IV

En aquel momento, el sacerdote de Ra estaba reclinado junto al lecho de su esposa, sumido en una ferviente oración:

—Oh Ra, eterno creador del mundo, que no era más que una corriente de agua acechada por las tinieblas que lo rodeaban. Creaste un mundo excelso y bello y le diste un orden fascinante que gobierna sobre las esferas del cielo y sobre las gotas de rocío desparramadas en el firmamento. Del agua creaste todo ser vivo: los pájaros que revolotean por los aires, los peces que nadan en el agua, el hombre que pisa la tierra, la palmera que crece en el árido desierto. Difundiste en las tinieblas una luz hermosa en la que brilla tu faz llena de esplendor y de nobleza, que da calor y expande la vida. Dios creador, te hago llegar mi tristeza y mi pesar, y te ruego que me descubras las maldades e infortunios, pues soy tu creyente adorador y tu sirviente fiel. Dame fuerza, pues soy débil. Dame tranquilidad y paz, pues tengo miedo. Ten piedad y compasión de mí, pues estoy amenazando a un gran hombre. Ya que me has dado la bendición de un hijo a pesar de mi edad, y le tienes destinado un reino, protégelo de cualquier mal y guárdalo de sus enemigos.

Man-ra pronunciaba esta oración con voz temblorosa, derramando cálidas lágrimas que bajaban por sus enjutas mejillas, bañando su barba blanca. A continuación levantó su gran cabeza y observó con cariño el pálido rostro de parturienta de su mujer. Después miró al niño pequeño, que descansaba tranquilo levantando las pestañas para mostrar sus dos ojuelos negros y cerrándolas de nuevo, asustado por aquel mundo extraño. Cuando su mujer, Radde Didit, se dio cuenta de que había terminado de orar, le dijo con voz débil:

—¿Alguna noticia de Saraya?

El hombre suspiró y dijo:

—Los guardias la atraparán si Dios quiere.

Dijo angustiada:

—Dios mío, ¿acaso la vida de nuestro hijo depende de esa incertidumbre?

—¿Cómo puedes decir eso, Radde Didit? Desde que huyó Saraya no paro de pensar en un modo de protegeros de cualquier mal, y Dios me ha dado una idea, pero temo por ti, que en tu estado no puedes hacer esfuerzos.

Ella le tendió una mano suplicante y le dijo con voz humilde:

—Marido mío, haced lo que sea para salvar al niño. No os preocupéis por mi debilidad, pues mi maternidad me dará más fuerzas que de las que pueda hacer acopio una persona sana.

El sacerdote dijo, dolido:

—Radde Didit, debes saber que he dispuesto un carro lleno de trigo en el cual he preparado un rincón en el que podrás dormir con el niño. Asimismo, he preparado un cajón vacío para que os podáis ocultar poniéndoos debajo. Tu fiel criada Kata os acompañará a casa de tu tío, en Sakna.

—Llamad a la criada Zaya, porque Kata ha parido igual que su ama; ha tenido un niño este mediodía…

El hombre se sorprendió:

—¿Kata ha dado a luz? De todos modos, Zaya no es menos fiel que Kata…

—¿Y vos, marido mío? Supongamos que la suerte nos es adversa y que la noticia del niño llega hasta el faraón y este os envía su ejército. ¿Qué responderéis si os preguntan por el niño y su madre?

Pero el sacerdote todavía no había pensado en nada para salvarse él mismo en ese supuesto. De todas maneras, eso carecía de importancia porque todas sus preocupaciones se centraban en el niño y su madre. Por eso mintió a su esposa diciendo:

—Estate tranquila, que Saraya no escapará a mis hombres. No te hago marchar más que por precaución. Pase lo que pase, no me cogerá desprevenido. Mis noticias te llegarán pronto.

Por miedo a que ella se preocupase más e intentando evitar que le diera más vueltas, se levantó y llamó a Zaya con su potente voz. La sirvienta llegó inmediatamente y le hizo una respetuosa reverencia. Le dijo:

—Te confiaré a mi mujer y al niño para que los acompañes a la aldea de Sakna: debes ser precavida, pues conoces el peligro que los amenaza.

La criada manifestó su lealtad:

—Mi vida está al servicio de mi señora y de su bendito hijo.

El sacerdote le pidió que le ayudara a llevar a la madre y al niño hasta el granero, lo cual le pareció muy extraño; sin embargo, llevó a cabo sus órdenes. El hombre instaló a su mujer en un blando colchón, puso su mano bajo la nuca de ella y Zaya la levantó cogiéndola por la espalda y los muslos. Los llevaron hasta la galería exterior y bajaron las escaleras hasta el patio. Entraron en el granero y la recostaron en el lugar que él había preparado en el carro. Entonces el sacerdote subió y trajo al niño, que gemía y gritaba. Lo besó con afecto y lo puso en el regazo de su madre; luego se quedó un instante mirándolos desde el borde del carro, mientras Radde Didit temblaba y suspiraba. Le dijo con el corazón hecho trizas:

—Sé fuerte por el bien de nuestro hijo; no permitas que el miedo se apodere de tu corazón.

La mujer respondió llorando:

—Ya no le podrás llamar…

Dijo sonriendo:

—Ponle el nombre de mi padre, que duerme aliado de Osiris… Djedef… Djedef, hijo de Man-ra. Santifica su nombre y guárdalo de maldades.

El hombre trajo el cajón y cubrió con él a sus dos seres queridos, sentó a Zaya en el asiento del conductor y puso las riendas de los dos bueyes en sus manos. Le dijo:

—Ve, y que dios te bendiga.

Apenas el carro emprendió su camino sus ojos se desbordaron en abundantes lágrimas. Observaba el carro a través de ellas mientras cruzaba el patio y desaparecía detrás de la puerta. Se apresuró a subir las escaleras con la energía de un joven y se asomó a la ventana que daba a la carretera para ver aquel carro que se llevaba su corazón y todo su ser…

Pero algo terrible sucedió, una sorpresa que no se esperaba tan pronto, y apenas hubo llevado a cabo su plan le llenó de un terror que le impedía razonar y expresarse; olvidó la tristeza de la despedida y su amor de padre, consumido de terror hasta casi perder el sentido. Cruzó los brazos y empezó a golpearse el pecho con ellos, repitiendo desesperadamente: «Señor Ra, señor Ra». Lo repetía inconscientemente con los ojos fijos en el escuadrón de carros del faraón, que había aparecido de improviso en la curva del camino del templo, avanzando hacia su palacio en una maniobra de asedio, con una velocidad y orden perfectos, a un solo paso del carro.

¡Dios de los cielos! Los carros del faraón habían llegado más deprisa de lo que podía imaginar, anunciando que Saraya había tenido éxito en su misión y había escapado a sus guardias, y no hubiera podido enviar al veloz ángel de la muerte con más celeridad.

El ejército del faraón llegó como un poderoso demonio. Sus caballos relinchaban y sus carros retronaban; los cascos de los soldados relucían bajo los rayos inclinados del sol. ¿Qué iban a hacer? ¿Venían a matar al niño inocente, al amado hijo con el que le habían bendecido los dioses a pesar de su edad?

Man-ra continuaba golpeándose el pecho con los brazos cruzados y sacudiendo la cabeza turbado e incrédulo, repitiendo como una madre que llora a su hijo muerto:

—¡Dios mío…, un grupo de ellos ha rodeado el carro, están interrogando a la pobre Zaya! ¿Qué puede pasar después de ese interrogatorio? Las vidas de mi mujer y mi hijo penden de una palabra que pueda decir Zaya. ¡Dios mío bendito! Da firmeza y tranquilidad a su lengua; que sus labios pronuncien palabras de vida y no de muerte; salva a mi amado hijo para que cumpla tu decreto, aquello que tú me anunciaste…

Enloquecido de angustia, le pareció que transcurriesen largas horas, lentas y pesadas, mientras el soldado no dejaba de interrogar a Zaya, cerrándole el paso. ¿Y si uno de ellos movía el cajón o le entraban dudas sobre su contenido? ¿Y si oían la voz del niño, gimiendo o gritando?

—Calla, hijo mío… Que Dios inspire a su madre y le ponga la teta en la boca… Calla, hijo mío. Un gemido de su boca bastaría para acabar con él… Dios mío, mi corazón se despedaza y mi espíritu se eleva a los cielos.

El sacerdote calló por un momento, abrió los ojos y luego gritó, pero de alegría esta vez:

—Alabado sea Dios, prosiguen dejando marchar el carro sano y salvo sin hacerles daño… Alabado seas, Dios clemente…