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Familias desestructuradas y niños problemáticos

Según el editorial del Journal of the American Medical Association, Cari McElhinney era un niño asesino. No un asesino de niños, sino un niño que había cometido un asesinato. El editorial apareció hace cien años, y se ha recuperado en un número reciente de la revista como una curiosidad histórica.

No puedo ofrecer detalles del asesinato de Cari porque el centro de atención del editorial no estaba enfocado en el asesino propiamente dicho, sino en su madre:

Antes del nacimiento de Cari, la señora McElhinney era una asidua lectora de novelas. De la mañana a la noche tenía la cabeza llena de los crímenes más espantosos y sanguinarios. Aun siendo una mujer de fina y delicada perspicacia, apreciaba hasta un nivel que rozaba con la realidad las miserias, motivos y villanías extravagantes que figuraban en las novelas, por lo que andaba con la mente retorcida pocas semanas antes del nacimiento de Cari. El chico tuvo un desarrollo anormal de la criminalidad. Se complacía en lo inhumano y se necesitaba un horror muy intenso para complacer ese peculiar apetito… Yo creo que los anales criminales no guardan memoria de un caso tan notable como este. A medida que el chico maduraba, esas condiciones mentales fueron madurando también. Era un peligro para la comunidad.

El motivo del desarrollo anormal de Cari, según el editorialista, fue la impresión mental que le causaron a la madre los libros que leía mientras estaba embarazada de él. Impresiones muy fuertes en la mente de una mujer «pueden alterar o detener el crecimiento, o provocar defectos en el niño del que está embarazada».[1]

El editorial concluía como suele ser común en ellos, con un juicio moral:

Nosotros, como médicos científicos… deberíamos enseñar a nuestros clientes qué cuidados se han de tener con las mujeres embarazadas, y el peligro de las influencias maternas. Los espartanos criaban guerreros, y yo creo que esta generación puede criar una gente mejor. Uno de los avances futuros que ayudarán a las generaciones venideras será enseñarles el poder de las influencias maternas, junto a un mejor cuidado de las mujeres embarazadas.

El «mejor cuidado de las mujeres embarazadas» incluiría, presumiblemente, un cuidadoso control de las lecturas que les serían permitidas.

No hay duda de que esto te sonará completamente estúpido. Eran bastante bobos hace cien años, ¿verdad? Ahora tenemos más conocimientos.

Ahora te pido que consideres la posibilidad de que lo que dicen los «expertos» hoy en día sobre el asunto de por qué los chicos salen a veces torcidos esté tan equivocado hoy como hace cien años. Toma nota, además, de ese mismo aire de benevolente omnisciencia con que lo dicen.

La idea de las influencias maternas —que lo que una mujer embarazada haga, vea o piense pueda afectar a la criatura que lleva dentro— no era un invento del médico que escribió el editorial. Es una idea antigua y convincente que se encuentra en muchas culturas. Ya mencioné en el capítulo 5 que los padres en tiempos pasados no creían que el modo como ellos criaban a sus hijos tuviera efectos a largo plazo sobre cómo salían después los niños. Y sin embargo, esa gente se dio cuenta de que los chicos no son todos iguales y que unos salen de una forma y otros de otra, que unos son mejores que otros. Desde el momento en que dos padres pueden tener hijos de muy variadas características, no es fácil ver cómo la herencia podría dar cuenta de esas diferencias. Y como muchas diferencias están presentes desde el nacimiento (o al menos desde muy temprana edad), parecía razonable atribuirlas a lo que pudiera suceder en el útero.

La consecuencia de ese razonamiento era que, en muchas culturas tradicionales, las mujeres embarazadas fueron limitadas por reglas estrictas: lo que se les permitía comer, hacer o ver. A veces las prohibiciones se extendían también al padre. Si los hijos salían mal, los vecinos podían censurar a los padres: algo malo deberían haber hecho mientras la mujer estaba embarazada. Seguro que no habían seguido las reglas. Ya ves, después de todo ¡las cosas no han cambiado mucho! La principal diferencia estriba en que en aquellas épocas el período de culpabilidad de los padres solo duraba nueve meses.

Ahora dura para siempre. Si no tratas bien a tus niños, no solo te saldrán mal (según la concepción tradicional de la crianza de los niños), sino que también tendrás unas «deficientes aptitudes paternales», por lo que tus niños se resentirán y eso, por supuesto, será también culpa tuya.

Voy a tratar de sacarte del atolladero presentándote pruebas de que a lo mejor, después de todo, no es culpa tuya. Pero este es un trato doble, porque yo también te pido algo a cambio. Quiero que me prometas que no irás por ahí diciéndole a la gente que yo he dicho que no importa cómo trates a tus hijos. Yo no digo eso, ni siquiera implícitamente; ni tampoco creo en ello. No está bien ser cruel con los niños o descuidarlos. No es correcto por muchas razones, pero sobre todo porque los niños son seres humanos sensibles, pensantes y sintientes, que dependen completamente de los mayores en sus vidas. No podemos tener su futuro en nuestras manos, pero sin duda tenemos su presente, y tenemos el poder para convertir ese presente en un infortunio.

No olvidemos, sin embargo, que los padres también son seres humanos sensibles, pensantes y sintientes, y que los niños también tienen poder. Los niños también pueden hacer bastante desgraciados a sus padres.

DE SEGUNDA MANO

Una tira cómica que apareció el día del Padre representaba a una encantadora y regordeta Cathy sentada entre sus padres y mirando el álbum de fotos familiar. «Aquí estamos en el día del Padre cuando tenía un añito, papá —dice Cathy—. Me estabas sosteniendo mi primer helado». En la siguiente viñeta están mirando una foto de papá dándole a Cathy su primer palo de algodón dulce. Dos viñetas más allá se ve al padre dándole a Cathy una gran caja de chocolatinas para consolarla por una humillación sufrida en el patio del parvulario. Patatas fritas, palomitas con azúcar y leche malteada es lo siguiente en aparecer, y todo gracias a papá.

Ahora es mamá quien habla:

¡Ahhhhh! ¡Prueba documental! ¡Todos los alimentos que engordan te los ha dado tu PADRE! Todos los malos hábitos de alimentación ¡proceden de tu PADRE! ¡Soy inocente! ¡Al fin! Como tengas problemas de peso, va a ser culpa suya.[2]

La verdad es que las madres no salen del atolladero tan fácilmente. Cathy no está persuadida en modo alguno de la inocencia de mamá. Y el dibujante nos ofrece solo esas dos alternativas: o es culpa de mamá o es culpa de papá.

Tan poderosa es la concepción tradicional de la crianza y educación de los hijos, que ese es el primer pensamiento que se nos viene a la mente: si Cathy tiene un problema de peso —y en efecto lo tiene— se debe, sin duda, al modo en que los padres la han criado. He aquí cómo un columnista de la prensa responde a la pregunta del padre de un niño obeso citando a un «experto»:

Lo primero que pueden hacer los adultos, dice la pediatra Nancy A. Held, es ofrecer un ejemplo: «Si los padres comen mal y son sedentarios, estas son las conductas que imitarán los hijos».

La pediatra está equivocada, y el dibujante de la tira cómica también. Lo único por lo que los padres de Cathy podrían censurarse es por haberle dado sus genes. Sus padres también son guapos y regordetes. Cathy ha conseguido su gordura del mismo modo que ha conseguido su belleza.

Describí en el capítulo 2 cómo pueden desenredarse los efectos de la herencia y del entorno mediante los métodos de la genética conductista. Los mismos métodos usados para estudiar las características de la personalidad pueden ser usados para estudiar la obesidad, y casi con los mismos resultados. Los mellizos, hayan sido criados juntos o separados, tienen un peso muy semejante, bastante más que los simples gemelos. Los niños adoptados no se parecen en gordura o delgadez ni a sus padres ni a sus hermanos adoptivos.

Piensa en esto: dos niños adoptados son criados por los mismos padres en el mismo hogar. Sus padres pueden ser amantes de la comida basura o vegetarianos que se ejercitan diariamente en el gimnasio. Ambos niños están expuestos a las mismas conductas paternales; a ambos niños se les sirven las mismas comidas y tienen acceso a la misma despensa. Y sin embargo uno de ellos sale esbelto y delgado y el otro obeso.

La posibilidad de heredar la gordura y la delgadez es más alta que la de heredar los rasgos de personalidad: cerca del 0,70. Pero lo importante es que la variación en el peso que no se debe a los genes —la que se debe al entorno— no puede achacársele al entorno del hogar. No hay pruebas de que la conducta de los padres tenga algún efecto a largo plazo sobre el peso de sus niños, y sí muy buenas de que no. Y, sin embargo, los columnistas de prensa y los pediatras siguen diciéndoles a los padres, con un tono de absoluta seguridad, que si les ofrecen «un buen ejemplo», sus hijos serán delgados de por vida.[3]

No se trata meramente de un error: es una injusticia. Si tienes la mala fortuna de tener problemas con el peso y tus hijos tienen la misma mala fortuna, no solo se te censurará por tus malos hábitos alimentarios y tu escasa práctica deportiva, sino también por los suyos. Si tienes sobrepeso es culpa tuya, y si tus hijos lo tienen, también es culpa tuya.

Perdóname por las cursivas, pero eso es algo que me saca de quicio. La razón por la que los padres obesos tienen hijos que lo son no es por el modo como los alimentan o por el mal ejemplo que les dan. La obesidad básicamente se hereda.

Hace un siglo, un editorialista de la JAMA (Journal of the American Medical Asociation) atribuyó «el anormal desarrollo de la criminalidad» en el niño de siete años Cari McElhinney a los libros que su madre leyó mientras estaba embarazada. Hoy, un editorialista de la JAMA no dudaría en atribuir las anormalidades de Cari a algo más que su madre hubiera hecho mal: algo que hubiera hecho, o dejado de hacer, después de que él hubiera nacido. En ningún caso se presta atención a la herencia genética de Cari. A la señora McElhinney se la describe como un ser obsesionado con la lectura de novelas de crímenes: «De la mañana a la noche tenía la cabeza llena de los crímenes más espantosos y sanguinarios». Cari y su madre compartían el 50% de sus genes, y ambos tenían pasión por los crímenes más sanguinarios.

En el capítulo 3 recogí varias historias de mellizos separados en la infancia y criados en casas diferentes. Las mellizas risueñas, ambas inclinadas desmesuradamente a la risa. Los dos Jims, que se mordían las uñas, les gustaba la marquetería y escogían las mismas marcas de cigarrillos, cerveza y coches. Los dos que leían las revistas de atrás hacia delante, tiraban de la cisterna antes de utilizar el inodoro y les gustaba estornudar en los ascensores. Los dos que se convirtieron en bomberos voluntarios. Había dos, también, que en la playa solo se metían en el agua andando hacia atrás y solo hasta que les cubriera las rodillas. Y un par que eran armeros, otro par que eran diseñadores de moda e incluso otro cada uno de los cuales se había casado cinco veces. Y esto no son imaginaciones de periodistas de diarios sensacionalistas, sino informes de reputados científicos en publicaciones de mucha reputación. Y la verdad es que existen demasiadas historias así como para achacarlas a las coincidencias. Tales semejanzas espeluznantes rara vez se encuentran en los casos de mellizos que son separados en la infancia y criados aparte.[4]

Los estudios de genética conductista han probado, sin dejar sombra de duda, que la herencia es la responsable de una considerable proporción de variaciones en la personalidad de la gente. Algunas personas son más tranquilas o amantes de salir o meticulosas que otras, y esas variaciones son tanto una función de los genes con los que han nacido, cuanto las experiencias que han tenido desde que nacieron. La proporción exacta —cuánto se debe a los genes y cuánto a las experiencias— no tiene mucha importancia; la cuestión es que no puede desdeñarse el valor de la herencia.

Pero usualmente no se tiene en cuenta. Consideremos el caso de Amy, una niña adoptada. No fue una adopción afortunada, desde luego. Los padres de Amy estaban decepcionados con ella y favorecían a su otro hijo, un niño. El éxito académico era importante para los padres de Amy, pero ella tenía una dificultad de aprendizaje. La simplicidad y el control emocional también eran importantes para ellos, pero Amy escogió representar un papel lucido y se fingió enferma. Cuando cumplió los diez años tenía ya un serio, aunque impreciso, trastorno mental. Era patológicamente inmadura, socialmente inepta, superficial de carácter y tenía una manera extravagante de expresarse.

Obviamente, Amy fue una niña rechazada. Lo que vuelve interesante su caso es que Amy tenía una melliza, Beth, que fue adoptada por una familia diferente. Beth no fue rechazada. Antes al contrario, era la favorita de su madre. Sus padres no estaban especialmente preocupados por la educación, por lo que su dificultad de aprendizaje (que compartía con su hermana) no supuso un gran problema. La madre de Beth, a diferencia de la de Amy, era capaz de una gran empatía, era abierta y muy alegre. Sin embargo, Beth tenía los mismos problemas de personalidad que Amy. El psicoanalista que estudió a esas chicas admitió que si él hubiera tratado solo a una de ellas hubiera sido fácil buscar una explicación en términos del entorno familiar. Pero había dos. Y dos que presentaban los mismos síntomas pero en familias muy diferentes.

Síntomas iguales y genes iguales: imposible que fuera una coincidencia. Algo en los genes que Amy y Beth habían recibido de sus padres biológicos —de la mujer que las dio en adopción y del hombre que la dejó embarazada— debía predisponerlas a desarrollar su inusual conjunto de síntomas. Si digo que Amy y Beth habían heredado esa predisposición de sus padres biológicos, no me malinterpretes: es posible que sus padres biológicos no tuvieran ninguno de esos síntomas. Combinaciones ligeramente diferentes de genes pueden producir resultados muy distintos, y solamente los mellizos tienen exactamente la misma combinación. Los gemelos pueden ser sorprendentemente distintos, y lo mismo vale para los padres y los hijos: un hijo puede tener características que no pertenezcan a ninguno de los padres. Pero hay una conexión estadística, una probabilidad más que grande de que una persona con problemas psicológicos tenga un padre o un hijo biológicos con problemas semejantes.[5]

La herencia es una de las razones por la que los padres con problemas tienen a menudo hijos con problemas. Es un hecho simple, obvio e innegable; y sin embargo es el hecho más desdeñado en toda la historia de la psicología. Juzgando la escasa atención que se le ha prestado a la herencia por parte de los psicólogos clínicos y los del desarrollo, pensarías que aún estamos en los días en que John Watson prometía convertir una docena de bebés en médicos, abogados, mendigos o ladrones.

Ladrones. Este sí que es un buen comienzo. Veamos si se puede dar cuenta de la conducta criminal en los niños sin achacarla al entorno proporcionado por los padres: ya sea el método de crianza y educación de los hijos, ya sea su ausencia. No te preocupes, no voy a atribuírselo todo a la herencia. Pero lo cierto es que no se puede buscar esa explicación prescindiendo de la herencia, por lo que si te molesta, date una ducha de agua fría o algo por el estilo.

LA CONDUCTA CRIMINAL

¿Cómo harías para convertir a un niño en un ladrón? Fagin, del Oliver Twist de Charles Dickens, podría haberle enseñado a Watson más de un modo o dos de conseguirlo.[6] Coge cuatro o cinco niños hambrientos, conviértelos en un nosotros, dirígeles unas palabras de ánimo y un cursillo rápido de carteristas, y azúzalos contra ellos, los ricos. Se trata de la guerra intergrupal, una tradición de nuestra especie, y en casi cada ser humano puede encontrarse el potencial para desarrollar esa actividad, particularmente entre los varones. Vuestro escolar de radiante cara matutina no es sino un guerrero con un tenue disfraz.

Pero el método de Fagin, que había dado óptimos resultados con los niños de los barrios bajos de Londres que eran sus pupilos, no funcionó con Oliver. Dickens parece que creía que fue así porque Oliver era de buena familia, pero hay otra posibilidad: Oliver no se identificaba con los otros chicos del círculo de Fagin. Ellos eran londinenses, y él no. Ellos hablaban con el argot de los ladrones, el cual era para él casi una lengua extranjera. Había muchas diferencias, y el tropiezo de Oliver con la justicia se produjo muy pronto, de modo que no pudo adaptarse a sus nuevos compañeros.

Oliver Twist fue publicada en 1838, una época en la que aún era políticamente correcto creer que la gente podía nacer buena o mala; cuando era políticamente correcto, en efecto, creer que la maldad podía predecirse sobre la base de la raza de uno o de su pertenencia a una etnia determinada. El otro nombre que usaba Dickens para Fagin era «el judío». No era en modo alguno la peor de las épocas; pero ciertamente no era tampoco de las mejores.

Hoy en día, tanto la explicación individual —que ciertos niños nacen malos— como la explicación grupal se consideran políticamente incorrectas. La cultura occidental ha dado un viraje respecto de la teoría del filósofo Rousseau: que todos los niños nacen buenos y que es la sociedad —el entorno— la que los corrompe. No estoy seguro de que eso sea optimismo o pesimismo, pero sí que deja muchas cosas sin explicación. Incluso en los barrios bajos del Londres de la época de Dickens, no todos los niños se convertían en unos delincuentes. Incluso en la misma familia un niño podía llegar a ser un ciudadano respetuoso de la ley y otro iniciar una carrera criminal.

Aunque ya no decimos que un niño nace malo, los hechos son tales que, desafortunadamente, se necesita un eufemismo. Ahora los psicólogos dicen que los niños nacen con un temperamento «difícil», desde el punto de vista de los padres y desde el de la socialización. Puedo hacerte una lista de algunas de las cosas que vuelven a un chico difícil de educar y de socializar: una tendencia a ser activo, impulsivo, agresivo, colérico; una tendencia a aburrirse con las actividades rutinarias y a buscar excitaciones; una tendencia a no tener miedo de resultar herido; una insensibilidad hacia el sentimiento de los otros; y, con mayor frecuencia que lo contrario, una conformación corporal atlética y un coeficiente intelectual ligeramente por debajo de la media.[7] Todas esas características tienen un significativo componente genético.

Los psicólogos del desarrollo han descrito lo mal que van las cosas cuando un chico difícil de manejar le nace a un padre que tiene poca habilidad para manejar a los demás;[8] algo que sucede, gracias a la injusticia de la naturaleza, más a menudo de lo que lo haría si los genes se transmitieran aleatoriamente a cada nueva generación. El niño y su madre (a menudo no hay padre) entran en una espiral viciosa en la que lo malo lleva a lo peor. La madre le dice al niño que haga algo o que no lo haga; él no le hace caso; ella se lo dice otra vez; él se enfurece; ella pasa. De hecho, ella también puede enfurecerse, y castigarle duramente, pero demasiado tarde y sin la necesaria convicción para que pueda tener un beneficio educativo. Con todo, se trata de un niño que no le tiene miedo a resultar herido; al menos es un consuelo a su aburrimiento.

La familia desestructurada. Pues sí, tales familias existen, ¡sin duda! No es divertido visitarlas y tampoco te gustaría vivir en su seno. Incluso el padre biológico de ese niño no quiere vivir en ella. Hay un viejo chiste que dice así:

PSICÓLOGO: Deberías ser amable con Johnny. Procede de un hogar roto.

PROFESOR: No me sorprende. Johnny es capaz de romper cualquier hogar.

Difícil de criar y difícil de socializar. Para la mayoría de los psicólogos esas dos frases son virtualmente sinónimas, porque la socialización se entiende que es una tarea de los padres. Para mí hay dos cosas que son muy diferentes. Es verdad que tienden a estar correlacionadas, debido al hecho de que los niños llevan con ellos sus características heredadas allá donde vayan. Pero esa correlación no es muy fuerte, porque el contexto social dentro del hogar, donde se produce la educación y la crianza, es muy distinto del contexto social de fuera del hogar, donde se produce la socialización. Los niños que son odiosos en casa, no lo son necesariamente fuera de ella. Johnny quizá sea odioso allá donde vaya; pero afortunadamente niños así son poco comunes.[9]

La palabra socialización se usa a menudo para referirse a la preparación moral que se supone que los niños han de recibir en casa. Se entiende que los padres son responsables de enseñar a sus hijos a no robar, a no mentir y a no engañar. Lo diré una vez más: hay muy poca correlación entre cómo se comportan los niños en el hogar y cómo lo hacen en cualquier otro lado. Los niños que infringían las normas de su casa cuando pensaban que nadie los observaba eran candidatos idóneos para engañar en un examen en la escuela o en un juego en el patio. La moralidad, como otras formas de conducta social aprendida, está ligada al contexto en la que se adquiere.

El tramposo podría haber sido tan bueno como el oro para su madre, si es que él hubiera tenido una.[10]

Resulta difícil creer que Oliver hubiera podido ser la espina que su madre tuviera clavada, si ella hubiera vivido. Oliver hacía amigos allá donde iba; las mujeres se desvivían por él. Una naturaleza bondadosa y una cara dulce siempre lo conseguían. Tal como Dickens lo describió, Oliver tenía precisamente esos rasgos que hacen que sea fácil tratar con un chico así. Era sensible respecto a los sentimientos de los demás y tenía miedo de los castigos y del dolor; era más bien tímido. Era brillante, impulsivo y pacífico.[11]

¿Estaba Dickens en lo cierto? ¿Nacen algunos chicos buenos? Hagamos un experimento que John Watson hubiera aprobado. Coloquemos en hogares adoptivos un grupo de niños cuyos padres hayan sido condenados (o que lo serán después) por criminales; y un segundo grupo cuyos padres fueran, hasta donde puede saberse, honrados. Mezclémoslos en parte: cambiemos a algunos de ellos de casa. Un experimento deleznable, ¿no? Bueno, eso es lo que hacen las agencias de adopción. Por supuesto que ellos no llevan bebés a propósito a hogares delictivos; pero a veces resulta que sí, y en los lugares en que se tiene memoria bien guardada de las adopciones y de las convicciones delictivas —Dinamarca, por ejemplo— es posible estudiar los resultados.[12] Los investigadores han sido capaces de obtener información retrospectiva de casi cuatro mil daneses que habían sido dados en adopción en la infancia.

Como resultó ser, las convicciones delictivas eran numerosas entre los padres biológicos de los adoptados, pero infrecuentes entre sus padres adoptivos. Así pues, no había muchos casos de chicos que tuvieran padres biológicos honrados y que estuvieran siendo criados en un hogar de sinvergüenzas. De ese pequeño grupo, el 15% se convirtió en criminales. Pero casi el mismo porcentaje de criminales (14%) se detectó entre los adoptados cuyos padres biológicos eran honrados, como sus padres adoptivos.[13] Parece que ser criado en un hogar de delincuentes no convierte a un niño en delincuente si no ha salido apto para ese trabajo. Y aún un golpe más a Watson, cuyo cadáver está siendo tan vapuleado que, en conciencia, debería dejarlo descansar tranquilo.

La historia es un poco diferente para los niños cuyos padres biológicos eran delincuentes. De los que fueron educados por padres honrados, el 20% se convirtió en delincuentes. Y del pequeño grupo en el que se juntaron las dos desgracias, padres biológicos y padres adoptivos delincuentes, casi el 25% salió mal. Así pues, no se trata solo de la herencia: parece como si, a fin de cuentas, el entorno familiar contara algo también. Lo intentes como quieras, tú no puedes convertir en un criminal a un chico como Oliver, pero un tramposo sí que puede seguir cualquiera de los dos caminos. Dáselo a una familia de delincuentes para que lo críe y lo más probable es que se convierta también en un criminal.

No tan rápido. Resulta que la habilidad de una familia adoptiva de delincuentes para convertir a un hijo en un delincuente —dándole un material conveniente con el que poder trabajar— depende casualmente de donde viva la familia. El incremento de la criminalidad entre los niños daneses adoptados que habían sido criados en hogares de delincuentes afectaba a una minoría de las personas estudiadas: los que crecieron en Copenhague o en sus alrededores. En las ciudades pequeñas y en las áreas rurales, un niño adoptado que fuera criado en un hogar de delincuentes no tenía por qué tener más probabilidades de convertirse en un delincuente que uno criado en un hogar de padres honrados.

Por supuesto que no eran los padres adoptivos delincuentes quienes convertían al hijo biológico de delincuentes en otro más: era más bien la barriada en la que crecía. Las barriadas tienen tasas de delincuencia distintas, y sospecho que las que tienen una alta tasa de conductas delictivas es difícil encontrarlas en las áreas rurales de Dinamarca.

La gente vive, por lo general, en lugares donde comparte un estilo de vida y un conjunto de valores con sus vecinos; esto es debido tanto a la influencia mutua como a que, especialmente en las ciudades, como se dice coloquialmente, Dios los cría y ellos se juntan. Los niños crecen con otros niños que son los hijos de los amigos y vecinos de sus padres. Esos son los niños que forman su grupo de compañeros. Y ese es el grupo de compañeros en el que se socializa. Si sus propios padres son delincuentes, los amigos de sus padres puede que estén inclinados hacia ese mismo tipo de actividad y de conducta. Los niños llevan a su grupo de compañeros las actitudes y las conductas que aprenden en casa, y si esas actitudes y conductas son semejantes, lo más probable es que el grupo de compañeros las haga suyas.

Te he hablado de un estudio sobre la adopción y la criminalidad; pero también los hay sobre gemelos y hermanos.[14] Los estudios de genética conductista sobre los gemelos y los hermanos suelen llegar a la conclusión de que el entorno compartido por los niños que crecen en el mismo hogar tiene poco o ningún efecto sobre ellos, pero nos hemos encontrado con una excepción. Los gemelos o hermanos que crecen en el mismo hogar es más probable que se igualen respecto de la delincuencia: para ser ambos delincuentes, o para ser ambos honrados. Esta correlación se atribuye a menudo al entorno hogareño que comparten los gemelos o los hermanos; en otras palabras: a la influencia de los padres. Pero los chicos que comparten el mismo hogar también comparten el barrio y, en algunos casos, el grupo de compañeros. Lo probable es que la posibilidad de que dos hermanos se equiparen en una tendencia delictiva es más alta si son del mismo sexo y se llevan pocos años de diferencia. Es más alta en los gemelos (incluso aunque no sean mellizos) que en los hermanos ordinarios, y más alta en los gemelos que pasan mucho tiempo juntos fuera de la casa, que en aquellos que llevan vidas separadas.

Las pruebas demuestran que el entorno tiene un efecto sobre la delincuencia, pero no que el entorno relevante sea el hogar. En efecto, se necesita una explicación diferente. Cuando ambos gemelos o hermanos se meten en problemas, ello es debido a la influencia que tienen el uno sobre el otro y a la influencia del grupo de compañeros al que pertenecen.

En el capítulo anterior hablé acerca de Terrie Moffitt y sus puntos de vista sobre la delincuencia juvenil.[15] Moffitt distingue entre dos tipos de conducta criminal: la que aparece cuando sale el primer grano y se deja cuando el último tubo de Clearasil ha acabado en el cubo de la basura; y la que dura toda una vida. Los chicos que se comportaban razonablemente bien en la infancia y que serán unos adultos respetuosos con la ley, a menudo atraviesan una fase intermedia en la que no son ni una cosa ni la otra. Como ya dije en el capítulo anterior, es una cuestión de grupo: una guerra entre grupos de edad. La mayoría de esos chicos no tienen ninguna alteración psicológica, ni tampoco tienen sus padres la culpa. Están socializados, de acuerdo, pero por sus compañeros.

El tipo de conducta delictiva de por vida es bastante menos común, y afecta a una pequeña fracción de la población, en su mayoría varones. Su conducta delictiva comienza pronto —Cari McElhinney se convirtió en un asesino a los siete años— y dura tanto como el conejito de Duracell, pero sin su encanto. Los delincuentes profesionales tienden a poseer en alto grado varias de las características que enumeré con anterioridad: agresividad, falta de miedo, carencia de empatía y ansia de emociones. Semejante gente aparece de vez en cuando en todas las sociedades, incluso en aquellas donde sus inclinaciones pueden conducirles al ostracismo o a una muerte temprana. Los miembros de un grupo de esquimales en el nordeste de Alaska le dijeron a un antropólogo que antiguamente, cuando un hombre no dejaba de crear problemas y no se detenía ante nada, alguien lo arrojaba discretamente del hielo.[16] Era, como decía el editorialista de JAMA acerca de Cari McElhinney, «peligroso para la comunidad».

¿Es alguna gente mala de nacimiento? Un modo mejor de plantear la cuestión es que algunas personas nacen con características que no las hacen idóneas para la mayoría de los trabajos honrados disponibles en la mayoría de las sociedades, y por lo tanto no hemos aprendido cómo tratar con ellas. Corremos el riesgo de convertirnos en sus víctimas, pero ellas también lo son: víctimas de la historia evolutiva de nuestra especie. Ningún proceso es perfecto, ni siquiera la evolución. La evolución nos ha proporcionado grandes cabezas, pero a veces un bebé tiene una cabeza tan grande que no cabe por el canal del parto. En la antigüedad, los niños morían, así como también sus madres. En un sentido semejante, la evolución seleccionó otras características que a veces sobrepasan su límite y se convierten en inconvenientes en vez de en ventajas. Casi todas las características de los «criminales natos» serían, en una versión aguada, útiles para un varón en una sociedad cazadora-recolectora, y útiles asimismo para su grupo. Su falta de miedo, el deseo de emociones y la impulsividad lo convierten en un arma formidable contra los grupos rivales. Su agresividad, su fuerza y su falta de compasión lo capacitan para dominar a sus compañeros de grupo y proporcionarle la mejor parte del botín de los cazadores-recolectores.

A diferencia del cazador-recolector de éxito, el delincuente profesional tiende a tener una inteligencia por debajo del promedio general. A mí esto me parece un signo esperanzador: sugiere que el temperamento puede ser anulado por la inteligencia. Esos individuos que han nacido con las otras características de la lista, pero que también poseen una inteligencia por encima de la media, es obvio que son lo suficientemente inteligentes como para imaginarse que el delito no es rentable y para buscar otros modos de satisfacer su deseo de emociones.

¿DÓNDE ESTÁ PAPÁ?

En una sociedad tribal de cazadores-recolectores, los niños que pierden a su padre corren el peligro de perder la vida. Cuando esta pende de un hilo, lo único que se necesita es un pequeño corte. En algunas sociedades ni siquiera esperan a que el padre de uno muera por causas naturales. Según el psicólogo evolucionista David Buss:

Incluso hoy, entre los indios ache del Paraguay, cuando un hombre muere en una pelea entre clanes, los otros hombres del poblado toman la decisión conjunta de matar a los hijos del fallecido, incluso aunque aún viva su madre. En un caso del que informa el antropólogo Kim Hill, un chico de trece años fue asesinado después de que su padre hubiera muerto en una pelea entre clanes. En general, los niños ache cuyos padres mueren tienen una tasa de mortalidad superior en más de un 10% a la de los niños cuyos padres viven. Así son las fuerzas hostiles de la naturaleza entre los ache.[17]

En las sociedades tradicionales, los padres defienden a sus hijos contra las llamadas «fuerzas hostiles de la naturaleza», y un hombre que tiene una posición dominante en su grupo puede defender mejor a sus niños que uno que tiene un estatus inferior. En las naciones industrializadas, aún puedes oír a los niños pequeños —los hijos de hombres que jamás se han liado en una lucha a puñetazos— decirse unos a otros: «Mi papá le puede al tuyo». «Mi papá puede demandar al tuyo», sería lo más apropiado, pero no es eso lo que ellos dicen (al menos hasta que no son mayores), porque de lo que se trata es del poder, no del dinero. El mensaje que se quiere transmitir es el siguiente: «No te puedes meter conmigo, porque si lo haces, mi papá te pegará, y lo hará sin que le de miedo de que tu papá le pegue». Entre los chimpancés es la madre, no el padre, quien se lanza al rescate de las crías, y cuando dos jóvenes chimpancés juegan juntos, aquel que tiene la madre más dominante es quien probablemente sea más atrevido. Si el juego se endurece, su madre puede golpear fuertemente a su compañero de juegos sin temor a las represalias de la madre del compañero.

En una sociedad donde la amenaza «mi papá le puede al tuyo» aún resulta creíble, tener un padre fuerte frente a uno débil, o tener un padre frente a no tenerlo puede tener importantes repercusiones en el estatus del niño dentro del grupo de compañeros y, por lo tanto (según la teoría de la socialización a través del grupo), puede tener efectos a largo plazo sobre la personalidad del niño. Pero en sociedades como las nuestras, donde los padres y los compañeros están ubicados en compartimentos separados de la vida de un niño, el estatus de los padres no sirve como un escudo. La excepción es cuando un padre tiene tanto poder o relevancia que incluso el grupo de compañeros no puede pasarlo por alto. Eso no es necesariamente algo bueno, y puede volverse fácilmente en contra, especialmente si el niño carece de otras características que le permitan acceder a un estatus elevado en el grupo.

Tener o no tener padre: ¿cuánto cuenta para un niño normal en una sociedad desarrollada? No negaré que los niños son por lo general más felices si tienen dos padres que se preocupan y piensan bien de ellos. Pero la felicidad de hoy no inmuniza a un niño contra la infelicidad del mañana, y (como ya dije en el capítulo 8) no hay ninguna ley de la naturaleza que diga que la miseria ha de dejar secuelas. Este libro trata sobre las consecuencias a largo plazo de lo que sucede mientras creces. ¿Salen, a la larga, los chicos con padre mejor que los chicos sin él? Y si salen mejor, ¿es porque tienen padre?

La mayoría de la gente lo cree así. En 1992, el vicepresidente Dan Quayle le propinó un latigazo verbal a Murphy Brown —un personaje de ficción de una serie de televisión— por tener un bebé sin padre. Los personajes de las series de televisión suelen tener relaciones sexuales sin protección ninguna;[*] pero no creo que fuera eso lo que molestó a Dan Quayle, sino el pensar en ese pobre inocente niño (de ficción) creciendo en un hogar sin padre. Dos años más tarde, los sociólogos Sara McLanahan y Gary Sandefur dieron su apoyo a la apoteosis paternal de Quayle escribiendo un libro titulado Growing Up with a Single Parent, en el que, en la página 1, ya afirmaban en bastardilla:

Los niños que crecen en una casa con un solo padre biológico están peor, por término medio, que los que crecen en una casa con ambos padres biológicos, independientemente de la raza de los padres o de su preparación académica, independientemente de si sus padres están casados cuando nace la criatura e independientemente de si el padre residente vuelve a casarse.[18]

¿De qué modo están peor esos niños? McLanahan y Sandefur establecen tres indicadores. Los adolescentes que no viven con sus dos padres biológicos tienen una mayor tendencia a dejar el instituto y a volverse «ociosos» (ni trabajan ni estudian), y las chicas tienen una mayor tendencia a convertirse en madres antes de cumplir los veinte. La ausencia del padre no es, por supuesto, el único factor asociado a estos problemas, pero McLanahan y Sandefur creen que es uno muy importante, tanto que los «padres necesitan ser informados acerca de las posibles consecuencias para sus hijos de la decisión de separarse».

Las posibles consecuencias para los niños de la decisión de los padres de separarse. McLanahan y Sandefur creen claramente que el hecho de que los padres vivan separados es la causa de los problemas de los niños; que al menos algunos de los niños que están peor se las hubieran apañado para acabar el bachillerato, conseguir un trabajo y no quedarse (a diferencia de Murphy Brown) embarazadas, si su padre hubiera estado con ellos.

Pero los gráficos y las tablas del libro de McLanahan y Sandefur contienen algunos hallazgos curiosos: un montón de cosas que tú creerías que son muy importantes resultan no tener la menor importancia. La presencia de un padrastro en el hogar no mejora en absoluto las expectativas de los chicos. Ni tampoco el contacto con el padre biológico fuera del hogar: «Los estudios basados en grandes sondeos nacionalmente representativos indican que los contactos frecuentes con el padre no tienen beneficios detectables para los niños». Ni tampoco el tener otro pariente biológico viviendo en el hogar: la presencia de una abuela no ayuda mucho. En los hogares en los que vive la abuela, a los niños se les deja solos menos a menudo que en los hogares con los dos padres biológicos, y sin embargo eso no les impide abandonar el instituto o quedarse embarazadas. En los hogares en los que hay padrastro, los niños están tan controlados como en los que tienen padres biológicos —tienen las salidas controladas y los deberes supervisados—; sin embargo, eso no impide que abandonen el instituto o se queden embarazadas. El número de años que pasan los niños en una familia monoparental tampoco importa: aquellos cuyos padres andan cerca hasta que están a punto de entrar en la adolescencia no son mejores que aquellos cuyos padres dijeron adiós cuando eran unos bebés o, ya puestos, cuando aún eran fetos.[19]

Los que no tienen padre y salen mejores —y ya es curioso— son aquellos cuyos padres han muerto. «Los niños que crecen con madres viudas —dice McLanahan— son bastante mejores que los niños de otros tipos de familias monoparentales.»[20] En algunos estudios, en efecto, les va tan bien como a los niños que crecen con los dos padres biológicos vivos. Los investigadores se han tenido que aferrar a vanas esperanzas para dar cuenta de las diferentes «consecuencias» de los padres perdidos y los padres muertos. ¿Las viudas tienen más seguridad financiera que las madres solteras? Pero las mujeres que se vuelven a casar también tienen una seguridad económica, y la presencia de un padrastro no ayuda. ¿La muerte de un padre es menos estresante que un divorcio? Entre las causas más comunes de muerte prematura de un padre se hallan el suicidio, el homicidio, el cáncer y el sida, y ninguna de ellas me parece particularmente libre de estrés.[21]

«Consecuencias» es la palabra que les gusta usar a los investigadores, e incluso cuando se abstienen virtuosamente de usarla, puedes contar que es eso en lo que están pensando. Pero los datos que utilizan para apoyar sus creencias en modo alguno muestran causas y consecuencias: los datos son completamente correlacionales. Muestran solamente que ciertas cosas tienden a aparecer junto a otras. Si los investigadores epidemiólogos sobre los que te hablé en el capítulo 2 hubieran descubierto que los comedores de brécol son, por término medio, más sanos que quienes lo rechazan —y posiblemente lo sean—, sería imprudente suponer que si empiezas a comer brécol crecerán tus rentas o que si dejas de comerlo perderás todo tu dinero. Sería igualmente imprudente suponer que si te toca la lotería te acabará gustando el brécol. La hija de una pareja casada tiene, por término medio, más probabilidades de acabar el bachillerato que la hija de una familia monoparental, y también de no quedar embarazada: eso es una correlación. Sacar de ahí la conclusión de que la hija de una pareja casada dejará el instituto y tendrá un niño si sus padres se separan no es muy distinto de llegar a la conclusión de que si dejas de comer brécol perderás todo tu dinero. Puede que sea verdad, pero los datos no lo prueban.

Cuando el padre biológico está vivo, pero no vive con sus hijos, tienes una situación familiar que está estadísticamente asociada con los malos resultados de los hijos. Déjame explicarte cómo podría ser posible dar cuenta de los resultados desfavorables sin hacer referencia a las experiencias de los niños en el hogar o a la calidad de la atención paterna que reciben en él.

La mayoría de las madres solteras no son como Murphy Brown, sino que son pobres. La mitad de los hogares bajo la responsabilidad de las mujeres está por debajo del nivel de pobreza. El divorcio conduce, usualmente, a un drástico descenso del nivel de vida de la familia, es decir, del nivel de vida de la ex esposa y de los niños bajo su custodia.

La pérdida de ingresos afecta a los hijos de diferentes formas. Por un lado, a su estatus en el grupo de compañeros. Ser privados de lujos como las ropas caras y los equipos deportivos, el dermatólogo, o la ortodoncia pueden rebajar la posición del niño entre sus compañeros. El dinero va a tener también un papel importante en si los niños pueden pensar en ir a la universidad. Si resulta imposible ir, entonces se sienten menos motivados para acabar con éxito el bachillerato y para evitar quedarse embarazadas.

Pero lo más importante, con mucho, que puede hacer el dinero por los niños es determinar el barrio en el que van a crecer y la escuela a la que van a asistir. La mayor parte de las madres solteras no se pueden permitir criar a sus hijos en el tipo de barrio en el que yo he criado a las mías; el tipo de barrio en el que casi todos los niños acaban el bachillerato y casi ninguna niña se queda embarazada. La pobreza obliga a muchas madres solteras a criar a sus hijos en barrios donde hay otras madres solteras y donde son bastante altas las tasas de desempleados, de quienes dejan los estudios, de adolescentes embarazadas y de delincuencia.[22]

¿Por qué tantos chicos en esos barrios dejan los estudios, se quedan embarazadas y delinquen? ¿Es porque no tienen padres? Esa es una explicación popular, pero yo ya traté esa cuestión en el capítulo 9 y llegué a conclusiones distintas. Los barrios tienen diferentes culturas y las culturas tienden a perpetuarse; se transmiten del grupo de compañeros de padres al grupo de compañeros de los hijos. El medio en el que se transmiten esas culturas no puede ser la familia, porque si sacas a la familia del barrio y la instalas en otro sitio, la conducta del niño cambiará para ajustarse a la de sus compañeros en el nuevo barrio.[23]

Es el barrio, por lo tanto, y no la familia. Si observas a los niños dentro de un barrio determinado, la presencia o ausencia del padre no marca una gran diferencia. Los investigadores han reunido datos sobre 254 adolescentes afroamericanos de una ciudad del interior en el nordeste de Estados Unidos. La mayoría de los chicos vivían en casas bajo la responsabilidad de una madre soltera; otros vivían con ambos padres biológicos, una madre y un padrastro o algunos otros arreglos familiares. He aquí las conclusiones de los investigadores:

Los varones adolescentes en este ejemplo que vivían en casas de madre soltera no diferían de los jóvenes que vivían en otros regímenes familiares en cuanto al consumo de alcohol, delincuencia, abandono de los estudios o trastornos psicológicos.

Dentro de un barrio no demasiado próspero económicamente, los chicos que vivían con ambos padres no salían mejor que quienes vivían solo con uno.[24] Pero dentro de un barrio como este, la mayoría de las familias están encabezadas por madres solteras, porque las madres con pareja pueden permitirse, por lo general, vivir en otro sitio. La mayor renta de una familia que incluye un varón adulto significa que los niños con dos padres es más probable que vivan en un barrio con una cultura de clase media y, por lo tanto, con mayores probabilidades de ajustarse a las normas de la clase media.

Pero ¿por qué las familias de renta alta no les sirven de ayuda a los niños criados en familias con un padrastro? La respuesta es que esos niños tienen otro problema: demasiados cambios. Han sido llevados de una residencia a otra más a menudo que los niños en cualquier otro tipo de organización familiar, y cada vez que se trasladan pierden su grupo de compañeros y tienen que empezar de nuevo con otro diferente.[25] Cada vez que se trasladan hay un nuevo conjunto de normas de grupo a las que se tienen que adaptar y una nueva jerarquía social por la que tienen que escalar, y siempre tienen que hacer todo eso desde la base.

Los traslados son duros para los críos. Los críos que se han mudado mucho —tengan o no tengan padre— son más propensos a ser rechazados por sus compañeros; tienen más problemas de conducta y más problemas académicos que aquellos que no se han movido del mismo sitio.[26] McLanahan y Sandefur descubrieron que los cambios de residencia pueden ser responsables de la mitad del aumento del riesgo de abandonar los estudios, de quedarse embarazadas antes de los veinte y de dedicarse a la vida ociosa entre los adolescentes que son criados sin los padres. Todo ello unido, cambios de residencia más bajos niveles de renta, puede explicar la mayoría de las diferencias entre niños con padres y niños sin ellos.

Esas dos desventajas pueden ser explicadas en términos de cosas que ocurren fuera de la familia. Los cambios de residencia ponen en peligro la permanencia de un niño en un grupo de compañeros e interfieren en su socialización, porque es difícil adaptarse a las normas del grupo cuando estas no paran de cambiar. La renta familiar determina en qué tipo de barrio vivirá el niño y qué tipo de normas es probable que tenga el grupo de compañeros del lugar. Demasiados traslados y bajos ingresos aumentan el riesgo de que el chico deje la escuela o la chica quede embarazada.

Pero dejar la escuela o quedarse embarazada son cosas que ya sabíamos que son susceptibles de sufrir la influencia del grupo. Para convencerte de ello, tendré que tratar de un tema más amplio: los efectos del divorcio. Los efectos sobre la personalidad de los niños, sobre su salud psicológica y sobre la estabilidad de sus propios matrimonios futuros. ¿Supone algo verdaderamente terrible para los niños el divorcio de sus padres? Y si no es así, ¿cómo es que todos han acabado pensando que sí?

EL DIVORCIO

El más famoso —y el más pesimista— estudio sobre los hijos de padres divorciados es el que llevó a cabo la psicóloga clínica Judith Wallerstein. Wallerstein descubrió una alta tasa de trastornos emocionales entre los niños de clase media hijos de parejas divorciadas. Vendió muchos ejemplares de su libro, pero desde el punto de vista científico no tiene ningún valor: todas las familias que había estudiado habían buscado consejo y todas se estaban divorciando. No hubo un control de un grupo de familias intactas o autosuficientes con las que comparar los hijos de sus pacientes, y no supo filtrar adecuadamente sus prejuicios profesionales. Un estudio hecho poco antes de que Wallerstein escribiera su primer libro demostraba cómo los profesionales pueden dejarse guiar por sus prejuicios. Los investigadores mostraron a algunos profesores un vídeo de un niño de ocho años y les dijeron que los padres del niño estaban divorciados. Esos profesores juzgaron que estaba peor adaptado, frente a otros profesores que habían visto el mismo vídeo pero que pensaron que el niño pertenecía a una familia unida.[27]

Un reciente estudio, hecho con mayor propiedad, sobre los hijos de padres divorciados ofrece un cuadro más optimista que el ofrecido por Wallerstein. Los sujetos formaban parte de una amplia encuesta británica sobre los niños nacidos en una semana concreta de 1958.[28] Cuando se hizo el estudio ya tenían veintitrés años. Se les pidió que escogieran respuestas a preguntas acerca de su salud mental, como por ejemplo: «¿Te sientes a menudo hundido y deprimido?» «¿Te asustas a menudo sin ninguna razón válida?» «¿Te molesta y te irrita la gente?» «¿Te agobia preocuparte por tu salud?». Los resultados altos del test —un montón de síes— se tomaron como indicación de un alto nivel de angustia psicológica.

Los padres divorciados aumentan las posibilidades de que el resultado de un sujeto en ese test caiga por debajo de un corte arbitrario, pero no por mucho: el 11% de los hijos de padres divorciados tenía resultados por encima de ese corte, frente al 8% de los hijos de familias unidas. La diferencia en el promedio de las respuestas afirmativas era solo un dato de la mitad del test.

Hay una diferencia, pero es pequeña. Yo sugerí que ese iba a ser el resultado. Dije que en un barrio dado, la presencia o la ausencia del padre no tenía mayor trascendencia. Dije que los cambios de residencia más los bajos ingresos pueden explicar la mayoría de las diferencias entre los hijos con padres y los hijos sin ellos. Hay diferencias que aún no hemos tenido en cuenta y que han surgido en ese estudio británico. Ha llegado el momento de dejar de barrerlas debajo de la alfombra.

Hoy en día, los estudios sobre los efectos del divorcio se llevan a cabo generalmente por investigadores que saben bastante bien cómo controlar una amplia variedad de factores potencialmente confusos o que inducen a la confusión. Controlan, por ejemplo, la clase socioeconómica. El divorcio y la ausencia del padre es más frecuente entre los grupos de menores ingresos y en sectores menos educados de la sociedad, y eso ha de tenerse en cuenta. Los investigadores también controlan la raza o el grupo étnico, porque los diferentes grupos tienen diferentes normas sobre el matrimonio.

Lo que no controlan —porque no tienen medio de hacerlo en esa clase de estudios— es la herencia. Buscan efectos sobre el entorno de los hijos con un método del que me burlé en el capítulo 2: comparar perros raposeros criados en perreras con caniches criados en apartamentos. Los investigadores se fijan en un hijo por familia. El niño es, en la mayoría de los casos, el vástago biológico de los padres. Los padres proporcionan los genes de los hijos y también les proporcionan —o no lo hacen— un entorno, y no hay modo de distinguir los efectos de uno de los efectos del otro. Para distinguirlos es necesario usar métodos de la genética conductista y estudiar a los niños adoptados, a los pares de gemelos o a los hermanos.

Tranquilo, ya se ha hecho, y muy bien, para una amplia variedad de características psicológicas. Dentro de la población que ya ha sido estudiada —sobre todo estadounidenses y europeos de clase media—, casi todas las características muestran unos patrones semejantes. La herencia es responsable de casi la mitad de las variaciones entre los individuos que participaron en esos estudios. La otra mitad pertenece, en principio, al entorno, pero, como ya expliqué en el capítulo 3, no puede ser atribuido a cualquier influencia del entorno que comparten dos niños que crecen en la misma casa. En efecto, se descarta que cualquier característica del entorno que es compartido por dos niños que crecen en la misma casa tenga una influencia decisiva en lo que sean como adultos.

Dentro de la población que ha sido estudiada hay muchas familias que se han roto a causa de un divorcio. De los sujetos que participaron en esos estudios, una fracción considerable debe haber sido criada por una madre divorciada, o por una madre y un padrastro, o en cualquier otro arreglo familiar que no sea aceptable para Dan Quayle. Lo siento, Dan, pero no hay pruebas incontrovertibles de que eso tenga una importancia decisiva. Si la presencia o la ausencia de un padre en un hogar, o la relación entre los padres —pelearse constantemente o escribirse notitas de amor el uno al otro— no tiene efectos duraderos sobre los niños, deberíamos contemplarlo a la luz de la genética conductista, pero no lo hacemos.

Precisemos más. Si la presencia o ausencia del padre tuviera un efecto duradero sobre los niños, debería producirse un efecto diferente para cada niño. Desafortunadamente, esto no fortalece la posición de los investigadores que dicen cosas como que «los padres necesitan ser informados acerca de las posibles consecuencias para sus hijos de su decisión de vivir separados».[29] ¿Qué consecuencias? Si no puedes decir cuáles son, si la decisión de los padres de vivir separados vuelve a un niño tímido y a otro atrevido, o a uno le hace reír más y al otro menos, y no hay rasgos comunes. ¿Acerca de qué quieres informarles?

En los estudios que producen las pequeñas diferencias de las que trato de dar cuenta —los estudios que llenan las revistas de psicología del desarrollo y que, de tanto en tanto, se abren camino hacia las revistas de difusión general y a los diarios— se informa de las consecuencias constantemente. Pero las consecuencias, o las diferencias, se hallan solo cuando los investigadores no tienen en cuenta la herencia. El entorno del hogar se revela poco efectivo —esto es, que no tiene efectos predecibles o sólidos sobre los niños— solo después de que las influencias genéticas hayan sido descartadas. Si los métodos de investigación no prevén ese descarte, entonces las influencias genéticas no pueden ser eliminadas y son inevitablemente confundidas con las pruebas de la influencia del entorno hogareño. Los padres competentes y cordiales tienden a tener hijos como ellos, y la mayoría de los investigadores dan por supuesto que ello se debe al afecto y a la ordenada vida familiar que esos padres proporcionaron a sus hijos.

El mejor ejemplo de las conclusiones erróneas es el propio divorcio. Es bien sabido —y también, por descontado, verdadero— que los niños educados en hogares rotos tienen mayor tendencia a fracasar en sus propios matrimonios.[30] ¿Por qué los pecados de los padres visitan a los hijos? ¿Es que la ansiedad que los chicos arrastran con ellos hasta la edad adulta, o la ira reprimida que han supurado desde que papá decidió salir de casa, les viene del hecho de haber estado expuestos a años de conflictos paternos? Judith Wallerstein quiere hacernos creer que sí.

Pero un estudio sobre el divorcio de gemelos ofrece una explicación diferente.[31] Más de 1.500 parejas de gemelos y mellizos contestaron a un cuestionario acerca de sus historias matrimoniales y de las de sus padres. La tasa de divorcio era de un 19% entre los gemelos cuyos padres habían permanecido casados. Entre aquellos cuyos padres se habían divorciado, las posibilidades de acabar divorciado eran considerablemente más altas: el 29%. Las posibilidades eran aún más altas —el 30%— para aquellos que tenían un gemelo divorciado; y más altas todavía —el 45%— para aquellos que tenían un mellizo divorciado. El análisis proporcionado por el ordenador de los investigadores era bastante similar al de otros estudios genéticos conductistas: cerca de la mitad de las variaciones en el riesgo de divorcio puede ser atribuida a las influencias genéticas, a los genes compartidos con gemelos o con padres. La otra mitad se debe a causas ambientales. Pero ninguna de las variaciones puede achacarse al hogar en el que han crecido los gemelos. Todas las semejanzas que se encuentren entre sus historias matrimoniales pueden ser explicadas por el hecho de que comparten los mismos genes. Sus experiencias compartidas —a la misma edad, porque son gemelos— de la armonía o los conflictos paternos, de la unión o de la separación de los padres, no tiene efectos detectables.

La herencia, no las experiencias en el hogar familiar, es lo que provoca que los hijos de padres divorciados tengan más probabilidades de fracasar en sus propios matrimonios. Pero no te molestes en ir de puntillas a través de los cromosomas a la búsqueda del gen del divorcio. No existe tal gen del divorcio. Lo que hay en su lugar es un surtido de características, cada una de ellas tallada por un complejo de genes y conformada por el entorno; todo eso junto incrementa las posibilidades de que una persona tenga un matrimonio infeliz.

No busques un gen del divorcio. Busca, en su lugar, los rasgos que incrementan el riesgo de casi cada mal resultado en la vida. Rasgos que a la gente le resulta difícil soportar: agresividad, insensibilidad hacia los sentimiento ajenos. Rasgos que incrementan las posibilidades de elegir opciones poco inteligentes: impetuosidad, la tendencia a aburrirse fácilmente. ¿Te suena familiar esa lista? Sí, es semejante a la lista de características que se hallan con frecuencia entre los delincuentes. Los mismos rasgos que convierten a algunos niños en firmes candidatos a la escuela de Fagin también hacen descender las posibilidades de un matrimonio feliz. En la infancia, a los individuos con esos rasgos los médicos pueden diagnosticarles «conducta desordenada». La variante adulta se denomina «perturbación antisocial de la personalidad», y la investigación ha descubierto que se puede heredar.[32]

Los niños de padres que después acaban divorciándose comienzan a actuar a veces de forma problemática algunos años antes de que los padres se separen de hecho. Esta observación ha servido para demostrar que no es el divorcio en sí lo que causa problemas a los niños, sino el conflicto familiar que le precede. Pero el hallazgo de que los padres propensos a los conflictos tienen hijos problemáticos quizá se deba a los genes que comparten, antes que al hogar que también comparten. Un grupo de investigadores de la Universidad de Georgia descubrieron que lo que permitía predecir la conducta desordenada de los niños no era el divorcio de los padres, sino la personalidad de los padres: aquellos padres con perturbaciones antisociales de la personalidad tenían más posibilidades de tener hijos con la misma patología.[33]

Los nexos entre divorcio, problemas de personalidad en los padres y conducta problemática de los niños son complejos: los efectos pueden seguir varios caminos. Resulta difícil vivir con la gente que tiene problemas de personalidad, pues son más propensos a divorciarse; es más probable, por razones genéticas, que esa misma gente tenga chicos difíciles. Incluso podría haber un efecto de los hijos sobre los padres: un chico difícil puede generar una verdadera tensión en un matrimonio.[34] Bien pronto, en el capítulo 1, mencioné el chiste acerca de Johnny, el chico que podía romper cualquier hogar; pero realmente no es divertido tener un hijo como Johnny. Algunos niños son capaces de conseguir que todos los miembros de la familia estén deseando que se vaya del hogar. Judith Wallerstein habla acerca de la pesada carga de culpa con la que cargan los hijos de los divorciados, pues los hijos piensan que ellos tienen la culpa del divorcio de sus padres. Lo que Wallerstein no toma en consideración es que a veces puede haber una parte de verdad en lo que los críos piensan. El divorcio se da menos a menudo en familias que tienen un hijo que en las que solo tienen hijas.[35] La presencia del niño o bien hace a los padres más felices o les hace más difícil tomar la decisión de irse de casa. Pero ¿qué ocurre si el chico no es satisfactorio, si no da más que problemas?

Por descontado que la mayoría de personas que se divorcian no tienen serios problemas de personalidad, y la mayoría de hijos de padres divorciados no presentan una conducta desordenada. A la larga, la gran mayoría de hijos de divorciados consigue que les salgan bien las cosas, según lo ha demostrado el estudio británico. Los niños de veintitrés años de padres divorciados eran solo ligeramente más propensos a responder sí a las preguntas sobre la depresión, la ansiedad y la ira.

Entonces, ¿por qué los psicólogos clínicos como Judith Wallerstein tienen esa certidumbre respecto a que el divorcio de los padres es perjudicial para las criaturas? Porque, como ha señalado el psicólogo social David G. Myers, es perjudicial, pero no por las razones que Wallerstein ha dado o del modo como ella llega a esa suposición.

El divorcio es perjudicial para los niños de diversas formas.[36] En primer lugar, significa un castigo económico: los hijos de padres divorciados experimentan un fuerte descenso de nivel de vida. Su estatus económico determinará dónde habrán de vivir, y el sitio donde lo hagan marcará la diferencia. En segundo lugar, es perjudicial para ellos porque a menudo tienen que mudarse, y, con frecuencia, más de una vez. En tercer lugar, porque se incrementa el riesgo de sufrir abusos físicos. Los niños que viven en hogares con padres adoptivos suelen tener más probabilidades de sufrir abusos que aquellos que viven con sus dos padres biológicos.[37] En cuarto lugar, porque interrumpe sus relaciones personales.

En el capítulo 8 hice una distinción entre la grupalidad y las relaciones interpersonales. La grupalidad, dije allí, es lo que capacita a los niños para socializarse. La tosca personalidad con la que nacemos debe ser moldeada de forma que se transforme en algo adecuado a la cultura en la que nos desarrollamos, y eso sucede durante la infancia a través de la adaptación al grupo, por lo general un grupo de otros niños. Las modificaciones a largo plazo de la personalidad y las pautas de conducta social arraigadas son gobernadas por la zona cerebral encargada de la grupalidad.

La zona cerebral que rige las relaciones interpersonales no provoca modificaciones de la personalidad a largo plazo, pero eso no quiere decir que no tenga su importancia. En nuestros pensamientos y emociones, la zona de las relaciones interpersonales está mucho más cerca de la superficie, es más accesible para la mente consciente que la zona que provoca las modificaciones a largo plazo. Las relaciones interpersonales pueden dominar nuestros sentimientos y acciones del momento y dejar huellas en nuestros recuerdos, como las pilas de cartas de los viejos amores que se guardan en el desván.

Las relaciones interpersonales son importantes; siempre lo han sido para nuestra especie. Por eso es por lo que la evolución nos dotó con la motivación para establecerlas y, si todo va razonablemente bien, para continuarlas. Las emociones fuertes, como el amor y la tristeza, proporcionan poder. Steven Pinker explica cómo lo logran, en su libro How the Mind Works.[38]

El divorcio y los conflictos paternos que lo rodean hacen infelices a los niños. Rompe sus relaciones interpersonales con sus padres y deteriora la vida familiar. Esta infelicidad, las relaciones interrumpidas y el deterioro de la vida hogareña es lo que los psicólogos clínicos y los del desarrollo observan cuando estudian los efectos del divorcio sobre los niños. En los estudios sobre el divorcio, a los niños, por norma general, se les entrevista en su casa o en un lugar al que van con sus padres. O, lo que es peor, los investigadores se fían de la información de los padres sobre la conducta de sus hijos, aunque incluso en el mejor de los casos —que los padres no estén envueltos en un proceso de divorcio— lo que ellos suelen decir sobre sus niños tiene poco o nada que ver con el contenido de los informes de observadores neutrales.[39]

Cuando la vida hogareña se desbarata, la conducta de los niños en casa también, evidentemente, se altera, del mismo modo que las emociones relacionadas con la vida familiar. Estos son los cambios que van buscando los investigadores. Si ellos quieren descubrir cómo se ve afectada la vida de los niños fuera de casa a causa del divorcio de sus padres, los investigadores tendrán que reunir sus datos fuera de casa, y si lo quieren hacer bien, tendrán que usar observadores no condicionados, es decir, observadores que desconozcan la situación familiar de los niños. Lo que los investigadores descubrirán bajo esas condiciones, juzgando a partir de los datos genéticos conductistas mencionados con anterioridad, es que el divorcio de los padres no tiene efectos duraderos sobre el modo como los chicos se comportan cuando no están en casa, ni tampoco efectos duraderos sobre sus personalidades.

EL ABUSO DE LOS NIÑOS Y EL CASTIGO FÍSICO

Entro ahora en un tema al que me acerco con cierta inquietud. No temo que tú me malinterpretes, pero sí me preocupan aquellos que no hayan leído el libro y solo oigan hablar de él a terceros. Las palabras pueden citarse mal o sacarse de contexto; hay personas a las que se denuncia por opiniones que nunca han sostenido ni expresado. Si a mí me van a denunciar, prefiero que sea por opiniones que sí sostengo, por lo que permíteme comenzar por afirmarlas claramente desde este mismo momento.

Primero, no creo que esté bien pegar a los niños o hacer algo que les provoque una lesión o un dolor duradero. Segundo, no creo que una bofetada ocasional, en su debido momento y en la parte del cuerpo adecuada, le haga ningún daño a un niño.

El castigo físico lo usan los padres en todo el mundo y en la gran mayoría de los hogares estadounidenses.[40] También se da en otras especies. Creo que es parte del repertorio innato de la conducta de los padres. Uno de mis objetivos al escribir esto es aliviar el sentimiento de culpa que les han generado los consejeros profesionales sobre cómo educar a las criaturas. Si alguna vez has perdido los nervios y has pegado a tus hijos, es muy improbable que les hayas causado ningún dolor duradero. Por otro lado, es posible que hayas dañado tu relación con ellos. Si has sido injusto y ellos son lo suficientemente mayores como para darse cuenta, perderás importancia a sus ojos. Nunca acabarás de expiarlo completamente.

Los consejeros profesionales no te avisan de que no pegues a tus hijos porque ellos te tengan en menos. El problema con los niños golpeados, dicen esos consejeros, es que se vuelven más agresivos.

La lógica es persuasiva. Si azotas a tu niño le estás proporcionando un modelo de conducta agresiva. Estás enseñando a tu hijo que está bien herir a la gente para obligarle a hacer lo que tú quieres que haga.

Durante muchos años me he creído esa historia y, de buena fe, la he transmitido a los lectores de mis libros de texto sobre desarrollo del niño. No me di cuenta de que también proporcionamos a los niños modelos para muchas otras cosas que no queremos que los niños hagan y que, efectivamente, no hacen, como salir de casa cada vez que les apetezca. Y modelos para muchas cosas que nosotros queremos que hagan, pero que ellos no hacen, como comer brécol, por ejemplo.

Los estilos de criar a los hijos pueden cambiar con una rapidez vertiginosa, a medida que una generación de consejeros es sustituida por la siguiente. Si los nuevos no te dicen algo diferente de lo que decían sus predecesores, no pueden seguir en el negocio. Pero esos consejeros no son seguidos de igual manera por todos los segmentos de la población. Países como Estados Unidos tienen muchas subculturas y tus puntos de vista sobre la crianza de los hijos dependen en parte de a cuál de ellas pertenezcas. Los asiáticoamericanos y los afroamericanos tienden a prestar menor atención a los consejeros euroamericanos y no se muestran tan reacios a la hora de azotar a un niño. Son los euroamericanos de clase media los que normalmente reniegan del uso de los azotes y favorecen, en su lugar, el uso de los encierros.[41] La pasada semana un niño pelirrojo corría como un loco por los pasillos del supermercado. Detrás iba su padre gritando: «¡Matthew, vas a conseguir que acabe encerrándote!».

Los padres negros no son muy entusiastas de ese método para reforzar la disciplina. «Los encierros son para la gente blanca», explican a los entrevistadores.

Quizá la gente blanca es demasiado crédula. La mayor parte de la investigación sobre los castigos —aquella en la que los consejeros se basan para dar sus consejos— vale tan poco como el estudio de Judith Wallerstein sobre los hijos de padres divorciados. Una de las razones de ese nulo interés estriba en que los investigadores suelen fallar a la hora de tener en cuenta las diferencias subculturales en los estilos de criar a los hijos.

Hay muchas pruebas de que los padres de grupos étnicos minoritarios y que habitan en barrios de bajo nivel económico castigan más con azotes a sus hijos.[42] En alguno de esos grupos —aunque no en todos—, los niños tienden a comportarse más agresivamente y a buscarse más problemas. Es fácil confundir estas diferencias subculturales con las «consecuencias» que van buscando los investigadores. A los chicos blancos de clase media se les azota menos y tienden a ser menos agresivos, por lo que si un estudio pone juntos a chicos blancos de barrios de clase media y a chicos negros de barrios de bajo nivel económico, está garantizado que los investigadores van a hallar una correlación entre azotes y agresividad. Sus esperanzas se desvanecen, sin embargo, si incluyen demasiados asiáticoamericanos entre sus sujetos, porque los padres utilizan el castigo físico, pero no tienen hijos agresivos.[43]

El otro problema con la mayoría de estudios sobre el castigo físico es que no proporcionan ningún modo de distinguir las causas de los efectos. Dentro de un grupo étnico o de una clase social, algunos niños son más agresivos que otros, y algunos reciben más azotes que otros. Si el chico agresivo recibe más azotes, ¿está esa agresividad causada por los azotes, o los padres azotan porque no les gusta la manera que tienen los críos de comportarse? Resulta imposible decirlo en la mayoría de los casos.

Una manera que tienen los investigadores de tratar el problema causa-efecto consiste en hacer un seguimiento de los niños durante un determinado período de años. El número de agosto de 1997 de los Archives of Pediatrics and Adolescent Medicine contiene un estudio de esa clase hecho por el psicólogo Murray Straus y sus colegas.[44] Los investigadores quisieron controlar el nivel inicial de conducta antisocial en los niños observando los cambios en su conducta a lo largo del tiempo. Si una madre azota más de lo normal cuando el niño tiene seis años, ¿es un niño más problemático al alcanzar los ocho? Pues sí, lo es, fue la conclusión de los investigadores. Durante los dos años que duró el estudio, los niños que recibieron azotes frecuentemente se convirtieron en niños más problemáticos y más agresivos. «Cuando los padres usan el castigo físico para reprimir la conducta antisocial —afirmaban los investigadores—, los efectos a largo plazo tienden a ser los contrarios».

El estudio pasó a los medios de comunicación. Fue escogido por la Associated Press y divulgado en periódicos y revistas a lo largo y ancho del país; un extracto de él apareció en JAMA. Ni la Associated Press ni JAMA mencionaron otro estudio, de las psicólogas Marjorie Gunnoe y Carrie Mariner, que apareció en el mismo número de los Archives of Pediatrics and Adolescent Medicine. El tema era el mismo y el método era semejante, pero los resultados eran muy diferentes. «Para la mayoría de los niños —concluyeron Gunnoe y Mariner— parece infundado que los azotes enseñen a ser agresivos». Para los niños negros de cualquier edad, y para los niños más pequeños del estudio, independientemente de la raza, esas investigadoras descubrieron que, de hecho, los azotes llevaban a una disminución de la conducta agresiva.[45]

¡Caramba!, este tipo de cosas suceden muy a menudo en la psicología. Los efectos son poco convincentes; los resultados, evanescentes. Lanza al contenedor de reciclaje la revista y olvídate.

No, espera. Míralo una vez más y observa atentamente cuáles han sido los métodos que han usado los investigadores. ¡Vaya, hay una diferencia! En el primer estudio, los investigadores evaluaron la conducta de los niños preguntándoles a sus madres, las mismas que les propinaban los azotes. Las respuestas de las madres se basaban en cómo actuaban los niños en casa. En el segundo, fueron los propios niños a los que se les preguntó. Los investigadores les preguntaban en cuántas peleas se metían en la escuela. Los niños que sufrían azotes en casa no informaron de ningún incremento en el número de peleas en que se veían envueltos en la escuela que fuera superior al del de los niños que no los sufrían.

Los azotes en casa pueden hacer que los niños se comporten peor en casa o quizá pueden ser un indicio de que la relación madre-hijo, o la vida de la madre en general, no marcha bien (el niño quizá no se comporta tan mal como la madre cree que lo hace). En cualquier caso, las pruebas dan a entender que ser azotado en casa no vuelve a los chicos más agresivos cuando no están en casa. La conclusión del primer grupo de investigadores, que si los padres dejan de pegar a sus hijos se podría reducir el nivel de violencia de la sociedad, parece una auténtica exageración.

Sin embargo, yo he estado hablando del castigo físico dentro de unos parámetros normales: un azote normal y corriente de vez en cuando. ¿Estoy lo bastante loca como para decirte que el castigo físico más allá de esos parámetros normales —abusos infantiles— no tiene efectos psicológicos duraderos sobre sus víctimas?

No tan loca, por supuesto. Por una razón, sobre todo: los abusos pueden dañar el cerebro si se golpea a los chicos en la cabeza o se les zarandea violentamente. Y por otra más: hay algo que se llama trastorno del estrés postraumático. En los casos extremos, los abusos prolongados pueden conducir incluso a un trastorno múltiple de la personalidad, el fenómeno Las tres caras de Eva.[46]

Pero aquí estamos contemplando una amplia gama de conductas paternas. Para mí no está claro que el abuso no demasiado severo produzca alguno de los resultados que acabo de enumerar, y no se producen efectos psicológicos que los niños lleven con ellos cuando dejan el hogar. Puede haberlos, desde luego, pero no hay pruebas fehacientes de ello.

Hay, por supuesto, montones de estudios. Los niños de los que se ha abusado tienen, según los informes, todo tipo de problemas. Aparte de ser más agresivos que los chicos de los que no se ha abusado (un hallazgo bien establecido), también tienen problemas a la hora de hacer amistades y mantenerlas, y con sus tareas escolares. Cuando crecen tienen una mayor inclinación a abusar de sus propios hijos. «La transmisión intergeneracional de los abusos infantiles», lo llaman los psicólogos. Ellos quieren decir transmisión mediante la experiencia y el aprendizaje, una transmisión, en definitiva, mediante el entorno. No están hablando de los genes.[47]

Ellos apenas lo hacen, y no sé por qué.[48] Si los acorralas contra una esquina, pocos de ellos pueden negar que las características psicológicas son en parte heredadas, lo cual significa que pasan de padres a hijos. Pero de algún modo son capaces de bloquear ese conocimiento en sus mentes cuando investigan, escriben los resultados y los publican. Actualmente están deseando admitir que la conducta de los niños afecta al modo como actúan los padres con ellos y que normalmente no hay manera de distinguir el efecto de los niños sobre los padres del efecto de los padres sobre los hijos. Pero solamente los genetistas conductistas mencionan la posibilidad de que algunas de las correlaciones observadas entre las conductas de los padres y los hijos puede deberse a la herencia. Los otros no lo mencionan en absoluto, excepto para descartarlo. Lo descartan incluso aunque sus métodos de investigación no les proporcionen ningún modo de descartarlo como posibilidad.

¿Por qué abusa un padre de su hijo? Una razón puede ser la enfermedad mental. Las enfermedades mentales son, en parte, heredadas; atraviesan las familias cuyos miembros son parientes biológicos; en ningún caso las familias adoptivas.[49]

Probablemente solo una minoría de los padres que abusan de sus hijos esté mentalmente enferma. Pero es probable que muchos tengan rasgos de personalidad que suenen familiares. Personas que son agresivas, impulsivas, coléricas, que se aburren fácilmente, insensibles a los sufrimientos de los otros, y que apenas saben cómo manejar su propia vida, es difícil que sepan cómo manejar a sus hijos. Los desafortunados hijos de tales personas han de vérselas con una tara doble: una vida en casa miserable y una dotación genética que disminuye sus posibilidades de éxito en el mundo de fuera de casa.

Cenicienta tuvo una miserable vida hogareña, pero ella no heredó ningún gen de la madrastra que abusó de ella. El mensaje oculto del cuento es que todo te saldrá bien —triunfarás frente a la adversidad— si eres lo bastante afortunado como para heredar los genes adecuados. Oliver Twist transmite también el mismo mensaje. El malo de la novela resulta ser el malvado hermanastro, el hijo de una madre malvada. Oliver tenía una madre distinta, tan agradable como él mismo. Tales historias han dejado de ser políticamente correctas; no parecen justas. En realidad no son justas.

No es justo que en una familia en la que se abusa de los niños, solo uno sea escogido como víctima propiciatoria. Si ese niño es sacado del hogar donde se dan los abusos y se le coloca en un albergue de acogida, volverá a ser una víctima de nuevo.[50] Ciertas características, como un rostro poco atractivo o una disposición a meterse en líos incrementa el riesgo de acabar siendo sometido a abusos. También es posible que la víctima pueda carecer de ciertas características. El misterio no consiste en por qué se abusa de algunos niños, sino en por qué no se abusa de la mayoría de ellos. ¡Los niños no dan más que problemas! ¡Consiguen sacarte de quicio! Pero la mayoría de los padres no hacen daño a sus hijos y la mayoría de niños no sufren ningún daño, incluidos los niños de las personas de las que se abusó en su infancia. La evolución ha deparado a los niños rasgos y señales que atenúan nuestra cólera, que nos hacen sentirnos protectores y, si son nuestros, amarlos. Algunos niños, sin que sea culpa suya, pueden carecer de esas señales protectoras, o tenerlas de tal manera que sean demasiado tenues para cumplir con su cometido.

Aún más injusto es el hecho de que los niños que sufren malos tratos en casa tiendan a ser impopulares entre sus compañeros.[51] Hay niños que son víctimas allá donde vayan. Si sucede que no salen bien, ¿podríamos achacarlo a las experiencias que han tenido en casa o en el patio de juegos de la escuela? Los psicólogos ni saben ni preguntan ni contestan; simplemente asumen que el hogar debe ser muy importante.

Una investigadora que ha desafiado esa suposición es la socióloga Anne-Marie Ambert, de la Universidad de York, en Canadá. Ambert pidió a sus estudiantes de York que escribieran una rememoración autobiográfica de sus vidas preuniversitarias, y para orientarles les propuso algunas cuestiones. Una de ellas era: «¿Qué era lo que, por encima de todo, te hacía más infeliz?». Le sorprendió mucho cómo respondieron sus alumnos. Solo el 9% describió un trato o una actitud desfavorables por parte de sus padres. Pero el 37% describía experiencias de los malos tratos sufridos por parte de sus compañeros; experiencias que ellos sentían que habían tenido efectos perturbadores y duraderos sobre ellos. Ambert llegó a la conclusión de que el «abuso de los compañeros» es un serio problema que no ha recibido una atención adecuada.

Hay bastantes más malos tratos por parte de los compañeros que por parte de los padres en esas autobiografías… Este resultado, corroborado por otros investigadores, asusta bastante, teniendo en cuenta la atención unívoca que dedican a los padres los profesionales del bienestar de los niños, mientras que olvidan lo que se está convirtiendo en la fuente más relevante de malestar psicológico entre la juventud: los conflictos con los compañeros y los malos tratos por parte de ellos… En esas autobiografías, uno lee los recuerdos de estudiantes que habían sido felices y que se habían adaptado bien, pero que con bastante rapidez comenzaron a tener problemas psicológicos, a veces hasta el punto de enfermar físicamente o volverse incompetentes en la escuela, tras experiencias como la de ser rechazado por sus compañeros, ser marginado, objeto de comidillas, discriminado racialmente, ser objeto de burla, de acoso sexual, ser perseguido o golpeado.[52]

Un último aspecto que puede estar relacionado con las vidas infelices de los niños que sufren abusos tiene que ver con sus frecuentes cambios de residencia.[53] Demasiados traslados. Incluso aunque permanezcan con sus padres, esos niños son trasladados de un lugar a otro mucho más a menudo que los que están en familias más felices. Pero en muchos casos no permanecen con sus padres: cuando se establece que un niño ha sufrido abusos por parte de sus padres, se les retira la custodia del hijo y se mete a este en un centro de acogida. Y si eso no funciona, en un segundo centro de acogida, y quizá hasta en un tercero. Se ha asumido que los efectos perjudiciales de los centros de acogida se deben a la repetida pérdida de los padres y a los padres sustitutos; pero los traslados frecuentes también privan al niño de un grupo estable de compañeros. Incluso los compañeros poco amistosos pueden ser mejores que nada, porque la carencia de un grupo de compañeros perturba la socialización del niño.

Los bebés necesitan, indudablemente, padres o padres sustitutos. Yo considero que los cuidados familiares son un aspecto del entorno, como la luz y las pautas, que el cerebro de un bebé precisa para desarrollarse normalmente. Pero los padres o los padres sustitutos pueden no ser tan necesarios para un niño de seis o más años (recuerda lo que escribí en el capítulo 8 acerca de los niños criados en los orfanatos). Para los niños mayores un grupo estable de compañeros puede ser más importante. La teoría que hay detrás de los centros de acogida es que los niños necesitan familias. Yo creo, sin embargo, que lo que necesitan, más que las familias, es un grupo estable de compañeros. Intentando proporcionarles familias —intentándolo en algunos casos una y otra vez— las agencias bienintencionadas lo que hacen es privarles de compañeros.

Los niños que han sufrido abusos, como ya he dicho, tienen todo tipo de problemas. Por término medio suelen ser más agresivos que los otros niños, pero eso podría deberse a la herencia: los padres que abusan de ellos también son agresivos. Sus otros problemas podrían deberse a los abusos de los compañeros antes que a los de los padres, o al hecho de mudarse de casa y de ciudad demasiado a menudo. Simplemente no lo sabemos. Aún no se han hecho los estudios adecuados (véase el apéndice 2).

LOS CHICOS SE METEN EN LÍOS Y SE LES ECHA LA CULPA A LOS PADRES

Lo veo en las noticias continuamente y siempre me enfurece. El niño de los Smith se mete en líos y el juez amenaza a sus padres con meterlos en la cárcel. El hijo de los Jones roba en una casa y se multa a los padres por que han fallado a la hora de «ejercer un control razonable» sobre sus actividades. La niña de los William se queda preñada y se critica a sus padres por no haberse enterado de por dónde andaba y qué andaba haciendo. Unos padres, cuando comprobaron que era imposible evitar que su hija se metiera en líos, decidieron encadenarla a un radiador. Fueron detenidos por abusos a menores.[54]

Censurar a los padres es fácil si nunca te has visto en su lugar. A veces, encadenar al niño al radiador es lo único que no han intentado. Los padres de adolescentes que se comportan razonablemente bien no se dan cuenta de que su habilidad para controlar las actividades del niño depende crucialmente del deseo de cooperación del niño. Un adolescente que no quiera cooperar no puede ser controlado: mi marido y yo lo sabemos bien. Los niños siempre pueden ser más listos que tú, si ellos quieren. Si quieres imponer tus reglas machacándolos, no vuelven a casa. Si dejas de darles una paga, gorrean a sus amigos o roban. Los adolescentes que no pueden ser controlados son los primeros que están deseando ser dirigidos, y son precisamente los que menos lo necesitan. Los padres tienen muy poco poder para mantener el control sobre los adolescentes que más lo necesitan.

Los más necesitados de ese control son los que pertenecen a un grupo de compañeros que sus padres no aprueban. Los padres no quieren que sus hijos se unan a esos grupos, pero ¿qué pueden hacer? Son los amigos de sus hijos, y ellos los verán, les guste o no. Todos los adolescentes normales pasan más tiempo con sus amigos que con sus padres; por eso es por lo que los padres imponen toques de queda. Los toques de queda son un reconocimiento tácito de que al adolescente le encantaría estar en otro lugar que en su propia casa. Los padres toleran esa preferencia —y hacen bromas sobre ella con sus propios amigos—, si no tienen objeciones que hacer a los amigos de sus hijos. Si las tienen, entonces la cosa ya no está para bromas.

A veces los adolescentes se unen a grupos de delincuentes porque viven en un barrio donde esas conductas y actitudes son normales. Pero incluso en agradables barriadas de clase media, como en la que yo he criado a mis hijas, hay grupos de amigos delincuentes. Algunos chicos se unen a esos grupos porque han sido rechazados por otros grupos; otros se unen realmente sin querer. Los chicos se identifican con un grupo porque sienten que está compuesto por chicos «como ellos». Los padres piensan que el grupo puede tener una mala influencia sobre su hijo, y no les falta razón, porque, cualquier cosa que tengan en común los miembros del grupo, tienden a exagerarlo al influirse mutuamente y por el efecto de contraste con otros grupos. Pero la influencia es mutua y, para empezar, los niños tienen muchas cosas en común.[55]

¿Se puede culpar a los padres porque su hijo se haya convertido en miembro de un grupo de delincuentes? Los estudiosos de la socialización que analizan los diferentes estilos de paternidad sostienen que los padres que usan un «estilo autoritario» —ni demasiado duro ni demasiado blando, lo justo— tienen menos probabilidades de tener un adolescente que se una a un grupo de compañeros descarriados. Menos probabilidades de tener un adolescente que se meta en líos. Pero esa afirmación se basa en datos de dudosa validez.

La iniciadora de la investigación sobre los estilos de paternidad es la psicóloga del desarrollo Diana Baumrind. Baumrind comenzó estudiando a los preescolares.[56] Hizo un estudio en el que mostraba que los niños con padres ni demasiado blandos, ni demasiado duros, tenían menos problemas sociales y de conducta que los niños de padres demasiado duros o demasiado blandos. El estudio no controlaba las influencias genéticas, por supuesto, y no podía distinguir los efectos de los padres sobre los hijos ni los de los hijos sobre los padres, y los resultados eran diferentes para los chicos y para las chicas (échale un vistazo a lo que dije acerca del «divide y vencerás» en el capítulo 2), pero casi nadie se ha quejado. El trabajo de Baumrind se cita en todos los textos sobre desarrollo infantil.

Hoy en día, los seguidores de Baumrind no investigan en los preescolares: se concentran en los adolescentes. La ventaja es que los adolescentes pueden llenar extensos cuestionarios. Puedes preguntarles cómo les tratan sus padres —si sus padres son demasiado duros, blandos o ni lo uno ni lo otro—, y preguntar a los propios adolescentes en cuántas peleas se han metido, cuántos porros han fumado y cómo les ha ido en el examen de álgebra. Las correlaciones que van buscando esos investigadores son correlaciones entre lo que dicen los adolescentes acerca de sus padres y lo que dicen acerca de sí mismos.

Aún no hay un control de las influencias genéticas, por supuesto, y de ningún modo puede distinguirse entre los efectos de los hijos sobre los padres y los de estos sobre aquellos, y los resultados son diferentes según los grupos étnicos. Pero ahora todavía se añade una fuente más de confusión: el hecho de que los propios adolescentes están proporcionando los dos tipos de datos. Son la fuente para los datos sobre sus padres y para los datos sobre sí mismos. Noté un problema similar con el estudio de Murray Straus sobre los efectos del castigo: la misma madre que decía a los investigadores con qué frecuencia azotaba a sus hijos, les decía también cómo se portaban los niños.

Siempre que le pides a la misma gente que conteste a dos tipos de preguntas, es probable que halles correlaciones entre sus contestaciones a la primera cuestión y sus contestaciones a la segunda. Las correlaciones surgen por, o son infladas por, algo que los estadísticos denominan «variante del método compartido». La gente responde con prejuicios que prejuzgan sus contestaciones a todas las preguntas que les hagas. Una persona feliz tiende a dar respuestas optimistas a todo lo que le preguntes: Sí, mis padres me tratan bien; sí, me van bien las cosas. Una persona que se preocupa por mostrar una cara socialmente aceptable emite respuestas socialmente aceptables: Sí, mis padres me tratan bien; no, no he participado en ninguna riña, ni he fumado nada ilegal. La persona que está furiosa o deprimida ofrecerá respuestas de ese estilo: Mis padres son imbéciles, he suspendido el examen de álgebra y a la mierda con tu cuestionario.

Lo que los adolescentes les dicen a los investigadores acerca de cómo se portan sus padres con ellos —si los padres son muy duros, muy blandos o ni una cosa ni otra— apenas tiene nada que ver con lo que los adolescentes dicen de sí mismos. Un estudio reciente que utilizaba múltiples fuentes de información para averiguar qué estaban haciendo los padres, en vez de fiarse de lo que decían los chicos, falló a la hora de encontrar una ventaja significativa en la actitud de los padres que no son ni demasiado duros ni demasiado blandos, aun a pesar de que los investigadores inclinaron la balanza hacia ellos al eliminar por adelantado a todos los padres que no encajaban claramente en los tipos definidos por Baumrind. ¡Eliminaron casi a la mitad de las familias con las que empezaron![57]

Pero ya me estoy desviando, y tú no estás interesado en críticas abstrusas sobre los métodos de investigación. Tú quieres saber por qué tuve yo tantos problemas con mi hija. Quieres saber qué errores cometí para asegurarte de no cometerlos tú a tu vez.

Al final mi hija salió bien. Como la mayoría de los adolescentes que les causan tanta angustia a sus padres, mi hija se calmó y a medida que se hizo mayor fue ganando en sabiduría. Se convirtió en una adulta agradable y tranquila. Yo le he preguntado en qué nos equivocábamos su padre y yo. Y ella no lo sabe. Ella tiene ahora una hija y le gustaría saberlo, pero no lo sabe. De lo que sí me doy cuenta, sin embargo, es de que ella ha escogido criar a su propia hija en un barrio como en el que ella ha sido criada. Un barrio del que, cuando era una adolescente, no veía el momento de poder marcharse.

Mi marido y yo no tratamos a nuestras dos hijas de la misma forma, porque no eran iguales. Hubiera sido imposible usar las mismas tácticas con ambas, y una estupidez intentarlo. De los errores que han cometido los investigadores de los modelos de paternidad el más grave es suponer que un estilo de paternidad es una característica de los padres. Es una característica de la relación entre los padres y los hijos. Ambas partes contribuyen a formarlo.

LA VERDAD Y LAS CONSECUENCIAS

«Los padres necesitan que se les informe de las posibles consecuencias que puede tener para sus hijos la decisión de separarse», decían los sociólogos Sara McLanahan y Gary Sandefur al comienzo de este capítulo. Si los padres deciden vivir separados, y si sus hijos deciden dejar la escuela o la hija quedarse embarazada, McLanahan y Sandefur están dispuestas a echarle la culpa de los problemas de los hijos a la decisión de los padres. McLanahan y Sandefur están cometiendo un error muy común y frecuente, a pesar de que a los estudiantes del primer curso de psicología se les avisa repetidamente contra ello desde el primer día de clase. El error estriba en confundir correlación con causalidad.

Las buenas cosas suelen venir juntas. Y también las malas. Eso son correlaciones. El psicólogo de la educación Howard Gradner nos quiere hacer creer que hay varias inteligencias distintas y que alguien a quien se le ha escatimado una, puede haber recibido bastante de otra.[58] Pero el hecho es que la gente que puntúa bajo en los tests sobre una clase de inteligencia son propensos a puntuar bajo también en los tests de otros tipos. Estamos encantados de oír noticias acerca de un chico con retraso mental en varios aspectos y que sin embargo es un fiera para el dibujo o para el cálculo: apela a nuestro sentido de la justicia. Pero tales casos son poco comunes. Lo más común es que la naturaleza sea injusta con los niños mentalmente retrasados privándoles de talento y haciéndolos patosos físicamente. Esa es la razón de que compitan en los juegos Paralímpicos y no en los juegos Olímpicos.

Las buenas cosas suelen venir juntas. La gente que puntúa alto en los tests de un tipo de inteligencia tienden a puntuar alto también en los otros tipos. La puntuación alta en un test no causa la misma puntuación en los otros, pero hay una correlación entre ellos. Con todo, nadie sabe a ciencia cierta por qué se correlacionan.

«Todo está relacionado con todo», dijo un psicólogo cuya especialidad eran las estadísticas. Contaba la historia de un par de investigadores que reunieron datos de 57.000 estudiantes de instituto en Minnesota. Los investigadores preguntaron a los chicos acerca de sus actividades de tiempo libre y sobre sus planes académicos, si les gustaba la escuela y cuántos hermanos tenían. Les preguntaron sobre el trabajo de los padres, la educación que habían recibido sus padres y sobre cuál era la actitud de su familia hacia la universidad. Había quince elementos en total y 105 correlaciones posibles entre pares de elementos. Las 105 produjeron correlaciones significativas, aunque la mayoría a un nivel del que, por azar, no se esperaría más de un 0,000001 cada vez.[59]

Todo se relaciona con todo, pero no al azar: las buenas cosas tienden a asociarse. La gente que come de forma saludable es también a la que suele gustarle más el ejercicio, hacerse reconocimientos médicos de vez en cuando y la que suele vivir más. La gente de éxito tiende a ser más alta que la que no lo tiene, y a tener también un coeficiente intelectual más alto; si se casan, suelen tender a seguir casados durante más tiempo. Los profesores y los padres tienen grandes esperanzas respecto de los niños que han hecho bien las cosas con anterioridad, pues se espera de ellos que lo sigan haciendo bien en el futuro. Los chicos a los que les va bien la escuela son menos propensos a fumar o a quebrantar las leyes. Los chicos a los que se les abraza y mima, tienden a ser más agradables que aquellos a los que se les azota.

Las correlaciones aparecen sin marcas automáticas para distinguir las causas de los efectos. Si fuera así, alguna de esas marcas hubiera apuntado en las dos direcciones, porque los efectos van en dos direcciones; y otras no hubieran señalado a ninguno, porque las causas es algo que los investigadores no suelen medir.

Un estudio del psicólogo Michael Resnick y una docena de colegas suyos, publicado en el número de septiembre de 1997 del JAMA, se tituló «Proteger a los adolescentes del daño: hallazgos de un estudio nacional sobre la salud de los adolescentes». Los investigadores preguntaron a montones de adolescentes montones de preguntas y descubrieron montones de correlaciones entre las respuestas, pero el titular que llegó a los periódicos fue el siguiente: «Un estudio vincula los lazos paternales con el bienestar de los adolescentes». Los investigadores lo llamaron «conexión paterno-familiar», y dijeron que constituía una protección contra cualquier tipo de conducta adolescente susceptible de tener riesgo para su salud.[60] Lo que ellos querían decir era que los adolescentes que tenían una mayor conexión paterno-familiar eran menos inclinados a fumar cigarrillos, tomar drogas ilegales o tener relaciones sexuales plenas antes de la universidad.

Lo que de hecho descubrieron fue que los adolescentes que dijeron que se llevaban bien con sus padres y que sus padres los querían y tenían grandes esperanzas puestas en ellos, eran los más reacios a decir que habían fumado algo o que se habían acostado con alguien. Las conclusiones de los investigadores se basaban por entero en las respuestas de los adolescentes a sus preguntas, el mismo error que cometieron quienes investigaron sobre los estilos de paternidad. El JAMA hubiese rechazado un artículo médico si los médicos que probaban un nuevo medicamento supieran qué pacientes recibían el medicamento y a cuáles otros se les administraba un placebo: la administración del medicamento ha de mantenerse al margen del juicio sobre sus efectos. Y sin embargo, la revista publicó un estudio en el que los adolescentes que contestaban eran la única fuente de información acerca de los «factores protectores» en sus vidas y de sus presumibles efectos.

La concepción tradicional sobre la crianza y educación de los hijos es algo serio y poderoso: abre puertas. Según Time, el estudio de JAMA costó al gobierno federal 25 millones de dólares. La articulista de Time que informaba de la noticia, ella misma madre de un adolescente, se mostraba más bien escéptica:

El estudio, pagado por 18 organismos federales, probablemente ha gozado de la atención que se le ha dispensado porque servía de enorme consuelo a los padres cuya pequeña Mary no da un paso sin llamar a su amiga del alma Molly, al tiempo que trata a su mamá como a una maceta. «El poder y la importancia de los padres continúa existiendo, incluso al final de la adolescencia», dice Michael Resnick, profesor de la Universidad de Minnesota y director del estudio. Un hallazgo tranquilizador: aunque pueda parecer que tu hija pasa de ti, ella está viviendo de los restos de los lazos estrechados durante esos años anteriores al momento en que perforarse las orejas se convierte en lo más importante de su vida.[61]

A pesar de mi crítica a los métodos de los investigadores, no tengo la menor duda de que algunos chicos —y no estoy descartando a la pequeña Mary— continuarán llevándose razonablemente bien con sus padres incluso después de que su reloj biológico haya dado las trece campanadas; chicos que, además, es probable que no hagan tonterías como caer en las drogas o practicar el sexo con riesgos. Quizá lo que equivocó a esos dieciocho organismos federales para pensar que estaban empleando bien sus 25 millones de dólares fue el modo positivo como los investigadores presentaron sus hallazgos: las buenas relaciones con los padres ejercen un efecto protector. Expresado de un modo distinto (pero igualmente apropiado), los resultados no suenan tan interesantes: los adolescentes que no se llevan bien con sus padres son más propensos a consumir drogas o a practicar el sexo con riesgo. Los resultados aún suenan mucho menos interesantes si se expresan de este modo: los adolescentes que consumen drogas y practican el sexo con riesgo no se llevan bien con sus padres.

Un estudio hecho en Nueva Zelanda nos ofrece el eslabón perdido. Fue llevada a cabo por Avshalom Caspi y sus colegas, y se publicó en una revista de psicología un par de meses después que apareciera el estudio del JAMA. Time no se hizo eco de él.[62]

Los investigadores neozelandeses pasaron tests de personalidad a cerca de mil jóvenes y descubrieron que ciertos rasgos eran capaces de predecir las conductas de riesgo. Los jóvenes de dieciocho años que son impulsivos y se encolerizan rápidamente, que no le tienen miedo al daño y buscan excitación, son más propensos a beber demasiado, a conducir demasiado deprisa y a practicar el sexo de riesgo. Esos mismos jóvenes tienden a tener dificultades para establecer y mantener relaciones personales.

Como señalaron los investigadores, esos rasgos desfavorables de personalidad son heredables en la misma medida que los favorables: las influencias genéticas alcanzan hasta un 50% de las variaciones entre los individuos. Y respecto a los rasgos enumerados con anterioridad, los investigadores fueron capaces de ver señales de ellos cuando sus sujetos tenían solo tres años de edad. Correcto, tenían datos de esos mismos sujetos cuando tenían tres años, tomados por personal experto. Los niños de tres años que eran más impulsivos y se encolerizaban antes que sus compañeros de edad, que tenían más dificultades para concentrarse en una tarea, tendían a seguir igual, y esos individuos tendían a tener conductas que ponían en riesgo su salud cuando se hacían mayores.

Decididamente estos resultados suenan más descorazonadores que los del estudio publicado en el JAMA. Pero para hallar una solución al problema, lo primero que tenemos que hacer es comprender qué está pasando. La biología no es destino; el hecho de que la herencia desempeñe un papel a la hora de determinar las características de las personas no significa que no se puedan cambiar. Lo que tenemos que hacer es inventarnos cómo hacerlo. Si hasta hoy no lo hemos hecho, puede deberse a que la fe de la psicología en la concepción tradicional de la crianza y educación de los hijos se ha metido por medio.

¿POR QUÉ LA PSICOLOGÍA POPULAR CENSURA A MAMÁ Y A PAPÁ?

En los estantes de la biblioteca de mi localidad hay muchos libros de autores como John Bradshaw, que escribe acerca de las «familias desestructuradas», y Susan Forward, que escribe acerca de los «padres tóxicos». Cuando quiero un libro que se acerque al tema de un modo más científico, como el de McLanahan y Sandefur, Growing Up with a Single Parent, tengo que rellenar una petición para que me lo consigan en una biblioteca universitaria. Sospecho, por lo tanto, que me he pasado bastante tiempo despotricando contra los McLanahan y Sandefur, en vez de denunciar a los Bradshaw y Forward. Aunque no estoy planeando equilibrar esa balanza —para ser sincera, no tengo estómago para hacerlo—, sí que necesito decir algo acerca de los libros que llenan los estantes de mi biblioteca. ¿Por qué psicólogos clínicos como Forward y Bradshaw están tan seguros de que los problemas de sus pacientes son culpa de los padres de sus pacientes, y por qué creo yo que están equivocados?[63]

Ya he mencionado varias veces el hallazgo de la genética conductista relativo a que los niños criados en el mismo hogar y por los mismos padres no salen iguales. Eso no es un problema para los Bradshaw y Forward del mundo, porque ellos no esperan que los niños salgan iguales. Ellos esperan que los padres problemáticos ejerzan sus efectos tóxicos sobre cada hijo individualmente, porque a cada niño le toca un papel diferente, ha crecido en una época distinta o se parece a otro abuelo. Los Bradshaw y Forward no van a perder ni una hora de sueño analizando los datos de la genética conductista. En realidad, no la van a perder con ningún tipo de datos; sus teorías son lo suficientemente elásticas como para que quepa en ellas cualquier cosa que pueda arrojarles. Las teorías que no se basan en métodos o en resultados científicos son difíciles de refutar con argumentos científicos.

Lo que puedo hacer, sin embargo, es mostrarte por qué ellos llegaron a la conclusión a la que llegaron y cómo es posible contemplar las mismas cosas y verlas bajo una luz distinta. No dudo de sus observaciones, sino del modo como las interpretan.

Lo típico es que una paciente (porque lo más frecuente es que sea una mujer) vaya a la consulta del psicoterapeuta y se queje de que ella se encuentra en una situación deprimente. Habla con el terapeuta durante un rato y este decide que toda la culpa es de los padres de la paciente. La menospreciaron, la coartaron o no le dieron suficiente autonomía, la hicieron sentirse culpable o abusaron sexualmente de ella. El terapeuta convence a la paciente de que lo malo que le pase no es culpa suya, sino de sus padres, y después de un rato ella dice: «Gracias, doctor, ahora me siento mucho mejor».

La cuestión que me interesa no es por qué la paciente se siente mejor, o si realmente logra sentirse así, eso se lo dejo a otros escritores.[64] La cuestión, para mí, es esta: ¿Por qué está el terapeuta tan convencido de que la culpa es de los padres? ¿Qué ve que le haga estar tan seguro?

Lo que él ve es que las personas con problemas tienen padres problemáticos. Él ve que los padres tratan a sus hijos de forma diferente, encajándoles en diversos papeles familiares. El niño agobiado, el chivo expiatorio de la familia o el bebé de la familia cuyos padres no le dejaban salir: todos ellos acaban en la sala de espera. Lo que él ve es que la gente que es infeliz ha tenido infancias infelices.

Él no ve las cosas directamente, por supuesto: casi todo lo que ve lo ve a través del punto de vista de sus pacientes. Lo que sabe es lo que le dice el paciente. Sin embargo, a veces, se entrevista también con los padres y se encuentra con que son peores de como la paciente los ha descrito. Él también ve cómo actúa la paciente cuando sus padres están presentes. Ella tiende a ofrecer una versión juvenil de sí misma más enferma. El terapeuta llega a la conclusión de que los problemas de la paciente son el resultado de cómo la trataron sus padres cuando se estaba desarrollando.

¿Qué explicaciones alternativas ha dejado de considerar? ¿En qué se puede estar equivocando? Yo he pensado en nueve cosas.

La primera es la posibilidad de que los padres problemáticos transmitan esos rasgos genéticamente. A los psicoterapeutas no les gusta esa idea, porque quizá piensan que entonces los problemas de sus pacientes se vuelven incurables. Pero en modo alguno es así. Muchas cosas originadas por la biología tienen arreglo, y muchas provocadas por el entorno no lo tienen. ¿Y qué ocurriría si nuestros destinos estuvieran escritos en nuestros genes? Si fuera así —y no lo es—, ¿qué sentido tendría negarlo?

La segunda es la posibilidad de que a la paciente se le hubiera asignado un papel familiar determinado porque era el que le encajaba: se la encasilla. Puede que los padres hayan estado reaccionando a características que ella ya tenía, antes que provocándole que las tuviera.

La tercera es la posibilidad de que otras personas —gente de fuera de la familia— le respondan del mismo modo. Si tiene algunas características que la convierten en el chivo expiatorio de la familia, igual lo es también en el patio escolar. Y quizá las experiencias del patio escolar son las responsables de sus problemas actuales.

La cuarta es que quizá los padres hayan tenido problemas que posteriormente hayan tenido un impacto en su vida, pues este puede haberse producido en su entorno social fuera del hogar. Si su padre era un alcohólico, quizá no podía mantener un trabajo y vivían en la pobreza. Si sus padres se divorciaron, quizá a ella la trasladaron demasiado a menudo de un sitio a otro.

La quinta tiene que ver con el modo como actúa cuando sus padres están presentes. Las personas, independientemente de su edad, se comportan de modo distinto en presencia de sus padres. Un error muy frecuente entre los psicólogos de todas las tendencias es asumir que el modo como las personas se comportan con sus padres es más significativo, importante y duradero que el modo como se comportan en otros contextos. Y no es así. Las pruebas que yo he presentado en este libro demuestran, en todo caso, justo lo contrario: que el modo como se comporta la gente con sus padres es menos importante, menos duradero, que los modos de comportamiento en contextos que no están relacionados con sus padres. De hecho, los niños llevan a casa su conducta de fuera de ella, no al revés. Lo que vemos, cuando los padres de la paciente están presentes, es su personalidad en el hogar, que refleja, en efecto, el modo como ha sido tratada en el hogar, pero que no tiene la importancia que los terapeutas le atribuyen.

El sexto tiene que ver con el modo como actúan los padres en su consulta. Antes de juzgar a esas personas, no estaría de más meterse en su piel durante un cierto tiempo. Son los acusados en un juicio con el jurado comprado. Solo que tampoco hay jurado ni abogado defensor; lo único que hay es un acusador que está del lado de la paciente. A los padres se les juzga por el delito de producir una criatura problemática. Y se les condena antes de que entren por la puerta y lo sepan. ¿Cómo esperarías que se comporten?

La séptima plantea la siguiente pregunta: ¿Quién es el testigo contra los padres? La respuesta: su hija problemática. Su presencia en la consulta significa que es infeliz. Y, como esperarías que sucediera, ella recuerda su infancia como una época de infelicidad. Pero esa infancia infeliz puede que no sea lo que la está haciendo infeliz, sino al revés. Su actual infelicidad puede que le lleve a recordar su infancia como una infancia infeliz. La memoria no es el aparato de grabación fiable que nosotros queremos pensar que es. En función de cómo nos sentimos cuando recordamos, sacamos recuerdos tristes o alegres del almacén, u otros neutrales que nosotros coloreamos a nuestro gusto. Las personas deprimidas tienden a recordar que sus padres no fueron buenos con ellas. Cuando dejan de estar deprimidas, el recuerdo de sus padres mejora. Los recuerdos de infancia de los mellizos son sorprendentemente semejantes, incluso los que han sido criados en casas diferentes. Acaban teniendo recuerdos semejantes, en parte porque tienden a ser igualmente felices o infelices de adultos. Pues sí, también hay influencias genéticas en la felicidad.[65]

La octava es el hecho de que las cosas que nos provocan angustia o placer no necesariamente tienen el poder de cambiar nuestras personalidades para convertirnos en seres mentalmente enfermos. Las relaciones significan mucho para nosotros; los padres son, sin duda, personas importantísimas en nuestras vidas, y nos preocupa lo que piensen de nosotros. Pero todo eso no nos ha de convertir en una masa de arcilla en sus manos. El hecho de que la paciente tenga fuertes emociones cuando piensa en sus padres no es prueba de que estos sean responsables de cualquier cosa que a ella le vaya mal. Si la privas de comida, puede que tenga un ansia muy grande hacia las hamburguesas de queso, pero nadie pensaría que su hambre es culpa de las hamburguesas.

Eso nos lleva a la novena y última cosa que los terapeutas no tienen en cuenta: la penetrante influencia del concepto tradicional sobre la crianza y educación de los hijos. Ambos, el terapeuta y la paciente, son miembros de una cultura que tiene, entre sus mitos más queridos, la creencia de que los padres tienen el poder bien de convertir a sus hijos en competentes adultos, bien de confundir seriamente sus vidas. La creencia, en definitiva, de que si algo va mal la culpa debe de ser de los padres.

Es un mito inocuo de nuestra cultura el que los niños nacen inocentes y buenos, tablillas de cera sobre las que sus padres pueden escribir. La otra cara del mito —que si los niños no salen como esperamos es por culpa de los padres— ya no es tan inocua. Exoneramos a los niños solo a cambio de cargar el fardo de la culpa sobre los padres.

Los psicólogos clínicos están convencidos de que los niños pueden ser, y a menudo lo son, personas confundidas por los errores que sus padres han cometido con ellos al criarlos. El editorialista del JAMA estaba seguro de que la señora McElhinney había convertido a su hijo Cari en un asesino por el hecho de que ella hubiera leído tantas novelas de crímenes antes de que naciera.