían del Norte. No sabía si traían su salvación o su ruina; sin embargo, no podía esconderse porque Djedef gritaba y gemía y, de rodillas en medio del camino como estaba, la hubieran atropellado las ruedas de los carros. Así es que alzó la voz y gritó: «Socorro, jinetes».

Repitió varias veces su petición de ayuda, abandonándose a su destino. Un jinete llegó corriendo y se paró cerca de ella. Oyó una voz que preguntaba quién estaba gritando, una voz que le pareció conocida, y apretó al niño contra su pecho por precaución. Fingiendo un rudo acento de aldeana cambió su tono de voz:

—¡Estoy condenada! No tengo fuerzas continuar el camino, y las tinieblas se me han echado encima. Este es mi hijo, casi muerto por el frío y la humedad de la noche.

El que había hablado antes le preguntó:

—¿Hacia dónde te diriges?

Zaya dijo, tranquilizada porque había reconocido a las tropas egipcias:

—Mi señor, me dirijo hacia Menfis. El hombre rio y dijo sorprendido:

—¿Hacia Menfis, mujer? ¿No sabes que una caravana tarda dos horas en llegar?

Zaya dijo avergonzada:

—He caminado desde la tarde, he tenido que emigrar por falta de qué comer, y pensaba poder llegar a Menfis antes de medianoche.

—¿A quién tienes en Menfis?

—A mi marido, Karda, quien trabaja en la construcción de la pirámide de nuestro señor el faraón.

El hombre se inclinó hacia alguien que se encontraba en la carroza que había a la izquierda y le dijo unas palabras en voz baja. Entonces añadió:

—Lo mejor será que un soldado la acompañe hasta su pueblo.

El primero dijo:

—No, Jomini, en su pueblo no encontrará más que hambre y miseria. La llevaremos con nosotros a Menfis.

Jomini cumplió con las órdenes de su señor, se apeó de su carroza, se acercó a la mujer y la ayudó a levantarse. Dirigiéndose a la carroza más cercana la ayudó a montar con su hijo acompañados del soldado de aquella carroza.

El faraón se volvió hacia el ingeniero Mirabó y le dijo:

—Tu sensible corazón está afectado al haber tenido que contemplar la muerte de un niño inocente y su madre, degollados sin haber cometido ningún pecado; pero no acuses a tu señor de crueldad. Mira cómo me complazco en acompañar a una mujer hambrienta y a su bebé para protegerlos del frío y el hambre y llevarlos a un pueblo por el que no tenía intención de pasar. El faraón es misericordioso con sus súbditos. Y no lo era menos cuando salí para acabar con aquel desgraciado niño; los actos de los reyes son como los de los dioses, a veces brutales, pero en esencia nobles.

Intervino el príncipe Rejaef:

—Ingeniero Mirabó, debería asombrarte esa terrible fuerza de voluntad que ha triunfado sobre el destino.

Jomini volvió a la carroza y el rey ordenó al conductor de la suya que prosiguiera la marcha. La caravana se dirigió hacia Menfis surcando las tinieblas.