La expedición faraónica partió con cien carros de guerra conducidos por doscientos intrépidos caballeros de la guardia real, cuyas filas encabezaba el rey rodeado por sus príncipes y acompañantes. A su derecha, el príncipe Rejaef, y a su izquierda, el general Arbó.
Se dirigían a galope tendido hacia el noreste, hacia el brazo derecho del Nilo, hacia la ciudad de Awn, haciendo temblar la tierra bajo sus pies. Las ruedas retumbaban como truenos, levantando a su paso montañas de polvo que ocultaban carros, caballos y jinetes. Estos se erguían espada en mano, con sus arcos y sus flechas, con corazas y escudos, a su paso por la bella ciudad de Menfis. Despertaban el recuerdo de los ejércitos de Menes, que recorrieron los caminos centenares de años antes, extendiendo hacia el norte su noble historia, unificando el país en una cadena de claras victorias.
Marchaban todos juntos, dirigidos por aquel que subyuga el ánimo de cualquiera con la mera mención de su nombre, y no para atacar a una ciudad ni para combatir a un ejército, sino para asediar a un niño inocente cuyos ojos temían todavía la luz del sol y que, debido a las palabras de un mago, se había convertido en una amenaza para el mayor ejército del mundo, haciendo temblar el corazón de la creación.
Cruzaban el valle velozmente, pasaban como flechas por los pueblos y aldeas, con la mirada fija en el temible horizonte en el que se hallaba el bebé que el destino había llamado a representar tan importante papel.
En el lejano horizonte se les apareció una gran polvareda que no les dejaba ver las criaturas que la causaban. A medida que se acortaba la distancia pudieron discernir a un grupo de jinetes que corrían hacia ellos; sin duda eran de la provincia de Ra. Cuando se acercaron todavía más, pudieron ver claramente que uno de los jinetes precedía a los demás, o era su cabecilla o los otros le perseguían. Finalmente se aclararon sus dudas; ese jinete era una mujer que montaba a pelo. Sus trenzas desatadas ondeaban al viento como banderas en lo alto de una tienda. Estaba agotada, sin fuerzas, y sus perseguidores la alcanzaron y la rodearon por todas partes…
La casualidad quiso que aquello sucediera en presencia del faraón y de sus ejércitos. La real caravana se había visto obligada a disminuir su marcha para evitar un choque, pero ni el faraón ni ninguno de sus hombres prestó atención a la mujer ni a sus perseguidores, pensando que se tratase de un caso de la policía local, y habrían pasado respetuosamente de largo si la mujer no hubiera gritado:
—¡Socorro, ejércitos…! ¡Quieren impedirme llegar hasta el faraón!
Al oír eso, el faraón se detuvo y con él los carros que le seguían y; mirando a los hombres que rodeaban a la mujer, les ordenó:
—¡Soltad a esa mujer!
Sin embargo, no se preocuparon por esa orden porque ignoraban quién la profería, y uno de ellos, con el rango de oficial, se adelantó hacia él y le dijo con rudeza:
—Somos fuerzas de la guardia de Awn y cumplimos órdenes del gran sacerdote. ¿Quiénes sois vosotros y qué queréis?
Todos se enfurecieron por la estupidez del oficial, y Arbó se aprestaba a regañarlo y advertirle cuando el faraón le hizo una señal en secreto y él se calló, abrumado. La mención del gran sacerdote de Awn aplacó la cólera del faraón y le sumió en la meditación. Deseando tirar de la lengua al oficial, le preguntó:
—¿Por qué perseguís a esta mujer?
El oficial respondió fanfarroneando:
—No debo rendir cuentas de mi misión más que ante mi jefe.
La voz del faraón retumbó:
—¡Soltad a esa mujer!
El escuadrón se asustó al comprender que se encontraba ante un personaje importante y soltó a la mujer, quien corrió hacia la carroza del faraón, se lanzó bajo sus ruedas y gritó:
—¡Socorro, señor, socorro!
El general Arbó se apeó de su carro y se plantó delante del oficial, quien fue presa del pánico cuando vio el águila y el distintivo faraónico en su brazo. Se puso firme, desenvainó su espada, le hizo el saludo militar y ordenó a sus hombres:
—¡Saludad a un general de la guardia faraónica!
Todos desenvainaron sus espadas y se pusieron firmes como estatuas.
Cuando la mujer oyó sus palabras, supo que se encontraba ante el jefe de la guardia faraónica y, levantándose hacia él, le dijo humildemente:
—Mi señor, ¿sois en verdad el jefe de la guardia del faraón? ¡Por los dioses, conducidme hasta él! En mi huida, dirigía mis pasos hacia su palacio…, hacia su alteza el faraón.
Arbó le preguntó:
—¿Necesitáis algo de él?
La mujer respondió jadeando:
—Sí, mi señor, guardo un importante secreto que quiero revelar a su adorada esencia.
El faraón aguzó el oído, y Arbó preguntó a la mujer:
—¿Y cuál es ese secreto tan importante, mi señora?
Ella respondió humildemente:
—Se lo revelaré sólo a su sagrada esencia.
—Yo soy su sirviente humilde y fiel y guardaré su secreto.
La mujer vaciló un instante y paseó su mirada entre los presentes; estaba pálida y turbada. El general creyó que era mejor ir paso por paso para que se tranquilizara, y le preguntó:
—¿Cuál es vuestro nombre y dónde vivís?
—Me llamo Saraya, mi señor, y hasta esta mañana servía en el palacio del gran sacerdote de Ra.
—¿Por qué os perseguían, acaso vuestro amo os acusa de algo?
—Soy una mujer noble, mi señor; sin embargo, mi señor me maltrataba…
—¿Huisteis debido a sus malos tratos, y queréis presentar vuestras quejas al faraón?
—No, mi señor, la cuestión es más importante de lo que pensáis. Me enteré de un secreto que representa un peligro para mi señor el rey, y huí para advertir a su adorada esencia, como es mi deber. Mi señor mandó en pos de mí a estas tropas para que me capturaran y se interfirieran en mi sagrado deber.
El oficial tembló, y se apresuró a evitar cualquier acusación contra su persona:
—Nuestro santo señor nos ordenó capturar a una mujer que huía a lomos de un corcel por la carretera de Menfis. Cumplimos con nuestro deber sin saber nada del uno ni del otro.
Arbó le dijo a Saraya:
—¿Acusas de traición al sacerdote de Ra?
—Dejadme llegar ante su alteza el faraón para que le revele lo que tanto me angustia.
Al faraón se le acabó la paciencia, y harto de perder un tiempo precioso, le preguntó a la mujer:
—¿El sacerdote ha tenido un hijo esta mañana?
La mujer se volvió hacia él asombrada y musitó:
—¿Quién os ha informado de ello, mi señor, si la noticia era un secreto? ¡Esto es verdaderamente extraño!
El séquito del faraón mostraba interés e intercambiaba miradas en silencio. En cuanto al rey, sólo le preguntó en un tono aterrador:
—¿Es ese el secreto que querías comunicar al faraón?
—Sí, mi señor, pero eso no es todo lo que quería decirle.
El faraón intervino en un tono imperioso que no dejaba lugar a vacilaciones:
—¿Qué es lo que hay que decir? ¡Habla!
La mujer empezó a hablar, y dijo con temor:
—Mi señora Radde Didit empezó a sentir los primeros dolores del parto al alba. Yo me encontraba entre las sirvientas que rodeaban su lecho para aliviarle los dolores tanto con la conversación como con medicinas. Poco antes del parto llegó el gran sacerdote, bendijo a mi señora y rezó al dios Ra una ardiente oración, como si quisiera alegrar el corazón de mi señora y aliviarle los dolores de aquella hora; le anunció que tendría un hijo varón que heredaría el sólido trono de Egipto, y que gobernaría en el valle del Nilo como delegado del dios Ra Atón. Le dijo, sin poderse controlar de alegría, como si se hubiera olvidado de mi presencia —pues era su sirvienta de más confianza—, que la estatua del sagrado dios le había revelado la buena nueva con su voz divina. Cuando su mirada cayó sobre mí se dibujó la angustia en su rostro, y para precaverse del mal me hizo encerrar en el granero. Sin embargo, conseguí escapar, monté en un caballo y me lancé por el camino de Menfis para comunicar al rey lo que oí. Evidentemente, mi señor se percató de mi huida y envió en mi búsqueda a sus guardias, quienes, de no haber sido por vos, me hubieran matado.
El rey y sus compañeros escuchaban el relato de Saraya con atención, perplejos, pues demostraba la veracidad de la profecía del portentoso mago Djedi. El príncipe Rejaef, inquieto, le dijo al faraón:
—Nuestros temores no eran en vano.
El faraón respondió:
—Sí, hijo mío, pero no podemos perder el tiempo.
Y, volviéndose hacia la mujer, le dijo:
—El faraón te recompensará como es debido por tu fidelidad. Ahora sólo resta que nos digas hacia dónde quieres dirigirte.
Saraya dijo:
—Desearía llegar sana y salva a la aldea de Qona, donde vive mi padre.
El faraón le dijo al oficial:
—Tú eres responsable de la vida de esta mujer hasta que llegue a su casa.
El oficial asintió con la cabeza en señal de obediencia. El faraón hizo una señal al general Arbó, quien subió a su carroza. A continuación, ordenó al conductor de la suya que prosiguiera su camino. Se pusieron en marcha, raudos como el destino, seguidos por los otros carros, hacia Awn, de la cual se podían ver ya las murallas y las columnas de su templo principal: el templo de Ra Atón.