I

Keops, hijo de Janum, el divino, el temible, se sentó en su trono dorado, en el balcón de su alcoba que se asomaba a los vastos y opulentos jardines de su palacio —el paraíso eterno de blancas columnas de Menfis—, entre un grupo formado por sus hijos y parientes próximos. El borde dorado de su túnica de seda relucía bajo los rayos del sol que ya empezaba a declinar. Reposaba tranquilo y calmado, apoyando la espalda en un almohadón de plumas de avestruz y el codo en un cojín bordado de seda dorada. Su grandeza se manifestaba en su frente alta, en su excelsa mirada y su hermosa nariz, y su extraordinaria fuerza se evidenciaba en su ancho pecho y en sus brazos musculosos. Todo él inspiraba la reverencia de un hombre de cuarenta años, a la que se sumaba el halo de la gloria de los faraones.

Paseaba la mirada entre sus hijos y sus amigos, lanzando alguna ojeada hacia delante, hacia donde se perdía el horizonte, detrás de las copas de las palmeras y otros árboles, o desplazándola hacia la derecha para observar aquella colina eterna donde se apostaba la esfinge para contemplar la salida del sol, y en cuyo interior moraban los cuerpos de sus padres y abuelos. En su superficie hormigueaban centenares de miles de criaturas, allanando las dunas y haciendo surcos en la roca, excavando los cimientos de la pirámide del faraón, quien quería que esta fuera un monumento que resistiera el paso del tiempo y el embate de los siglos.

El faraón amaba aquellas sesiones familiares, que le consolaban de la carga de su vida pública y le descargaban del peso de las tradiciones; en ellas se convertía en un padre cariñoso y en un amigo amable, se abandonaba en compañía de sus amigos a charlas y confidencias, hablando tanto de los temas importantes como de los insustanciales. Se intercambiaban bromas, se confirmaban los rumores, se decidían destinos… Aquel día, inscrito en los pliegues del tiempo —los dioses quisieron que fuera el inicio de nuestra historia—, se empezó hablando de la pirámide que Keops deseaba construirse como morada eterna y refugio para su cuerpo mortal. Mirabó, el genial arquitecto que elevó a Egipto a la cima de la gloria artística, se encargaba de explicar su trabajo a su señor el rey, extendiéndose en aclarar los símbolos de magnificencia que comportaba una obra eterna como la que él estaba a punto de diseñar y realizar. El rey escuchaba complacido a su amigo el artista cuando de pronto recordó que ya habían transcurrido diez años desde el inicio de las obras. Sin esconder su enojo, le dijo:

—Sí, querido Mirabó, estoy convencido de tu genialidad, pero ¿cuánto tiempo me pides? Me estás hablando de la magnitud de la pirámide, de la que no veo ni una sola escalinata; ya han pasado diez largos años desde que empezaron las obras, durante los cuales se han dedicado a ella millones de hombres fuertes. Has podido disponer de los mejores artesanos de mi magnífico pueblo. Con todo, todavía no veo ni rastro sobre la tierra de la pirámide prometida, y me parece estar viendo cómo esas mastabas, que encierran los cuerpos de sus constructores sin que les costara una centésima parte de lo que nos cuesta a nosotros, se ríen de nuestros vanos esfuerzos y nuestro trabajo inútil.

El rostro, muy oscuro, de Mirabó dejó entrever su angustia; las arrugas de su frente denotaban su embarazo. Replicó con su voz dulce y fuerte:

—¡Mi señor! Dios me libre de perder el tiempo o de malgastar mis esfuerzos en juegos. Soy muy consciente de la responsabilidad que recaía sobre mí cuando me comprometí a construir la morada eterna del faraón y a hacer de esta una maravilla que hiciera olvidar a la gente los precedentes prodigios de Egipto. No hemos desperdiciado estos diez años; en ellos hemos hecho algo de lo que hubieran sido incapaces gigantes o genios; hemos excavado en la dura roca un canal de agua que comunica el Nilo con la colina de la pirámide, hemos cortado y pulido rocas altas como montañas, que en nuestras manos fueron maleables como la pasta… Las hemos traído desde el sur más lejano: ¡mirad, mi señor, cómo surcan el río las barcazas cargadas de montañas de rocas, como altos montes movidos por la magia de un poderoso encantador…, mirad a los trabajadores, entregados a su labor, inclinados sobre la tierra de la colina, como si su superficie se abriera para mostrar lo que ha contenido durante miles de años!

El rey sonrió, y dijo con ironía:

—Es sorprendente: te mandamos construir una pirámide y nos haces un río; ¿acaso crees que tu señor es el rey de los peces?

El rey rio y todos sus amigos sonrieron, excepto el príncipe heredero Rejaef, quien se tomó la cosa en serio. Era, a pesar de su juventud, un déspota severo y cruel que había heredado de su padre la fuerza sin heredar su benignidad. Intervino preguntándole al artista:

—La verdad es que me parece asombroso que hayas perdido tantos años en preparativos; sé que la sagrada pirámide del rey Snefru fue terminada en mucho menos tiempo…

Mirabó se llevó la mano a la frente y respondió con educación:

—Alteza real, os halláis ante una mente prodigiosa, en revolución constante, inclinada a la perfección, creadora de ideales, que me ha hecho idear, tras enormes esfuerzos, una gigantesca quimera que estoy dando todo mi espíritu por hacer realidad. ¡Tened paciencia, majestad, tened paciencia, alteza!

Por un instante se hizo el silencio; al oírse la música de la guardia faraónica que acompañaba a un escuadrón de la guardia hacia sus lugares de vigilancia mientras sus compañeros regresaban a sus cuarteles. El faraón pensaba en las palabras de Mirabó, y cuando la música empezó a disminuir, se dirigió a su ministro Jomini, sacerdote del venerado Ptah, señor de Menfis, y le preguntó, sin que la majestuosa sonrisa abandonara sus labios:

—¿Acaso la paciencia es uno de los atributos de la realeza, Jomini? El hombre se peinó la barba con los dedos y respondió con su voz tranquila:

—Mi señor, nuestro eterno filósofo Qaqimna, ministro del rey Hoti, dice: «La paciencia es el refugio del hombre ante la desesperación y su coraza ante la adversidad».

El faraón se rio y le preguntó:

—Eso es lo que dice Qaqimna, ministro del rey Hoti…, pero ¿qué diría Jomini, ministro del rey Keops?

El importante ministro reflexionó un instante; sin embargo, cuando se disponía a hablar, le interrumpió impaciente el príncipe Rejaef, con el ímpetu de un joven de veinte años:

—Mi señor, la paciencia no lleva más que a la catástrofe, a someterse a las adversidades. La grandeza de los reyes está en dominar y no en armarse de paciencia; pues los dioses les han otorgado, en sustitución de esta, el don de la fuerza.

El faraón se enderezó en su trono, y sus ojos relampaguearon con furia en lo que, de no haber sido por la sonrisa que continuaba luciendo en sus labios, hubiera representado una sentencia insoslayable. Luego dijo, en un tono enérgico que le trasladó de sus cuarenta a los veinte años:

—¡Cuán bellas son tus palabras, hijo mío, cuán feliz me haces! En verdad, la fuerza es la virtud de los reyes; es más, es una virtud en cualquier hombre. Empecé como gobernador de una pequeña demarcación y llegué a ser uno de los reyes de Egipto, y no me llevó de gobernador a rey más que la fuerza. Los ambiciosos, los rebeldes y los envidiosos no cejan de esperar mi día de desgracia, están preparados para acabar conmigo. No he conseguido terminar con sus habladurías ni pararles los pies más que con la fuerza. Los nubios rompieron una vez la obediencia, su ignorancia les aconsejó la rebeldía y se sublevaron; ¿acaso hubiera podido derrotarles y hacerles volver a la obediencia sino por la fuerza? Es más, ¿qué es lo que me ha elevado al rango de la santidad, qué es lo que ha hecho de mi palabra ley de inexcusable cumplimiento, de mi opinión decreto divino y de la obediencia a mi persona culto, sino la fuerza?

Llegados a este punto se apresuró a intervenir el artista, como para completar el pensamiento del rey:

—¿Y la divinidad, mi señor?

El faraón sacudió la cabeza en señal de menosprecio:

—¿Y qué es la divinidad, Mirabó? ¿Acaso es algo más que la fuerza?

El arquitecto replicó, tranquilo y confiado:

—Y compasión y amor, mi señor.

El rey le respondió apuntándole con el índice:

—¡Así sois vosotros los artistas! Sois capaces de domesticar rocas soberbias mientras vuestro corazón es más delicado que la brisa de la mañana. ¡Cuánto me complace discutir con vosotros! Sin embargo, te voy a hacer una última pregunta para zanjar la cuestión. Durante los últimos diez años has convivido con esos ejércitos de fuertes trabajadores y por lo tanto estás en buena posición para conocer lo que se esconde en sus pechos, sus alegrías y confidencias más íntimas…, ¿qué crees que les obliga a obedecerme y les hace soportar con paciencia la dureza del trabajo? Dime la verdad sinceramente, Mirabó…

El arquitecto permaneció en silencio mientras pensaba, intentando recordar. Todas las miradas se dirigieron hacia él, interesadas. Entonces respondió en su tono habitual, lleno de entusiasmo y seguridad:

—Mi señor, hay dos tipos de trabajadores: los prisioneros y los nativos. Aquellos no saben lo que hacen, van y vienen incansablemente, como el buey en la acequia, y si no fuera con la dureza de la vara y la vigilancia del ejército no obtendríamos nada de ellos. En cuanto al segundo grupo, el de los egipcios, la mayoría son del Alto Egipto, y son gente honrada y orgullosa, enteros y creyentes. Soportan admirablemente los mayores tormentos, y su paciencia ante la adversidad es enorme. Estos saben lo que hacen, creen firmemente que el duro trabajo al que han entregado su vida es un noble deber religioso y lo hacen para lisonjear a su adorado señor. Y, obedeciendo a quien es el símbolo de su honor, el faraón, le pagan con devoción; los castigos son un placer, y sus enormes sacrificios, un deber de la voluntad del hombre noble ante toda la eternidad… Podéis verlos, mi señor, al mediodía, bajo el ardor del sol, golpeando las rocas con brazos como relámpagos, firmes como el destino, mientras entonan sus cánticos y recitan sus poesías.

Los que escuchaban se tranquilizaron y se sintieron ebrios de alegría y orgullo. Los rasgos del faraón mostraban claramente su satisfacción. Se levantó de su trono —lo cual obligó a levantarse a todos los que estaban sentados— y se desplazó lenta y pausadamente hacia el amplio balcón. Cuando llegó al lado que miraba hacia el sur, dirigió su mirada hacia lo lejos, hacia aquella inmortal colina en cuya sagrada cima se dibujaban las largas hileras de trabajadores. Observó su aspecto, noble y espléndido: ¡qué nobleza, qué gloria! ¿Era necesario que millones de almas nobles sufrieran para su mayor gloria? ¿Era necesario que el único objetivo de aquel noble pueblo fuera su felicidad?

Aquella idea fija constituía la única angustia que se agitaba a veces en aquel pecho lleno de energía y de fe, como una nube perdida en un cielo azul y claro. Lo atormentaba —cuando se agitaba— y lo oprimía, enturbiando su felicidad. Al sentir su punzada, dio la espalda a la colina y, dirigiendo una mirada enojada a sus amigos, les preguntó:

—¿Quién debe dar su vida por quién, el pueblo por el faraón o el faraón por su pueblo?

Todos permanecieron en silencio, desconcertados. El general Arbó hizo de tripas corazón y dijo con su potente voz:

—¡Todos nosotros, pueblo, generales y sacerdotes, daríamos nuestra vida por el faraón!

El príncipe Hordedef, uno de los hijos del rey, intervino con entusiasmo:

—¡Y los príncipes también!

El rey sonrió enigmáticamente, mientras la angustia permanecía claramente en su noble rostro. Su ministro Jomini dijo:

—Alteza, ¿por qué distinguís entre vuestra alta persona y el pueblo de Egipto, siendo, como sois, como la mente respecto al corazón o el espíritu al cuerpo? Vos sois el emblema de la gloria del pueblo de Egipto, ejemplo de su orgullo, reserva de su nobleza e inspirador de su fuerza, y si el pueblo os otorga su vida es por su misma gloria, su orgullo y su felicidad. No hay en este amor ni humillación ni servidumbre, sino lealtad profunda, solemne afecto y elevado patriotismo.

El rey sonrió aliviado, volvió con largos pasos a su trono dorado y se sentó. Con él se sentaron los asistentes, pero al príncipe heredero Rejaef no le gustaban las manías de su padre y le dijo:

—Padre, ¿por qué os angustiáis con esas ideas? ¡Habéis heredado el poder por voluntad divina y no humana, y debéis gobernar como os parezca, digan lo que digan!

Keops respondió:

—Príncipe, vuestro padre siempre podrá decir, por muy orgulloso que esté cualquier rey, «yo soy el faraón de Egipto».

Entonces suspiró de forma audible y dijo, como si hablara consigo mismo:

—Las palabras del príncipe merecen ser dirigidas a un gobernante débil, no al gran Keops…, a Keops faraón de Egipto… Egipto es una gran obra que no puede realizarse sin sacrificios individuales, ¿y qué valor tiene la vida de un individuo? No vale ni una lágrima seca para quien mira hacia el futuro lejano y las obras gloriosas… Por eso no dudo en ser cruel, golpeo con mano de hierro y atormento a centenares de millares, no por debilidad de carácter ni por obedecer a un capricho de aristócrata; es como si mi mirada atravesara el velo del horizonte y viera la esperada gloria de este pueblo. En cierta ocasión la reina me acusó de tiranía e injusticia. No es así; Keops no es más que un gobernante con visión de futuro, que viste la piel de un tigre cazador y en cuyo pecho late el corazón de un noble ángel.

Se hizo un largo silencio. Todos los presentes esperaban pasar una velada agradable que les hiciera olvidar el peso de sus enormes responsabilidades. Todos deseaban que el rey les propusiera algún ejercicio divertido o que les invitara a algún banquete con bebida y canto, pues ya estaban hartos de historias de trabajos y de preocupaciones. Sin embargo, en aquellos días el rey se quejaba del aburrimiento de sus ratos libres a pesar de lo cortos y raros que estos eran, y cuando supo que había llegado el momento de reposar y divertirse se cansó, y lanzó una mirada perpleja a sus contertulios cuando Jomini le preguntó:

—¿Le sirvo una copa a su alteza?

El faraón sacudió la cabeza y respondió:

—Bebí ayer y anteayer…

Intervino Arbó:

—¿Llamamos a las cantantes, mi señor?

Este contestó aburrido:

—Las escuché anoche.

Dijo Mirabó:

—¿Qué le parecería a su alteza salir a cazar?

El rey replicó en el mismo tono:

—Estoy harto de cazar y pescar.

—¿Y qué tal un paseo entre árboles y flores?

Se lamentó:

—¿Queda algún paisaje hermoso que no haya visto todavía?

Las quejas del rey entristecieron a sus amigos y enturbiaron sus ánimos. Por suerte, el príncipe Hordedef le tenía reservada una alegre sorpresa, y dijo:

—Padre mío y señor rey: yo os puedo presentar a un mago sorprendente que conoce el más allá; es capaz de quitar la vida y de resucitar a los muertos. Con la sola palabra realiza milagros.

El faraón permaneció en silencio, sin apresurarse a rechazar la oferta y a refunfuñar como otras veces, mirando a su hijo con interés. Había oído hablar a menudo de los magos y sus milagros y se distraía con maravillosos relatos sobre sus proezas, y le alegró la perspectiva de tener a uno de ellos en su presencia. Preguntó a su hijo:

—¿Quién es ese mago, Hordedef? El príncipe respondió:

—Es Djedi el mago, mi señor, tiene ciento diez años y todavía conserva la fuerza y la lozanía de la juventud. Con su poder mágico domina a los hombres y los animales, y es capaz de predecir el futuro.

El interés del rey aumentó, y su angustia y su aburrimiento se desvanecieron. Preguntó:

—¿Puedes traerlo ahora mismo?

El príncipe respondió con alegría:

—Dadme unos minutos, mi señor.

Enseguida se puso en pie, saludó a su padre con una profunda reverencia, y se fue en busca del portentoso mago…