II

Al poco rato regresó el príncipe Hordedef, seguido de un hombre alto y de anchas espaldas, de mirada afilada y penetrante. Su cabeza estaba coronada de pelo blanco y una barba larga y densa cubría su pecho. Iba envuelto en una ancha túnica y se apoyaba en un largo bastón. El príncipe se inclinó y dijo:

—Mi señor, os presento a vuestro piadoso servidor, el mago Djedi. El mago se postró ante el rey y besó la tierra ante sus pies. A continuación dijo en un tono que sobresaltó los corazones de los presentes:

—¡Mi señor, hijo de Janum, luz resplandeciente del sol, señor de los mundos, que vuestra gloria sea eterna y vuestra felicidad permanente!

El rey lo recibió con gentileza, le invitó a sentarse en un trono a su lado y le dijo:

—¿Cómo es posible que no te haya visto nunca antes habiendo nacido setenta años antes que yo?

El mago respondió bondadosamente:

—¡El señor os dé vida, salud y fortaleza! ¡A la gente como yo sólo se le permite estar ante vos cuando se le llama!

El rey sonrió y le preguntó, observándolo con interés:

—¿Es verdad que haces milagros, Djedi? ¿Es verdad que con tu voluntad sometes a hombres y animales, y que puedes mostrar el rostro del tiempo descubriendo el velo del más allá?

El hombre inclinó la cabeza hasta que la barba se dobló contra su pecho:

—Es cierto, mi señor.

Dijo el rey:

—Deseo presenciar algunos de esos milagros, Djedi.

Llegado el impresionante momento, todo el mundo atendía con los ojos bien abiertos, la expectación se podía leer en los rostros. Sin embargo, Djedi no se dio prisa en empezar su trabajo y se quedó por un instante como petrificado, como si se hubiera transformado en una estatua. Luego sonrió mostrando sus dos afilados colmillos y recorrió a los presentes con una rápida mirada.

Le dijo al rey:

—A mi derecha late un corazón que no cree en mí.

Todos se miraron asombrados y perplejos. El rey se alegró de la perspicacia del mago y preguntó a sus hombres:

—¿Hay alguien entre vosotros que niegue los milagros de Djedi?

El general Arbó sacudió las espaldas en señal de indiferencia y se presentó ante el rey diciendo:

—Mi señor, yo no creo en los magos pecadores. Creo que utilizan una serie de tretas y artimañas que puede realizar cualquiera que se dedique a ello.

El rey le respondió:

—Para qué hablar… Que traigan a un león hambriento: veremos cómo lo doma con su magia y lo pliega a su voluntad.

Pero el general no parecía convencido, y dijo:

—Perdón, mi señor, no me interesan los leones. Aquí estoy yo para que pruebe conmigo su magia y sus artes. Y si desea que crea en él deberá someterme a su voluntad y dominarme.

Se hizo un denso silencio. Algunos de los presentes callaban atemorizados, otros se regocijaban, aparentando curiosidad. Los dos grupos miraban al mago para ver qué hacía con el testarudo general.

Este estaba tranquilo, sin que su confiada sonrisa abandonase sus labios finos y delicados. El rey soltó una carcajada y le dijo a Arbó en un tono que denotaba cierta ironía:

—¿No temes por tu alma, Arbó?

El general respondió con extraordinaria firmeza:

—Mi alma, señor, es tan fuerte como mi mente, que se ríe de los magos pecadores.

El rostro del príncipe Hordedef se cubrió de ira, y respondió en tono enérgico al general:

—Sea como queráis, y que mi señor el rey permita al mago Djedi que responda a este desafío.

El rey miró a su encolerizado hijo, luego al mago y dijo:

—Veamos cómo se enfrenta tu magia a la fuerza de mi amigo Arbó.

El general Arbó miró al mago con orgullo. Deseaba apartar su mirada de él con desprecio, pero sentía una fuerza que lo atraía hacia aquel hombre. Ardía de cólera, intentó mover las rodillas, intentó sustraer la mirada a aquella fuerza que lo atraía, pero fue incapaz: su mirada permaneció fija en los ojos saltones y relampagueantes de Djedi, que brillaban ardientes como dos cristales que reflejaran la luz del sol. Los ojos de Arbó se eclipsaron y de ellos desapareció la luz del mundo. A aquel poderoso hombre le abandonaron sus fuerzas, y se mostró dócil y apaciguado.

Cuando Djedi hubo aplacado la extraordinaria fuerza de Arbó, se puso en pie e, indicándole su asiento, le gritó al general con voz enérgica: «Siéntate»… El general obedeció, sometido, tambaleándose como un borracho. Se echó sobre la silla como quien está a punto de morir. Entre los presentes se oyó un murmullo de admiración, y el príncipe sonrió relajado, repuesto tras su arrebato. En cuanto a Djedi, miró con respeto al faraón y se levantó educadamente:

—Mi señor, podría ordenarle lo que quisiera y no me desobedecería en nada, pero me da pena hacer pruebas con un general de nuestra gran patria y discípulo del faraón. ¿Mi señor se da por satisfecho con lo que ha visto?

El faraón asintió con la cabeza.

El mago se dirigió hacia el desconcertado general, le pasó sus ligeros dedos por la frente y recitó en voz baja un extraño sortilegio. El hombre empezó a despertar poco a poco, la vida empezó a arrastrarse por sus sentidos hasta que recuperó la conciencia. Entonces, sus ojos se fijaron en Djedi y recordó, y su rostro y su frente enrojecieron. Evitando mirar a aquel terrible hombre, regresó a su sitio, caminando con pasos avergonzados y derrotados.

El rey sonrió y dijo con delicadeza:

—Nuestro amigo no miente.

El general inclinó la cabeza y dijo en voz baja:

—Alabados sean los dioses y ensalzados sean sus milagros tanto en los cielos como en la tierra.

Entonces el rey le dijo al mago:

—Lo has hecho muy bien, hombre poderoso. Sin embargo, ¿tienes también poderes sobre el más allá, como los que tienes sobre los mortales?

El hombre respondió plenamente confiado:

—Sí, mi señor.

El rey reflexionó un momento sobre qué pregunta podría hacerle. Finalmente, su rostro se iluminó y dijo al mago:

—¿Puedes decirme hasta cuándo ocuparán el trono reyes de mi estirpe?

El hombre pareció angustiado y temeroso. El rey, preguntándose qué es lo que corría por su cabeza, le dijo:

—Puedes hablar con libertad, no te sucederá nada digas lo que digas.

El hombre lanzó una mirada profunda a su señor. A continuación, levantando la cabeza hacia los cielos, se sumió en una ferviente oración y permaneció un rato sin moverse ni hablar. Cuando volvió a mirar al rey y quienes le acompañaban estaba pálido y demacrado, con la mirada perdida. Los asistentes se asustaron, sintiendo que el mal les acechaba. El príncipe Rejaef perdió la paciencia y le dijo:

—¿Por qué no hablas?, el rey ya te dio su palabra. El hombre intentó ocultar sus jadeos y dijo:

—Mi señor, después de vos no ocupará el trono nadie más de vuestra estirpe.

Sus palabras provocaron un gran sobresalto entre los presentes, como un inesperado soplo de viento que golpease un árbol muy firme. Todos fijaron sus crueles miradas en él, como fuentes turbias de las que saltasen centellas. El faraón frunció el ceño y su rostro se ensombreció. Parecía un peligroso león enloquecido por la rabia. La cara del príncipe Rejaef empalideció. Apretaba sus crueles labios. Su aspecto presagiaba muerte y desgracia.

El mago, queriendo aligerar el peso de su profecía, dijo:

—Gobernaréis, mi señor, en paz y tranquilidad hasta el fin de vuestros días, que serán largos y felices.

El faraón sacudió las espaldas en señal de desprecio y dijo en un tono temible:

—Quien trabaja para sí mismo es como si trabajara para la muerte, no intentes consolarme y dime: ¿sabes a quién deparan los dioses el sucederme en el trono de Egipto?

El mago dijo:

—Sí, mi señor, es un niño recién nacido. Ha visto la luz del día esta mañana.

—¿Quiénes son sus padres?

—Su padre es Man-ra, el gran sacerdote de Ra, adorado en Awn. Su madre es la joven Radde Didit, con quien se casó a pesar de su edad para que le diera este niño, que está inscrito en el sello del destino de los sabios.

El faraón se levantó excitado como un león a punto de saltar y con él se pusieron en pie todos. Se acercó en dos pasos al mago, quien apartó la mirada y se quedó sin resuello:

—¿Estás seguro de lo que dices, Djedi?

El mago respondió con voz ronca:

—¡Mi señor, os he mostrado lo que he leído en las páginas del más allá!

El rey le respondió:

—No temas ni estés triste, has transmitido tu mensaje y recibirás por ello una buena recompensa.

Fue llamado uno de los chambelanes de palacio y se le ordenó que hiciera los honores a Djedi dándole cincuenta lingotes de oro. El hombre le acompañó y se marcharon juntos.

El príncipe Rejaef estaba desolado. Su mirada era tan cruel como su corazón, y su férreo rostro era un mensajero de muerte. En cuanto al faraón, no desperdició su ira en gemidos y quejas, sino que la escondió en lo más profundo de su voluntad para transformarse en un ímpetu capaz de abatir montañas y de vencer cualquier terror. Dirigiéndose a su ministro Jomini, le dijo con su poderosa voz:

—¿Qué opinas, sabio Jomini, se puede cambiar el curso del destino?

Jomini levantó las cejas, meditando, pero sus ojos permanecían cerrados, no podían ver debido a su perplejidad y a su tristeza:

El rey le reprochó:

—Veo que temes decir la verdad y piensas que negar la sabiduría pueda satisfacerme. Jomini, soy demasiado grande como para que me angustie la verdad…

No, Jomini no era ni un cobarde ni un hipócrita, pero era fiel al rey y al príncipe y no deseaba lastimarlos. Cuando no tuvo más remedio que tomar la palabra dijo en voz baja:

—¡Mi señor! La sabiduría de Egipto, inspirada por los dioses a nuestros antepasados y legada a la posteridad por el sabio Qaqimna, dice que el destino es inevitable.

Keops miró al heredero y le preguntó:

—Y tú, príncipe heredero, ¿qué opinas sobre el destino?

Este miró a su padre con la mirada encendida de un león en celo. El faraón sonrió y dijo:

—Señores, si el destino fuera como decís la creación tendría escaso sentido, la sabiduría de la vida se desvanecería, el hombre perdería su nobleza. Lo mismo daría esforzarse que dejarse llevar, trabajar o no hacerlo, dormir o velar, la fuerza o la debilidad, la lucha o el sometimiento. No, señores, el destino es un concepto decadente al cual los fuertes no deben someterse…

El corazón del general Arbó se encendió de entusiasmo y exclamó:

—Vuestra sabiduría es excelsa, mi señor.

El faraón sonrió y dijo tranquilamente:

—Nos enfrentamos a un bebé que se encuentra no muy lejos de nosotros: general Arbó, prepara una expedición con carros de guerra que yo dirigiré hacia Awn para ver con mis propios ojos a esta pequeña criatura del destino…

Jomini dijo sorprendido:

—¿Va a ir el faraón en persona?

El rey rio y dijo:

—Si no salgo para defender mi trono, ¿cuándo lo haré? Vamos, señores… Os llamo a las armas para que contempléis la terrible batalla entre Keops y el destino.