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Lo que pueden hacer los padres

Si has pensado que este título lo encontrarías encabezando una hoja en blanco, o bien has sobrestimado mi sentido del humor o has menospreciado mi chutzpah [palabra yiddish: mi osadía]. Se requieren nervios muy templados para poner esas seis palabras al frente de este capítulo, después de lo que he dicho acerca de los consejeros en los trece capítulos anteriores. Pero no sería justo —ni tampoco apropiado— dejarte con la impresión de que los padres son mero papel pintado.

Por otro lado, tampoco quiero crear falsas esperanzas. Por lo que permíteme que comience con una historia real que mi colega David Lykken cuenta acerca de un par de gemelas que fueron criadas separadas; uno de los pares estudiados en la Universidad de Minnesota por el equipo de investigación del que él es miembro.[1]

Se trata de unas mellizas separadas en la infancia y que crecieron en hogares adoptivos distintos. Una se convirtió en una concertista de piano, con suficiente talento como para haber actuado como solista con la orquesta de Minnesota. La otra era incapaz de tocar ni una sola nota.

Como esas mujeres tenían los mismos genes, la disparidad habría de deberse a una diferencia del entorno. Con toda seguridad, una de las madres adoptivas era una profesora de música que daba lecciones particulares en su casa. Los padres que adoptaron a la otra no eran nada amantes de la música.

Lo que pasa es que los padres poco musicales fueron los que tuvieron la concertista de piano y que era la hija de la profesora de piano la que era incapaz de tocar ni una nota.

LO QUE LOS NIÑOS APRENDEN EN CASA

David Lykken, que comenzó su carrera como psicólogo clínico y que ha hecho importantes contribuciones en diversas áreas de la psicología, ha mantenido su fe en el poder de los padres para conformar las vidas de sus hijos. Él explica la paradoja de las gemelas que no casaban del siguiente modo:

La madre profesora de piano le proponía recibir clases, pero no insistía; mientras que la otra, alejada ella misma de la música, estaba determinada a que su hija recibiera lecciones de piano y a que sacara el mejor partido de ellas. Conformó el entorno inicial de su hija con mano firme y coherente.[2]

La madre no inclinada a la música insistió en que su hija recibiera las lecciones y se aseguraba de que practicara. Por supuesto, la niña debía de tener cierto talento innato, porque no todo el mundo con una madre con determinación se convierte en pianista. Pero sin la determinación de esa madre el talento de la niña podría haberse perdido. La melliza con la madre sin carácter no podía tocar ni una nota.

Yo te pondré, como contraejemplo, a mi propia hija. Mi hija mayor nunca ha tocado con la orquesta de Minnesota, pero tenía la calidad suficiente para ser la acompañante del coro de la escuela y para actuar en público varias veces. Como la madre sin carácter, le propuse a mi hija que recibiera lecciones (de un profesor de nuestra comunidad), pero no insistí. A diferencia de la madre con determinación, nunca la obligué a practicar: ella lo hacía porque quería y por su cuenta. Mi hija está convencida de que si yo la hubiera presionado para que practicara no hubiera dado resultado: lo hubiera acabado dejando. No hace mucho le pregunté qué le había proporcionado la motivación para continuar. Y ella me contestó: «Me divertía tocando y quería tocar mejor, y solo mejoraba cuando practicaba». El virtuosismo es su única recompensa.

Aunque yo no obligué a mi hija a recibir lecciones de piano ni a practicar, y ni incluso le urgí a que lo hiciera, le proporcioné, sin embargo, un hogar ligeramente musical. Yo canté en un coro durante la mayor parte de su infancia y a veces ensayábamos en casa. Hoy mi hija toca el piano principalmente para acompañarse a sí misma; en su tiempo de ocio estudia canto y participa en un coro.

Sí, en algunos aspectos, los padres tienen cierta influencia. El caso de la melliza no musical es una excepción a la que volveré en breve. Lo más frecuente es que los padres con oído musical tengan hijos como ellos. Los hijos y las hijas de médicos a menudo se convierten también en médicos. Sería estúpido negar que los padres pueden influir en la elección que los hijos hacen de una profesión o de cuáles sean sus actividades de tiempo libre. Y yo no lo niego.

Los padres influyen a los niños en cómo se comportan estos en casa. También les proporcionan conocimientos y habilidades que los niños pueden llevar con ellos cuando salen de casa, y allí se demuestra que son útiles. Un niño que aprende a hablar inglés en casa no tiene que aprenderlo una y otra vez para conversar con sus compañeros, siempre que sus compañeros, por supuesto, hablen inglés. Lo mismo vale para otras conductas, habilidades y conocimientos. Los niños llevan a su grupo de compañeros mucho de lo que aprenden en casa, y si ello casa con lo que los otros niños han aprendido en casa, es muy probable que lo retengan.

Los niños también aprenden cosas en casa que no llevan a su grupo de compañeros, y esas puede que se les queden incluso aunque sean diferentes de las que han aprendido sus compañeros. Algunas cosas sencillamente no aparecen en el contexto del grupo de compañeros. Hoy en día eso es cierto para la religión. Excepto que asista a una escuela religiosa, practicar una religión es algo que los niños no hacen con sus compañeros, sino con sus padres. Por eso es por lo que algunos padres aún tienen algún poder para darles a los hijos su religión. Los padres tienen algún poder para impartir algún aspecto de su cultura que implica lo que se hace en casa; cocinar es un buen ejemplo. Cualquier cosa aprendida en casa —y no controlada por los compañeros de grupo— puede ser transmitida de padres a hijos. Quizá incluso cómo se lleva una casa.[3] El juego de las casitas que los niños juegan en la guardería les da las líneas fundamentales de cómo se organiza la vida familiar dentro de su comunidad, aunque haya muchos detalles que caen fuera del juego, por supuesto.

Aún más, lo que se aprende en casa puede retenerse incluso a pesar de que se lleve al grupo de compañeros —incluso aunque ellos sean diferentes—, porque los grupos exigen conformidad solo hasta cierto punto. Hay conductas que son obligatorias y otras que son opcionales, y cuál sea cada cual depende solo de en qué grupo estés. El lenguaje es obligatorio en cualquier grupo de niños: de un niño que llegue a un grupo con una lengua diferente o con un acento distinto se espera que cambie, y cambia. En los grupos de chicos, durante la mitad de la infancia, es obligatorio comportarse de una manera «masculina»: ser duro, emocionalmente frío y preocupado solo por el estatus. Los grupos de chicas son más flexibles a la hora de desviarse del patrón «femenino» de conducta. La diferencia en lo mucho que se refuerza el modelo puede reflejar una diferencia de sexo: la grupalidad parece ser bastante más fuerte en los hombres (véase el capítulo 10).

Lo obligatorio también puede variar con el paso del tiempo. El patriotismo es obligatorio para los miembros del grupo durante épocas de guerra, pero puede ser opcional en tiempos de paz. Como resultado de los cambios en la cultura adulta, es posible que los grupos de chicos se vuelvan más permisivos sobre el abanico de conductas que toleran a sus miembros. Hasta ahora, sin embargo, los psicólogos del desarrollo no han visto señales de un cambio semejante.[4]

Si el conocimiento, las habilidades o las opiniones adquiridas en casa pertenecen a un área que el grupo considera opcional —un grupo donde no se exige la conformidad, y donde pueden incluso llegar a apreciarse las diferencias—, el niño puede retenerlas. La mayoría de grupos de compañeros permiten que sus miembros tengan diferentes talentos, aficiones, inclinaciones políticas y planes de futuro profesional. El chico que sabe tocar el piano no es un clavo que sobresale y al que se ha de remachar.

Los niños aprenden a tocar el piano en casa. Aprenden cómo es ser un médico o por qué es mejor ser demócrata o cómo envolver el tamal con las hojas de las mazorcas de maíz. Lo que no aprenden en casa es cómo comportarse en público y qué tipo de personas son. Esas son cosas que aprenden en el grupo de compañeros.

¿PUEDE SER UN GRUPO LA FAMILIA?

Hacia el final del capítulo 7, hablaba acerca de las razones por las que las familias no funcionaban usualmente como grupos. En la intimidad del hogar moderno occidental, decía, la familia no es una categoría social relevante, porque es única. No hay grupos en ella que compitan para que pueda aflorar la grupalidad familiar, por lo que se divide en un conjunto de individuos, cada uno de ellos con su propia agenda y su propio terreno que defender. Las autoclasificaciones acaban en el yo; el nosotros rara vez hace aparición en el hogar.

Puede ser distinto en las culturas asiáticas, donde la gente parece identificarse más estrechamente con sus familias y hay menos énfasis en el éxito personal y en la autonomía. En la China precolonial, si un hombre cometía un delito execrable, toda su familia —padres, hijos, hermanos y hermanas— eran ejecutados con él.[5] La idea era que toda la familia compartía la responsabilidad. Quizá los niños asiáticos se clasifican a sí mismos como «un Wang» o «un Nakamura» incluso cuando están en casa. Quizá las familias asiáticas pueden asimilarse tan bien como diferenciarse.

Con unas condiciones adecuadas es algo que también puede darse en las familias occidentales. Observa a los miembros de una familia estadounidense cuando viajan juntos a un lugar desconocido, un lugar donde hay otra gente pero donde los chicos no se tienen que preocupar por que sus compañeros de clase los señalen. Fuera de su territorio familiar la familia se une y se convierte en un grupo. Las pequeñas rivalidades entre los hermanos se evaporan como los charcos en las aceras de Tucson. Pero la tregua es temporal. En cuanto los padres y los niños se meten en el coche y están solos de nuevo, la grupalidad se disipa y emerge la rivalidad. Vuelven a convertirse en un grupo de individuos, cada cual con su propia agenda y su propio territorio que defender: «¡Mamá, está poniendo los pies en mi lado!».

Donde la grupalidad es débil o está ausente, la diferenciación triunfa sobre la asimilación. Los miembros de una familia se diversifican, buscan algo en lo que especializarse o un hueco que llenar. Esa elección del lugar propio ensancha el repertorio de habilidades de la familia y reduce la competición feroz entre hermanos. Pero los padres también pueden ocupar espacios familiares y, desde el punto de vista de los hijos, los ocupan.[6] Quizá esa fue la razón por la que la melliza con la madre profesora de piano nunca aprendió a tocar porque en su familia ya había una pianista. La hija hubiera tenido que competir con la madre si hubiera elegido el mismo instrumento. ¡Qué lástima que sus padres no la animaran a escoger la tuba! Mi hija no tuvo ninguna competencia en la familia: ninguno de sus padres sabía tocar el piano, y su hermana era demasiado pequeña.

La elección familiar de un lugar propio puede tener efectos duraderos cuando se trata de cultivar diferentes talentos o intereses. La melliza pianista descubrió una carrera profesional; su hermana melliza, aunque quisiera recuperar el tiempo perdido y recibiera lecciones, no podría pasar de ser una aficionada competente. Las elecciones hechas en la infancia —hechas en casa— acerca de salidas profesionales, política o religión pueden tener repercusiones cuyo eco atraviesa toda la vida. Pueden llevarse al grupo de compañeros, pero no son modificadas por el grupo porque los chicos o no se dan cuenta o no les importa.

Sin embargo, cuando se trata de la personalidad y de la conducta social, ya es otra historia. Las pruebas demuestran que la elección de un lugar propio en la familia o el encasillamiento no dejan señales indelebles en la personalidad. Una de las maneras de encasillar a los chicos es a través del orden de nacimiento: el mayor es visto por los padres como más responsable, sensible y dependiente que sus hermanos menores; sus hermanos menores, sin embargo, lo ven como un mandón. Pero diferencias notables que dependan del orden de nacimiento no suelen aparecer en los tests de personalidad que se les pasa a los adultos. De igual manera que los investigadores tampoco descubren diferencias notables de personalidad entre niños únicos y niños con hermanos (véanse los capítulos 3 y 4 y el apéndice 1).

¿PUEDE UN PADRE SER UN LÍDER?

Los líderes, tal como dije en el capítulo 11, pueden influir en las normas de conducta de un grupo. Pueden definir el estereotipo del grupo que sus miembros tienen de sí mismos y los propios límites del grupo: quién es nosotros y quiénes son ellos. ¿Puede un padre ser un líder de este tipo? ¿Pueden él o ella convertir la familia en un grupo cohesionado y definir sus objetivos?

Sí. Pero es raro que ocurra en las sociedades occidentales, quizá porque las familias occidentales tienden a ser pequeñas y se requeriría un grupo familiar de determinado tamaño. El otro requisito es tener unos padres fuertes y con gran determinación de carácter.

Una familia de ese estilo que me viene a la mente es la de los Kennedy. Pero mejor sería que te hablase de una familia muy distinta, una de la que nunca habrás oído hablar. La familia floreció en Long Branch, Nueva Jersey, no lejos de donde yo vivo. Los padres, ahora ya fallecidos, eran Donald Thornton, que trabajó toda su vida como peón, y su esposa Tass, quien antes de casarse con él era camarera de hotel. Ambos eran afroamericanos descendientes de familias pobres. Donald dejó la escuela a los catorce años; Tass asistió durante muy poco tiempo a una escuela de magisterio en el sur.

Donald y Tass tuvieron cinco hijas que se llevaban muy pocos años entre sí. Después, aún adoptaron a una niña que se llevaba también pocos años con sus hijas. Según Yvonne, la tercera de sus hijas, no había ninguna razón para esperar nada inusual de esos seis niños:

De pequeñas no había nada especial que nos distinguiera de las otras niñas negras de Long Branch, Nueva Jersey. De conformidad con las expectativas habituales, deberíamos haber crecido, haber sacado el bachillerato y conseguido un puesto de trabajo en una fábrica o como dependientas, es decir, si hubiéramos tenido suficiente suerte como para evitar quedarnos embarazadas, no vernos obligadas a dejar la escuela, y no convertirnos en madres solteras viviendo de la ayuda social y teniendo un hijo año sí, año no.

Salvo que Donald Thornton tenía otras ideas. Estaba determinado a que todas sus hijas fueran «mujeres de provecho» y dedicó toda su vida a ese objetivo. Según cuenta Yvonne en su libro The Ditchdigger’s Daughters, así es como comenzó:

La idea no era fruto del orgullo o la ambición, sino que comenzó como una broma. Papá cavaba zanjas en Fort Monmouth, Nueva Jersey, y cuando mamá dio a luz una cuarta, y luego una quinta hija, sus compañeros de trabajo bromeaban con él por no tener más que descendencia femenina. «¿Pero qué tipo de hombre es ese, se burlaban, que no puede ni engendrar un hijo para sí mismo?» «No os reiréis tanto —predijo— cuando mis hijas se conviertan en médicos.»[7]

Muchos padres dicen fanfarronadas así, pero pocos tienen la determinación inquebrantable de Donald Thornton y su fuerza de carácter. De algún modo convirtió a sus hijas en un grupo. Les dio una imagen de sí mismas: vosotras sois mejores que los otros chicos del barrio. Puede que no seáis más inteligentes, pero trabajaréis más duro. Les dio un objetivo: vais a ser médicos. Y definió los límites del grupo:

«No quiero que nadie diluya este mensaje», le dijo a mamá, que nos veía como las niñas que éramos y nos hubiera dejado salir a la calle a montar en patines o a jugar a la pelota. Papá no quería nada de eso. «Son cinco —argumentaba—, pueden jugar unas con otras. ¿Para qué necesitan salir de la familia?… Si nos mantenemos juntos… no hay nada que una familia no pueda hacer».

Como Jaime Escalante, uno de los profesores que aparecieron en el capítulo 11, Donald Thornton hizo sentir a sus hijas que eran «un atrevido cuerpo secreto en una misión imposible».[8] Le ayudó el hecho de que las chicas Thornton no solo eran brillantes y diligentes como el padre, sino también amantes de la música, como la madre. Cuando no estaban estudiando, practicaban música. No tenían tiempo para reunirse con otros chicos o meterse en problemas. Las hermanas Thornton se convirtieron en una banda famosa que tocó en el teatro Apollo y en muchos auditorios universitarios a lo largo de la costa este. Ganaron suficiente dinero como para cubrir los gastos de su educación universitaria.

Donald no convirtió a todas sus hijas en médico, pero sus compañeros de trabajo hacía tiempo que habían dejado de reírse. Dos hijas se convirtieron en médico (una de ellas tiene un doctorado en Letras, además del título de Medicina, otra es cirujana). Otra es abogada y otra estenotipista judicial. La hija adoptada es enfermera. Como Yvonne decía, ella y sus hermanas son «mujeres de provecho, independientes, capaces de hacerse cargo de sí mismas».

No sucede a menudo, pero a veces la familia puede ser un grupo. Y a veces un padre puede ser su líder.

Y a veces los padres pueden extraviar a sus hijos. Sé de otra familia de Nueva Jersey en la que los padres no querían que sus hijos jugaran con los otros niños del barrio e insistían en que no hicieran otra cosa que los deberes y practicar música. En este caso los padres eran educados y de un nivel alto de renta. Solo eran tres niños, dos chicos y una chica, y quizá eso marcaba la diferencia. Quizá necesitas un número mínimo de hijos del mismo sexo para crear un sentido de grupalidad. La familia se estableció en un lugar remoto; los niños iban a la escuela pero se les desalentaba a que tuvieran amigos fuera de la familia. La niña era tan infeliz en casa que pidió ser llevada a un internado, el único niño de quien yo haya oído que haya hecho semejante petición. El segundogénito era muy brillante y se licenció en una universidad de campanillas, pero socialmente era una persona inepta y acabó teniendo problemas con la ley por una piratería informática que acabó mal. El benjamín abandonó la universidad y buscó trabajo de talador forestal.

Otro tipo de padre líder es el que dedica su vida a convertir a su hijo en un superdotado. El padre del jugador de golf Tiger Woods y la madre de la actriz Brooke Shields son dos ejemplos; la lista puede completarse con los padres de muchas gimnastas relevantes, figuras del patinaje y maestros de ajedrez. A tales padres, en la prensa popular, se les concede una buena parte del éxito de sus hijos y toda la responsabilidad si sus hijos abandonan, y hasta cierto punto la verdad es que merecen ambos. Pero tú no puedes convertir a un hijo en una estrella: esos padres han de tener una buena materia prima de partida. ¿Dónde la consiguieron? La criaron. Han producido una descendencia con la mitad de sus genes. Tiger Woods y su padre tenían ambos la misma personalidad que Donald Thornton, la misma habilidad para elegir un objetivo y para trabajar persistentemente para lograrlo. La herencia, que tiene un papel en las características de la personalidad, debe de haberlo tenido en este caso.

El niño superdotado es un caso interesante; muchos de esos niños parecen venir con una motivación innata. Si no la tienen desde el principio, dudo que un padre pueda proporcionarla. En efecto, a menudo es el niño el primero en moverse y el padre quien se convierte en sirviente del interés absorbente del niño. Los niños superdotados intelectualmente reciben de sus padres cosas que otros niños menos dotados no consiguen: libros, ordenadores, salidas a los museos, etc.; pero lo consiguen porque lo piden. No son los padres los que insisten, sino los niños.[9]

El peligro de criar a un superdotado es que a muchos de esos niños les falta un grupo de compañeros, lo pierden en las relaciones normales con los otros chicos de su edad. Los niños que no tienen relaciones de grupo normales corren el peligro de volverse demasiado peculiares. Aunque la mayoría de niños dotados intelectualmente van bien, los verdaderos prodigios —aquellos que se salen de todas las tablas— tienen verdaderos problemas psicológicos.[10] A veces los padres no pueden hacer gran cosa: algunos niños son intelectualmente tan avanzados que no tienen nada en común con sus compañeros de edad. Algunos niños no quieren hacer nada que no sea practicar el golf, la gimnasia o el ajedrez. Pero si los padres fueran más conscientes de la importancia de los compañeros, intentarían por todos los medios conseguir que los tuviera.

EL PODER DE LOS PADRES PARA ELEGIR LOS COMPAÑEROS DE SUS HIJOS

Se trata de un poder que lo tienen casi todos los padres. Un poder, además, que puede determinar el curso de la vida de sus hijos.[11] Al menos en sus primeros años pueden decidir quiénes han de ser los compañeros de sus hijos. Cuando los padres de Joseph le sacaron de su escuela en Polonia y lo metieron en otra, en Missouri, no solo cambiaron su infancia; le pusieron en un camino nuevo y con un destino muy diferente. Joseph es ahora un estadounidense, con todos los más y menos que lleva consigo. Ya no es polaco, ni siquiera cuando sueña. Aunque no fueron sus padres quienes le enseñaron a ser estadounidense, él tiene que agradecérselo o que censurárselo: trayéndolo a este país le dieron compañeros estadounidenses.

No necesitas hacer algo tan drástico para tener un efecto sobre la vida de tu hijo. Solo con el hecho de mudarte a un barrio distinto o escoger la escuela de tu hijo ya puedes estar cambiando el curso de su vida. Asusta un poco, ¿no es cierto? Sobre todo si resulta tan difícil predecir cuál será el efecto de tu decisión. Por norma general, los niños aprenden más en escuelas que tienen un número elevado de niños inteligentes; por norma general, los niños tienden a no meterse en problemas en los colegios en los que la tasa de delincuencia es muy baja. Pero un chico con una inteligencia por encima de la media puede ser rechazado por sus compañeros en una escuela en la que todos tienen una inteligencia por debajo de la media. A un chico procedente de una casa pobre le pueden hacer el vacío en un lugar donde todos los demás sean ricos.[12]

No es que ser rechazado por los compañeros de uno sea el fin del mundo. Duele como diablos mientras ocurre y deja cicatrices permanentes (puedes identificarte incluso con un grupo que te rechaza), y tengo advertido que mucha gente interesante ha atravesado un período de rechazo a lo largo de su infancia; o bien ha sufrido muchos traslados, que tienen efectos semejantes. A mí me ocurrió: sufrí muchos traslados y atravesé ese período de rechazo, y no hay duda de que yo hubiera sido una persona muy distinta si eso no hubiera sucedido. Una persona más sociable, pero quizá más superficial. No una escritora de libros, un trabajo cuyo primer requisito es el deseo de pasar mucho tiempo solo. El biólogo y escritor E. O. Wilson recuerda su infancia de este modo:

Yo era un hijo único cuya familia se mudó bastante entre el sur de Alabama y el noroeste de Florida. Fui a catorce escuelas diferentes en once años. Así pues, parecía inevitable que creciera siendo un poco solitario y descubriera en la naturaleza mi compañera más fiable. Al principio, la naturaleza me proporcionó aventuras; más tarde, fue la fuente de las emociones más profundas y de un inmenso placer estético.[13]

Si hubiera dependido de mí, hubiera asumido el riesgo de que mis hijos pudieran ser rechazados y los habría metido en la mejor escuela que hubiera podido encontrar, una escuela con chicos inteligentes y que trabajasen duro. Una escuela en la que nadie se burlase del que lee libros y del que saca excelentes. Esas escuelas existen. Hay una vieja escuela abarrotada de alumnos en Brooklyn, Nueva York, llamada Midwood High. La mitad de sus cuatro mil estudiantes son del barrio, la otra mitad se ha ganado el acceso mediante el expediente de los cursos anteriores. Es una «escuela imán», los niños compiten unos con otros por entrar en ella. Según el New York Times:

Una vez dentro de la escuela, los dos mil estudiantes imán se mezclan con los otros dos mil del barrio que rodea la escuela en Flatbush, y comparten muchas de las clases. Las expectativas altas son contagiosas, dice el director de Midwood, Lewis Frolich. Más del 70% de los estudiantes consiguen los diplomas Regent, frente al 25% del resto de la ciudad; la tasa de abandonos de los estudios es menor del 2%, y el 99% de los que acaban el bachillerato acceden a la universidad.[14]

El director tiene razón: las actitudes son contagiosas, siempre que un grupo contenga bastantes portadores de contagio y si permanece intacto y no se subdivide en grupos. Los estudiantes imán —los que compiten por entrar en la escuela— no son los únicos a los que les va bien en Midwood High. A casi todos les va bien. La periodista del Times entrevistó a algunos de los estudiantes —finalistas del torneo de talentos científicos Westinghouse— y les preguntó si sus compañeros de clase les daban mala vida por el hecho de ser unos «aburridos fanáticos de la ciencia». La pregunta les sorprendió, dijo la periodista: «En Midwood parece que ser un fanático de la ciencia es, aparentemente, una buena manera de hacer amigos; y ser ambicioso no es, desde luego, algo vergonzoso». Muchos de los estudiantes de esa escuela son hijos de inmigrantes. Llevan consigo a su grupo de compañeros la creencia de sus padres en el poder de la educación y no la pierden, seguramente porque muchos de sus compañeros comparten la misma creencia. Los chicos de Midwood no se dividen en grupos opuestos, pro y antiescuela. Escuelas como esa deben ser estudiadas cuidadosamente para averiguar por qué funcionan tan bien. Yo no puedo dar la respuesta.

El contagio de las actitudes tiene su lado oscuro: las malas actitudes son tan contagiosas como las buenas. Muchos padres temen que sus hijos caigan en una «mala banda» y que esos compañeros tengan una influencia no deseada sobre ellos. A menudo tienen razón, aunque los hijos, con toda probabilidad, tienen tanto de influyentes como de influidos. Sople el viento hacia donde sople, los chicos con tendencias delictivas suelen meterse en más problemas con otros chicos de su misma tendencia. Probablemente a tu hijo le iría mejor lejos de esos amigos.

Desafortunadamente, tu poder para influir en las amistades de tus hijos va menguando a medida que ellos van creciendo. Con los niños pequeños, los padres tienen un control casi absoluto de quiénes son sus amigos, al menos cuando no están en la escuela. Pero una vez que cumplen los diez, se acabó lo que se daba. Si prohíbes a una hija mayor que vea a sus amigas, y si ella es del tipo de chicas a la que les atrae el tipo de amigas con las que tú no quisieras verla, hay muchas posibilidades de que las vea a tus espaldas y te mienta acerca de esas relaciones. Y la mentira se convierte rápidamente en un hábito, si es que no lo tiene ya.

Tus opciones son limitadas. No te recomiendo encadenarla al radiador, aunque comprendo que te sientas tentado por la idea. Puedes cambiarla a otra escuela, o mudarte de barrio o de ciudad. No hay una solución perfecta. Si es la clase de chica a la que le atrae el tipo de amigas con las que tú no quieres que salga, cambiar de escuela o de vecindario igual no baste: podría buscar nuevas amigas tan indeseables como las anteriores.

Pero a veces un cambio de lugar puede obrar maravillas. Una vez tuve una interesante conversación en un servicio de ayuda sobre WordPerfect con una mujer a la que llamaré Marion. Marion vivía en Provo, Utah; tenía once niños que iban desde los diez hasta los treinta. Cuando ella oyó que yo era escritora de libros de texto sobre el desarrollo de los niños (pues entonces lo era), me contó la historia de uno de sus hijos más pequeños. Todos los demás hijos iban muy bien, pero ese en particular se había echado muy malas compañías, así dijo, y había empezado a hablar de dejar el instituto. «Lo saqué de allí más rápidamente de lo que él cambiaba de opinión», me dijo. Le envió a vivir con su hermana mayor en una pequeña ciudad en una remota esquina del estado. Una medida draconiana, pero dio resultado. El chico acabó el bachillerato y estaba haciendo planes para ir a la universidad.

Hay una circunstancia en la que sería bueno considerar que merecería la pena mudarse: si tu hijo es constantemente objeto de burlas. Si mis hijas hubieran tenido que sufrir un estatus inferior y las de mayor estatus se metieran con ellas, las hubiera tenido que sacar de allí. Las víctimas son victimizadas en parte porque adquieren la reputación de ser candidatas idóneas para serlo, y es extremadamente difícil cambiar la mentalidad de los grupos de compañeros a ese respecto. Por lo general, mudarse es una desventaja para un chico, porque pierde su grupo de compañeros y el estatus que tenga en él, el que sea. Pero si el grupo de compañeros le está haciendo la vida imposible y su estatus es el de ni siquiera tenerlo, pues no tiene mucho que perder.

La drástica solución final es escolarizarse en casa. Eso no funcionaría para los adolescentes y es un riesgo para los niños más pequeños, excepto que tengas varios de edades próximas o puedas reunir un grupo de amigos o vecinos. Aunque estés protegiendo a tus niños de la influencia maligna de los niños de la escuela a la que habrían de ir, puedes acabar criando inadaptados, seres poco adecuados para el mundo en el que eventualmente habrán de vivir.

AUTOESTIMA Y ESTATUS

Según los consejeros, la autoestima es lo más valioso que un padre puede darle a un hijo. «El papel más importante que desempeñan los padres consiste en formar el sentido de sí mismos de los niños», afirma la escritora científica Jane Brody en las páginas del New York Times.[15] Si los padres hacen un buen trabajo de modelado, el niño acabará disponiendo de un buen suministro de autoestima. En caso contrario, el chico tiene un billete directo al fracaso. «La falta de autoestima lleva a muchos jóvenes a tirarse por lo fácil —se queja la doctora Liana Clark en un ensayo publicado en el JAMA—: Las chicas tienen relaciones sexuales y se convierten en madres. Los chicos se vuelven a las drogas y a las pistolas. Todas esas tragedias ocurren porque ellos no creen en sus habilidades».

Puede que esos escritores estén poniendo la carreta delante de los bueyes, confundiendo un efecto con una causa. Según el psicólogo Robyn Dawes, intentar elevar el nivel de autoestima de la gente es fútil porque esta estrategia «desdeña el principio bien simple de que buena parte de nuestros sentimientos proceden de lo que hacemos, antes que ser los que nos obligan a hacerlo». No hay pruebas sólidas, dice Dawes, de que la baja autoestima sea «una importante variable causal en la conducta». El acercamiento promovido por los gurús del bienestar personal puede tener incluso un efecto negativo: «Lo que esas creencias hacen es desanimar a las personas de que intenten construirse una vida decente por ellas mismas, y en su lugar las animan a hacer lo que sea necesario para sentirse bien consigo mismas».[16]

Sentirse bien con uno mismo puede, en efecto, ser contraproducente. El problema es que las personas con una alta autoestima tienden a pensar que son invulnerables. Hay una teoría según la cual la violencia es generada por la baja autoestima, pero un punto de vista reciente sostiene justo lo contrario: «La violencia parece ser más comúnmente el resultado de un egotismo amenazado, esto es, visiones favorables de uno mismo que son puestas en cuestión por otras personas o por las circunstancias». Los revisionistas señalan que la violencia es un negocio arriesgado y que, en consecuencia, parece que llame más la atención a gente que no tiene ninguna duda acerca de su habilidad física, de su inteligencia y de su buen aspecto. Hay también pruebas de que la gente con una alta autoestima es más probable que conduzca bajo los efectos del alcohol o sobrepase el límite de velocidad. Un estudio sobre mujeres universitarias descubrió que aquellas que tenían una alta autoestima subestimaban las posibilidades de quedarse embarazadas: consideraban que el sexo sin protección tenía menos riesgos que aquellas que tenían una autoestima más baja. Se trata de mujeres que no querían quedar embarazadas, pero su autoestima les lleva a pensar que eso «no puede sucederme a mí».[17]

Tengo que admitir, sin embargo, que tener una baja autoestima no es nada agradable. Ese es el problema de muchas de las personas que acaban yendo a las consultas de los psiquiatras o de los psicólogos clínicos: se trata de los «interiorizadores», los que se autoflagelan en vez de salir a la calle y dispararle a alguien. El objetivo tradicional de la psicoterapia es conseguir que dejen de censurarse a sí mismos y comiencen a censurar a sus padres, y a veces funciona. Como esos pacientes tienen la tendencia a estar deprimidos —la baja autoestima es tanto un síntoma de la depresión como la causa de esta—, suelen hurgar en el pasado y sacar a flote los recuerdos infelices de la infancia. Es bastante fácil convencerles de que los culpables de todas sus desgracias son papá y mamá.

Según los consejeros, puedes armar a tus hijos contra un mundo hostil haciéndoles sentirse bien consigo mismos. Yo no lo creo. No puedes recubrir a tu hijo de miel y esperar que eso lo proteja contra todo el vinagre del mundo. Como otros aspectos de la personalidad, la autoestima está ligada al contexto social en el que se adquiere. Un niño puede sentirse bien consigo mismo en casa, y mal en cualquier otro lugar o viceversa, como Cenicienta en el capítulo 4. Los padres pueden hacerle creer a un hijo que es alguien especial favoreciéndolo frente a otros hermanos, pero ese espaldarazo a su ego no ayuda excesivamente. Los investigadores no descubrieron ninguna tendencia, entre los estudiantes que creían ser los favoritos de sus padres, a tener una autoestima más alta.[18] Tenían una autoestima más alta solo en un área de sus vidas: el área a la que los investigadores llamaban «relaciones hogar-padres».

La autoestima en general es una función del estatus de uno en el propio grupo. Los niños en edad escolar son conscientes de cómo se comparan con sus compañeros de clase y cómo son observados por ellos. El estatus bajo en el grupo de compañeros, si es permanente, deja señales imperecederas en la personalidad. Y puede echar a perder la infancia de un niño.

El estatus dentro del grupo es una mera cuestión de casualidad. Los grupos encasillan a sus miembros a veces por razones baladíes, acontecimientos azarosos o diferencias superficiales. El niño que se mea encima el primer día de clase, el niño que solo usa monosílabos, etc., pueden ser marcados con etiquetas que llevarán durante años, quizá para siempre. Conozco a una mujer de mediana edad a la que aún sus antiguas compañeras llaman «Margarina», aunque perdió toda la grasa en el tercer curso.

Los padres no pueden evitar que a sus hijos los encasillen de un modo negativo en el grupo de compañeros. Sin embargo, sí que pueden hacer que sea menos probable que ocurra. Ellos tienen un control sobre el aspecto de las criaturas, y su objetivo debe ser que parezcan tan normales y atractivas como les sea posible, porque el aspecto cuenta mucho. «Normal» significa vestir a los niños del mismo modo que van los otros. «Atractivo» significa que se lleve a los niños con una piel defectuosa al dermatólogo o al odontólogo a los que no tienen bien la dentadura. E incluso si puedes permitírtelo o el seguro te lo cubre, la cirugía estética para cualquier anomalía facial seria.

Los niños no quieren ser diferentes, y tienen buenas razones: la extrañeza no se considera una virtud en el grupo de compañeros.

Incluso poner a un hijo un nombre inusual o estúpido puede ser para él una desventaja. He oído hablar de un padre al que le pareció inteligente ponerle a su hijo el nombre de su poeta favorito. Desafortunadamente, su poeta favorito era Homero.

RELACIONES PADRES-HIJOS

La gente a veces me pregunta: «Así pues, ¿tú crees que no importa cómo trate a mi hijo?». Jamás me preguntan: «Así pues, ¿tú crees que no importa cómo trate a mi mujer, o a mi marido?», y sin embargo la situación es semejante. Yo no espero que el modo como trate a mi marido vaya a determinar qué clase de persona será él dentro de veinte años. Lo que sí espero, sin embargo, es que ello afecte a lo feliz que sea viviendo conmigo y a si todavía seremos buenos amigos dentro de veinte años.

Puedes aprender muchas cosas de la persona con la que estás casado. El matrimonio puede cambiar tus puntos de vista e influir en la elección de una carrera profesional o de una religión. Pero no cambia tu personalidad, excepto, temporalmente, en ciertas maneras que dependen del contexto. Un hombre puede ser muy tierno con su esposa y muy duro con sus empleados, o viceversa. Una mujer casada con un hombre que constantemente la desprecia puede mostrarse triste o enfadada siempre que él esté cerca. Si ella sigue con él a pesar de esos desprecios y lleva una cara de perro a todas horas, incluso aunque él no esté cerca, no podrías estar seguro —¿o tú sí?— de que sus problemas de personalidad fueran la causa de su infelicidad actual (la razón por la que se casó con ese imbécil y no lo abandona) o un efecto (el resultado de todo ese desprecio). En efecto, puedes censurar a su madre por la depresión y la pasividad de su hija, porque la acostumbró a ser despreciada cuando era una niña. Te equivocarías, pero admitirías que tuvo ese problema antes de casarse con el imbécil.

A los investigadores que estudian el apego de los bebés a sus madres les gusta hablar de «modelos actuantes»: creen que la mente de un bebé tiene un modelo actuante de relación con la madre, y que le dice lo que puede esperar de ella. Vale, aceptémoslo. Pero los investigadores agitan ese modelo y piensan que seguirá funcionando siempre: piensan que le dice también al bebé lo que puede esperar de otras personas. Si el bebé espera que todo el mundo vaya corriendo cuando llora, porque su madre lo hace, no acabará nunca de sufrir decepciones. Pero él no espera eso. Él no espera que el móvil con muñequitos rojos funcione igual que el móvil con muñequitos azules, ¿por qué entonces va a esperar que su niñera funcione igual que su mamá?[19]

Yo creo que el departamento de relaciones de la mente contiene modelos actuantes para todas las relaciones importantes de nuestra vida. Solo para las que no son importante podemos generalizar —actuar del mismo modo con la gente que cae dentro de la categoría compañeros o de la categoría empleados— y solo por defecto. Tan pronto como los conozcamos mejor, les ofreceremos un modelo de actuación propio. Un niño no actúa del mismo modo con su madre, su profesor y sus amigos. No actúa del mismo modo, una vez que llega a conocerlos, con Jonathan, que es agradable, o con Brian, que es un abusón.

Un padre también puede ser un abusón, y los niños aprenden a serlo rápidamente. Eso no les hace esperar que todo el mundo sea así, pero complica bastante su relación con los padres. Si el abuso dura mucho, su relación se deteriorará para siempre. Si no consideras que los imperativos morales constituyen una buena razón para ser agradable con tu hijo, intenta esto: sé amable con tu hijo cuando es pequeño para que él lo sea contigo cuando tú seas viejo.

Los niños son extremadamente conscientes no solo de cómo los tratan sus padres, sino de cómo son tratados en relación con sus hermanos y hermanas. Si creen que a sus hermanos se les trata mejor que a ellos, los resentimientos que se derivan pueden emponzoñar sus relaciones con sus padres y con sus hermanos a veces de por vida. Una investigadora estudió las relaciones adultas de los suecos que, en la infancia, se consideraban menos favorecidos que sus hermanos, a los que sus padres o bien querían más o bien castigaban menos. Descubrió que esas personas, a diferencia de otros suecos, era más difícil que tuvieran una relación estrecha y afectuosa con sus padres ancianos.[20]

He dudado de si debía mencionar ese estudio o no, porque hay ahí un problema de los de causa o efecto. Quizá los padres tenían algún motivo para que ese hijo no les gustara tanto: quizá se trataba de niños difíciles que luego se convirtieron en adultos difíciles. Es posible. Pero creo que suena lógico el que las personas se sientan más cercanas en la edad adulta a los padres que las han tratado bien cuando eran niños. Yo no era la hija favorita de mis padres: a ellos les gustaba mucho más mi hermano. Mi hermano permaneció en la misma ciudad con nuestros padres y cuidaba de ellos en sus años de decadencia, mientras que yo vivía en el otro lado del continente y los visitaba de tanto en tanto.

Por otro lado, es verdad que yo era una niña difícil. Quizá mis padres tenían razón: mi hermano es mucho más agradable.

EVOLUCIÓN Y CRIANZA DE LOS NIÑOS

Tienes poco poder para determinar cómo se comportarán tus hijos cuando no estén contigo; pero lo tienes en sumo grado para determinar cómo ha de comportarse en casa. Tienes poco poder para determinar cómo les tratará el mundo; pero tienes muchísimo para determinar lo feliz o infeliz que serán en casa.

Hay manuales de educación de los hijos que pueden ofrecerte algunas pautas sobre cómo hacer que la vida del hogar sea más placentera para ti y para tus hijos. Desafortunadamente, todos esos libros se basan en lo que a mí me parece que es una premisa falsa; la mayoría no toma en cuenta de modo satisfactorio el hecho de que todos los críos nacen diferentes; y muchos de esos manuales son absolutos disparates.

Digamos, por redondear el argumento, que te he convencido de que esos consejeros te están hablando con los pies, no con la cabeza, ¿qué podría decirte mi libro acerca de criar a los hijos?

Espero, por supuesto, que te haya hecho más consciente de la importancia de los compañeros para la vida actual de tus hijos y para su futuro. Pero espero que también te haya hecho más consciente de la importancia de la historia evolutiva de nuestra especie. La comprensión de cómo fue la infancia para miles de generaciones de nuestros ancestros puede arrojar una potente luz sobre por qué van mal las cosas a veces en los hogares modernos.

En el capítulo 5 te hablé acerca de la crianza de los hijos en las sociedades tribales y en los pequeños poblados. También te he hablado de vez en cuando acerca de las sociedades cazadoras-recolectoras, de las que se conoce poco porque son escasísimas las que quedan en el mundo. La observación de las sociedades tradicionales nos ofrece algunas claves sobre cómo fueron concebidos los jóvenes humanos para ser criados. En esas sociedades los bebés reciben un cuidado intensivo durante los dos primeros años. El bebé va con su madre dondequiera que esta vaya a lo largo del día y duerme con ella por la noche. Incluso hoy, en la mayoría de las sociedades del mundo los bebés duermen con sus madres.[21]

El problema del cuidado de los niños que más quejas provoca entre los padres occidentales es la perturbación del sueño: el bebé no quiere dormir. El bebé les mantiene despiertos durante toda la noche. La recomendación que suele dárseles a los padres es que deben conseguir acostumbrar al bebé a dormir solo. Pero a un bebé en una tribu nómada de cazadores-recolectores nunca se le dejaba solo, en circunstancias normales. Si se encontraba solo y sus primeros quejidos no atraían a su madre se encontraba en una situación difícil. Existía la posibilidad de que su madre hubiera muerto o que hubiera decidido no encargarse de él. ¡El grupo se desplazaba y no lo llevaban con ellos! Estaba perdido si no podía convencerles rápidamente de que cambiaran de opinión. El grito era la única arma de persuasión de que disponía. Gritaba porque estaba aterrorizado y encolerizado, y no le faltaba razón.

Los bebés son sorprendentemente adaptables. La mayoría de los bebés se adaptan bastante bien a dormir solos. Pero algunos no. Muchos padres —mi hija pequeña entre ellos— sienten un alivio cuando les dices que no es malo que el pequeño duerma con ellos, que eso es lo que la naturaleza ha previsto. Odian tener que dejar al niño llorar. Va contra la naturaleza dejar que un bebé llore, y sin embargo los padres lo hacen —aunque sufren tanto como el propio bebé—, porque se lo recomiendan los consejeros.

Los consejeros también te dicen que tienes que proporcionar al bebé la estimulación adecuada para que su pequeño cerebro se desarrolle adecuadamente y animarlo para que se establezcan las sinapsis correctas. Se supone que les has de hablar y leer y enseñarles cosas interesantes para que se fijen en ellas. Este consejo se basa en dos tipos de datos, ambos mal comprendidos o mal interpretados. El primero es el descubrimiento de que una privación sensorial severa en animales jóvenes —ratas, gatos y monos— puede conducir a carencias neurológicas permanentes. El segundo es correlacional: los padres que les leen a sus hijos y les cuelgan móviles atractivos en la cuna tienden a tener hijos más inteligentes.[22]

Si el cerebro requiere lecturas de poesía y móviles atractivos para que se establezcan las sinapsis adecuadas, nuestros ancestros deberían de haber ido vagando por ahí con cerebros defectuosos. Las experiencias de los bebés en las sociedades tradicionales nos dan algunas pistas sobre en qué tipo de entorno fue programado el cerebro humano para desarrollarse. En esas sociedades a los bebés no se les lee; ni tampoco se les habla mucho. Tienen un montón de cosas a las que mirar y que escuchar, pero eso todos los bebés lo tienen. Aunque esos bebés aprenden muy poco durante sus dos primeros años en los brazos de sus madres, eso no les priva, cuando llega el momento adecuado, de aprender todas las cosas importantes que necesitan saber para convertirse en adultos competentes.

En cuanto a las correlaciones, confío en que, a estas alturas, ya sepas qué hacer con ellas. La razón por la que los padres que leen a sus hijos tienen hijos más inteligentes es que esos padres son más inteligentes. Sus hijos son más inteligentes porque la inteligencia se hereda, en parte. Si hubiera una razón ambiental que explicara por qué los padres que leen a sus hijos tienen hijos más inteligentes, entonces no encontraríamos una correlación cero en el coeficiente intelectual entre dos hermanos adoptivos criados por los mismos padres.[23] No hay base científica alguna para la creencia de que es posible hacer bebés más inteligentes haciéndoles escuchar cosas hermosas o dándole cosas atractivas para que se fijen en ellas.

Recientemente, a través de Internet, una joven madre que se identificaba a sí misma como una «estudiante de posgrado que investigaba el desarrollo del cerebro» hablaba acerca de su excepcionalmente brillante hijo de veinte meses. Sus padres atribuían la brillantez del hijo al hecho de que sus padres eran ambos brillantes, pero a ella esa explicación le parecía un «insulto a su maternidad —pues, según explicaba—, había trabajado muy duramente para crear una relación estrecha y cariñosa, y para proporcionarle un montón de estimulación apropiada».[24]

Había trabajado duramente. Le pongo un excelente. Pero la paternidad no se supone que se haya de vivir como un trabajo duro, no más de lo que lo sea el sexo. La evolución proporciona tanto zanahorias como palos. La naturaleza quiere que hagamos lo que ella quiere que hagamos haciéndonos agradable el hacerlo. Si la paternidad fuera un trabajo duro, ¿tú crees que los chimpancés se molestarían? Se supone que los padres han de disfrutar de la paternidad. Si no estás disfrutando de ella, quizá es que estás trabajando demasiado duramente.

LOS PADRES COMO COLEGAS

La evolución te da tantos palos como zanahorias. La naturaleza hace que las criaturas grandes y fuertes dominen sobre las pequeñas y más débiles de su especie. Las grandes les dicen a las pequeñas lo que han de hacer, y si no lo hacen las castigan. No, no es justo, ¿pero qué puedo decirte? A la naturaleza le importa un comino la justicia. En los grupos de chimpancés, los grandes machos dominan a los pequeños y les golpean si no se muestran respetuosos con ellos. Los machos golpean a las hembras por las mismas razones. Los animales jóvenes hacen lo mismo con los que son más jóvenes que ellos.

Este modelo nada agradable se mantiene intacto en las sociedades tradicionales. Es antiquísimo. Nuestra obsesión actual con la justicia y con la cortesía es muy reciente.

Se supone que los padres han de dominar a sus hijos, pues se han de encargar de ellos. Pero hoy en día se muestran tan dubitativos a la hora de ejercer su autoridad —una duda que han sembrado en ellos los consejeros—, que les es difícil gobernar un hogar de una forma efectiva.

No creo que los niños sean mejores hoy de lo que lo eran antes de que la concepción tradicional sobre la crianza de los hijos convirtiera a los padres en unos blandengues. Las experiencias de las generaciones anteriores muestran que es posible criar niños bien adaptados sin hacerles sentir que son el centro del universo o que encerrarlos sea la peor cosa que les podría suceder en el mundo si desobedecen. Los padres tienen más conocimiento que sus hijos y no se deberían sentir sin confianza a la hora de decirles lo que han de hacer. Los padres también tienen derecho a tener una vida hogareña feliz y tranquila.

En las sociedades tradicionales los padres no son compañeros de los hijos, no son sus compañeros de juego.[25] La idea de que los padres han de entretener a sus hijos es casi extravagante para las gentes de esas sociedades. Rodarían por el suelo de la risa, si intentaras hablarles acerca del «tiempo de calidad» que se ha de pasar con los niños.

El antiguo ministro estadounidense de Trabajo Robert Reich dejó su puesto en Washington y se volvió a su casa en Massachusetts, en parte porque quería pasar más tiempo con sus hijos, que iban desde los doce hasta los dieciséis años. No acabó resultando del modo como lo había imaginado:

Olvídate de todo lo que has oído acerca del «tiempo de calidad». Los adolescentes no lo quieren, no lo pueden usar, porque tienen mejores cosas que hacer. Cuando regresé a casa, después de dejar el gabinete de Bill Clinton, y de repente tuve un fin de semana con tiempo a mi disposición, esperaba que uno de mis hijos aceptara mi oferta de pasar mi tiempo con ellos. «Lo siento, papá, me gustaría ir al partido contigo, pero…, bueno, verás…, David, Jim y yo nos vamos a dar una vuelta por la plaza». «Es una película excelente, papá, pero…, bueno, para ser sincero, me gustaría más verla con Diane.»[26]

Los chicos no le rehuían siempre. A veces le pedían consejo, y eso le hacía sentirse mejor. No querían herir sus sentimientos. Lo querían, pero…

Los niños son menos propensos que los adolescentes a buscar esa independencia. Pero quizá solo se debe a que tienen menos libertad para ir solos a los sitios, por lo que tienen menos opciones. Si se les da la oportunidad, incluso los niños pequeños suelen preferir la compañía de otros niños, aunque les guste tener a los padres cerca.

LOS HERMANOS COMO ALIADOS

En las sociedades tradicionales, los niños se emancipan de los brazos de las madres cuando se integran en un grupo de juego formado básicamente por sus parientes: hermanos, hermanas, hermanastros y primos. Un modelo común en esas sociedades es poner al hermano mayor al cargo del pequeño y no molestar. Al hermano mayor se le considera responsable de cualquier daño que le ocurra al pequeño. El más joven, recuérdalo, es el mismo niño que le sucedió en el regazo de la madre; el mismo que monopolizó la atención de su madre durante los últimos dos años.

Al mayor se le permite —y en efecto es lo que se espera de él— que domine a su hermano menor. Para los mayores, pues, es natural dominar a los pequeños, y en las sociedades tradicionales no se hace ningún esfuerzo para prevenir que eso ocurra, porque no hay una excesiva preocupación por la igualdad y la justicia.[27]

En nuestra sociedad, la preocupación acerca de la igualdad y de la justicia conduce a que haya problemas entre los hermanos. Los esfuerzos de los padres para prevenir que el mayor no domine al pequeño producen un buen montón de malos deseos entre uno y otro. Los padres, al fin y al cabo, solo pueden prevenir esa dominación ejerciendo su poder en nombre del pequeño, y eso consigue que el mayor sienta —lo cual es verdad en muchos casos— que los padres están favoreciendo a los hermanos pequeños.

No te estoy sugiriendo que encargues a tu hijo de cinco años que se haga responsable de su hermano de tres, al menos no de forma brusca. Pero si has comprendido lo que va mal entre ellos, quizá deberías mostrarte más comprensivo con las quejas del mayor. El ha sido privado, en primer lugar, de la atención de sus padres, porque en cada sociedad se les presta mayor atención a los pequeños que a los mayores; y, en segundo lugar, de su derecho natural a mandar a los más pequeños. En las sociedades tradicionales, pierdes uno y ganas uno. En las nuestras, el tanteo es 0 a 2.

Te conté en uno de los primeros capítulos la historia de un niño africano que fue muy malherido cuando corría tras un gran chimpancé que había atrapado a su hermano. El chico salvó la vida de su hermano (pues el chimpancé lo hubiera matado y se lo hubiera comido), pero casi perdió la suya. Su madre le había dejado al cuidado del pequeño, algo que a la mayoría de las madres occidentales ni se les pasaría por la cabeza. Sin embargo, el chico asumió seriamente la responsabilidad. En las sociedades tradicionales los hermanos no son rivales, sino aliados.[28]

VETE A SABER

Nunca se sabe. Una madre tenía el sueño de ofrecer a su hijo lecciones de piano, pero su hijo no pudo llegar a tocar ni una nota; otra tenía el mismo sueño, pero su hijo se convirtió en un pianista excelente. Algunos chicos lo tienen todo para que les ayude a tener éxito, y se quedan en el camino; mientras que otros triunfan contra la adversidad y alcanzan un gran éxito. Tener un nombre estúpido o cambiar frecuentemente de residencia puede ser desastroso para un niño; pero niños con nombres estúpidos o padres peripatéticos a veces llegan a presidentes, poetas o famosos biólogos. A los chicos les van bien las cosas si van a escuelas donde todos los chicos sean brillantes; pero a mí me fueron mejor en Arizona que en el barrio pijo, porque el primer día de clase en mi escuela de Arizona saqué un excelente en un examen de biología y me gané la etiqueta de «empollona». Nunca se sabe.

Si eso te hace sentirte mejor, no ocurre lo mismo ciertamente con los consejeros.

Has seguido sus consejos y ¿qué has conseguido? Te han hecho sentirte culpable si no querías a todos tus hijos por igual; aunque no es tu culpa el que la naturaleza haya hecho a unos más susceptibles de ser queridos que a otros. Te han hecho sentirte culpable si no les concedías un tiempo de calidad de forma igualitaria, aunque tus hijos parece que prefieren pasar ese tiempo con sus amigos. Te han hecho sentirte culpable si no les dabas a tus hijos dos padres, uno de cada sexo, aunque no hay pruebas inequívocas de que eso importe mucho a la larga. Te han hecho sentirte culpable si pegabas a tus hijos, aunque los grandes homínidos han golpeado a los pequeños durante millones de años. Y lo peor de todo: te han hecho sentirte culpable de que las cosas no les vayan bien a tus hijos. Es fácil echarle la culpa de todo a los padres: son presa fácil. Bonito juego que se inició desde que Freud se fumó su primer puro.

De algún modo, los consejeros siempre se las arreglan para quitarle la alegría y la espontaneidad a la crianza de los hijos, convirtiéndolo en un duro trabajo. Hace mucho tiempo, John Watson criticó acerbamente el «cariño hasta la muerte a los hijos», por los peligros que encerraba. Y describió, con una repulsión apenas contenida, un viaje en coche en el que se pasaban por alto sus advertencias, pero en el que él hacía buen uso de sus habilidades numéricas:

No hace mucho, viajé en coche con dos chicos, de dos y cuatro años, su madre, su abuela y una niñera. En el viaje de dos horas, uno de los niños fue besado treinta y dos veces: cuatro veces por su madre, ocho por su niñera y veinte por su abuela. Al otro se le prodigó un trato similar.[29]

La razón, pienso yo, por la que la madre le dio tan pocos besos era porque se trataba de la esposa de Watson. Ella no era del parecer de su marido en lo referente a los besos. Aquellos, pues, eran besos robados.

Hoy, los consejeros van en la dirección contraria y convierten los besos a tus hijos en un deber, en vez de en un delito. Si yo fuera un niño, preferiría antes un beso robado al año, que tres al día dados porque el pediatra los ha prescrito.

EL VIAJE DE LA CULPA ACABA AQUÍ

En este capítulo te he hablado acerca de lo que los padres pueden hacer para influir en la personalidad, conducta, actitudes y conocimientos de sus hijos. No he dicho nada acerca de darle a tu hijo una dieta saludable o de que reciba oportunamente sus vacunas, porque este libro no trata de ese tipo de cosas. Del mismo modo que tampoco me siento yo cualificada para dar consejos acerca de los trastornos mentales. Hay cosas que van mal con los chicos y que caen fuera del alcance de este libro. Si ves señales de ello en tus hijos lo que debes hacer es llevarlos a un profesional cualificado.

En cuanto a lo que puedes hacer para influir en la personalidad, conducta, actitudes y conocimientos de tus hijos, reconozco que quizá no te sientas satisfecho con mi respuesta. A algunas personas no les alivia oír que pueden dejar de recriminarse por todo lo que no les gusta de sus hijos. Hay gente a la que esa noticia le molesta, especialmente si los niños son pequeños. Lo que quieren sentir es que, en tanto que padres, ellos pueden marcar la diferencia; quieren oír que siempre hay algo que ellos pueden hacer para mejorar las oportunidades de sus hijos, algún modo de poder cambiar lo que no les gusta de sus hijos. ¡Si trabajan lo bastante duramente, seguro que siempre encontrarán algo que puedan hacer!

Les han dado gato por liebre. Tienen derecho a sentirse engañados. La paternidad no se aviene con la descripción ampliamente publicitada del trabajo. Es un trabajo en el que la sinceridad y el trabajo duro no garantizan el éxito. Sin que sea culpa suya en absoluto, a veces los buenos padres tienen malos niños.

Tenemos toda clase de tecnologías maravillosas. Hemos aprendido a eliminar muchas de las enfermedades que solían acabar con la vida de los niños o que los dejaban lisiados. Hemos tenido éxito a la hora de esquivar las flechas envenenadas que nos arroja la naturaleza, y quizá a eso se deba nuestra ilusión de que podemos esquivarlas todas.

La idea de que podemos conseguir que nuestros hijos salgan como nosotros queramos es una ilusión. Olvídala. Los niños no son lienzos en blanco en los que los padres puedan pintar sus sueños.

No te preocupes por lo que te digan los consejeros. Quiere a tus hijos, porque sale de ti, no porque pienses que lo necesitan. Disfruta de ellos. Enséñales lo que puedas. Relájate. Cómo salgan no es, en modo alguno, un reflejo de cómo los hayas cuidado. No puedes perfeccionarlos ni echarlos a perder. No son tuyos como para hacer cualquiera de esas dos cosas: ellos pertenecen al mañana.