V

El sacerdote suspiró. Sentía un gran deseo de llorar de alegría, enturbiado sólo por el pensamiento de los terrores que le esperaban, y no disfrutó de tranquilidad más que unos pocos momentos. Se acercó a una mesa en la cual había una jarra de plata llena de agua fresca con la que apagó su sed. No tardó en zumbar en sus oídos el ruido de las tropas que entraban en el patio de su palacio; venían expresamente para acabar con la vida del niño.

Llegó un criado atolondrado y temeroso y le anunció que las fuerzas de la guardia real habían ocupado el palacio y que controlaban todas las salidas. A continuación llegó otro anunciándole que el jefe de dichas fuerzas le ordenaba presentarse ante él inmediatamente. El sacerdote aparentó seguridad y coraje, se puso el manto sagrado sobre los hombros y la mitra sacerdotal sobre la cabeza y salió de su aposento con parsimonia rodeado de reverencia y nobleza, como la gran institución religiosa de Awn. El sacerdote no menospreció su propio poder y se quedó firme en la galería, mirando hacia el patio. Recorrió con la mirada a las tropas del ejército, firmes e inmóviles en su sitio, como estatuas de otro tiempo. Saludó con la mano y dijo con su voz sonora sin mirar a nadie en concreto:

—Hijos míos, sed bienvenidos; que el adorado Ra, creador del mundo y de la vida os bendiga.

Se oyó una voz poderosa que le dijo:

—Gracias, sacerdote del adorado Ra.

Su cuerpo se estremeció al oír esa voz, como un carnero al oír el rugido del león, y sus ojos extraviados buscaron el origen de esa voz potente hasta recaer en él. Entonces el asombro y el espanto se apoderaron de él, ante el hecho de que el faraón en persona se presentara en su casa. No dudó un instante en cumplir con su deber, se apresuró hacia el umbral y cuando llegó ante su carroza se postró ante él y dijo con voz temblorosa:

—Mi señor el faraón, hijo del dios Janum, brillante luz del sol, donador de vida y de energía. Suplico a los dioses que inspiren a vuestro gran corazón para que hagáis caso omiso de mi ignorancia y mi poca capacidad y pueda ganar vuestro perdón.

El rey dijo:

—Yo sólo perdono las faltas de los que me son leales.

El corazón del sacerdote dio un vuelco:

—Ya que me habéis hecho la merced de visitarme, hacedme la merced de entrar.

El faraón sonrió y se apeó de su carroza. Le siguieron el príncipe Rejaef y sus hermanos, así como Jomini, Arbó y Mirabó. El sacerdote les siguió hasta que llegaron al salón de recepciones. El rey se sentó al fondo, rodeado de su séquito. Man-ra pidió permiso para ir a prepararles algo, pero el faraón le dijo:

—Te relevamos de tus deberes de hospitalidad; hemos venido a causa de un asunto muy importante que no admite demoras.

El hombre se inclinó y dijo:

—Estoy a las órdenes de mi señor.

El rey se enderezó y preguntó al sacerdote con su voz penetrante y potente:

—Tú eres uno de los mejores hombres del reino, adelantando a muchos en ciencia y sabiduría; ¿puedes decirme por qué han dado los dioses el trono de Egipto a los faraones?

El hombre respondió con firmeza:

—Les han elegido de entre sus hijos y les han inspirado su espíritu divino para servir al país y socorrer a sus siervos.

—Dices bien, sacerdote; todos los egipcios se afanan por ellos mismos y por su familia, pero el faraón debe llevar la carga de millones e interceder por ellos ante los dioses. ¿Puedes decirme cuáles son los deberes del faraón para con su trono?

—Los deberes del faraón para con su trono son los mismos que los de cualquier creyente ante el noble legado de los dioses; cumplir con su cometido y conservarlo como el propio honor.

El faraón asintió satisfecho:

—Dices bien, ilustre sacerdote, y ahora dime: ¿qué debe hacer el faraón si alguien amenaza su trono?

El corazón del valiente hombre latía con fuerza. Estaba seguro de firmar su sentencia de muerte con su respuesta; sin embargo, se negó —él que era un religioso, un hombre de honor— a mentir.

—Su alteza debe aniquilar al ambicioso.

El faraón sonrió y los ojos del príncipe Rejaef brillaron con crueldad. El rey dijo:

—Bien…, bien…, porque de no hacerlo rompería el pacto con los dioses y descuidaría su divino legado, pisoteando los derechos de sus siervos.

Entonces el rostro del faraón se endureció, mostrando una determinación capaz de aplanar montañas, y dijo en un tono de voz temible:

—Sacerdote, alguien amenaza mi trono.

El sacerdote bajó la mirada y permaneció en silencio. El faraón continuó:

—El destino, en uno de sus juegos, ha hecho que sea un niño.

El sacerdote preguntó en voz baja:

—¿Un niño, mi señor?

De los ojos del faraón saltaban chispas de cólera.

—¿Cómo finges ignorarlo, sacerdote? Hablabas de sinceridad y lealtad; ¿por qué dejas que la mentira se infiltre en tu corazón en presencia de tu señor? Sabes perfectamente que tú eres el padre y profeta de ese niño.

El sacerdote enrojeció. Su gran corazón se estremecía de dolor, y dijo derrotado y triste:

—Mi hijo es un bebé que no tiene más que unas horas.

El faraón dijo:

—Pero es un instrumento del destino, y cuando el destino quiere actuar le da igual un bebé que un adulto…

El silencio y la calma reinaron por un momento. Todos estaban poseídos por un extraño temor, y aguantaban la respiración en espera de la palabra que sentenciaría a muerte al pobre niño. Al príncipe Rejaef se le agotó la paciencia y frunció el ceño. La dureza habitual de su rostro se acentuó.

Entonces el faraón dijo:

—Sacerdote, has dicho hace un momento que el faraón debe acabar con quien amenaza su trono, ¿no es así?

El sacerdote respondió desesperado:

—Sí, mi señor.

—Sin duda, los dioses han sido injustos contigo al darte este hijo, pero más vale que sean crueles contigo que con el pueblo de Egipto y con su trono.

El sacerdote dijo:

—Eso es cierto, mi señor.

—¡Entonces cumple con tu deber, sacerdote!

El sacerdote calló, incapaz de articular ni una palabra. El faraón continuó:

—Nosotros, la familia real, tenemos una tradición de respeto por los sacerdotes; no me obligues a romperla.

¿Qué quería decir el faraón con aquello? ¿Acaso quería dar a entender el faraón que le respetaba y no quería hacerle daño, y que era él mismo el que tenía que llevar a cabo aquello que el rey temía? ¿Cómo podía él matar a su hijo con sus propias manos? Era verdad que la fidelidad debida al faraón le obligaba a cumplir su divina voluntad sin el más mínimo reparo. Sabía perfectamente que ningún egipcio dudaría en dar su alma por satisfacer al faraón. ¿Debía entonces coger a su querido hijo y enfundar su puñal en su corazón?

Sin embargo, ¿quién había decidido que fuera su hijo el sucesor de Keops en el trono de Egipto? El hecho de que este quisiera terminar con la vida del inocente niño, ¿no era un reto a la voluntad del dios creador? Entonces, ¿a quién debía obediencia, a Keops o a Ra? La respuesta era inevitable. Pero ¿qué podía hacer, mientras el faraón y sus compañeros esperaban su respuesta? ¿Qué debía hacer, cuando ya estaban empezando a murmurar y a perder la paciencia?

De pronto se le ocurrió una idea como un relámpago que reluce entre las nubes, en un cielo plomizo, en medio de un mar de perplejidad y embarazo: ¡se acordó de Kata y de su hijo, nacido aquella misma mañana! Recordó que estaba durmiendo en la habitación contigua a la de su mujer. Evidentemente, era una idea infernal, demoníaca, impropia del corazón de un sacerdote como él, pero el corazón se adormece cuando lo dominan las emociones que dominaban al del sacerdote. No podía permitirse problemas de conciencia en presencia del faraón y de sus hombres. No, no podía dudar.

El sacerdote inclinó su apesadumbrada cabeza en señal de respeto y salió dispuesto a cometer el más horrible de los crímenes, seguido por el faraón, los príncipes y los nobles. Subieron con él al piso superior, pero cuando vieron que el sacerdote se disponía a entrar se pararon en el vestíbulo en silencio. Man-ra se volvió un instante hacia su señor y dijo:

—Mi señor, no soy un guerrero y no tengo armas, prestadme un cuchillo.

El faraón le miró inmóvil…

El príncipe Rejaef se angustió, desenvainó su cuchillo y se lo tendió al sacerdote con violencia. El hombre lo cogió con mano temblorosa, lo escondió en su manto y entró en la habitación sin apenas fuerzas en las piernas… Kata se dio cuenta de su presencia y sonrió agradecida, pensando que su señor iba para bendecirla. Descubriendo la cara inocente del pequeño, le dijo con voz débil:

—Da gracias a Dios con tu corazoncito, que te ha compensado de la muerte de tu padre con un amor sagrado…

El sacerdote se asustó, le falló el ánimo y se volvió derrotado. Los sentimientos de su corazón afloraron mostrando lo abominable del pecado…, pero ¿cómo escapar? El faraón estaba en pie a la puerta, y Man-ra no tenía tiempo para pensar. Su perplejidad aumentó hasta hacerle perder la conciencia; lanzó un terrible aullido, exhaló un profundo suspiro, desenvainó su puñal y, desesperado, se lo clavó en el corazón. Su cuerpo se estremeció espantosamente y cayó sin vida al suelo de la habitación.

El rey entró enojado a la habitación seguido por sus hombres, donde encontraron el cadáver del sacerdote y la parturienta, temblorosa y con ojos envidriados. Sin embargo, nada iba a apartar al príncipe Rejaef de su objetivo y, no queriendo perder la ocasión que se le presentaba, desenvainó su espada y levantándola enérgicamente la dejó caer sobre el niño…, pero la madre, intuyendo sus intenciones, se lanzó como un rayo sobre su hijo, sin conseguir evitar el destino, porque la espada hizo caer de un mismo golpe su cabeza y la del pequeño.

Padre e hijo se miraron sumidos en un profundo silencio del que sólo salieron cuando Jomini dijo:

—Por favor, señor, abandonemos este sangriento lugar.

Salieron todos en silencio. El príncipe propuso a su padre que forzaran la marcha para llegar a Menfis antes de medianoche, pero el rey respondió:

—Yo no huyo como un criminal; llamaré a los sacerdotes de Ra y les contaré la historia del destino, que ha terminado con la desgraciada muerte de su jefe. No regresaré a Menfis antes de hacerlo.