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Juicio a la concepción tradicional sobre la crianza de los hijos

Te joden bien, tu madre y tu padre.

No quieren hacerlo, pero lo hacen.

Te cargan con todos sus defectos

y añaden algunos más, solo para ti.[1]

Philip Larkin

Pobres papá y mamá: públicamente acusados por su hijo, el poeta, y a los que nunca se les ha dado la oportunidad de defenderse de los cargos. La tendrán ahora, si es que puedo tomarme la libertad de hablar en su nombre.

Más incisivo que los dientes de una serpiente

es oír a tu hijo quejarse con ese alboroto.

No es justo —y no es verdad—, miente.

Está jodido, sí, pero nosotros no lo hemos roto.

Sin embargo, el papá y la mamá de Philip no serán sometidos a juicio aquí. La acusada es la concepción tradicional sobre la crianza y educación de los hijos, la misma que su hijo ha resumido en esos cuatro versos ramplones. Señores y señoras del jurado, les pido que encuentren a la acusada culpable de fraude y de gran latrocinio. A la gente le han robado la verdad, y quien lo ha hecho es la concepción tradicional sobre la crianza y educación de los hijos.

ENGAÑAR A LA GENTE SISTEMÁTICAMENTE

Philip Larkin no es el único que echa la culpa de sus fracasos a sus padres. Todo el mundo lo hace (incluso yo misma, en mis momentos de debilidad). Seguro que está por encima de la autorrecriminación. Pero el interés personal no puede explicar por sí solo el modo como esa concepción tradicional se ha instalado en nuestra cultura. Ni tampoco vale la explicación que te di en el capítulo 1 —que es un producto de la influencia combinada de la teoría psicoanalítica (Freud) y el conductismo (Watson y Skinner)— para dar cuenta de su generalización. Lo que empezó siendo una parte de la psicología académica hace mucho que se ha extendido más allá de sus orígenes en la torre de marfil. Los presentadores y los invitados de los programas de entrevistas, los poetas y los cultivadores de patatas, tu contable y tus hijos, todos, echan la culpa a sus padres por sus propios fracasos, y a ellos mismos por los de sus hijos.

Se ha hecho una propaganda excesiva sobre la paternidad. Te han hecho creer que tienes más influencia sobre la personalidad de tu hijo de la que realmente tienes. Al principio del libro cité la revista científica que decía que no tenemos que esperar hasta el día en que los padres puedan escoger los genes de sus hijos, porque los padres ya tienen, de hecho, un gran poder para determinar cómo saldrán sus hijos. «Los padres tienen el papel más importante a la hora de conformar el sentido de sí mismos de sus hijos», decía otro periodista científico en las páginas del New York Times. Se espera de ti que les des un sentido positivo de sí mismos cubriéndolos de elogios y de afecto físico. La consejera profesional que se llama a sí misma «Doctora Mamá» te dice que te asegures de que diariamente tus hijos reciben «mensajes no verbales de cariño y de aceptación». Todos los niños necesitan caricias y abrazos, dice ella, independientemente de la edad que tengan. Si tú haces bien tu trabajo, tu hijo se sentirá feliz y tendrá confianza en sí mismo, según Penelope Leach, otra consejera profesional. «Sus cimientos se construyen a partir de tu relación con él y de todo lo que le has enseñado.»[2] El castigo físico y las críticas verbales están prohibidos por los consejeros. No has de decirle al niño que es malo, sino que está mal lo que ha hecho. No, quizá sea mejor no llegar tan lejos: dile que lo que ha hecho te ha hecho sentirte mal.

Los niños no son tan frágiles. Son más fuertes de lo que tú te piensas. Tienen que serlo, porque el mundo de fuera no los trata con guantes de seda. En casa pueden oír: «Lo que has hecho me hace sentirme muy mal», pero en el patio de juegos lo que oyen es: «¡Tú, cabeza hueca!».

El concepto tradicional sobre la crianza de los hijos es el producto de una cultura que tiene su propio lema: «Podemos vencer». Con nuestros deslumbrantes aparatos electrónicos y nuestros mágicos elixires bioquímicos podemos vencer a la naturaleza. Sí, los niños nacen diferentes, pero no es ningún problema. Métalos a través de esta magnífica máquina —¡suban, señoras y caballeros!—, y añadan nuestra mezcla patentada de amor, límites, castigos y juguetes educativos. Y…, voilà! ¡Una persona feliz, inteligente, confiada y adaptada!

Quizá se trata de un fenómeno finisecular: la tendencia a llevar las cosas a los extremos, de empujar las ideas más allá de sus límites lógicos. La concepción tradicional de la crianza de los hijos se ha convertido en algo tan marchito, tan opresivo a la hora de las exigencias que impone a los padres, que parece que, pasada ya de madura, lleva camino de acabar pudriéndose.

LO PRIMERO DE TODO, NO HACE DAÑO

No me sentiría tan segura acerca de ello si pensara que se trata de una fantasía dañina. Después de todo, esa concepción tradicional podría haber tenido algunos efectos colaterales beneficiosos. Al menos en teoría, debería haber vuelto más agradables a los padres. Si estos piensan que cualquier error que pudieran cometer marcaría a sus hijos de por vida, ¿no les debería animar a ser mucho más cuidadosos; a tragarse los desprecios y a ahorrarse la vara? Es un pensamiento hermoso, pero no hay señales de que los abusos paternos tiendan a disminuir. Ni tampoco hay señales de que los niños sean más felices hoy de lo que lo eran dos o tres generaciones antes.[3]

No hay pruebas de que el concepto tradicional sobre la crianza de los hijos haya servido de nada bueno. Pero sí que ha causado algún daño real. Ha echado una pesada carga de culpa sobre los padres que ya son bastante desafortunados por tener un niño cuyo paso por la maravillosa máquina no ha producido una persona feliz, inteligente, adaptada y segura de sí misma. Esos padres no solo han de sufrir el dolor de tener un niño con el que es difícil vivir o que no está a la altura de los valores de la comunidad en la que viven, sino que han de sufrir, además, el oprobio de la comunidad. Y a veces es algo más que el mero oprobio: a veces se les detiene como los responsables legales, se les multa y se les amenaza con penas de cárcel.

La concepción tradicional de la crianza de los hijos ha convertido a los niños en objetos de ansiedad. Los padres se sienten nerviosos por si no hacen lo adecuado, y tienen miedo de que una palabra perdida o una mirada puedan echar a perder para siempre las oportunidades de la criatura. No solo se han convertido en esclavos de sus hijos: se les ha declarado sirvientes insatisfactorios, porque los principios establecidos por los defensores del concepto tradicional son tan altos que nadie puede alcanzarlos. A los padres que no pueden dormir una noche completa se les dice que no le dedican un tiempo de calidad a sus hijos. Se les hace sentir que no les prestan suficiente atención y tiempo. En consecuencia, intentan acercarse a los hijos comprándoles montañas de juguetes. Los niños occidentales contemporáneos poseen una increíble cantidad de juguetes.

La concepción tradicional ha introducido un elemento de falsedad en la vida familiar. Ha dejado sin sentido las expresiones de cariño porque han sido ahogadas por las expresiones de cariño obligatorias y fingidas.

La concepción tradicional ha frenado el proceso de la investigación científica. La proliferación de investigaciones sin sentido —un deprimente estudio más en el que se muestran las correlaciones entre los suspiros de los padres y los bostezos de los hijos— ha sustituido a las investigaciones útiles y necesarias. He aquí algunas de las cuestiones sobre las que deberían estar trabajando los investigadores, algunas de las preguntas que deberían estar haciéndose para buscarles una respuesta. ¿Cómo podemos mantener un aula de niños sin que se divida en dos grupos dicotómicos: proescuela y antiescuela? ¿Cómo pueden conseguir algunos profesores, escuelas o culturas que no se produzca esa división y se mantengan los niños unidos y motivados? ¿Cómo podemos conseguir que los niños con unas características de personalidad que les sitúa en desventaja no empeoren? ¿Cómo podemos romper el círculo vicioso en el que los niños agresivos se vuelven más agresivos, porque en la infancia fueron rechazados por sus compañeros, y después buscan, en la adolescencia, unirse con otros como ellos? ¿Hay alguna manera de influir en las normas de los grupos de niños para mejorarlas? ¿Hay algún modo de evitar que la cultura mayoritaria tenga efectos deletéreos sobre las normas de los grupos de adolescentes? ¿Cuántos se necesitan para formar un grupo?

Yo he sido incapaz, en este libro, de responder a esas cuestiones porque aún no se han hecho las investigaciones imprescindibles.

EL TURNO DE LA DEFENSA

Según la concepción tradicional, los padres tienen importantes efectos sobre el modo como salen los niños. Importantes efectos. No estamos hablando de punto arriba o abajo en el coeficiente intelectual, o de un sí más o menos en un cuestionario de cien preguntas. Estamos hablando de los sociables frente a los insociables, de los licenciados frente a quienes dejan los estudios, de los neuróticos frente a los bien adaptados, de las vírgenes frente a las embarazadas. Estamos hablando, pues, de características psicológicas que afectan a tu comportamiento y a cómo te irán las cosas en la vida, características que son evidentes para ti y para quienes trabajan o viven contigo. Características, en definitiva, que te acompañarán para el resto de tus días. Eso es lo que piensa la gente, ¿no es así?, que los padres tienen una poderosa repercusión en sus hijos, una repercusión duradera, además.

Pero si tienen esos efectos, debe haber un efecto distinto para cada hijo, porque los niños criados por los mismos padres no salen iguales, una vez que has suprimido las semejanzas debidas a los genes. Dos niños adoptados, criados en la misma casa, no tienen personalidades más semejantes que dos niños adoptados criados en hogares diferentes. Un par de mellizos criados en la misma casa no son más parecidos que otro par criado en hogares separados. Cualquier cosa que haga el hogar a los niños que crecen en él, no los vuelve más responsables o menos sociables, más agresivos o menos ansiosos, o más proclives a tener un buen matrimonio. Al menos no les está haciendo nada de eso.

Los genetistas conductistas fueron los primeros en hacer ese descubrimiento que les puso en un apuro terrible, porque la mayoría de ellos creían en la importancia del entorno del hogar, como todos. Se descolgaron, entonces, con la idea de que lo que importa en el hogar son las cosas que difieren para cada niño que vive en él. Las cosas que dos hermanos tienen en común se ha demostrado que importan poco —o al menos no tienen efectos predecibles—, por lo que las cosas que los hermanos no tienen en común tuvieron que soportar todo el peso de la prueba de la concepción tradicional de la crianza de los hijos.

Esto no es tan rebuscado como parece. Después de todo, no hay ninguna razón que nos permita esperar que los padres traten a todos los hijos por igual. ¿No deberían los buenos padres querer que cada uno de sus hijos sea único, que cada uno de ellos haga aquello que se le da mejor? Es el punto de vista marxista sobre la paternidad: de cada uno según sus habilidades, y a cada uno según sus necesidades.

Y es verdad, hasta cierto punto. Sí, los padres deberían querer que sus hijos sean diferentes, al menos en ciertos aspectos. Si el primer niño es creativo y parlanchín, uno más tranquilo significaría un cambio bienvenido. Si el primero es pianista, estarían felices de que al segundo le diera por la tuba. Pero eso no quiere decir que serían igualmente felices si el segundo se convirtiera en un buscapleitos o en un camello. Cuando tuvimos la segunda hija, mi marido y yo no dijimos: «Bien, como ya tenemos una que va estupendamente en los estudios, no tiene sentido que hagamos lo mismo. Hagamos que la segunda se convierta en otra cosa». Antes bien todo lo contrario, hubiéramos soportado maravillosamente bien el aburrimiento de tener dos hijas a las que les fueran bien los estudios. Hay ciertas cualidades que a los padres les gustaría ver en todos sus hijos —amabilidad, conciencia, inteligencia— y otras cualidades que podrían variar dentro de límites razonables. Pero los descubrimientos relativos a esas cualidades universalmente deseadas son los mismos que para las opcionales: no hay pruebas de que el entorno del hogar tenga un efecto a largo plazo sobre los hijos.

Los padres tratan a cada hijo de forma diferente y los niños son diferentes, esos son dos hechos incontrovertibles. Pero para que los genetistas conductistas defiendan la concepción tradicional les es imprescindible demostrar que las diferencias en la conducta paterna producen o contribuyen a crear las diferencias entre los hijos, no que sean una mera respuesta a diferencias preexistentes. Y eso no ha sido demostrado aún. De hecho, hay pruebas de que el tratamiento de los padres es hoy en día más uniforme que los propios niños, que hay más variaciones en el modo de comportarse los hermanos que en el modo como los tratan los padres.[4]

Un factor que podría haber operado a favor de la concepción tradicional, pero que no lo ha hecho, ha sido el orden de nacimiento. Los padres tratan a los primogénitos y a los benjamines de forma muy distinta, y esa diferencia de trato no responde a las características innatas de los niños. Pero los investigadores llevan más de medio siglo intentando hallar pruebas convincentes de que el orden de nacimiento deja marcas indelebles en la personalidad, sin que sus esfuerzos se hayan visto recompensados por el éxito. Como tampoco lo han tenido los esfuerzos por demostrar las diferencias entre hijos únicos e hijos con hermanos. Si los padres tienen importantes efectos sobre sus hijos, ¿cómo es que no estropean la personalidad del hijo único?

Esas dos decepciones —inexistencia de los efectos del orden de nacimiento, e inexistencia del efecto hijo único— deberían retirar definitivamente el apoyo que sostiene a la concepción tradicional sobre la crianza de los hijos.

Con todo, aún no ha caído; hay algo que parece ayudarla a mantenerse en pie. Ya lo veo. Es la afirmación de que la prueba de la genética conductista —los datos que demuestran que, en general, el entorno hogareño no tiene efectos predecibles— no contempla la totalidad de entornos hogareños posibles. El problema es que todos los sujetos proceden de casas «bastante buenas», casas que caen dentro del ámbito de lo normal.[5] Algunos teóricos están dispuestos a admitir públicamente que no importa mucho en qué tipo de hogar crece el niño, siempre que sea dentro de lo que se considera normal, casas bastante buenas. Pero aún piensan que es posible que hogares que no caen dentro de lo normal —es decir, hogares excepcionalmente malos— tengan un efecto sobre el niño.

Lo que están diciendo es que no hay relación entre la bondad de un hogar y la bondad de los hijos en la gama de hogares de los cuales poseen datos; una gama que comienza en «excelente» y se extiende hasta «malos», pero que se detiene poco antes de «terrible». La relación no es válida para la pequeña proporción de hogares para los que no tienen datos. Todas las pruebas que han reunido hasta ahora —y han reunido muchas— o bien son irrelevantes o bien indican que la concepción tradicional de la crianza de los niños está equivocada. Pero hay ciertas pruebas que aún no han reunido, y esas, creen ellos, serían las que demostrarían que la concepción tradicional es correcta.

No deja de ser un apoyo bastante frágil. La idea es que, ordinariamente, los padres corrientes y molientes como tú y yo no tenemos ningún efecto distintivo sobre nuestros hijos: somos intercambiables, como los operarios de una fábrica. Los únicos padres que tienen un efecto distintivo son los espantosos, los que abusan de sus hijos tan duramente que tienen que llevarlos al hospital, o los que los abandonan en fríos apartamentos hediondos sin cambiarles los pañales y con la comida podrida; constituyen la última esperanza de la teoría de la concepción tradicional sobre la crianza de los hijos: que un entorno hogareño pueda ser lo suficientemente malo como para provocar daños permanentes en los niños que crecen en él.

Dejaré que los defensores de la concepción tradicional se agarren a esa débil esperanza, que su suposición pueda ser cierta para la pequeña proporción de familias a las que se clasifica como supermalas. Pero no es cierta para la gran mayoría de las familias. No lo es para la tuya ni para la mía. No hay justificación para usarlo como un arma contra los padres normales cuyos niños no salen del modo como esperamos que pudieran salir.

¿EN QUÉ SE EQUIVOCARON?

¿Cómo son moldeados los niños por las experiencias que tienen mientras están creciendo? Esa es la pregunta que la concepción tradicional debería haber contestado. Pero su respuesta es errónea porque se basa en un buen número de ideas equivocadas acerca de los niños.

El primer error tiene que ver con el entorno de los niños. El entorno natural del niño se supone que ha de ser la familia nuclear, una forma de convivencia que ha sido muy popular durante la primera mitad del siglo XX: padre, madre y dos o tres hijos viviendo confortablemente juntos en una casa particular. Pero esa forma de vida no es especialmente natural. El apartamiento del núcleo familiar —su capacidad para desarrollar sus actividades al margen del ojo entrometido de los vecinos— es una invención moderna, con una antigüedad de unos pocos siglos. El lazo monógamo entre un hombre y una mujer no deja de ser, también, más o menos una novedad. En el 80% de las culturas conocidas por los antropólogos, los hombres que se lo pueden permitir tienen más de una esposa.[6] La poligamia es antigua y está bien extendida en nuestra especie. Los niños se han visto a menudo obligados a compartir sus padres con los niños de las otras esposas de sus padres. O bien han crecido sin un padre o sin la madre, porque la muerte de los padres era tan normal en el pasado como lo son hoy los divorcios.

El segundo error tiene que ver con la naturaleza de la socialización. El trabajo de un niño no consiste en aprender a comportarse como el resto de la gente de su sociedad, porque esa gente no se comporta toda igual. En cada sociedad, la conducta aceptable depende de si eres un niño o un adulto, un hombre o una mujer. Los niños han de aprender a comportarse como las otras personas de su propia categoría social. En la mayoría de los casos lo hacen de buena gana. La socialización no es algo que los mayores les hagan a los niños, sino algo que los niños hacen por sí mismos.

El tercer error tiene que ver con la naturaleza del aprendizaje. Se ha supuesto que la conducta aprendida se lleva de un sitio a otro como una mochila —del hogar a la escuela, por ejemplo—, aunque siempre ha quedado claro que la gente de cada edad se comporta de forma diferente en contextos sociales distintos. Se comportan de forma diferente porque han tenido diferentes experiencias —en un sitio los han elogiado y en otro se han reído de ellos—, y porque se exigen diferentes conductas. También se asumió, aunque incorrectamente, que si los niños se comportaban de una manera en casa y de otra diferente en la escuela, debía ser la conducta de casa la que más importara.

El cuarto error tiene que ver con la naturaleza de la naturaleza, la herencia. El poder de los genes aún no se ha mostrado por completo, aunque todo el mundo ha oído las historias acerca de los mellizos que se encuentran en la madurez y descubren que ambos llevan camisas azules con bolsillos a ambos lados y con charreteras. Philip Larkin se percató de que compartía muchos de sus defectos con sus padres, pero eso no le sugirió la idea de que los había heredado: pensó que se trataba de algo que le habían hecho sus padres después de que naciera.

El quinto error es pasar por alto nuestra historia evolutiva y el hecho de que, durante millones de años, nuestros ancestros vivían en grupos. Fue el grupo el que capacitó a esas criaturas delicadas, no provistas de garras ni de colmillos, para sobrevivir en un entorno dominado por esos colmillos y esas garras. Pero los animales depredadores no eran su peor amenaza: las criaturas más peligrosas en su mundo eran los miembros de otros grupos. Eso aún sigue siendo verdad.

LA ALTERNATIVA: LA TEORÍA DE LA SOCIALIZACIÓN A TRAVÉS DEL GRUPO

El grupo es el entorno natural del niño. Empezar con esa afirmación nos lleva en una dirección diferente. Piensa en la infancia como una época en la que los jóvenes humanos se convierten a sí mismos en miembros aceptados y valorados de su grupo, porque eso fue lo que necesitaron hacer en los tiempos ancestrales.

Durante la infancia, los niños aprenden a comportarse en sociedad del modo como se espera que se comporten las personas de su edad y su sexo. La socialización es el proceso de adaptación de la conducta de uno a la de los otros miembros de la categoría social de uno. En la novela The Shipping News (Atando cabos), el tío de un padre le aconseja a este que deje de preocuparse por las peculiaridades de su hija:

«¿Por qué no esperas un poco, sobrino? Mira primero qué tal va. Ella comienza en la escuela en septiembre… Estoy de acuerdo contigo en que ella es diferente, e incluso podría decirse que a veces es un poco extraña, pero ya sabes, todos somos diferentes, aunque pretendamos lo contrario. Todos nosotros, por dentro, somos extraños. Y aprendemos a disfrazar nuestra diferencia a medida que crecemos. Bunny aún no hace eso.»[7]

Aprendemos a disfrazar nuestras diferencias; la socialización nos hace menos diferentes. Pero el disfraz tiende a desgastarse a medida que vamos viviendo. Veo la socialización como una suerte de reloj de arena: comienzas con un grupo de individualidades dispares y a medida que se las exprime juntas, la presión del grupo las va haciendo más iguales. Entonces, en la edad adulta, la presión permite gradualmente que se reafirmen las diferencias individuales. La gente se vuelve más peculiar a medida que se hace mayor, porque dejan de preocuparse por disfrazar sus diferencias. Los castigos por ser diferente no siempre son tan severos.

Los niños se identifican con un grupo de otros como ellos y asumen las normas del grupo. No se identifican con sus padres porque los padres no son personas como ellos, los padres son adultos. Los niños piensan en sí mismos como niños o, si hay bastantes de ellos, como chicos y chicas, y esos son los grupos en los que se socializan. La mayor parte de la socialización ocurre hoy a la misma edad y en los mismos grupos de sexo, porque las sociedades desarrolladas hacen posible que los niños hagan esos grupos. En el pasado, cuando los humanos apenas estaban extendidos por el planeta, los niños se socializaban en grupos de edades y sexos mezclados.

Siempre ha habido un lazo entre los padres y los hijos, pero la intensa relación, gobernada por el sentimiento de culpa, que preside la paternidad hoy en día no tiene precedentes. En las sociedades que no envían a los hijos a la escuela y en las que aún no han penetrado los consejeros familiares, los niños aprenden de otros niños la mayor parte de lo que necesitan saber. Aunque los estilos de paternidad difieren radicalmente de una a otra cultura —demasiado duro en unos sitios, demasiado blando en otros—, los grupos de niños son más o menos iguales en todas las partes del mundo. Esa es la razón por la que los niños se socializan en todas las sociedades, aunque sus padres no lean al doctor Spock. Sus cerebros se desarrollan normalmente en todas las sociedades, también; aunque sus padres no lean obras especializadas.

Los niños modernos aprenden cosas de sus padres y llevan al grupo lo que han aprendido en casa. La lengua que sus padres les han enseñado solo se retiene si resulta que los otros niños hablan la misma lengua; y lo mismo vale para otros aspectos de la cultura. Como la mayoría de los niños crece en barrios culturalmente homogéneos —sus padres hablan la misma lengua y tienen la misma cultura que los padres de sus compañeros— la mayoría de los niños son capaces de retener una buena parte de lo que han aprendido en casa. Eso parece dar a entender que los padres son los transmisores de la cultura, pero no lo son: es el grupo de compañeros. Si la cultura del grupo de compañeros difiere de la de los padres, la del grupo siempre gana. El hijo de padres inmigrantes o de padres sordos aprende invariablemente el lenguaje de sus compañeros y lo favorece frente al que sus padres le han enseñado. Se convierte en su lengua nativa.

Puedes comprobar que sucede desde muy pronto, desde la guardería, cuando los niños de tres años llevan a casa el acento de sus compañeros. Quizá incluso comienza antes de esa edad. Las psicólogas Susan Savage y Terry Kit-Fong Au cuentan esa historia en un reciente número de la revista Child Development.

Un bebé que conocemos tuvo que enfrentarse muy pronto a un dilema. Desde la edad de doce meses tenía mucho éxito a la hora de pedir una botella diciéndoles a sus padres: «¡Nai nai!» (leche en chino). Mientras tanto, se percató de que otros bebés de la guardería pedían sus botellas diciendo: «¡Ba ba!» y siguió su ejemplo a la edad de quince meses. Las exigencias de llevar una doble vida le parecían, aparentemente, muy difíciles de sobrellevar. Un día o dos más tarde, cuando su madre le preguntó: «¿Nai nai?», ella agitó su cabeza vigorosamente y dijo enfáticamente: «¡Ba ba!».[8]

Incluso cuando sus padres pertenecen a la misma cultura que los padres de sus compañeros, los niños no pueden contar con ser capaces de exportar las conductas que adquieren en casa. Un niño puede llorar y quejarse con total impunidad en casa; puede manifestar su ansiedad y su afecto. Pero en un grupo de compañeros se espera de él que sea duro y frío. Esa frialdad y esa dureza se convertirán en su personalidad pública y esta le acompañará hasta la edad adulta. Sin embargo, la personalidad adquirida en casa no se perderá del todo: reaparecerá en las comidas de Navidad como los fantasmas de las Navidades del pasado.

En el grupo de compañeros de la infancia y la adolescencia, los chicos adoptan las conductas y las actitudes de sus compañeros y se comparan a sí mismos con los miembros de otros grupos; grupos que difieren en el sexo, la raza, la clase social o en sus inclinaciones e intereses. Las diferencias entre esos grupos se amplían porque a los miembros de cada grupo es el suyo el que más les gusta y no paran hasta distinguirse de los demás. Las diferencias dentro del grupo se amplían especialmente cuando el grupo no compite con otros. Al mismo tiempo esos niños se vuelven más semejantes a sus compañeros de grupo en algunos aspectos, pero más diferentes en otros. Los niños aprenden sobre sí mismos comparándose a sí mismos con sus compañeros. Compiten por el estatus dentro del grupo, y es ganar o perder. Son etiquetados por sus compañeros; escogen, o son escogidos para rellenar un determinado hueco en el grupo. Los mellizos no acaban teniendo idénticas personalidades, incluso aunque sean miembros del mismo grupo de compañeros, porque cada uno tiene diferentes experiencias dentro de él.

Las experiencias en los grupos de la infancia y la adolescencia modifican las personalidades de los niños, de forma que llevarán consigo esas transformaciones hasta la edad adulta. La teoría de la socialización a través del grupo hace esta predicción: que los niños se convertirán en el mismo tipo de adultos si dejamos intacta su vida de fuera de casa —en sus escuelas y en sus barrios—, pero cambiamos a todos los padres.

¿EN QUÉ PIENSAS?

Los argumentos basados en pruebas científicas no bastan para hacerte cambiar de idea. Tu creencia en la concepción tradicional sobre la crianza de los hijos no se basa en la ciencia imparcial, sino en sentimientos, pensamientos y recuerdos. Si tus padres no fueron importantes en tu historia personal —si no tuvieron una poderosa influencia sobre ti—, ¿por qué en tus recuerdos de la infancia, junto con otros muchos que has almacenado desde entonces, desempeñan tus padres un papel relevante? ¿Por qué piensas tan a menudo en ellos?

En su libro How the mind works, el psicólogo evolucionista Steven Pinker discute el hecho de que la mente consciente tenga acceso a ciertos tipos de información y no a otros.

Yo pregunto: «¿En qué piensas?». Y tú me contestas contándome el contenido de tus sueños, los planes que tienes para el día, tus dolores, y los colores, formas y sonidos que tienes ante ti. Pero no puedes contarme nada acerca de las enzimas segregadas por tu estómago, los ritmos actuales de tu corazón y tu respiración, los procesos de ordenación que sigue tu cerebro para convertir en tridimensionales las formas procedentes de las retinas bidimensionales, las reglas de la sintaxis que ordenan las palabras a medida que hablas, o la secuencia de contracciones musculares que te permiten coger las gafas.[9]

No se trata de que los sueños sean más importantes que los cómputos de tu cerebro para permitirte ver tridimensionalmente los objetos, o construir frases gramaticalmente correctas. Simplemente se trata de que algunas de esas cosas son accesibles a la conciencia y otras no lo son.

La otra cuestión acerca del modo como trabaja la mente (como han señalado Pinker y sus colegas evolucionistas) es que la mente es modular. La mente está compuesta de un número de departamentos especializados, cada uno de los cuales contiene sus propios datos y expide sus propios informes u órdenes. Igual que el cuerpo está organizado en órganos físicos, cada uno de los cuales hace un trabajo específico —los pulmones oxigenan la sangre, el corazón la bombea a través del cuerpo—, la mente está organizada en órganos mentales, módulos o departamentos. Un departamento te permite ver el mundo en tres dimensiones, otro te permite coger las gafas. Algunos departamentos de la mente expiden informes que son accesibles a la conciencia y otros que no.[10]

Creo que la mente humana tiene al menos dos zonas diferentes para tratar con la conducta social. Una tiene que ver con las relaciones interpersonales y la otra con los grupos.

La zona del grupo tiene una larga historia y se halla en muchas especies. Los peces, por ejemplo, nadan juntos en bancos. Tienen que adaptar su conducta a la del grupo, pero no tienen que reconocer a sus compañeros. Aunque pueden distinguir entre machos y hembras, entre grandes y pequeños peces, entre familiares y extraños, no recuerdan a los individuos, ni siquiera a sus propios hijos.[11]

La vida social de los primates es más compleja. Los primates, también, tienen que adaptar su conducta a la del grupo, pero también han de seguir el rastro de los individuos en sus vidas. Deben aprender con qué miembros de su comunidad pueden contar para recibir apoyo y de cuáles lo mejor es mantenerse alejados. Se trata de un talento que ha florecido en nuestra especie. Los humanos recuerdan quiénes les hicieron un favor y quiénes les deben uno. Saben —tanto por experiencia propia como por la ajena— en quién pueden confiar y en quién no. Albergan rencores, a veces para siempre, contra aquellos que les hicieron daño y buscan la ocasión de vengarse. Y aquellos que causaron el daño, lo mejor que pueden hacer es no olvidarse de quién fue su víctima. Tenemos muy buena memoria para la gente. Nuestros cerebros tienen un área especial dedicada al reconocimiento de las caras.

La zona del cerebro que sigue el rastro de las relaciones interpersonales es accesible a la mente consciente. La zona del cerebro que adapta tu conducta a la del grupo no es menos importante, pero es menos accesible a la conciencia. Una buena parte de su trabajo se hace a un nivel automático, como los movimientos de los músculos que te permiten recoger las gafas.

La información acerca del mundo la recogemos inconscientemente en buena parte. No sabemos cómo sabemos muchas cosas: sencillamente están ahí. Los niños aprenden que las frutas rojas son más dulces que las verdes, y si les das la oportunidad de escoger, escogerán la roja, pero no podrían decirte por qué. La recopilación de datos, la construcción de categorías y el promedio de datos dentro de las categorías ocurre por debajo del nivel consciente.[12]

Los procesos de los que te he estado hablando en este libro ocurren generalmente por debajo del nivel de la conciencia. Nos identificamos con un grupo de gente. Aprendemos a hablar y a comportarnos como esa gente y hacemos nuestras sus actitudes. Adaptamos nuestra forma de hablar y de comportarnos a los diferentes contextos sociales. Desarrollamos estereotipos de nuestro propio grupo y de los otros. Esas cosas pueden llevarse a la conciencia, pero no viven en ella. En este libro te he hablado acerca de cosas que los niños hacen sin darse cuenta de ellas, sin tener que empeñarse en un esfuerzo consciente. Les deja libre la parte superior de la cabeza para hacer otras cosas.

Grupos y relaciones interpersonales: ambas son importantes para nosotros, pero de diferentes maneras. Nuestras experiencias de infancia con los compañeros y nuestras experiencias en casa con los padres son importantes para nosotros de maneras muy distintas.

El lazo entre padres e hijos dura toda una vida. Besamos a nuestros padres para despedimos no una sino muchas veces; no perdemos su rastro. Cada vez que volvemos al hogar tenemos la oportunidad de recuperar los recuerdos familiares y contemplarlos de nuevo. Mientras tanto, nuestros amigos de la infancia se han diseminado por todos los rincones y nosotros hemos olvidado lo que sucedió en los patios de recreo.

Cuando piensas acerca de la infancia, piensas en tus padres. Recrimínaselo a la zona de relaciones interpersonales de tu mente, la cual ha usurpado más de lo que en derecho le toca compartir de sus pensamientos y recuerdos.

Y en cuanto a lo que te vaya mal, pues ya sabes: no censures a tus padres por ello.