Salvo por el perro, estaba sola en la casa. Estaba sentada en mi mesa del despacho una oscura tarde de invierno, leyendo un artículo acerca de la delincuencia juvenil. Era el 20 de enero de 1994.
El artículo era de Terrie Moffitt, una psicóloga del desarrollo por quien tenía, y aún tengo, un gran respeto. En ese artículo, Moffitt informaba de que la «conducta ilegal» es tan común durante la adolescencia que puede ser considerada como «parte normal de esa etapa de la vida».[1] Las noticias sobre los adolescentes que quebrantan la ley habitualmente me dio que pensar. Pero lo que me dejó de piedra fue la explicación que daba Moffitt de esa antipática manía. «La delincuencia —decía— debe ser una conducta social que permita el acceso a algún recurso deseable. Yo sugiero que ese recurso es el estatus de madurez, con su poder y privilegios consecuentes».
«¡Para el carro!», pensé. ¿Está diciendo que los adolescentes cometen actos ilegales porque quieren ser como los adultos? ¡Tiene gracia! Si los adolescentes quisieran ser como los adultos no robarían esmaltes de uñas de los drugstores ni se colgarían de los pasos elevados para escribir con espray en el arco «TE QUIERO LISA». Si realmente aspiraran al «estatus de madurez» estarían haciendo aburridas cosas adultas como la colada o la declaración de la renta. Los adolescentes no intentan ser como los adultos: ¡intentan distinguirse de los adultos!
El pensamiento floreció como el pomo de flores de un mago. En unos pocos minutos tenía perfiladas las líneas maestras de la teoría de la socialización a través del grupo; la teoría que dice que los niños se identifican con un grupo compuesto por sus iguales, que ajustan su conducta a la norma de su grupo, y que esos grupos se contrastan con otros grupos y adquieren diferentes normas. Solo cuando llegué tan lejos me di cuenta de todo lo que ahí se implicaba, y entonces tuve que retroceder y reconsiderar las pruebas antes de aceptar la segunda parte de mi epifanía: ¡no son los padres! ¡No tiene nada que ver con los padres![2]
Entonces todo encontró su lugar. Todas las observaciones que no casaban en las teorías anteriores adquirieron de repente sentido.
No soy tan ingenua como para creer que cada nube esté forrada de plata; algunas de ellas son grises por completo. Pero si la facultad de Psicología de Harvard no me hubiera dejado sin mi título de doctora, si los problemas de salud no me hubieran apartado de volver a hacer los cursos de doctorado y no me hubiera visto forzada a pasar veinte años en casa, y si yo hubiera tenido mentores, colegas y estudiantes, quizá nunca hubiera sucedido. Si me hubiera sometido al habitual proceso de lavado de cerebro y me hubiera convertido en un miembro con una sólida posición y reputación dentro de la comunidad académica, probablemente nunca me hubiera dado cuenta de que el concepto tradicional sobre la crianza y educación de los hijos es solo una suposición, por cierto bastante injustificada. Probablemente nunca hubiera escrito un artículo diciendo que los padres contaban menos que un rosco y lo hubiera enviado a la misma revista en la que leí el artículo de Terrie Moffitt. Finalmente, no hubiera escrito este libro y tú, querido lector, no lo estarías leyendo.
Fue la adolescencia lo que me hizo ver la luz, porque es en ella donde se puede ver con mayor claridad. Incluso los firmes creyentes en la concepción tradicional de la crianza de los hijos están dispuestos a admitir que los adolescentes —al menos algunos adolescentes— están menos influidos por sus padres que por sus compañeros. Pero esos mismos creyentes se han convencido a sí mismos de que los adolescentes son diferentes, por lo que a eso se refiere, de los hijos menores; que les sobreviene una especie de locura cuando las hormonas los vuelven problemáticos.
Mi posición es que los adolescentes pertenecen a la misma especie que el resto de nosotros, que, a pesar de las apariencias de lo contrario, son miembros reputados de la raza humana. Están equipados con el mismo tipo de cerebro y rechazados y atraídos por los mismos palos y las mismas zanahorias. Quieren ser como los otros miembros de su grupo, si no mejores. No quieren ser como los miembros de otros grupos. Estas peculiaridades no aparecen, como el cuco, cuando el reloj marca los trece años. Esos deseos no irrumpen en el escenario y ya no se vuelve a oír hablar de ellos.
Uno no puede ayudar, sino sorprenderse. Si están equipados con el mismo tipo de cerebro que el resto de nosotros, ¿por qué dan, tan a menudo, la impresión de que hayan olvidado cómo se usa? ¿Por qué ellos parecen menos socializados que los niños pequeños, incluso aunque ellos hayan estado socializados durante un largo período de tiempo?
Me enfrento a algunas de estas cuestiones en este capítulo. Se titula «Hacerse mayor» en vez de «Adolescencia» porque comienza en la infancia y acaba en la vejez. Si los adolescentes no te interesan y te sientes tentado a ahorrarte este capítulo, espero que no hagas lo mismo con su sección de conclusiones.
¿POR QUÉ CRECEN LOS NIÑOS?
Un licenciado sabelotodo y listillo me dijo una vez[*] que había un problema con mi teoría. Si los niños ajustan su conducta a las normas de su grupo, si las normas están determinadas por la regla de la mayoría, y si (en sociedades como las nuestras) los grupos de compañeros consisten en niños de la misma edad, ¿cómo son capaces de crecer? ¿Por qué dejan de actuar como niños pequeños y empiezan a comportarse como niños mayores? ¿Cómo es que llegan a cambiar sus normas?
La explicación tradicional —la que sostenía aquel licenciado— es que los niños imitan a los mayores. A medida que envejecen, mejoran en su afán de ser mayores. Yo rechazo esa explicación por dos razones. Primero porque, como ya dije en el capítulo 1, en la mayoría de las sociedades, los niños que actúan como adultos son considerados impertinentes. Una de las primeras lecciones que los niños deben aprender es que de ellos se espera que no se comporten como los adultos. Segundo, y como ya dije en el capítulo 9, el objetivo de un niño no es convertirse en un adulto pleno, del mismo modo que el objetivo de un prisionero no consiste en convertirse en un excelente guardián. El objetivo de un niño es ser un niño que tenga éxito como tal.
Entre los yanomami de la selva amazónica, según el antropólogo que los estudió:
Un hombre bien vestido no lleva a menudo nada más que una cuerda atada a su cintura, de la cual cuelga el pene. A medida que un joven madura, comienza a actuar masculinamente atando su pene a la cuerda de su cintura, y entre los yanomami se usa la siguiente frase para indicar la edad de un chico: «Mi hijo ha empezado a atarse el pene». A esa edad se produce un buen montón de bromas, pues los jóvenes sin experiencia tendrán dificultades para controlar su pene. Lleva un tiempo el hecho de que el prepucio se estire la longitud requerida para mantenerlo atado con seguridad, y hasta entonces es probable que se salga de la cuerda, para vergüenza de su propietario y diversión de los mozos y de los hombres.[3]
El antropólogo nos ha dado su palabra de que ese estilo de vestuario es bastante incómodo. La cuestión es la siguiente: ¿qué motiva al joven a soportar la incomodidad y las bromas para comenzar a atar su pene a la cuerda que le rodea la cintura? ¿Se debe solo a que en un determinado momento se da cuenta de que así es como lo lleva su padre? Los antropólogos, los psicólogos del desarrollo y los licenciados listillos así lo piensan. Yo no. El caso probatorio sería el de un chico yanomami cuyo padre, por alguna razón, no hubiera seguido la costumbre de atarse el pene. Ya te he hablado de chicos así, chicos cuyos padres son atípicos. Ellos no copian a sus padres atípicos. Ese chico hará cualquier cosa que hagan los otros chicos.
Los niños quieren ser como los otros niños. Sobre todo quieren ser como los niños que tienen mayor estatus en el grupo de compañeros. Dentro de los grupos de niños que abarcan varias edades —como ocurre en las aldeas de pueblos como los yanomami— los chicos con un estatus más alto son los mayores. Los pequeños miran hacia arriba a esos que van uno o dos años por delante de ellos, y lo hacen con admiración y envidia.
En las sociedades donde la educación es obligatoria, los niños sitúan el «ser marginado en la escuela» en tercer lugar de la clasificación de las cosas que más pueden asustarles, solo derrotada por «perder un padre» o «quedarse ciego». «Hacerse pis encima» va en cuarto lugar.[4] Un chico yanomami con el pene sin atar equivale a un chico estadounidense que se ha hecho pis en la escuela: es un chico al que se margina. Sería humillante caminar por ahí con el pene suelto mientras los otros chicos de su edad e incluso más jóvenes llevan los suyos atados. Cuando el chico yanomami ata su prepucio a la cuerda que lleva alrededor de la cintura, no está intentando ser como su padre; lo que le preocupa es mantener su estatus entre los otros niños de la tribu. La diversión de los mayores es el palo. El respeto de los más pequeños, la zanahoria.
En sociedades urbanas como las nuestras, los grupos de compañeros usualmente se forman con chicos de la misma edad. Pero incluso dentro de los mismos grupos de edad, los niños varían en madurez física y psicológica. En tales grupos, los más maduros son generalmente los que tienen un estatus más elevado.[5] La equiparación entre madurez y estatus es lo que induce a los niños pequeños a querer comportarse, hablar y vestirse como los mayores. Los niños no se fijan en los adultos para obtener pautas de comportamiento, lenguaje o vestuario, porque los niños y los adultos pertenecen a diferentes categorías sociales que tienen, a su vez, reglas diferentes. Desear un estatus más elevado —querer ser como un chico mayor— es algo inherente al grupo, a la categoría social «chicos». Los adultos son harina de otro costal. Para un chico, los adultos no son una versión superior de nosotros: los adultos son ellos.
No te dejes confundir por el hecho de que entre los yanomami tanto los chicos como los hombres se aten el pene, pues eso en modo alguno significa que los niños quieran ser como sus padres. Dentro de una sociedad hay numerosas cosas que son comunes a más de una categoría social. Todos los yanomami, hombres, mujeres y niños, llevan el mismo estilo de peinado, con una pequeña tonsura. Los occidentales, hombres, mujeres y niños, comen todos con cuchara y tenedor.
Y no te confundas por el hecho de que a veces los chicos yanomami jueguen a ser adultos. El papel que representan no es el de su propio padre, sino una versión genérica e idealizada de un hombre.
En el juego, los niños pueden ser lo que ellos quieran: brujas, caballos, superhombres, bebés… Ellos no confunden esas fantasías con la realidad. La niña occidental que pretende ser una mamá cuando juega a las casitas, no piensa que sea una mamá en la vida real. Quien pretende ser un profesor jugando a las escuelas no comete el error de comportarse como tal en el aula de verdad.
Un chico puede desarrollar una conducta inapropiada si está claramente marcada como «juego»; del mismo modo que un adulto puede salir con una observación inadecuada si está claramente clasificada como «broma». Cuando no están jugando o bromeando, se espera de la gente que se comporte de una manera adecuada a su categoría social y al contexto social en el que se hallen. Esta vale en cualquier sitio y para cualquier edad, una vez que hemos dejado de ser bebés. Los chicos yanomami pueden atar sus penes como los hombres y llevar el mismo peinado que los hombres y las mujeres, pero se espera de ellos que se comporten como chicos.
RITOS DE PASO
La mente humana necesita clasificar. Colocamos las cosas dentro de categorías, incluso aunque formen parte de un continuo en vez de presentarse convenientemente agrupadas. Noche y día son tan diferentes como la noche y el día, incluso aunque uno se convierta imperceptiblemente en la otra. El hecho de que la gente a la que los niños conocen abarque un continuo de edades no impide que ellos piensen en niños y adultos como categorías sociales separadas.
Para que a los individuos les sea más fácil saber en qué categoría están (y, por tanto, cómo se espera de ellos que se comporten), las sociedades como la de los yanomami proporcionan algunos indicadores. Para las chicas es fácil, porque la naturaleza se lo proporciona: el primer período menstrual. Cuanto ha de hacer la sociedad es reconocerlo, tener constancia de ello.
El acceso a la mayoría de edad de una chica yanomami está descrito en un interesante libro titulado Yanoáma: The Narrative of a White Girl Kidnapped by Amazonian Indians. Se trata de la verdadera historia de una mujer llamada Helena Valero que les fue arrebatada a sus padres brasileños cuando tenía unos once años de edad por una partida de guerreros yanomami armados con flechas envenenadas. Vivió con los yanomami —vivió como una yanomami— durante veinte años.
Helena explica que, entre los yanomami, de una chica que experimenta su primer período menstrual se dice que es «consecuente»:
Todas nosotras fuimos al gran shapuno, un anillo de chozas cubierto por un techo redondo, donde había dos chicas consecuentes. Cuando las chicas tienen de doce a quince años y están a punto de convertirse en adultas, justo cuando comienzan, son encerradas en una jaula hecha con assai, ramas de palmera y otras ramas de mumbu-hena que solo he visto en aquellas montañas. Atan todas las ramas con lianas, muy fuerte, para que no se vea a la chica. Dejan una pequeñísima entrada. Los hombres y los chicos no deben mirar en esa dirección.[6]
La chica permanece en la jaula durante una semana, con un fuego encendido todo el tiempo. Se le restringe el agua y la comida y no le está permitido hablar. Finalmente, hay una breve ceremonia en la que se queman hojas de bananeras secas y después viene la parte divertida:
Entonces la madre, con las otras mujeres, acompaña a su hija al bosque y la adornan… Una mujer comienza a frotar todo su cuerpo con un urucu rojo, hasta que aquel se vuelve de color rosa. Después trazan líneas quebradas, negras y marrones, en su cara y en el cuerpo, creando dibujos muy bonitos. Cuando está completamente pintada, pasan a través de los amplios agujeros de sus orejas las cuerdas de hojas tiernas de assai… Después cogen plumas de colores y las encajan en los agujeros que tienen en las comisuras de la boca y en medio del labio inferior. Una mujer prepara también un palo largo y delgado que atraviesa los agujeros que también tienen en las aletas de la nariz. ¡La joven está preciosa, pintada y decorada de esa manera! Las mujeres dicen: «Ahora, vamos allá». La chica comienza a caminar y detrás de ella van las otras mujeres y las niñas pequeñas.
La comitiva se dirige lentamente hacia el centro del poblado para que todo el mundo pueda admirar a la debutante. Aunque ella probablemente no tenga más de quince años (la primera regla les viene más tarde a las chicas en las sociedades tribales), ya se la considera lo bastante mayor como para casarse. Si su padre ya la ha prometido a alguien, ella se irá a vivir con su nuevo marido. Entró en la jaula como una chica y salió de ella convertida en una mujer, como si un mago hubiera pasado por encima de ella su varita mágica y ¡hale hop!: ya eres una mujer.
Para los chicos es un poco diferente. La naturaleza no proporciona una señal para el inicio de la edad viril, por lo que la mayoría de las sociedades tribales remedian esa falta proporcionando ellos la señal. Los ritos de pubertad son el tema favorito de los antropólogos, y los masculinos son sobre los que más les gusta escribir. La colega de Margaret Mead, Ruth Benedict, ha proporcionado una descripción de los ritos de iniciación de los indios zuñi de Nuevo México. Los grupos de chicos zuñi son iniciados cuando tienen unos catorce años en un extenso procedimiento que incluye azotes por parte de los enmascarados «kachinas».
Es en esta iniciación cuando a los chicos se les pone la máscara kachina en la cabeza y se les revela que los danzantes, en vez de ser seres sobrenaturales del Lago Sagrado, son en realidad sus vecinos y sus parientes. Después de acabar los azotes, a los cuatro chicos más altos se les pone frente a frente con los kachinas que los han azotado. El sacerdote levanta las máscaras de sus cabezas y las coloca sobre las de los chicos. Es la gran revelación. Los chicos están aterrorizados. Se les quitan los látigos de yuca a los kachinas y se les ponen a los jóvenes en la mano que están frente a ellos, ahora con las máscaras en la cabeza. Se les ordena azotar a los kachinas. Su primera lección consiste en que ellos, como mortales que son, deben ejercer todas las funciones que los no iniciados adscriben a los seres sobrenaturales.[7]
Los detalles varían, pero los ritos masculinos de pubertad en las sociedades tribales tienden a tener muchas cosas en común. Algunos chicos son iniciados juntos, en un grupo. Temporalmente se les aparta del resto de la sociedad. Han de hacer una ardua preparación que, normalmente, incluye la revelación de un conocimiento secreto y, a menudo, una buena cantidad de terror y de dolor (Benedict menciona de pasada una tribu que entierra a los chicos en colinas de hormigas). Una vez se ha superado el reto, son reintroducidos en la sociedad y se les reconoce su nuevo estatus. Quizá no sean aún adultos de primera clase; quizá sigan entrenándose en la madurez hasta pasar una prueba ulterior, como matar a un hombre en una batalla o tener un hijo; pero lo seguro es que ya no son niños.
¿Por qué, se pregunta el etólogo Irenäus Eibl-Eibesfeldt, son los ritos masculinos de pubertad aptos para ser tan severos en las sociedades tribales? Pues porque, como él dice, el chico «debe emanciparse de su familia para que pueda identificarse con el grupo a otro nuevo nivel. Debe desarrollar una lealtad al grupo que va más allá de la lealtad a su propia familia». La iniciación, según Eibl-Eibesfeldt, saca al chico de la «esfera de su familia inmediata» y lo entrega al grupo.[8]
Estoy de acuerdo con Eibl-Eibesfeldt acerca de la lealtad al grupo, pero no acerca de la emancipación del chico de su familia. El chico deja la «esfera de su familia inmediata» cuando sale de los brazos de la madre y entra en el grupo de juegos de los niños, a la edad de tres años. El objetivo del rito de pubertad es sacarlo del grupo de juego y meterlo, junto con sus compañeros de juego infantil, en una nueva categoría social, en la que se espera de él que asuma el trabajo y las responsabilidades de un hombre. Debe soportar el dolor y el miedo y estar hombro con hombro con los otros hombres del poblado para defenderlo contra los enemigos. Él es, ahora, un «consecuente».
Por el contrario, los estadounidenses o europeos de catorce años no son seres «consecuentes» para la sociedad. A la edad en que una chica yanomami es considerada suficientemente mayor como para casarse y un chico lo bastante mayor como para entregar la vida defendiendo su poblado, al adolescente occidental no se le considera lo suficientemente mayor como para abandonar la escuela.
NI CARNE NI PESCADO
Los niños tienen un peculiar modelo de crecimiento que no se observa en otros mamíferos. Crecen rápidamente en los dos o tres primeros años, después el crecimiento se hace más lento y sigue así durante una década. Más tarde, en la temprana adolescencia, hay un crecimiento rápido, el «estirón», y se disparan hasta la talla adulta. Es como si la naturaleza estuviera tratando de mantener a los niños como niños tanto como le sea posible para después, así que los objetivos de la infancia han sido conseguidos, impulsarlos hacia la edad adulta lo antes posible, acortando el período de incertidumbre en el que no son ni carne ni pescado.[9]
Ese mecanismo ha funcionado bien durante muchos miles de años. Cuando los humanos vagaban en grupos de unos cincuenta individuos, o vivían en pequeños poblados, había dos grupos de edad: niños y adultos. Te identificabas con un grupo o el otro y sabías, a través de tus iguales, cómo habías de comportarte. Cuando los jóvenes alcanzaban la talla de adultos, se convertían en tales. Luchaban, trabajaban y tenían niños exactamente igual que el resto de los hombres.
Ahora vivimos en tiempos más complejos y dos grupos de edad no cubren nuestras necesidades: una persona puede ser tan grande como un adulto pero no ser un adulto. Hemos tenido que crear categorías sociales en las que incluir a esas personas. Una de esas categorías es la denominada adolescentes. Durante los años sesenta, apareció una nueva categoría, pues nuestra sociedad contenía un grupo de gente que era mayor que los adolescentes pero que rehusaba identificarse a sí mismo como adultos. Tenían su propia categoría, aunque sin ceremonias ni ritos de paso. Entrabas en ella al dejar tu casa e ingresar en la universidad o al unirte a una banda errante; la abandonabas al alcanzar el tope superior establecido por los propios miembros: nunca confíes en nadie que pase de los treinta, dicen. Lo que quieren decir es que cualquiera que pase de los treinta es ellos.
Hoy, sin guerra del Vietnam que los una, ese grupo de edad se ha dividido en subgrupos. Algunos de ellos son estudiantes modélicos en universidades y escuelas profesionales; algunos están teniendo hijos o programando ordenadores, reparando coches o buscando trabajo. El resultado final es que no hay ningún colchón amortiguador entre adolescentes y adultos; el grupo de edad que había entre ellos ha desaparecido de todas todas. Hoy en día los adolescentes tienden a no ver a mucha gente que entra en la veintena: los «jóvenes adultos» andan por ahí, en otros sitios. Lo cual deja a los adultos reales —padres, profesores y policías que se supone han de encargarse de ellos— convertidos en el blanco de las críticas de los grupos adolescentes.
Pertenecemos a una especie que tiene una larga historia evolutiva de vida en pequeños grupos que han competido o peleado entre ellos. Los ganadores en esos enfrentamientos fueron nuestros ancestros, y es a ellos a quienes debemos nuestra inclinación a identificarnos con un grupo y a que nuestro propio grupo sea el que más nos guste. A ellos les debemos la facilidad con que se despierta nuestra hostilidad hacia otros grupos.
En las sociedades cazadoras-recolectoras o en las sociedades tribales no había sino dos grupos de edad: niños y adultos. ¿Había hostilidad entre ellos? Si la había, era sutil y callada. Los niños han sido concebidos por la evolución para despertar el instinto de la crianza en los adultos; evolucionaron de ese modo porque aquellos que no tenían lo que provocaba que sus padres los quisieran tenían menos probabilidades de sobrevivir. Los adultos fueron concebidos por la evolución para criar a los hijos; evolucionaron de ese modo porque aquellos que carecían de ese instinto —sí, ¡instinto!— tenían menos posibilidades de tener éxito en la crianza de los hijos para asegurar la continuidad de sus genes. El instinto de crianza es poderoso en los humanos. No depende de la creencia de que compartes tus genes con la pequeña criatura, pues una mascota animal puede provocar esa reacción exactamente igual que un bebé humano. Yo misma me he sorprendido pensando «¿No es mona?», acerca de una pequeña botella de muestra de un detergente para la lavadora.
Creo que la evolución nos da dos sistemas independientes, controlados por diferentes zonas mentales, para hacer que queramos encargarnos del cuidado de los niños. Los teóricos de la evolución, inspirados por la idea del «gen egoísta», tienden a hablar acerca de un único sistema, basado en el parentesco: amamos a nuestros hijos porque llevan nuestros genes. Esta teoría predice que deberíamos querer más a aquellos que se nos parecen que a los que no, lo cual resulta ser verdad. Pero también predice que deberíamos querer más a nuestros hijos mayores que a los pequeños, porque los mayores están más cerca de ser capaces de perpetuar nuestros genes engendrando nietos para nosotros. Aunque la muerte de un hijo de ocho años parece herir más profundamente a los padres que la muerte de un hijo de un año, mientras ambos están vivos es el de un año el que se lleva toda la atención y los besos. El problema con un punto de vista sobre la paternidad basado en el parentesco es que pone todos los huevos en una misma cesta.[10]
Y se necesita un punto de vista de dos cestas sobre la paternidad para explicar qué sucede en la adolescencia. La evolución nos proporciona dos razones para amar a nuestros hijos: porque llevan nuestros genes, y porque son pequeños y muy ricos. La evolución solo nos da una razón para amar a nuestros adolescentes: porque llevan nuestros genes. Una vez que alcanzan la talla adulta —una vez que se les estira la cara, les crece la nariz y el sudor les huele a ganso— los adolescentes dejan de inspirarnos el instinto de crianza. Por su parte, ellos ya no nos necesitan gran cosa. Son capaces de manejarse —al menos en el tipo de entorno para el que están concebidos— sin sus padres.
Cuando los únicos grupos de edad son niños y adultos, la hostilidad entre los grupos está oscurecida por la dependencia, por un lado, y la crianza, por el otro. Pero cuando los adolescentes forman su propio grupo, la hostilidad entre los grupos de edad —entre adolescentes y adultos— puede aflorar. Y aflora. Es mutua, creo yo. La hostilidad es más visible cuando la grupalidad es relevante, porque es la grupalidad lo que la provoca. Cuando la grupalidad no es relevante, es perfectamente posible para los adolescentes tener relaciones afables con los adultos. Algunos de sus mejores amigos son adultos.
Ahora puedes entender por qué los adolescentes se enojan tanto por que los adultos se meten con sus formas de vestir o de hablar, y por qué se ven forzados a inventarse otras nuevas. Han adquirido una talla adulta, más o menos, pero no quieren que se les confunda con los adultos. Necesitan modos de señalar su identidad de grupo y su lealtad a los otros miembros de su grupo. La gran pregunta de la vida adolescente —la pregunta no formulada que los adolescentes se hacen unos a otros y que constantemente se responden— es esta: ¿Eres uno de nosotros o uno de ellos? Si eres uno de los nuestros, pruébalo. Pruébalo mostrando que no te preocupan en modo alguno sus reglas. Pruébalo haciendo algo —un tatuaje estaría bien, y una perforación de la nariz mucho mejor— que te marque irrevocablemente como uno de los nuestros.
Ves exactamente lo mismo entre poblados en guerra en las sociedades tribales: la creación de diferencias culturales y el uso de señales visibles —cuanto más permanentes mejor— para airear a los cuatro vientos las diferencias. Si sus monitores no hubieran arreglado las cosas entre ellos, quizá los Águilas y los Serpientes de cascabel hubieran acabado haciendo lo mismo. Los Águilas podrían haberse hecho una tonsura, como los monjes. Los Serpientes de cascabel podrían haber escogido pintarse las caras, como los chicos malos de El señor de las moscas.[11] Tales señales tienen un valor práctico, además de simbólico: resulta más fácil distinguir a tus amigos de tus enemigos en el fragor de la batalla. Los uniformes de los equipos deportivos profesionales no solo sirven para recordarles a los seguidores a qué parte han de animar.
UN MECANISMO PARA EL CAMBIO SOCIAL
La hostilidad hacia los adultos no surge como algo nuevo en la adolescencia. Aunque ha estado bien guardada bajo la manta, se ha mantenido en reposo durante mucho tiempo, especialmente entre los chicos. (La grupalidad, como dije en el capítulo 10, parece ser más fuerte entre los hombres). El lenguaje soez usado por los Serpientes de cascabel es típico. Esos chicos procedían de familias respetables, fieles frecuentadores de la iglesia. Pero ellos aprendieron esas palabrotas de chicos mayores que ellos, no de sus padres.
El sociólogo Gary Fine pasó tres años observando a los miembros de los equipos de la liga infantil de béisbol. Descubrió que los pequeños que son «dulces, e incluso considerados» con sus padres, pueden ser notablemente desagradables cuando están con sus compañeros.[12] Los preadolescentes agradables les gastan travesuras a los adultos y presumen entre ellos de su conocimiento sexual. Hablan acerca de las chicas de un modo despectivo, con términos sexuales explícitos, y usan «maricón» como un insulto normal. Como los tacos han perdido su mordiente agresiva, los chicos de buenas casas de clase media usan la peor expresión que conocen, «negro de mierda», y dibujan el peor tipo de graffiti, la esvástica. Sus padres no son racistas y se quedarían estupefactos.[13] Lo cual, obviamente, es de lo que se trata. Es un error llamar un «delito de prejuicio» al hecho de que esos chicos pinten esvásticas, y un error aún mayor el censurar a sus padres por ello. Pintan esvásticas porque nadie pestañea ya si pintan «QUE TE JODAN».
Pero los preadolescentes simplemente están jugando a la rebelión: actúan de ese modo solo cuando sus padres no los están observando. La variedad de rebelión «delante de tus narices» se postergará hasta el momento en que alcancen el tamaño adulto y sean capaces de manejarse sin sus padres, al menos en el entorno para el que han sido concebidos. Pueden ser inmaduros, pero no son tontos de remate.
La variedad de rebelión «delante de tus narices», en la que muchos adolescentes se complacen hoy en día, es característica de las sociedades que mandan a los adolescentes a la escuela. No se encuentra, porque no tendría sentido, en sociedades que consideran que las chicas de catorce años ya son mujeres casaderas, y los niños de catorce años lo bastante mayores como para compartir las responsabilidades y las armas de los hombres. Desde el momento en que esos adolescentes están clasificados como adultos (por ellos mismos o por los demás), no tienen ninguna motivación para ser distintos de los adultos. Pueden albergar resentimiento contra adultos en particular —contra la suegra que los hace trabajar como esclavos, o el padre que compite con él por las esposas—, pero la grupalidad no desempeña un papel en esos resentimientos. Y no lo hace porque, en la mayoría de esas sociedades, los adolescentes no tienen la oportunidad de andar vagando a sus anchas con otros adolescentes como ellos. No tienen el concepto de adolescencia. No tienen grupalidad porque no tienen grupo.[14]
Los adolescentes se convierten en una fuerza que ha de ser reconocida como tal cuando están reunidos en un sitio, como en los modernos institutos. Como lo estaban en las viejas escuelas, hace más de dos mil años. En la Atenas de los siglos V y V a. C., algunos filósofos griegos se ganaban la vida proporcionando educación a los hijos de los atenienses ricos. La filosofía aparecía como una ligera defensa frente a la rebelión «delante de tus narices» de un grupo de adolescentes. Sócrates se quejaba de que no lo respetaran: sus alumnos «no se levantaban cuando los mayores entraban en la habitación. Charlaban cuando había otras personas. Se zampaban los bocados delicados en la mesa y tiranizaban a sus profesores». Aristóteles también se sintió indignado por la actitud de sus estudiantes: «Se veían a sí mismos como omniscientes y son positivos en sus afirmaciones; esa es, en efecto, la razón de que todo lo lleven demasiado lejos». Sus bromas no divertían al filósofo: «Les encanta reírse y, en consecuencia, les apasionan los chistes. La burla es una disciplinada insolencia».[15]
Puede que les hayan amargado el despertar a sus profesores,[*] pero hicieron de la Atenas del siglo V el centro del mundo antiguo. Cuando juntas un grupo de personas que no son niños y no son adultos, lo que tienes es un mecanismo para un rápido cambio social.
En una sociedad que contiene solo dos categorías, niños y adultos, una cultura puede ser transmitida virtualmente inalterada por cientos de generaciones. Los niños no son transformadores de la cultura: aún se están familiarizando con ella y no son suficientemente independientes. Los adultos tampoco lo son: son mantenedores del statu quo. Los verdaderos transformadores de la cultura son quienes abandonan la adolescencia y entran en la juventud de la veintena y tienen un grupo de edad propio. La grupalidad los motiva para distinguirse de sus padres y de sus profesores. Están tan ansiosos por contrastarse a sí mismos con la generación que va por delante de ellos que las diferencias no tienen por qué ser mejoras: en efecto, a menudo no suelen serlo. Adoptan diferentes conductas y diferentes filosofías; inventan nuevas palabras y nuevos adornos.
Y arrastran con ellos esas manifestaciones hasta la edad adulta. Dejan a sus hijos la pesada carga de encontrar nuevos modos de diferenciarse. ¿Papá y mamá fumaban marihuana? Pues nosotros tendremos que buscarnos otra cosa para fumar.
Los adolescentes no rechazan toda la filosofía de sus padres. A veces los hijos de fumadores de porros, los fuman también. Aunque la opción de qué escoger y qué dejar puede ser arbitraria, hay algunas cosas que siempre se guardan. No tendría sentido que cada generación comenzara completamente de nuevo.
Como la decisión de qué guardar y qué despreciar es arbitraria, y como la gente joven en las sociedades desarrolladas tiende a asociarse básicamente con compañeros de su edad, cada nueva promoción de bachilleres o de universitarios crea una cultura propia. Cada nueva cultura mezcla las aportaciones que recibe de la sociedad en su conjunto —de los medios de comunicación, de lo que pasa en el mundo, de las culturas de promociones anteriores— con algo nuevo, añadido por sus creadores como una manera de distinguirse a sí mismos de sus predecesores.
La rápida sucesión de culturas fue especialmente notable durante el final de los años sesenta y los primeros años de los setenta. Un equipo de psicólogos que estudió a los adolescentes durante ese período llegó a la conclusión de que ser miembro de un grupo era un factor importante para el desarrollo de la personalidad: cada grupo parece ejercer cierta atracción y rechazo sobre la personalidad de sus miembros. Por ejemplo, los jóvenes de catorce años en 1972 eran más independientes de lo que lo habían sido los de catorce años solo un par de años antes, pero puntuaban más bajo en éxitos alcanzados y en nivel de conciencia. La libertad les importaba más que a sus predecesores; tener éxito en la escuela les importaba menos. Los tiempos estaban cambiando.
GRUPOS DENTRO DE LOS GRUPOS
Las categorías sociales de los niños tienden a ser inclusivas y a basarse en simples características demográficas. Una chica de tercer curso se identificará a sí misma como una chica de tercer curso, y esa autoclasificación no depende de si les gusta a otras chicas de su clase u otras le gustan a ella. Si hay muchas chicas de tercer curso y no hay nada que las cohesione, podrían dividirse en subgrupos basados en otras características demográficas como la raza o la clase socioeconómica.
Pero las escuelas tienen grupos con grupos, a su vez, dentro de ellos; incluso los de tercer curso pueden escoger en un menú de autoclasificaciones. Dentro de los grandes grupos demográficos hay otros pequeños —pandillas— de niños que salen juntos. Los niños de esas pandillas tienen, por lo general, actitudes semejantes hacia el trabajo escolar, a favor o en contra, y actitudes semejantes hacia otras cosas. En la escuela elemental las pandillas aún son flexibles: los chicos entran y salen de ellas. Cuando cambian, sus actitudes se ajustan a las de sus nuevos amigos.
En el instituto es bastante más difícil pasar de una pandilla a otra. Cuando los niños llegan al instituto, la mayoría de ellos han sido ya tipificados por sus compañeros de clase y por sí mismos. Las pandillas temporales de los primeros años se han solidificado en rígidas categorías sociales que no se basan solo en la demografía: ahora reflejan la personalidad, las inclinaciones y las habilidades de quienes pertenecen a ellas.[16]
Lo otro que ha cambiado es el número de opciones disponibles. Los institutos tienen bastantes más matriculaciones que las escuelas elementales y los estudiantes son libres para seleccionar a sus compañeros, por lo que son capaces de dividirse de un modo más preciso. Estoy segura de que has oído hablar de algunas de las categorías que se hallan en los institutos: los bromistas, los empollones, los necios, los chicos que son muy populares, los pasotas y los delincuentes. Cuanto mayor sea el instituto, mayores son las opciones de elegir categoría social.[17] Un instituto de una gran ciudad es probable, por ejemplo, que tenga un grupo de chicos con un interés artístico o teatral y que no se siente atraído por las chicas. Grupos de ese tipo es difícil encontrarlos en los pequeños institutos rurales, lo cual puede ser una de las razones por las que la homosexualidad masculina es menos común en tales sitios.[18] Tener o no tener un grupo con el que identificarse puede marcar la diferencia respecto de un chico que se siente inseguro sobre qué tipo de persona es.
Dios los cría y ellos se juntan, en el instituto; pero no necesariamente lo hacen por su propia voluntad. Los críos a veces se ven forzados a caer dentro de categorías sociales a las que ellos no pertenecen. Nadie escoge ser un necio. De hecho, en un instituto típico, nadie escoge ser un empollón. Los chicos a los que se les cuelga esa etiqueta son aquellos a los que no se les da bien el deporte o no son lo suficientemente populares como para entrar en uno de los grupos que tienen un estatus más alto. Entre la mayoría de los adolescentes euroamericanos y afroamericanos la inteligencia no se considera una ventaja. Puedes ser capaz de salir adelante con ella, pero solo si tienes otros valores que sean apreciados por tus compañeros.[19]
Quizá la inteligencia no es un valor porque a los chicos a los que se les da bien la escuela se les ve como chaqueteros: demasiado sometidos a la influencia de ellos, padres y profesores. El antropólogo Don Merten ha descrito una categoría social semejante en un instituto de Illinois: a sus miembros se les pone el peor remoquete mels (derivado de Melvin). En esa escuela, un chico que madura lentamente, poco inclinado a los deportes y no particularmente atractivo, puede ver su vida destrozada —o al menos su adolescencia— si le clasifican como mel. A diferencia de un cerebro, un «mel» no es excepcionalmente inteligente o estudioso; sin embargo, igual que a un empollón, se le ve demasiado influido por los adultos. Su fracaso a la hora de despreciar los principios de los adultos le hace demasiado infantil a ojos de sus compañeros.
La mayoría de los adolescentes perciben la transición de la escuela elemental como una mezcla de dos conjuntos de cambios: deshacerse del pasado infantil y aceptar el futuro adolescente. Para sus compañeros, los mels no hacen bien ninguna de esas dos tareas, pero especialmente la primera. Una vez que un individuo ha sido clasificado como mel se convierte en objeto del hostigamiento de los demás.
Aunque a un chico al que han etiquetado le resulta muy difícil desprenderse de esa etiqueta, no es imposible si él está dispuesto a recurrir a medidas heroicas. Uno de los sujetos del estudio de Don Merten era un chico llamado William, a quien hostigaban y de quien se burlaban en séptimo curso, pero que se las ingenió para desembarazarse de los restos de mel que le quedaban en octavo. William se lo propuso sistemáticamente. Se separó de los otros mel (el hecho de que compartieran una categoría social no significaba que se cayeran bien entre sí). Comenzó a rebelarse cuando le pinchaban y dejó de contar chismes sobre sus acosadores. Deliberadamente, además, transgredió las normas de la escuela. El momento culminante se produjo cuando otro chico le quitó un lápiz en medio de una clase de inglés. William gritó en voz alta: «¡Que te jodan!», y fue enviado por el profesor al despacho del director. Así acabó la estancia de Williams en el valle de los mels.
Algunas categorías sociales en el instituto son voluntarias; otras son asignadas. La categoría de delincuente es una mezcla. Algunos de sus miembros se unen a ella voluntariamente, atraídos por la excitación y el peligro. Buscadores de sensaciones, los llaman los psicólogos. Otros no tienen la posibilidad de elegir: nadie de los otros grupos los aceptará. Se trata de niños que fueron rechazados por sus compañeros en la escuela elemental, a menudo por ser hiperactivos, tener mal genio o ser abiertamente agresivos. Cuando llegan al instituto ya han encontrado a otros como ellos y se animan unos a otros. Para empezar, los chicos en los grupos de compañeros adolescentes son semejantes; la grupalidad les empuja a parecerse unos a otros y a diferenciarse de los miembros de otros grupos. Los empollones, cada vez lo son más; los necios, cada vez más necios; y los delincuentes acaban teniendo serios problemas.[20]
PADRES CONTRA COMPAÑEROS
La mayoría de los adolescentes viven en barrios llenos de gente que es muy parecida a sus padres; sus compañeros viven en hogares como el suyo propio. Los chicos llevan al grupo lo que han aprendido en casa y retienen todo aquello que tienen en común, lo cual, en barrios homogéneos, resulta ser bastante. Si crecieran en un barrio donde la mayoría de los chicos hubieran planeado convertirse en médicos, como el doctor Snyder del capítulo 9, no necesariamente abandonarían esos planes el día que les cambiara la voz. En los barrios homogéneos, con críos a los que les va bien en la escuela, la rebelión adolescente puede ser un tipo de acción meramente formal, manifestada de una forma enojosa, pero no perjudicial. Una chica se tiñe la mitad del pelo de púrpura y se convierte en vegetariana. Un chico se afeita la mitad de la cabeza y escucha música que su familia no puede soportar. Sin embargo, se matriculan en la universidad. Puede que parezcan estúpidos, pero no lo son en absoluto.
Los institutos ofrecen un buen surtido de grupos de compañeros, pero en el tipo de barrio que acabo de describir la mayoría de esos grupos pueden ser relativamente benignos desde el punto de vista de los padres. Cuando el grupo de compañeros y los padres tienen objetivos y valores congruentes, lo más probable es que haya un mínimo de conflicto entre los adolescentes y sus padres.
Es bastante más probable que el conflicto se dé cuando los adolescentes se convierten en miembros de grupos con valores y objetivos muy diferentes de los de los padres. La adolescente que se mete en lo que sus padres llaman una «mala banda» no va a tener una vida familiar tranquila. A sus padres no les gustan sus amigos; ni el modo como se viste y actúa; y mucho menos los informes que reciben de la escuela. Le dicen que deje de ver a sus amigos, pero ellos no pueden controlar lo que hace o deja de hacer cuando no está en casa, por lo que los ve a espaldas de sus padres y les miente sobre ello. Los padres tienen dos opciones: pueden volverse más duros, en un intento de retomar el control sobre su hija (relee lo que dije acerca de los padres «demasiado duros» en el capítulo 3) o pueden pasar del asunto (relee lo que dije sobre los padres «demasiado blandos»).
Los adolescentes que son miembros de grupos encantadores tienden a llevarse bien con sus padres; los adolescentes que son miembros de grupos delincuentes tienden a llevarse bastante mal con los suyos. Los psicólogos del desarrollo usan esta correlación como una prueba de la influencia de los padres, una prueba para apoyar lo que ellos ya creen que es verdad. Su punto de vista es que los adolescentes encantadores están influidos por sus padres porque estos usan el método de educación y crianza adecuado; los adolescentes desagradables están influidos por sus compañeros y no por sus padres, porque los padres usan el método de educación y crianza inadecuado.[21]
Lo que yo veo es que ambos grupos de adolescentes están igualmente influidos por sus compañeros, y lo único que ocurre es que pertenecen a diferentes tipos de grupos de compañeros.
Mi marido y yo tuvimos una adolescente de cada clase. Nuestras hijas crecieron en el mismo barrio y fueron a la misma escuela durante cuatro años. En la escuela elemental pertenecían al mismo tipo de grupos de compañeras, pero no ocurrió lo mismo en el instituto. La mayor era una empollona, la pequeña era un desastre. Ambas salieron bien al final (la mayor es una científica cibernética, y la menor es enfermera), pero una se encaminó directamente hacia su objetivo y la otra siguió una ruta más sinuosa.
Nuestras dos hijas han sido criadas por los mismos padres, pero ellas fueron muy diferentes, como suele suceder con los hermanos. La mayor no necesitaba que la guiáramos: hacía lo que quería hacer y coincidió con que era lo que nosotros queríamos que hiciera. La pequeña hacía poco uso de nuestra guía, pues la rechazaba de plano: entraba en conflicto con los valores y los objetivos de su grupo de compañeros. Nosotros, sus padres, nos sentimos frustrados y furiosos, y ella se enfadaba con nosotros a menudo.
No es sorprendente que una niña que pertenezca a un grupo de compañeros amable se lleve bien con sus padres, y que otra que pertenece a un grupo distinto se lleve mal con ellos. La cuestión es la siguiente: ¿qué les ha impulsado a convertirse en miembros de esos grupos de compañeros? ¿Fue por algo que hicimos mi marido y yo? ¿Ha sido por nuestra culpa? Si yo digo que no, pensarás que estoy tratando de rehuir la responsabilidad y lavarme las manos.
Pero estoy entrando ya en asuntos que pertenecen al próximo capítulo, y pido retrasarlo unos momentos. En el siguiente capítulo te presentaré mi caso particular y podrás enjuiciarlo.
POR QUÉ LOS ADOLESCENTES HACEN COSAS ESTÚPIDAS, Y CÓMO PARARLES LOS PIES
A veces —enfrentémonos a ello— se vuelven completamente tontos. Desdeñan nuestras advertencias y las que figuran impresas en las cajetillas y se vuelven adictos al tabaco. Tienen relaciones sexuales muy pronto y a menudo olvidan usar el preservativo. Conducen a mucha velocidad, beben demasiado y —como nos dijo Terrie Moffitt— quebrantar las leyes es, para ellos, una faceta normal de sus vidas.
Mi hija menor comenzó a fumar cigarrillos cuando tenía trece años, a pesar de la ración de propaganda antitabaco que le he suministrado regularmente desde que aprendió a hablar. Pensé que era muy lista al tratar ese tema: hacía hincapié en lo asqueroso que era, y no en los riesgos para la salud, pero no funcionó. Pertenecía a un grupo —el de los desastres— en el que lo que tocaba hacer era fumar. Se trataba de una norma del grupo. ¿Estás pensando en que era la «presión de los compañeros»? ¡Tonterías!, según los adolescentes entrevistados por la psicóloga Cynthia Lightfoot. He aquí lo que dijo uno de ellos sobre por qué empezó a beber:
Estás intentando con todas tus fuerzas mostrarles a los demás la gran persona que eres, y el mejor modo de hacerlo es, si todo el mundo ya bebe, y por lo tanto eso es lo que ellos piensan que se ha de hacer, pues hacer lo mismo para probarles que tienes los mismos valores que ellos y que eres un tío legal. Por otro lado, la idea de la presión de los compañeros es una tontería. Lo que yo he oído sobre la presión de los compañeros en la escuela es que alguien se te va a acercar y te va a decir: «Toma, bebe esto y te relajarás». No fue así en absoluto.[22]
Como Lightfoot resumió, «la presión de los compañeros es menos un empujón para que se amolden que un deseo de participar en experiencias que se consideran relevantes, o potencialmente relevantes, para la identidad del grupo». Los adolescentes rara vez necesitan un empujón para adecuarse a las normas de su grupo; eso quedó establecido hace mucho tiempo, en la infancia.
Los adolescentes que fuman no solo tienen compañeros que fuman: a menudo tienen padres que también fuman. La mayoría de la gente, psicólogos y no psicólogos, asumen que la influencia de los padres tiene un papel importante en la adicción al tabaco de los adolescentes. Dan por supuesto que los chicos que ven fumar a sus padres están más inclinados a pensar que fumar es una cosa de adultos y querrán, por tanto, hacerlo ellos mismos. Con anterioridad ya ataqué una suposición parecida acerca de por qué los yanomami atan sus penes. Fumar resulta más complicado, pero tiene una gran ventaja sobre la atadura del pene: tenemos cajones llenos de datos sobre ello.
En el pasado, el hábito del tabaco era una parte aceptable de la cultura de los adultos en muchos barrios occidentales, y también una parte aceptada de la cultura de los chicos. Los adolescentes fumaban porque todos los de su edad lo hacían. Los padres ponían objeciones muy tenues, si es que las ponían. El tabaco se ha transmitido del mismo modo que otros aspectos de la cultura, del mismo modo que se ha transmitido la atadura del pene entre los yanomami.
Ya no se transmite más de ese modo porque ahora es raro encontrar un barrio en el que la mayoría de los adultos fume, y es raro encontrar padres que aprueben que sus hijos fumen, incluso aunque ellos mismos sean fumadores. Hoy en día, fumar es probable que sea una señal de solidaridad adolescente. Es un modo de demostrar la pertenencia a un determinado grupo dentro del instituto; de demostrar tu desprecio hacia otros grupos (los santitos y los necios); y de probar que te importan un comino las reglas de los adultos y sus preocupaciones. Es como llevar una chaqueta determinada para mostrar a qué banda perteneces. Como hacerse una tonsura para mostrar a qué tribu perteneces.
La investigación ha mostrado que la mejor predicción para saber si un adolescente se convertirá en fumador consiste en saber si sus compañeros fuman; mucho mejor que si sus propios padres fuman. También es más probable que los adolescentes que fuman se líen con otros chicos de «conducta problemática»: para beber, tomar drogas ilegales, tener relaciones sexuales muy pronto, hacer novillos o dejar la escuela y para infringir las leyes. Pertenecen a grupos de compañeros entre los que tales conductas se consideran normales.[23]
Pero fumar, como ya he dicho, es complicado. El hábito del tabaco crea adicción. La gente difiere en cuántas probabilidades hay de que experimenten con sustancias adictivas como la cocaína, y cuántas de que se conviertan en adictos; y en esas dos diferencias hay implicados factores genéticos. Resulta que la adicción al tabaco sigue la misma pauta que se ha encontrado para los rasgos de personalidad: dos personas que comparten genes es más probable que se parezcan —para ser fumadores o no fumadores—; pero compartir un hogar no convierte esa feliz congruencia en algo más probable. La razón por la que los padres que fuman tienen a menudo hijos que fuman se debe a que fumar es en parte genético.
Fue preciso que un genetista conductista —David Rowe, de la Universidad de Arizona— distinguiera las influencias del medio de las propiamente genéticas. El entorno para que un adolescente fume o no influye solo de un modo: es más probable que lo haga si los padres fuman. Los genes actúan de dos maneras: primero, con sus efectos sobre la personalidad: un impulsivo buscador de sensaciones es más probable que acabe en un grupo que favorece el fumar; segundo, haciéndolo más susceptible de volverse adicto a la nicotina.[24]
Exponerse a la relación con compañeros que fuman es lo que determina que un adolescente tenga la experiencia del tabaco. Lo que determinarán sus genes es si se engancha o no.
Como no podemos hacer nada respecto de los genes, el único modo de no engancharse al tabaco es no iniciarse. Quien piense que eso puede hacerse simplemente poniendo «¡Peligro! ¡Veneno!» en el paquete de cigarrillos va muy equivocado. El humorista Dave Barry fumó su primer cigarrillo el verano en que cumplía quince años, y por unas razones tan forzosas entonces como lo son hoy para nuestros adolescentes:
ARGUMENTOS CONTRA EL TABACO: Es una adicción repulsiva que de forma lenta pero segura te convierte en un invalido jadeante, de piel amarilla, con algún tumor y siempre sacando esputos marrones del único pulmón que te queda.
ARGUMENTOS A FAVOR DEL TABACO: Otros adolescentes fuman. ¡Caso cerrado! ¡Encendamos uno![25]
Decirles a los adolescentes cuáles son los peligros del tabaco —¡te arrugarás, te volverás impotente, te matará!— no tiene el menor sentido. Es una propaganda de adultos; son razones de adultos. Y es precisamente porque los adultos no aprueban que se fume —porque hay algo peligroso y de mala reputación en ello— por lo que los adolescentes quieren hacerlo.
Decirles que fumar es asqueroso tampoco funciona, eso bien que lo he aprendido por mí misma. Si los adultos piensan que algo es asqueroso, eso mismo se convierte en lo más atractivo para un antiadulto.
Ni tampoco funciona que se reclute a una persona de su edad para que les aleccione. A ese joven se le ve como a un vendido, un adulador y un pelota de los adultos.
Incluso ponerles las cosas difíciles a los adolescentes para conseguir los cigarrillos tampoco funciona. Cuando algunas ciudades de Massachusetts cerraron las tiendas que vendían tabaco a menores, los adolescentes siguieron fumando. El hecho de que fuera más difícil encontrar cigarrillos se convirtió en un reto atractivo.[26]
Los adultos tienen un poder limitado sobre los adolescentes. Estos crean sus propias culturas, que varían según el grupo de compañeros, y nosotros no podemos ni siquiera adivinar qué aspectos de la cultura de los adultos aceptarán y cuáles rechazarán, o cuáles serán las nuevas cosas que ellos aporten por sí mismos.
Pero ese poder no se reduce a cero, afortunadamente. Los adultos controlan una fuente fundamental de información para sus culturas: los medios de comunicación. Las descripciones de los fumadores en los medios como personas rebeldes y amantes del riesgo —del fumar como una manera de decir «no me importa»— vuelven el tabaco más atractivo para los adolescentes. No le veo solución a este problema a no ser que los fabricantes de películas y programas de televisión voluntariamente decidan dejar de filmar a actores fumando, da igual que sean los héroes o los villanos.
Una subida drástica del precio del tabaco también podría ayudar lo suyo. Así se cortaría el número de cigarrillos fumados por quienes se inician y eso rebajaría el número de personas que se vuelven adictas.
¿Publicidad antitabaco? Muy engañosa. La mejor idea sería hacer una campaña que transmitiera la idea de que fumar es una conjura de los adultos contra los adolescentes, de los peces gordos de la industria tabaquera. Mostrar a un bandada de sórdidos ejecutivos de una industria tabaquera alborozándose cada vez que un adolescente compra un paquete de tabaco. Mostrarlos mientras se inventan la publicidad con la que vender sus productos a los crédulos adolescentes, anuncios que presenten el fumar como algo relajado y a los fumadores como personas sexy. Una campaña que presentara el fumar como algo que ellos nos quieren hacer a nosotros; no como algo que nosotros nos queremos hacer a nosotros mismos.
Mi hija pequeña hace tiempo que ha dejado de ser una adolescente y hace muchos años que no fuma. De Dave Barry no sé nada.
ALBOROTADORES
Como dice Terrie Moffitt en el artículo que comencé a leer al comienzo de este capítulo, infringir la ley es algo normal en la vida de un adolescente. La mayoría de las personas que cometen actos delictivos, especialmente los hombres, se hallan comprendidos entre los dieciocho y los veintipocos años. De una muestra representativa de los adolescentes que estudió Moffitt, solo el 7% de los jóvenes de dieciocho años dijo que no había infringido nunca la ley. La conducta criminal es rara en la infancia y pasados los veinticinco, más o menos. Los alborotadores son personas que han dejado atrás la niñez pero que aún no han llegado a la edad adulta.
Una gran mayoría de los jóvenes que infringen la ley eran buenos chicos y pueden llegar a ser (si viven hasta entonces) adultos observantes de la ley. Su delincuencia es, como dice Moffitt, «temporal y situacional»: depende del contexto social. La delincuencia no es, con mucho, una práctica individual, algo que los chicos hagan solos, sino con sus amigos.[27]
Su conducta puede ser antisocial, pero ellos no son jóvenes sin socializar. Pueden ser alborotadores, pero ellos, en sí, no tienen ningún problema. Si parecen furiosos, probablemente se deba a que se les ha cogido in fraganti. La mayoría de ellos son chicos normales que se comportan de forma adecuada a su contexto. Actúan conforme a las normas de su grupo (que puede que no se ajusten a las del tuyo), hacen lo que necesitan para alcanzar un mayor estatus en su grupo o lo que les impide perderlo. ¿Quieres cambiarles? Entonces cambia las normas del grupo. Que tengas suerte.
No, no, no soy abiertamente pesimista. Los adultos tenemos alguna influencia. Las normas de los grupos de adolescentes se basan en parte en las normas de los grupos de adultos y están influidos por otras fuentes culturales, especialmente los medios de comunicación. Creo que la entronización de la violencia que se hace en los medios —o, lo que podría ser peor, la banalización de la misma— es la responsable directa del incremento de la conducta delictiva durante los últimos treinta años. Los niños de San Andrés crecen pensando que la conducta agresiva es normal porque así es como se comporta un montón de gente de su pueblo.[28] Los niños de Norteamérica y de Europa crecen pensando que la conducta agresiva es normal porque así es como se comporta un montón de gente en las pantallas de televisión. Los chicos llevan esas ideas consigo al grupo de compañeros y como sus compañeros viven en el mismo lugar y ven los mismos programas de televisión, las incorporan a las normas de sus grupos. Se supone que las personas de nuestra sociedad, piensan ellos, actúan así.
Se supone que actúan así en varias sociedades. Si a los yanomami no les gusta cómo se comporta su mujer, la golpean con un palo o le disparan una flecha en una parte no vital de su anatomía. Pregúntale a Helena, la niña brasileña que fue secuestrada por ellos. Cuando Helena se hizo mayor fue reclamada por un jefe, Fusiwe, quien ya tenía cuatro esposas. Fusiwe era un hombre agradable, según los valores yanomami —lector, ¡ella lo amaba!—, pero se enfadó una vez con ella por algo de lo que ella no tenía la culpa y le rompió un brazo.[29]
En una sociedad así, el chico que no se comporta de forma agresiva es el que se margina. En Estados Unidos hay diferencias de una subcultura a otra, y de un barrio a otro, respecto de la tolerancia hacia la agresividad y actividades como el desvalijamiento de tiendas o el consumo de drogas.
También hay diferencias entre un grupo de compañeros y otro dentro del instituto. Así como los pájaros se agrupan en bandadas, los adolescentes agresivos y aquellos a los que les atrae el peligro y la excitación se unen con otros como ellos. Tales características de la personalidad son parcialmente genéticas, por lo que cuando los chicos buscan a otros chicos que son semejantes a ellos, hasta cierto punto lo que hacen es buscar a otros con genes parecidos.[30]
Desentrañar las causas de la delincuencia requeriría una comprensión de los cuatro factores diferentes implicados: la cultura, la categoría de edad dentro de la cultura, el grupo de compañeros dentro de la categoría de edad y el individuo. Algunas culturas albergan conductas impulsivas, agresivas. Dentro de culturas que tienen tres o más categorías de edad existe la posibilidad de que haya conflictos entre adolescentes y adultos. Dentro de las escuelas que ofrecen una gran variedad de grupos de compañeros, los niños escogen basándose en sus propias características individuales y se orientan hacia el grupo en el que mejor encajan.[31]
Los programas concebidos para rehabilitar a delincuentes no han tenido mucho éxito. Por lo general, la tasa de chicos a los que se les vuelve a arrestar después de haber pasado por algún programa de esos es casi tan alta como la de los chicos que no han pasado por ellos. A veces, incluso es más alta. Suele incrementarse cuando los chicos delincuentes son tratados duramente: enviados a prisión o a una versión moderna de lo que solíamos llamar «reformatorio». A la vista de lo que te he dicho, espero que comprendas por qué poner a chicos que han delinquido con otros que no lo han hecho no sirve para desengañarlos de que delinquir es algo normal.[32]
En el próximo capítulo tengo algunas cosas más que decir acerca de la conducta delictiva.
DE LA INFANCIA A LA VEJEZ
La adolescencia se describe a menudo como un período de formación, una edad en la que la gente es muy susceptible al influjo de los compañeros. Pero la gente es susceptible al influjo de los compañeros en cualquier edad de la vida. Yo creo que la infancia es un período de formación más importante que la adolescencia. El psicólogo social Solomon Asch descubrió en su célebre test de la adecuación al grupo que de todos los individuos a los que sometía a pruebas, los niños de menos de diez años eran los que, con mayor probabilidad, cedían ante la mayoría. Solo una pequeña fracción de sus sujetos más pequeños continuó haciendo juicios de percepción acertados cuando los otros niños de la habitación los estaban haciendo equivocados. La infancia es el momento en el que la presión uniformizadora es mayor; el clavo que sobresale se nivela sin ninguna consideración.[33]
Es verdad que si le preguntas a un chico qué le influye más —qué harían si sus padres y sus amigos les dan consejos que entran en conflicto—, es más probable que los pequeños digan que escucharían a sus padres.[34] Pero esa pregunta se les hace fuera de contexto y es un adulto quien la hace. La pueden interpretar como: «¿A quién quieres más?» y, por supuesto, quieren más a sus padres que a sus amigos. La pregunta ha sido respondida por el departamento de relaciones de su cerebro, pero es el departamento de grupos el que, a la larga, determinará cómo se comportará cuando no esté en casa.
La infancia es una época de asimilación, una época en la que los niños aprenden a comportarse como los otros miembros de su edad y de su sexo. Así es como se socializan. En las sociedades en las que solo hay dos grupos de edad, niños y adultos, catorce años es un tiempo prudencial para formar un adulto pasable. En tales sociedades queda perfectamente claro qué se espera que hagan un hombre o una mujer adultos; no hay muchas posibilidades al respecto.
Pero la infancia es también una época de diferenciación. Los niños aprenden qué tipo de personas son —sencillas o especiales, duras o tiernas, rápidas o lentas— comparándose con los otros miembros de su grupo, de su edad y de su sexo, y al revés. Ellos llevan consigo esa comprensión cuando pasan a la siguiente categoría de edad.
La adolescencia, si la sociedad la proporciona, es el lugar adecuado para depositar esa comprensión. En las sociedades desarrolladas los adultos deben especializarse, y hay una gran variedad de especialidades entre las que escoger. La adolescencia es la época en que se escogen esas especialidades. Cuando se reparten entre grupos, los adolescentes se están definiendo a sí mismos. Están escogiendo dirigirse en una dirección en vez de en otra. Tales opciones no son necesariamente irrevocables —mi hija menor me lo ha probado—, pero excluyen algunas opciones. Un título de bachiller no es lo mismo que otro universitario de grado medio. Ir a la universidad a los veintiocho años no es lo mismo que ir a los dieciocho.
Como los niños, los adultos adaptan su comportamiento al contexto social. William James hablaba del hombre que era tierno con sus hijos pero muy severo con los soldados bajo su mando.[35] Pero esas modificaciones temporales de conducta no parecen tener el poder de producir cambios a largo plazo, del modo que sí lo hacen en la gente joven. La infancia y la adolescencia son las épocas en las que las personas adquieren patrones de conducta, y los pensamientos y sentimientos que acompañan esos patrones, y que les servirán para el resto de sus vidas. La personalidad adulta es bastante reacia al cambio. «La personalidad ha fraguado como el cemento», dice James. Un adulto no podía escapar del control de lo que, hace un siglo, él llamaba «hábito», «como la manga de un abrigo no puede dejar de caer en un nuevo conjunto de pliegues».[36]
El lenguaje adulto es igualmente resistente al cambio. Y la rigidez aparece, además, muy temprano. Una persona dispone solo de unos trece años para adquirir una lengua sin acento. El antiguo secretario de estado Henry Kissinger emigró a Estados Unidos de adolescente, y nunca perdió su acento alemán. Su hermano sí que habla un inglés sin acento.[37] Llegaron al mismo tiempo, pero su hermano era unos pocos años más joven.
La infancia es cuando la gente aprende a comportarse y a hablar de un modo apropiado y adecuado a la sociedad en la que se desarrolla. Ese aprendizaje ocurre a un nivel profundo, de ordinario inaccesible a la mente consciente. Hasta que sus padres no se quejan, los niños no son conscientes de que están llevando a casa la manera de hablar y de comportarse de sus compañeros. En la edad adulta, cuando las personas intentan ejercer un control sobre su manera de hablar o de comportarse, hallan que les resulta imposible hacerlo. Sobre esos modelos de conducta involuntarios e inconscientes es sobre lo que trata este libro. Son, precisamente, los que yo creo que recibimos de nuestros compañeros, no de nuestros padres.
Los psicólogos usan la expresión período crítico para una época de la vida en la que han de suceder ciertas cosas, si es que tienen que suceder. Usan la expresión período sensible para una fase de la vida en la que ciertas cosas se consiguen rápidamente, mientras que en otras fases se hace con dificultad. La infancia es un período sensible para la adquisición de la lengua y de la personalidad nativas. Se trata de aspectos que pueden admitir un refinamiento posterior, pero cuyas piezas básicas se han de formar previamente.
La personalidad que adquirimos entre compañeros de la infancia y la adolescencia es la que nos acompaña durante el resto de la vida. Es el «yo» que mira desde tus ojos incluso cuando necesitas bifocales. Ese «yo» duradero e incambiable se sorprende frecuentemente, a menudo se consterna, y otras se divierte, por los cambios que se producen en el continente físico en el que habita. Los mayores temen (no sin razón) que los más jóvenes no les reconozcan bajo ese extraño disfraz. Algunos de ellos, ahora que hay la tecnología disponible, intentan detener o revertir los cambios para que el exterior no se aparte tanto de lo que hay dentro.
Yo también siento ese desacompasamiento, pero no he hecho nada para detenerlo. De vez en cuando me veo a mí misma en el espejo —el pelo gris, las arrugas alrededor de la nariz, la boca y los ojos— y lo que veo me parece, por un instante, absurdo. Soy «yo» con un disfraz extraño, disfrazada de abuela para una función escolar. Llevo polvos de talco en el pelo y me he dibujado las arrugas con un lápiz cosmético. Lo que ocurre es que no se van con el agua.
En algún momento entre los diecisiete y los veinticinco años, el «yo» interior deja de cambiar. Quizá deja de cambiar porque el cerebro ha madurado físicamente; si es así, entonces los hombres (que maduran más lentamente) pueden seguir siendo moldeables un poco más de tiempo que las mujeres. Quizá se deba a que los adultos ya no tienen grupo de compañeros como lo tenían en la infancia; si es así, entonces la gente que va a la universidad puede seguir siendo influenciable durante un poco más de tiempo que los que no van.
O quizá se deba a que las penas por no adecuarse a las normas del grupo son más suaves en la edad adulta. Si es así, no debería haber ninguna diferencia sistemática que dependiera del sexo o de la educación.
La personalidad conformada y perfeccionada en la infancia y la adolescencia es la que nos acompaña hasta la tumba. Mi madre se está muriendo de Alzheimer y ya ha dejado de hablar, pero aún hablaba cuando tenía ochenta años. En su octogésimo aniversario le pregunté si sabía lo vieja que era. Ella entendió la pregunta, pero no tenía recuerdos sobre los que elaborar una respuesta. Así que aventuró una respuesta:
«¿Veinte?», dijo.