11 Escuelas de niños

Probablemente recordarás cómo se hacía. Quizá incluso te recuerdas a ti mismo haciéndolo. Esas pequeñas acciones con las que los escolares indican a sus compañeros de clase —sin salirse de la letra de la ley de la clase— que no se dejan doblegar por los profesores. La socióloga Sharon Carere, ex profesora ella misma, ha descrito algunas de las técnicas usadas por los niños para lo que ella llama «jugar en el filo de la navaja»: desafiar al profesor de un modo que este tenga dificultades para desaprobarlo. He aquí, por ejemplo, el usuario de la papelera:

Los estudiantes se acercan tranquilamente a la papelera. Al llegar, cada uno de los movimientos para deshacerse de la basura correspondiente y dejarla caer al fondo de la papelera se ejecuta con exacerbado cuidado y precisión, y a ello seguía la contemplación durante unos segundos de lo allí dejado.

Y las maniobras a hurtadillas en las estanterías de libros:

Se ponen junto a las estanterías bien con un libro a mano intentando evaluar si es adecuado para las necesidades del momento y sus deseos lectores, bien mirando la hilera de libros buscando ostensiblemente un título que capte su interés. Lo digno de notar acerca de esa conducta institucionalmente definida era que solo afectaba a una parte del cuerpo de los estudiantes: normalmente la parte superior se mostraba absorbida por la labor, mientras que la parte de abajo se relacionaba socialmente y se dedicaba a sus preocupaciones lúdicas, entre ellas las pataditas suaves a la persona que tuviera al lado, el uso de los pies para atraer algún objeto que estuviera en el suelo cerca de ellos, e incluso la aparición de un puño que colgaba del brazo que no se usaba y que servía para golpear, por lo general suavemente, a la persona más cercana.[1]

Gran parte de la diversión consiste en estar allí cuando sucede. El viaje a la papelera o a la estantería de libros puede ser animado de modo muy entretenido, como ir bailando por el pasillo siguiendo un ritmo interior, o fingir ser un soldado de juguete, un funambulista o un pato. En pro del espectáculo, «la acción puede hasta incluir una pausa delante de la clase para ofrecer un número desde el centro del escenario para diversión de todos los fans que puedan estar observando la representación».

Los fans, por supuesto, son los otros niños de la clase. La profesora no es una fan, es una de ellos, el contrapunto necesario para que esos pequeños actos de reto no carezcan de sentido.

Para los niños, en la escuela, las personas más importantes son los otros niños. Es su estatus entre sus compañeros lo que más le importa a la mayoría de ellos, y eso es lo que convierte la jornada escolar en algo tolerable o en un infierno. Gran parte del poder de los profesores reside en su habilidad para destacar individualmente a los niños, convertirlos en el centro de atención de sus compañeros. Con él pueden poner en ridículo públicamente a un niño o suscitar la envidia del resto.

Pero un profesor puede hacer bastante más que eso. Si en este libro parece que les robo a los padres mucho de su poder y de su responsabilidad, no se me puede acusar de perpetrar el mismo crimen contra los profesores. Los profesores tienen poder y responsabilidad porque tienen el control de un grupo entero de niños. Pueden influir en sus actitudes y conducta. Y extienden su influencia donde es posible que tenga efectos duraderos: en el mundo de fuera de casa, el mundo donde los niños habrán de pasar su vida de adultos.

LA GRUPALIDAD EN LA CLASE

A medida que se hacen mayores, los niños se orientan mejor entre la gran variedad de identidades sociales que se le ofrece a la gente en las sociedades modernas. Sin moverse del sitio —sin mover un músculo— una niña de siete u ocho años puede alternar entre varias posibilidades de autoclasificación. Puede pensar en sí misma como una chica de tercer curso, o como una estudiante de la escuela elemental Martin Luther King. Puede pensar en sí misma como miembro del grupo que mejor lee en la clase o como una de las chicas inteligentes de la clase. (Y no tiene necesidad de ponerles nombres a esas categorías). También puede ir y volver sobre el continuo del yo-nosotros: a veces se siente miembro de un grupo, a veces está más preocupada por su estatus individual.

La categorización social está siempre en juego en el entorno de la escuela. Como hay muchos niños reunidos en un mismo lugar, hay muchas posibilidades para formar subcategorías. Los grandes grupos tienden a separarse en grupos más pequeños excepto que haya algo que los mantenga unidos.

Entre grupos paralelos hay efectos de contraste. En el capítulo anterior describí los resultados de uno de esos contrastes: el que se da entre chicos y chicas. Cuando los niños se clasifican a sí mismos como chicas o chicos y cuando esa autoclasificación es relevante, la diferencia entre los sexos se agranda. Incluso si no hay diferencias de partida, la mera existencia de dos categorías sociales dicotómicas es ya suficiente para crearlas. Los Serpientes de cascabel y los Águilas nos lo enseñaron.[2]

Ahora puedes ver por qué la capacidad de agrupación tiene los efectos que tiene. Cuando los profesores dividen a los niños en buenos lectores y en no tan buenos, los buenos lectores tienden a mejorar y los no tan buenos a empeorar. Hay un efecto grupal de contraste en acción. Los dos grupos desarrollan diferentes normas de grupo, diferentes actitudes.

La grupalidad hace que a las personas les guste sobre todo su propio grupo. Puedes preguntarte si eso puede ser verdad incluso de los miembros de los grupos que no son buenos lectores. Pues sí, lo es. Pueden pensar que no se les da muy bien la lectura, pero que pueden hacer bien otras cosas distintas: son más simpáticos, bien parecidos o mejores en deporte. Puede que reconozcan que no son buenos lectores, pero también pueden rebajar la importancia de la lectura. Pueden adoptar una actitud de rechazo hacia todos aquellos que, pelotas o empollones, les parecen aburridos, santitos o estirados. Los Águilas miraban por encima del hombro a los Serpientes de cascabel por ser malhablados; los Serpientes lo hacían con los Águilas por ser blandengues.[3]

Actitudes como las que le he atribuido al grupo de lectores deficientes —que leer no tiene importancia y que la escuela es un rollo— tienen efectos que afectan a sus componentes a través de los años. Ser un lector deficiente puede provocar que el niño se califique a sí mismo como el peor estudiante de la clase, incluso si el profesor no ha establecido ni reconocido formalmente esos grupos. El niño, entonces, se adapta a las normas del grupo y asume sus actitudes, que muy probablemente lo serán contra la escuela y contra la lectura. Las consecuencias son perjudiciales y acumulativas. El efecto de contraste grupal entre los lectores rápidos y los lentos provoca que quienes aprenden lentamente adopten normas que les vuelvan más tontos o, más propiamente, que les conduzcan a rehuir hacer cosas que podrían ayudarles a ser más inteligentes.[4]

Los efectos de contraste grupal actúan como una incitación a la enemistad. Se resuelven en una pequeña quiebra entre ambos grupos, por cualquier diferencia que haya entre ellos, y la ensancha. Tales efectos hunden sus raíces en la arraigada tendencia a ser leales al propio grupo de uno. Yo soy uno de los nuestros, pero no uno de ellos. Yo no quiero ser como esos (asquerosos).

En la escuela, las alianzas de grupo entre los niños se hacen a menudo bajo las bases de los resultados o de las motivaciones académicos. Los buenos lectores contra los malos. Los vivos contra los plastas. Los estirados contra los pasotas. Pero hasta los años de instituto tales grupos no reciben etiquetas y desarrollan una estabilidad en sus componentes; aunque hay pandillas similares funcionando ya bajo unos principios parecidos desde primaria.[5] Los chicos que se acercan a los buenos estudiantes en el aula tienden a tener una buena actitud hacia el trabajo escolar; los que se arriman a los que no son tan buenos, tienden a tener peores actitudes. Y si un niño cambia de grupo durante el curso escolar —algo que aún sucede en primaria— las actitudes de los chicos cambian para adaptarse a las de su nuevo grupo.

Esto no es una cuestión de autoestima, sino de adquirir habilidades practicándolas. Los chicos que tienen una mala disposición hacia la escuela sencillamente es que no trabajan el cerebro tanto como quienes tienen la contraria y piensan que la escuela es importante. No tienen una mala disposición hacia sí mismos, sino hacia la escuela. No tienen, por norma general, una baja autoestima. Los estudiantes afroamericanos, por ejemplo, que como grupo tienen menor éxito en la escuela que los estadounidenses descendientes de europeos o asiáticos, no tienen una autoestima más baja que los niños de otros grupos étnicos.[6] Olvídate de todo lo que hayas podido haber pensado o leído al respecto: en términos de promedio, la autoestima de los jóvenes afroamericanos no es más baja que la de los jóvenes estadounidenses de ascendencia europea. La autoestima es una función de estatus dentro del grupo. La gente se juzga a sí misma sobre la base de su comparación con los otros miembros de su propio grupo.

UNA MANZANA PARA LA SEÑORITA A

Mi libro de texto sobre el desarrollo del niño fue escrito antes de que se me hiciera la luz y superara mi creencia en la concepción tradicional de la crianza y educación de los hijos, y antes de que comprendiera el poder de socialización del grupo. En ese libro hay un apéndice titulado «Una manzana para la señorita A».[7] No dice nada por lo que hoy tenga que disculparme, pero cuando lo escribí no comprendí completamente qué había sucedido en la clase de la señorita A, ni por qué había sucedido. Ahora creo que sí lo sé.

La «señorita A» es como se la llamó en un artículo acerca de ella escrito por el educador Eigil Pedersen y sus colegas, publicado en Harvard Educational Review. Se trataba de una maestra de primer curso en la escuela a la que fue Pedersen en los años cuarenta; una escuela vieja entre las viejas, construida como una fortaleza y con las ventanas protegidas con barras de hierro. Una escuela de los barrios pobres del centro de una ciudad, rodeada por bloques de pisos y a la que asistían los hijos de los pobres y los inmigrantes: dos tercios blancos y un tercio negros. Una escuela de la que solo salía una minoría para la universidad y en la que la mayoría no acababa el bachillerato. Una escuela, finalmente, en la que las luchas y los problemas de conducta estaban a la orden del día y eran castigados con azotes. Había dos o tres sesiones de azotes al día. Los buenos tiempos, ¿eh?

Eigil Pedersen fue uno entre esa minoría de alumnos de la escuela que tuvieron éxito. Acabó el bachillerato y fue a la universidad, y en los años cincuenta volvió a la escuela como profesor. Durante los años que enseñó allí comenzó a investigar en los archivos de la escuela en busca de una explicación acerca de por qué tan gran número de alumnos de la escuela ni siquiera acababan el bachillerato. Pero descubrió algo en esos archivos que le interesó tanto, que abandonó su primera intención y se concentró en el estudio del efecto de la señorita A sobre sus estudiantes en las clases de primer curso.

Pedersen descubrió que la señorita A había tenido un extraordinario efecto sobre sus alumnos. El hecho de que sacaran buenas notas en su clase no probaba nada —quizá aprobaba con facilidad—, pero Pedersen se dio cuenta de que los estudiantes de la señorita A, por término medio, sacaban también mejores notas al año siguiente, aun cuando se hubiera dividido su curso entre otros varios profesores. Siguiéndolos a través de su carrera académica, Pedersen descubrió que la superioridad académica de los niños de la señorita A aún se detectaba en séptimo curso. Intrigado, llevó su investigación más allá del ámbito de la escuela: siguió el rastro de algunos de sus alumnos y los entrevistó. Descubrió que los ex estudiantes de la señorita A tenían unas vidas adultas más realizadas que aquellos que habían sido enseñados por otros profesores de primer curso. En términos de movilidad social, habían subido más alto que sus compañeros de escuela.

Juzgando por lo que los ex estudiantes le contaron a Pedersen, la señorita A era una seria candidata a ser declarada santa. Jamás perdió los nervios. Se quedaba después del horario escolar para ayudar a cualquiera de sus alumnos que tuviera problemas; todos ellos venían con diferentes bagajes culturales, pero hasta el último de ellos aprendió a leer. Compartía su desayuno con los niños a cuyos padres se les hubiera olvidado preparárselo (o no pudieran hacerlo). Aún recordaba sus nombres veinte años después de que hubieran dejado su curso.

En el apéndice de mi libro, yo atribuí los duraderos efectos de la señorita A a lo aventajados que salieron sus alumnos de primer curso. Pero esas ventajas proporcionadas, incluso, por programas específicos, tienden a desaparecer con el paso del tiempo. ¿Por qué no sucedió así con el efecto de la señorita A?

He aquí una pista. Ni uno de los antiguos estudiantes de la señorita A se equivocó al nombrarla como su maestra de primer curso cuando Pedersen los entrevistó. Pero cuatro personas que no habían estado en su clase se refirieron a ella como su profesora de primer curso. «Espejismo», lo llamó Pedersen.

¿Fue un espejismo lo que provocó que esas personas tuvieran recuerdos de una clase en la que nunca habían puesto los pies? La memoria es bastante menos fiable de lo que la gente se cree —pues tanto puede destruir como construir—, pero yo creo que ahí estaba ocurriendo alguna otra cosa.

Para explicarlo debo hacer una digresión momentánea y hablar acerca de los líderes. Los grupos a veces, pero no siempre, tienen líderes. El líder no es necesariamente un miembro del grupo; los grupos pueden ser influidos desde dentro o desde fuera. Un profesor es un líder que puede influir en un grupo aunque no sea miembro de él.

El líder influye en el grupo de tres formas. Primera, un líder puede influir en las normas del grupo: las actitudes que adoptan sus miembros y las conductas que consideran apropiadas. Para hacer eso no es necesario influir en cada miembro del grupo directamente: basta con influir en la mayoría de ellos, o incluso en unos pocos que son miembros dominantes, aquellos a los que se les oye más. Fuerzas culturales como la televisión funcionan del mismo modo. Según la teoría de la socialización a través del grupo, no es necesario que todos los chicos de un grupo vean un programa de televisión en particular: en la medida en que la mayoría de los miembros del grupo lo vea, el efecto sobre las normas de un chico individual es el mismo, vea o no él mismo el programa.

Segunda, un líder puede definir los límites del grupo: quiénes somos nosotros y quiénes son ellos. Eso era algo en lo que Hitler, por ejemplo, sobresalía.

Tercera, un líder puede definir la imagen —el estereotipo— que el grupo tiene de sí mismo.

Un profesor verdaderamente dotado puede ejercer el liderazgo en cualquiera de esas tres formas. Un profesor con verdadero talento puede impedir que la clase se divida en pequeños grupos y convertir la clase entera en un auténtico nosotros, un nosotros que se ve a sí mismo como un conjunto de escolares. Un nosotros que se ve a sí mismo como capaz y con ganas de trabajar duro.

No me preguntes cómo lo hacen: no lo sé. Jaime Escalante, un inmigrante boliviano que enseñó matemáticas a un grupo de jóvenes chícanos al este de Los Ángeles (y que fue inmortalizado en la película Stand and Deliver), fue un profesor de ese estilo. Un biógrafo describe el efecto de Escalante sobre sus alumnos del siguiente modo: hizo sentir a sus alumnos que todos ellos eran «parte de un cuerpo especial en una misión secreta e imposible». Otro líder es Jocelyn Rodríguez, una profesora de cursos medios en una escuela del Bronx, en Nueva York. Rodríguez se las arregla para convertir a los estudiantes de sus clases —la mayoría negros e hispanos— en una comunidad estrechamente unida. Cada clase piensa un nombre para su grupo, diseña una bandera y compone un himno. «Todos somos realmente amigos —explicó uno de sus estudiantes a un periodista—, por lo que no nos importa sentarnos juntos».

Una de las cosas que caracteriza esas clases excepcionales es la actitud de los estudiantes hacia quienes de entre ellos tienen más dificultades de aprendizaje. En vez de burlarse de ellos, los ayudan. Había un chico con problemas de lectura en una de las clases, y cuando empezó a progresar toda la clase lo celebró: «Cada vez que daba un pequeño paso adelante, toda la clase le dedicaba una salva de aplausos».

Puedes ver el mismo tipo de cosas en las descripciones de las escuelas en los países asiáticos. En Japón, por ejemplo. A los niños sus propios compañeros les recriminan que se porten mal y los animan cuando lo hacen bien. La mala conducta de un niño se ve como un borrón por toda la clase; la mejora de un niño, como un triunfo de todos. No se debe a que los niños japoneses sean más educados, pues en los patios de recreo las peleas y los abusos se dan como en cualquier otro país.[8] Tampoco sé cómo lo hacen sus profesores —si se debe a sus métodos pedagógicos, a la cultura o a la combinación de ambos—, pero creo que esa manera de pensar, estamos-todos-juntos-en-esto, es una de las principales razones por las que los niños asiáticos van por delante de los niños occidentales en muchas materias. Cuando no hay ningún grupo en la clase con una actitud negativa hacia la escuela o antiintelectual, y con cada niño trabajando al máximo de su capacidad, los profesores pueden progresar rápidamente en los programas.

Lo cual nos lleva de regreso a la señorita A. Creo que ella poseía la misteriosa habilidad de convertir los diversos grupos que se forman en una clase en un único grupo de aprendices motivados: un nosotros. Un nosotros es una categoría social, tenga o no tenga nombre. Pienso que la señorita A consiguió que sus alumnos se sintieran miembros de una categoría social especial: «Un cuerpo especial en una misión secreta e imposible». Esa autoclasificación les acompañó incluso al acabar su curso; amortiguó sus actitudes antiescuela y les hizo sentirse superiores a los otros chicos de su mismo nivel. Y la existencia de esa categoría social especial debe haber sido reconocida incluso por los que no tuvieron a la señorita A como profesora. Esa es la razón por la que algunas personas a las que Pedersen entrevistó sostenían que habían sido alumnos de la señorita A: en realidad, aspiraban a ser parte del grupo que ella había creado. Tras las ventanas con barrotes de esa vieja escuela, entre los chicos que iban a ella, había un grupo de alumnos motivados que pensaban en sí mismos como «los alumnos de la señorita A», incluso aunque ninguno de ellos hubiera puesto los pies jamás en su clase.

Quizá el propio Pedersen fue miembro de ese grupo. Quizá fue así como se las arregló para convertirse en uno de los alumnos de mayor éxito, a pesar de que su profesora de primer curso fuera la señorita B.

UNA LARGA DIVISIÓN

En el desarrollo hay muchos círculos viciosos —el niño que no le cae bien a sus compañeros tiene pocas oportunidades de desarrollar sus habilidades sociales; el niño gordo evita la actividad física y se engorda mucho más—; pero no hay mayor círculo vicioso que el que tiene que ver con la inteligencia. Los niños que, al principio, van solamente un poco retrasados respecto a sus compañeros, empiezan a dejar de hacer cosas que los volverían más inteligentes. El resultado es que cada vez se distancian más. Mientras tanto, los niños que empezaron un poco por delante, siguen desarrollando sus cerebros.

Los genetistas conductistas han descubierto que la posibilidad de heredar el coeficiente intelectual se incrementa a través de la vida. Las estimaciones respecto de las personas viejas suben al 0,80, lo cual significa que el 80% de las variaciones en inteligencia entre los viejos pueden ser atribuidas a sus genes.[9] Pero analizarlo de ese modo nos lleva al equívoco, porque no todas las variaciones se deben a los efectos directos de los genes. Gran parte se debe a las elecciones que hacen las personas en la infancia y en la edad adulta. Ver la televisión o hacer los deberes. Jugar a la pelota o ir a la biblioteca. Permanecer en el círculo de amigos de Brittany o cambiarse al de Brianna. Ir o no ir a la universidad y qué estudiar allí. Casarse con Roger o con Rodney. Los resultados a lo largo de la vida de tales elecciones aparecen en los estudios de genética conductista como una influencia genética del coeficiente intelectual; pero en realidad lo que los investigadores están midiendo (tal como ya señalé en el capítulo 2) es una combinación de efectos genéticos directos e indirectos.

El incremento de la perdurabilidad por herencia del coeficiente intelectual a lo largo de la vida se debe principalmente a efectos genéticos indirectos: los efectos de los efectos de los genes. Lo que comienza como una pequeña diferencia puede convertirse en una gran diferencia. Los tests de coeficiente intelectual pueden subestimar de hecho el agrandamiento de la diferencia porque están graduados según una curva: los niños se comparan solo con sus compañeros de edad y en cada edad se reparten las mismas proporciones de resultados 130, 100 y 70.

Cuando los niños de una clase se dividen en grupos más pequeños sobre la base de los logros académicos, los efectos de contraste provocan que las diferencias entre los grupos se amplíen. Los efectos tienden a notarse más sobre quienes obtienen malos resultados que sobre quienes los obtienen buenos, porque estos ya lo están haciendo lo mejor que pueden. Creo que los efectos de contraste de grupo de este tipo son una importante fuente de efectos genéticos indirectos sobre el coeficiente intelectual.

Cuando los niños de una clase se dividen en grupos más pequeños sobre la base de la clase socioeconómica o de la raza, los efectos de contraste vuelven a ampliar las diferencias entre los grupos, o a crearlas si no había ninguna. Si divides al azar a los chicos de una clase entre Delfines y Marsopas, y si da la casualidad de que los Delfines tienen un par de estudiantes sobresalientes o que los Marsopas tienen uno o dos que no pueden seguir el ritmo de la clase, ambos grupos pueden adoptar normas de grupo que incluyan actitudes muy contrastadas respecto al trabajo escolar, incluso aunque la media de coeficiente intelectual de ambos grupos sea la misma desde el principio. Ahora demos por bueno que durante varios años escolares los miembros de esos dos grupos continúan identificándose a sí mismos como Delfines y Marsopas, relacionándose principalmente con sus compañeros de grupo y (según el grupo) estudiando con provecho o rechazando el trabajo escolar. Lo que comenzó siendo una actitud diferente hacia el trabajo escolar puede acabar convirtiéndose en una diferencia de coeficiente intelectual.[10]

Hay un libro llamado A Question of lntelligence, de Daniel Seligman, que trata en parte los mismos puntos que en The Bell Curve, pero de una manera menos incendiaria. En un capítulo, Seligman habla acerca de las diferencias de coeficiente intelectual entre blancos y negros y describe los esfuerzos de los científicos sociales para atribuir esas diferencias al entorno. Él señala que las diferencias de estatus socioeconómico, las diferencias de renta, no constituyen una explicación satisfactoria: incluso si observas a los niños de una misma clase socioeconómica, advertirás diferencias en su coeficiente intelectual. A Seligman le parecen descorazonadores esos resultados, pero deja una rendija de la puerta abierta a una diferente explicación del factor ambiental:

Esos detalles, sin embargo, no ponen fin a la discusión acerca de los efectos del entorno. Básicamente, sería posible que todas o la mayor parte de las diferencias entre blancos y negros fuera atribuible a otras clases de factores ambientales aún no captados por los datos fundamentales de las ciencias sociales. Un tipo de argumento a la desesperada en pro del entorno se hace a veces postulando un factor «X». El factor «X» es algo que nadie sabe cómo cuantificar ni describir con claridad, pero que va aparejado a la experiencia de ser un negro en Estados Unidos; convierte esa experiencia en algo único y en modo alguno comparable a las vidas de los blancos. En el proceso, se socava la importancia de todas esas correlaciones de coeficientes que parecen manifestar una limitada contribución del entorno a esa diferencia entre blancos y negros. Y de algún modo que nadie puede aclarar, el factor «X» trabaja en la dirección de reducir las habilidades mentales.[11]

Creo que sé lo que es el factor X, y creo asimismo que puedo describirlo claramente. Los chicos negros y los chicos blancos se identifican con grupos distintos con normas distintas. Las diferencias son exageradas por los efectos de contraste de grupo y tienen consecuencias que arrastran con ellos a lo largo de los años: ese es el factor X.

Hacia los tres años, los niños empiezan a darse cuenta de que la gente puede ser clasificada por su raza. En los años posteriores, las distinciones raciales incrementan su relevancia y se convierten en una de las formas como los niños se dividen en grupos más pequeños. Si se dividen o no así depende en parte de algo tan trivial como el número, de cuántos niños hay en un momento dado en determinado sitio. Del mismo modo que los niños y las niñas juegan juntos si no tienen la posibilidad de escoger compañeros, y se autoclasifican a sí mismos simplemente como niños, así lo harán los niños blancos y negros.

Los niños estadounidenses tienden a aprender más en las aulas en las que hay pocos estudiantes.[12] La razón puede deberse a que a la profesora le es más fácil convertir una clase más pequeña en un grupo unido. Los niños son menos propensos a dividirse en grupos contrastados con actitudes opuestas frente al trabajo escolar si no son muchos.

Si los niños de la clase son diferentes por la raza o la clase socioeconómica a la que pertenecen, y si ambos factores están unidos, de modo que los miembros de una raza o un grupo étnico sean de clase media y los otros no, incluso a la mejor profesora del mundo le será imposible fundirlos en un solo grupo.

La socióloga Janet Schofield pasó varios años estudiando a los alumnos de sexto y séptimo curso en una escuela a la que ella llama «Wexler».[13] Wexler es una escuela de ciudad con una mezcla de afroamericanos y estudiantes blancos no hispanos a partes iguales. La mayoría de los niños-blancos proceden de hogares de clase media; la mayoría de los niños negros proceden de hogares obreros o de renta baja. Aunque la junta directiva y los profesores tienen el compromiso de promover la armonía racial, no han conseguido acercarse a su objetivo. Los chicos negros y los blancos se miran unos a otros con una desconfianza que está a un pequeño paso de la hostilidad declarada entre los Serpientes de cascabel y los Águilas. En Wexler es extraño que un chico negro y uno blanco jueguen juntos en el patio de recreo o se sienten juntos en el comedor.

Los niños en Wexler proceden de diferentes clases sociales, pero no es eso en lo que ellos se fijan: lo que ellos observan es una diferencia entre dos categorías sociales definidas en términos raciales. Tanto los blancos como los negros de esa escuela ven a los blancos como los que consiguen buenos resultados académicos, y a los negros como resistentes:

SYLVIA (negra): Creo que a ellos [los negros] no les preocupa aprender. Los chicos blancos, cuando es tiempo de estudiar, están deseando hacerlo.

ANN (blanca): A los chicos negros no les preocupan realmente las notas que saquen.

Las diferencias entre los grupos no son solo académicas. Tanto los chicos negros como los blancos ven a los blancos como flojos y blandengues, y a los negros como duros y agresivos. Los chicos blancos «no pueden aceptarlo —le dijo una chica negra a la socióloga—. No saben cómo luchar». Los intentos de cruzar la barrera racial que los divide son recibidos con desaprobación por parte de los compañeros del grupo de quien se atreve a hacerlo.

LYDIA (negra): Ellas [las otras chicas negras] arman un alboroto porque te has hecho amiga de un blanco… Dicen que se supone que las negras han de tener amigos negros y los blancos han de tenerlos blancos.

«Para los estudiantes negros —observa Schofield— tener éxito académico significa a veces tener que dejar atrás a sus amigos y unirse a grupos de la clase predominantemente blancos». Los chicos negros a los que les van bien los estudios sufren la presión de sus compañeros para que no trabajen tanto. Fallan a la hora de ajustarse a las normas de su grupo: «actúan como blancos». Esos niños no reciben la actitud antiescuela de sus padres. Los padres de todas las razas y grupos étnicos piensan que la educación es muy importante y tienen grandes esperanzas en que sus hijos tengan éxito académico. Algunos investigadores han descubierto que los padres negros e hispanos ponen un mayor énfasis en la educación que los euroamericanos.[14]

El trabajo de Schofield en la escuela Wexler está fechado a finales de los setenta, pero las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Un reciente artículo del New York Times recogía las declaraciones de una profesora del Bronx que decía que algunos de sus estudiantes negros «se ufanan más de ser exhibidos con esposas ante las cámaras de televisión que de ser sorprendidos leyendo un libro» y «actuar como un blanco» es aún un insulto entre los chicos negros.[15]

La presión sobre los chicos negros para que actúen como tales y sobre los blancos para que hagan lo mismo es el mismo tipo de presión sobre los Serpientes de cascabel para evitar gritar y sobre los Águilas para evitar maldecir. Procede de dentro del grupo, no de fuera, y no necesita ser algo manifiesto. Los clavos que no sobresalen no necesitan ser remachados.

He hablado aquí de los contrastes entre blancos y negros, pero hay escuelas en las que los contrastes se dan entre euroamericanos y asiáticoamericanos o entre dos grupos blancos o entre dos grupos negros. En una escuela de Long Island, en Nueva York, el director le habla a un periodista acerca de las tensiones entre inmigrantes haitianos y los negros americanos. Los haitianos, que también son negros, son buenos estudiantes. Un adolescente haitiano se queja de que los afroamericanos le provocan: «Cuando somos educados y respetuosos con los profesores, dicen que estamos tratando de comportarnos como los blancos y de actuar como si fuéramos mejores que ellos». En partes de Brooklyn y del Bronx, los hijos y nietos de inmigrantes negros de Jamaica se identifican con grupos que contrastan con otros grupos negros. Los jamaicanos son quienes tienen éxito académico y trabajan perfectamente; las historias de sus éxitos son una reminiscencia de las de los niños de inmigrantes judíos de una generación anterior. Colin Powell, el general retirado que dijo «no, gracias» cuando se le preguntó si quería ser presidente de Estados Unidos, es hijo de unos inmigrantes jamaicanos que se establecieron en el Bronx.[16]

En Alemania se hizo un estudio hace algunos años sobre los niños engendrados por los soldados estadounidenses y criados por madres alemanas. Los investigadores no hallaron diferencias entre el coeficiente intelectual de los niños engendrados por padres blancos y los engendrados por padres negros, aunque los niños mestizos eran, para una definición convencional, «negros». Se trataba de niños negros que no pudieron tener un grupo propio porque no había suficientes para formarlo en ninguna escuela.[17] Podían haber sido rechazados por sus compañeros, como Daja Meston lo fue por sus compañeros de monasterio tibetanos, pero evidentemente eso no les indujo a pensar que leer no tiene importancia o que la escuela es un fastidio.[18]

«LA AMENAZA DEL ESTEREOTIPO»

Los palos y las piedras pueden quebrantarme el cuerpo, pero los nombres no pueden dañarme. Eso no es verdad, por supuesto: los nombres pueden herir terriblemente. Pero los nombres que hacen verdaderamente daño son los que nos aplicamos a nosotros mismos. Los estereotipos que nos asignamos son los que, a la larga, tienen importancia, no aquellos que nos imponen otras personas. Se ha sobrevalorado muchísimo el poder que las expectativas de otras personas podían ejercer sobre nuestra conducta, inteligencia o sobre lo que tengamos.[19]

Pero persiste la noción de que cuando las profecías se cumplen plenamente debe ser a pesar del profeta. «La amenaza del estereotipo» es lo que provoca el daño, según el psicólogo social Claude Steele.[20] Resulta que si a una mujer que se le dan bien las matemáticas la haces más consciente de que es una mujer, los tests de habilidad matemática le salen peor, y si a un buen estudiante afroamericano le haces ser consciente de su condición de negro, se resiente su habilidad para pasar las pruebas académicas. Steele descubrió que todo lo que tienes que hacer para bajar el nivel de resultados de un chico negro brillante académicamente es pasarle un breve cuestionario, antes de la prueba, que incluya la pregunta: «¿Raza?».

Las autoclasificaciones son exquisitamente sensibles al contexto social. Lo que hace Steele es evocar la grupalidad del sujeto: está incrementando la relevancia de la raza o el sexo y haciendo más probable que las personas se clasifiquen como negro o mujer. Esas autoclasificaciones van acompañadas por las normas asociadas con ellas. La gente se siente incómoda violando las normas de su grupo.

Steele atribuye esa incomodidad asociada a la «amenaza del estereotipo», al miedo o al fracaso. Podría también ser fácilmente atribuido a lo que, treinta años antes, la psicóloga Matina Horner llamó «miedo al éxito», un complejo que ella detecto en jóvenes mujeres brillantes.[21] Yo creo que la incomodidad se produce por un conflicto entre el deseo de hacerlo bien y el sentimiento de que hacerlo bien significa entrar en conflicto con las normas del grupo de uno. Horner misma, por cierto, no estaba aquejada por esa ambivalencia. Cuando le fue ofrecida la presidencia de la Universidad Radcliffe ella no dijo: no, gracias.

Como Claude Steel ha demostrado, aún es posible hacer que algunas mujeres sientan que están violando las normas de su grupo si a ellas se les dan demasiado bien las matemáticas. El atribuye esos efectos a estereotipos perjudiciales que son defendidos por la sociedad en su totalidad. Yo los atribuyo a los estereotipos que los grupos tienen de sí mismos (lo cual no significa que la sociedad, por su parte, no pueda tener estereotipos). En contextos en los que el género es menos relevante, las chicas y las mujeres jóvenes tienen mejores resultados en ciencias y en matemáticas. Las universidades femeninas producen un desproporcionado número de sobresalientes mujeres científicas.[22] Las mujeres de esas universidades viven en la misma sociedad que el resto de nosotros, pero es menos probable que se autoclasifiquen como mujeres y menos probable aún que se comparen con los hombres.

La sociedad como un todo no distingue entre afroamericanos cuyos padres procedan de Jamaica y los que proceden de cualquier otro sitio. Lo que ha hecho que los descendientes de los jamaicanos tengan éxito es que tienen un estereotipo diferente de ellos mismos.

PROGRAMAS DE INTERVENCIÓN

Un reciente número del Observer, de la Sociedad Americana de Psicología, presenta una discusión entre dos psicólogos del desarrollo: uno es defensor de programas de enriquecimiento preescolar del tipo «Ventaja», y el otro es crítico de los mismos. El crítico señala que «Ventaja» fue concebido para «prevenir el fracaso escolar y mejorar los resultados adultos entre los niños de familias de bajos ingresos», pero hay pocas pruebas de que efectivamente sirva para eso. El defensor se siente acorralado en una esquina. Ha de reconocer, forzosamente, que «Ventaja» no produce, a la larga, logros en los resultados académicos de los niños afroamericanos, y recurre a citar mejoras en «el acceso a servicios comunitarios» para las familias implicadas y unas «tasas más altas de vacunación» para sus niños. Aunque esos objetivos son encomiables, resultan demasiado escasos y muy lejanos de aquello para lo que fue concebido el programa.[23]

La mayoría de programas tipo «Ventaja» tienen solo efectos temporales sobre los niños a los que sirven y algunos no tienen efectos apreciables de ningún tipo. Es curioso que aquellos que no tienen efectos apreciables en absoluto sean los que tienden a intentar cambiar la conducta de los padres.[24] Programas basados en visitas de profesionales a las casas de los niños pueden producir cambios en la conducta de los padres: una reducción significativa en los abusos a los niños, por ejemplo. Pero no tienen ningún efecto notable en cómo mejoran en la escuela. El programa que consigue implicar a los padres no produce mejores resultados que el que los deja al margen. Eso es lo que la teoría de socialización a través del grupo podría predecir.[25]

Para que los programas de intervención funcionen, creo que deben modificar la conducta y las actitudes de un grupo de niños. Para que tales programas tengan efectos a largo plazo, los niños deben permanecer en contacto unos con otros, para que puedan continuar pensando en sí mismos como un grupo. Así, yo me atrevería a afirmar que un programa dirigido a un grupo entero de niños tendría más éxito que con esos diecisiete niños arrancados de diez o doce escuelas diferentes.

Un ejemplo de ese tipo de programas que tengo en mente es el que se concibió para reducir la conducta agresiva e incrementar la ayuda mutua entre los niños en edad escolar. Se administraron sesiones de entrenamiento a todos los niños en determinadas escuelas seleccionadas y el resultado fue una leve pero significativa mejoría en su conducta en el patio y en el comedor. Lo que habían cambiado eran las normas de grupo. Como mi teoría hubiera predicho, no se detectó mejora alguna en su comportamiento en casa.[26]

Hasta ahora no se han hecho pruebas acerca de mi predicción sobre que los programas de intervención puedan tener efectos a largo plazo si se centran en cambiar las normas de un grupo y si los miembros de este mantienen sus lazos con él. Los investigadores que hacen un seguimiento a largo plazo de los programas de intervención nunca mencionan en sus informes —y creo que les pasa inadvertido— si los niños que participan en un programa de grupo siguen manteniendo contacto entre ellos una vez que el programa ha acabado.

LECCIONES DE LENGUA

Uno de los personajes que apareció en el capítulo 4, junto a Cenicienta, era un chico llamado Joseph, un chico real, aunque no es este su verdadero nombre. Cuando tenía siete años y medio, los padres de Joseph emigraron desde Polonia hasta una zona rural de Missouri. Ni Joseph ni su padre sabían hablar inglés cuando llegaron a Estados Unidos. Su madre había hecho un curso de seis semanas y podía pronunciar algunas palabras.

Los padres de Joseph eran trabajadores no cualificados. En Missouri, su padre encontró primero trabajo como peón en un vivero y, más tarde, como guardia. Su madre no trabajaba fuera de casa y, siete años después de haber emigrado, aún tenía muy serias limitaciones en el uso del inglés. Cuento estos antecedentes para que no se piense que Joseph tenía algún tipo de ventaja —genética o cultural— que hiciera más fácil su transición. Hasta donde yo sé, por el informe del psicolingüista que estudió su caso, se trataba de un chico normal, hijo de unos padres normales.[27]

Joseph llegó a Missouri en mayo y dispuso de todo el verano para hacerse con algunos amigos angloparlantes y empezar a aprender su lengua. Cuando comenzaron las clases en la escuela, a finales de agosto, el psicolingüista calculó que su habilidad para hablar el inglés era la equivalente a la de un niño de dos años. La escuela no consideraba la posibilidad de traductor ni de clases especiales para los niños que no hablaran inglés. Se le metió en una clase de segundo con niños de su misma edad, ninguno de los cuales hablaba polaco, y una profesora que, por supuesto, tampoco hablaba polaco. Todas las materias se impartían en inglés. Se trata de un método al que usualmente se le denomina «inmersión».

Durante un tiempo dio la impresión de que Joseph ni siquiera intentaba nadar. Durante el primer par de meses en su nueva escuela, se hundió hasta el fondo y permaneció allí, sin apenas decir nada en clase. Pero estaba completamente atento a lo que pasaba a su alrededor, observando a los otros chicos para buscar claves que le permitieran entender lo que estaba diciendo la profesora. Cuando ella les decía, por ejemplo, que sacasen sus libros de deletrear, Joseph miraba a su alrededor, veía a los otros sacarlo y él los imitaba.

Sus progresos fueron notablemente rápidos. Hacia finales de noviembre componía oraciones como esta camino del recreo: «Tony, no doy coches nunca más, si no me dejas jugar». No es una frase perfecta, pero a Tony le llegó el mensaje perfectamente.[28]

Once meses después de su llegada a Estados Unidos, a la edad de ocho años y medio, el uso y la comprensión del inglés por parte de Joseph se equiparaba ya a la de un niño estadounidense de seis o siete años, aunque aún hablaba con acento polaco. Pasado otro año, alcanzó el nivel de sus compañeros de edad y apenas podía detectarse el acento extranjero. Los psicolingüistas no volvieron a ocuparse de él hasta que cumplió los catorce años; en ese momento su pronunciación no podía distinguirse de la de sus compañeros nativos, aun cuando en casa seguía hablando en polaco. Su rendimiento en la escuela siguió un patrón muy similar: tuvo algunas dificultades con la lectura en los primeros cursos, pero de quinto en adelante sus notas se acercaban a la media general y a veces estaban un poco por encima.

No había ningún grupo de polacos estadounidenses en la escuela de Joseph, ningún grupo de niños que no hablaran inglés y con los que él se pudiera identificar. Como Daja Meston, era un caso sui generis, y uno no basta para formar un grupo. Así pues, él se clasificó a sí mismo como un chico, un chico de segundo curso, y adoptó las normas de conducta apropiadas para esa categoría social. Las normas incluían hablar inglés. Si Joseph hubiera sido sumergido, hundido o zambullido en una escuela de niños sordos, las normas hubieran sido muy diferentes, y Joseph hubiera aprendido a comunicarse con sus manos, en vez de con su lengua. Un sociólogo que visitó una escuela para niños sordos informó de que se trataba de «un lugar donde uno aprendía a ser sordo». He aquí un fragmento de una conversación entre el sociólogo y un profesor veterano de la escuela:

SOCIÓLOGO: ¿Ha visto usted alguna «conducta de sordos»? ¿Qué es, cómo se manifiesta?

PROFESOR: No sé qué puedo decirle, pero nosotros hemos tenido niños que han venido con cierto grado de audición y posteriormente han acabado actuando más y más como sordos…, y no es solo el hecho de que dejen de usar el habla…, lo cual es una mala cosa. Lamento decirlo, pero es algo que simplemente sucede.

SOCIÓLOGO: Explíqueme eso un poco. Ya lo he oído con anterioridad… si un niño llega aquí y puede hablar, ellos (los estudiantes) le hacen dejar de hablar, ¿no es así?

PROFESOR: Ellos dejan de hablar.

SOCIÓLOGO: ¿Por qué? ¿Sufren alguna presión para que dejen de hacerlo?

PROFESOR: Sí, de los otros chicos. Y entonces comienzan a actuar como sordos.[29]

Ahora considérese qué hubiera sucedido si los padres de Joseph se hubieran establecido en una zona donde hubiera habido muchos inmigrantes polacos y él hubiera sido uno de los varios estudiantes de su clase que sabía poco o nada de inglés. Digamos que Joseph hubiera ido a una escuela que ofreciera un programa bilingüe para niños que no hablaran inglés. ¿Le hubiera ido mejor?

Ciertamente le hubiera sido más fácil la transición y los primeros meses en la nueva escuela no hubieran sido tan estresantes. Pero ¿hubiera aprendido inglés tan rápidamente o tan bien?

Se trata de una cuestión controvertida, pero ya te habrás fijado que no soy una persona que se arrugue ante las controversias. La respuesta es no. Los programas bilingües han sido, en palabras de un conocido crítico, «un soberbio fracaso».[30]

La teoría de la socialización a través del grupo puede explicar por qué han fallado esos programas. Y fallan básicamente porque crean un grupo de niños con normas diferentes, normas que les permiten no hablar inglés o hablarlo mal. El hecho de que sus profesores puedan hablar un inglés gramaticalmente correcto y sin acento no basta. En las escuelas para sordos, no son los profesores los que provocan que los niños «con un buen nivel de audición» dejen de hablar. La mayoría de los profesores de esas escuelas oyen perfectamente.

La lengua es tanto una conducta social como un tipo de conocimiento, algo que puede ser enseñado. Los profesores pueden transmitir conocimiento pero tienen solo un poder limitado a la hora de influir en las normas de conducta de sus estudiantes. Incluso un excelente profesor de inglés se frustrará por la lentitud del progreso de sus estudiantes, excepto que pueda convencerles de que hablar inglés es una de las normas de su grupo. Lo peor no es mantenerlos a flote, sino persuadirlos de que han de nadar contra corriente.

En zonas donde hay muchas familias inmigrantes, los programas bilingües permiten a los niños pasarse la mayor parte de la jornada escolar en compañía de otros niños con quienes comparten su lengua propia. Un profesor hizo las siguientes observaciones:

Los estudiantes rusos acaban hablando entre ellos en ruso, los niños haitianos hablan en criollo y los hispanos en español. Se unen en grupos y crean subculturas. Van a la escuela juntos y pasan el día juntos.

Si no hay bastantes chicos rusos para formar un grupo propio, los programas concebidos para enseñarles inglés los mezclan con otros grupos de inmigrantes:

Uno de los asesores, sonriendo, dijo que algunos de los chicos rusos hablaban inglés con acento español, mientras que otros habían adquirido el acento jamaicano.[31]

Si la mayoría de los chicos de un grupo habla inglés con acento español, así es como todos ellos acabarán hablándolo. El acento no desaparece, ¿por qué debería hacerlo? Es normal en su grupo, es el modo como hablan. Si permanecen en ese grupo durante la adolescencia, así es como hablarán cuando sean adultos. Y si el lenguaje que usan cuando están juntos —el que usan en el patio de recreo o en el comedor— es español, ruso o coreano, el inglés no pasará de ser, para ellos, una segunda lengua. Pensarán y soñarán en español, ruso o coreano.

La decisión de dejar la patria no es una decisión fácil para los emigrantes. Una vez que llegan a su nuevo país han de afrontar otra decisión. Deben decidir qué es más importante para ellos: que sus hijos conserven la lengua y la cultura de su patria o que dominen la de su nuevo país de acogida. Estableciéndose en una zona en la que no había otros inmigrantes polacos, los padres de Joseph escogieron la segunda opción. Su hijo se convirtió en un «estadounidense auténtico», indistinguible de sus compañeros nativos. Pero la americanización de Joseph tuvo un precio: aunque él aprendió el polaco desde la cuna y siguió hablándolo en casa, el polaco se convirtió en la lengua en la que él se sentía como un pez fuera del agua.[32]

SI DOS ES COMPAÑÍA, ¿CUÁNTOS SE NECESITAN PARA FORMAR UNA MULTITUD?

Las culturas se han transmitido de una generación a otra a través de los grupos de compañeros, no a través de los hogares. Los niños adquieren el lenguaje y la cultura de sus compañeros, no (si hay una discrepancia) los de sus padres o profesores. Si no tienen una cultura en común, crearán una. Una cultura concebida por un comité de niños es probablemente un pastiche, pero si estás pensando en el manido «camello»,[*] olvídalo.

La mayoría de los niños no han de crear una cultura: pueden usar la que reciben de sus padres, poniéndola al día ligeramente para satisfacer sus gustos más ilustrados, o —ahora que la televisión se ha convertido en una fuente de información para ponerse al día— menos ilustrados.

No niego que la mayoría de niños adquiere el lenguaje y la cultura de sus padres. Si sus padres hablan inglés y lo habla también la mayoría de sus amigos, no tienen necesidad de inventarse una nueva lengua o de volver a aprender inglés. Y lo mismo vale también para la cultura. Esta suma —este acuerdo entre padres e hijos— es una de las cosas que ha equivocado a los psicólogos del desarrollo. Se trata de una pista falsa, de un señuelo. Si no cambiamos nada en una familia y la colocamos en un lugar en el que hay una cultura y un lenguaje diferentes, obtendremos un resultado completamente diferente para los niños. Si aún son pequeños, adquirirán la segunda lengua y su cultura tan rápida y fácilmente como lo hicieron con la primera. Parece que no constituye una gran ventaja el hecho de tener padres que te puedan enseñar las costumbres locales antes de que tú puedas aventurarte a salir. La principal ventaja es que te sientes menos cortado cuando, más tarde, quieres llevar a tus amigos a casa al acabar la escuela.

Siguiendo el curso natural de los acontecimientos, la mayoría de los niños acaban teniendo más o menos el mismo lenguaje y cultura que sus padres, porque la mayoría de los padres viven en lugares donde comparten ese lenguaje y esa cultura con sus vecinos. Cuando sus niños van a la escuela, estos se hallan rodeados por otros niños que vienen de hogares parecidos a los suyos. Lo único que tienen que hacer es nadar a favor de la corriente.

Pero una escuela pública grande puede servir a barrios muy distintos, barrios que pueden tener diferentes culturas (subculturas, para ser precisos). Sus habitantes pueden hablar con diferentes acentos y tener diferentes ideas acerca de cómo gobernar una casa, cómo comportarse en público y cómo organizar la propia vida. Acuérdate de la pacífica La Paz y el violento San Andrés, los pueblos mexicanos que ya han aparecido varias veces en este libro. Los barrios en Estados Unidos, ubicados a poca distancia unos de otros, pueden ser tan diferentes como La Paz lo es de San Andrés.[33]

Si hubiera una escuela a mitad de camino entre La Paz y San Andrés, a la que asistieran niños de ambos pueblos, no me cabe duda de que su ambiente sería como el de Wexler, la escuela donde la socióloga Janet Schofield estudió las relaciones entre blancos y negros. Los chicos de La Paz y los de San Andrés formarían grupos separados, y sería raro que un niño de un pueblo tuviera amigos que fueran del otro. Los de San Andrés dirían de los de La Paz que estos eran unos blandengues: «No saben luchar», dirían. Los chicos de La Paz se quejarían de que los de San Andrés siempre acababan provocando a la gente. El espíritu de grupo sería muy relevante. Los niños se sentirían empujados a adaptarse a las normas de su propio grupo. Los efectos de contraste exagerarían las diferencias entre los grupos.

Ahora imagina un escenario ligeramente distinto: la escuela está ubicada más cerca de La Paz y la mayoría de los niños que van a ella proceden de ese pueblo. Pero, por alguna razón, un chico de San Andrés —llamémosle Miguel— acaba también en esa escuela. ¿Qué sucedería? ¿Cómo se comportaría?

Quizá estás pensando que Miguel va a ser el terror del patio, porque lo que él aprendió en su pueblo lo va a convertir en un tiburón entre arenques. Pero yo no creo que una diferencia en cultura —en normas de conducta— convierta a alguien en un abusón. Cada cultura tiene sus abusones: son las personas que violan las normas. Es un problema de personalidad, no un problema cultural.[34]

Si asumimos que Miguel es un tipo de chico como la media, un chico como Joseph, lo que sucederá (según la teoría de socialización a través del grupo) es que él aprenderá a comportarse como los chicos de La Paz mientras esté en la escuela. Eso se debe a que él es el único de San Andrés, él no tiene un grupo. Si Miguel alterna entre su casa y la escuela y tiene otros amigos en casa, será bicultural:[35] aprenderá a nadar con los tiburones en casa y con los arenques en la escuela. Pero si todos sus amigos son de La Paz —si esos son los niños con los que él juega al acabar la escuela y también durante los fines de semana—, perderá, como Joseph, la cultura de su pueblo natal y adquirirá una nueva, la cultura de La Paz, adoptando las normas de conducta de su nueva cultura.

La cuestión numérica no es algo baladí. El que una clase se divida en grupos contrastados depende parcialmente de cuántos chicos haya en la clase: las clases grandes se dividen más rápidamente que las pequeñas. Y si los niños hacen grupos que se distinguen por el lugar de origen, la raza, la etnia, la religión, la clase socioeconómica o la habilidad académica, ello dependerá de cuántos de ellos hay en cada una de esas categorías sociales. Se necesita un número mínimo para formar un grupo, y no estoy segura de cuál es, porque no ha habido demasiada investigación al respecto, y mucho menos con niños. En algunos casos, dos sería suficiente para formar un grupo; pero usualmente se necesitan más de dos, quizá más de tres y de cuatro.[36]

En una escuela donde la mayoría de los niños procede de La Paz y solo unos pocos de San Andrés, se conseguirán resultados mezclados. En algunas clases en las que haya uno o dos de San Andrés es probable que adopten las normas de conducta de la mayoría que son de La Paz. En otras clases en las que haya cinco o seis, puede que sea un número suficiente para formar su propio grupo, un grupo en el que la norma básica es ser agresivo.

En el capítulo 9 mencioné un estudio sobre chicos afroamericanos procedentes de familia de «alto riesgo», esto es, sin padres y de muy bajo nivel de ingresos. Los que vivían en las barriadas con menor nivel de renta eran más agresivos que sus homólogos de clase media; la conducta agresiva era la norma donde ellos vivían.[37] Pero los chicos que vivían en barriadas predominantemente blancas y de clase media no eran particularmente agresivos. Esos chicos negros procedentes de hogares sin padres y de bajo nivel de ingresos eran «comparables en su nivel de agresividad» a los chicos blancos de clase media con los que iban a la escuela. Habían adoptado las normas de conducta de la mayoría de sus compañeros.

El número cuenta. O sea, que es importante. Unos pocos estudiantes de diferente clase socioeconómica, grupo étnico o procedencia nacional se asimilarán a la mayoría; pero si hay bastantes de ellos como para formar su propio grupo es muy probable que continúen siendo diferentes, y los efectos de contraste pueden conseguir que esas diferencias se incrementen. Con un número intermedio, las cosas pueden ir en cualquiera de los dos sentidos: dos clases con el mismo número de estudiantes mayoritarios y minoritarios pueden, en un caso, dividirse en grupos y, en el otro, permanecer unidas. Dependerá de acontecimientos casuales, de las características individuales de los niños y, de forma crucial, del profesor.

El trabajo de profesor es mucho más difícil, me parece, cuando sus estudiantes proceden de clases socioeconómicas muy distintas. Un niño nacido en un hogar donde el único material de lectura es el reverso de la caja de cereales del desayuno, y donde la televisión se enciende al amanecer y se apaga a medianoche, va a llegar a la escuela con una actitud muy diferente hacia la lectura del que ha nacido en una casa llena de libros y de revistas.[38] Un niño nacido de padres educados en la universidad va a tener un punto de vista muy diferente, sobre la importancia de la educación —de la normalidad del hecho de tener que pasar el primer cuarto de tu vida yendo a la escuela—, de aquel que haya nacido de padres que abandonaron los estudios. Los niños llevan con ellos esas actitudes al grupo de compañeros y si sus actitudes son compartidas por la mayoría de sus compañeros ellos se quedarán en él. Es probable que el ambiente de la clase sea propenso a la lectura en una escuela de un barrio homogéneo, donde todas las casas están llenas de libros y de revistas. Es probable que sea ¿qué? ¿A quién le importa todo eso en una escuela que está en un barrio donde la lectura es algo que se hace solamente por necesidad y nunca por placer? Y una escuela a disposición de ambos barrios es probable que se divida en grupos de chicos con culturas opuestas.

Según un reciente artículo aparecido en la revista Science, los niños tienen mejor rendimiento en la escuela si proceden de hogares en los que hay un diccionario y un ordenador.[39] El firmante del artículo piensa que, evidentemente, es el hogar lo que marca la diferencia. Yo creo que es la cultura, no el hogar. El hogar que contiene un diccionario y un ordenador se halla en los barrios de clase media habitados por padres con educación universitaria. Tales barrios albergan un cultura favorable a la escuela y a la cultura. Los chicos llevan esa cultura consigo al grupo de compañeros y el grupo lo acepta, pues es algo que tienen en común.

Ahora puedes ver por qué los chicos que van a las escuelas privadas y a las parroquiales tienen tan buen rendimiento. Se trata de escuelas que sirven a una población homogénea: los niños que van a ellas proceden de hogares donde los padres se preocupan lo bastante por tales cosas como pagar por la educación de sus hijos. Mete a algunos becarios en esas escuelas, o sumérgelos, y adoptarán las conductas y actitudes de sus compañeros de clase. Enseguida adoptan la cultura del grupo. Margaret Thatcher, antigua primera ministra de Gran Bretaña, fue becaria en una escuela privada de elite.

Ahora, quizá, puedas comprender por qué no funciona el enviar a un gran número de chicos de los barrios de bajos niveles de renta a escuelas privadas o parroquiales. Pueden formar un grupo propio y mantener actitudes y conductas que han llevado con ellos a la escuela.

LOS RESULTADOS DEL COEFICIENTE INTELECTUAL DE LOS NIÑOS ADOPTADOS

Los programas de intervención a corto plazo usualmente tienen efectos a corto plazo (y si es que tienen alguno) sobre el coeficiente intelectual de los niños. Pero ¿qué ocurre con los programas de intervención a largo plazo? La intervención más drástica de todas es la adopción: dar a un niño una nueva familia, normalmente de un estatus socioeconómico más alto del que él procede por nacimiento.

Recibí una carta por correo electrónico de un colega que planteaba una pregunta retórica: «¿Son importantes los padres?». Él enseguida se contestaba afirmativamente. La adopción puede subir el coeficiente intelectual de un niño, dijo, y eso prueba que el niño puede salir ganando con un mejor entorno hogareño.

A los creyentes en la concepción tradicional de la crianza y educación de los hijos les gustaría atribuir ese aumento de coeficiente intelectual al entorno familiar, a los padres adoptivos. Al móvil sobre la cuna, los libros leídos en voz alta, el diccionario en el estante, el ordenador en la mesa, etc. Pero el niño criado en ese hogar lo es en un barrio de clase media y va a una escuela de clase media. Sus compañeros también proceden de hogares que reúnen las mismas condiciones. Ese niño está siendo criado en una cultura que considera la lectura y el aprendizaje como algo importante, incluso divertido. El es parte de un grupo de compañeros que tienen los mismos puntos de vista. Contemplan con interés actividades como la lectura de libros y el uso de ordenadores. Conocen los nombres de los dinosaurios y se envían unos a otros cartas por correo electrónico.[40]

Para mí tiene bastante sentido que la adopción aumente el coeficiente intelectual del niño siempre que el hogar adoptivo tenga un estatus socioeconómico más alto del que pudieran proporcionarle sus padres biológicos. Si los padres adoptivos son de clase media, eso significa que posiblemente vivan en un barrio de clase media. Si los padres adoptivos son trabajadores no cualificados, probablemente no vivirán en un barrio de clase media y ni yo ni nadie puede predecir que, en ese caso, esa adopción aumente el coeficiente intelectual del niño. Eso es exactamente lo que se descubrió en un estudio llevado a cabo en Francia: los niños adoptados por familias de clase media tenían un coeficiente intelectual más alto que los adoptados por trabajadores.[41] Había, en efecto, una diferencia de doce puntos entre los promedios de ambos grupos.

¿Fueron sus experiencias en casa o en la escuela y en el barrio lo que marcó esa diferencia? ¿Fueron las actitudes y actividades de sus padres adoptivos o las de sus compañeros? Mi colega diría: «Los padres». Yo diría: «Los compañeros».

Desafortunadamente, esta discusión puede resultar enteramente retórica, porque ahora mismo no está claro que esos doce puntos de diferencia en el coeficiente intelectual persistan en la edad adulta (los niños franceses fueron sometidos a pruebas a la edad de catorce años). Algunas pruebas de los estudios genéticos conductistas sugieren que no persiste esa diferencia. En la infancia hay una modesta correlación entre los coeficientes intelectuales de dos niños adoptados criados en el mismo hogar, una correlación que yo creo que se debe a que comparten el barrio, no la casa. Pero cuando esos hermanos adoptivos llegan a la edad adulta, la correlación entre sus coeficientes intelectuales se ha reducido a cero. Si se da crédito a esos resultados, se deriva de ellos que ni el hogar ni el barrio tienen efectos a largo plazo sobre la inteligencia de los niños adoptados. Sin embargo, los estudios genéticos conductistas probablemente subestimen los efectos a largo plazo de la adopción, porque los investigadores no hicieron ningún esfuerzo especial (como sí lo hicieron los franceses) para encontrar niños adoptados que hubiesen sido criados en hogares de muy diferentes estatus socioeconómicos. La mayoría de los adoptados han sido criados por padres de clase media en barrios de clase media. Donde hay poca variación en el entorno, los métodos de la genética conductista no nos pueden ofrecer una estimación precisa de los efectos ambientales.[42]

No hay duda, con todo, de que los efectos de la adopción sobre el coeficiente intelectual tienden a desvanecerse en la adolescencia. Creo que eso es debido al hecho de que a medida que los niños se hacen mayores se vuelven más libres para seguir sus propias inclinaciones.[43] Los adolescentes se organizan en grupos de compañeros con variadas actitudes hacia el progreso intelectual, e incluso pueden hallar grupos antiintelectuales en los barrios de clase media.

Lo que todavía no está claro es cuánto se desdibujan los efectos, cuánto del incremento de coeficiente intelectual descubierto en los niños criados por padres de clase media permanece en la edad adulta. Nadie está seguro de ello porque la respuesta depende de la combinación de datos de diferentes —y a menudo incompatibles— tipos de estudio. El genetista conductista Matt McGue es probablemente el especialista mundial más sobresaliente en el estudio del coeficiente intelectual de los niños adoptados. Su suposición de partida es que los beneficios a largo plazo de la adopción pueden cifrarse en unos siete puntos del coeficiente intelectual.[44]

Quizá esa respuesta cierre el caso sobre la fanfarronada que John B. Watson hizo hace tanto tiempo: «Dadme una docena de niños sanos —dijo— y yo garantizo que escojo uno al azar y lo puedo entrenar para convertirse en cualquier tipo de especialista que pueda seleccionar: médico, abogado, etc.».[45] Un incremento de siete puntos en el coeficiente intelectual no es como para despreciarlo, pero no resulta suficiente para conseguir llevar a la facultad de Medicina a un chico con una dotación genética ajustada al término medio.

LOS EFECTOS DE CONTRASTE ENTRE GRUPOS

El entorno del barrio tiene efectos durante la infancia porque la escuela primaria tiende a ser pequeña y a servir a poblaciones homogéneas. Una de las razones por las que esos efectos desaparecen en la adolescencia es que los institutos tienden a ser más grandes.[46] El número es importante. Incluso si la población a la que se atiende es homogénea, el mayor número de inscripciones en un instituto permite a los estudiantes formar más categorías sociales y dividirse de muchas formas. Negros o asiáticos criados en barriadas blancas, cuyos amigos habían sido blancos hasta ese momento, pueden hallar en el instituto un grupo de compañeros negros o asiáticos con el que identificarse. Los chicos que tuvieron problemas con sus tareas escolares en los primeros cursos, se unen y forman un grupo antiescuela —quizá antisocial— en el instituto. Una vez que se han formado esos grupos, las características que los definían al principio se ven exageradas por los efectos de contraste entre grupos.

Los efectos de contraste entre grupos funcionan como un balancín: cuando alguien sube, alguien baja. El resultado medio es peor que el neutral, porque es mucho más fácil bajar que subir.

Una vez que los chicos se han dividido en grupos es extremadamente difícil volver a juntarlos. Es mejor disuadirles al principio para que no lo hagan. Hay maneras mediante las cuales los educadores podrían hacer eso.

Una manera es conseguir que los chicos sean lo más homogéneos posibles. Esa es la razón por la que —por paradójico que pueda parecer— las chicas tienen mejores resultados en ciencias y matemáticas en las escuelas solo de chicas;[47] y también de por qué tradicionalmente las universidades negras aportan un número desproporcionado de talentos científicos y matemáticos al país. Eso es por lo que las escuelas uniformadas funcionan. Estaría muy interesada en el resultado de un experimento que pusiera a los chicos y chicas de primaria el mismo uniforme unisex.

Otra manera consiste en crear nuevos grupos que deshagan los creados anteriormente. Eso significa darles a los niños la posibilidad de dividirse de una forma no dañina: Delfines contra Marsopas; en vez de hacerlo de un modo dañino: chicos contra chicas, ricos contra pobres, listos contra lerdos, etc. Como los Águilas y los Serpientes de cascabel demostraron, este método tiene sus riesgos. Lo que comienza como un modo inofensivo de dividirse puede degenerar en calcetines llenos de piedras.[48] El truco consiste en mantener las categorías sociales equilibradas para que puedan contrarrestarse unas a otras. Si una niña no puede decidir si es una chica, un Delfín o una lerda, puede acabar clasificándose a sí misma simplemente como miembro de la clase de sexto curso de la señorita Rodríguez.

Si todo lo demás falla, el método más seguro para unir a la gente es buscarle un enemigo común. Funciona para los grupos de chimpancés; también para los equipos deportivos o, y, en ese sentido, hasta para los equipos de ajedrez. En mi instituto, los chicanos y los angloamericanos se unieron para animar a nuestro instituto cuando Tucson High compitió contra Phoenix. Los investigadores de Robbers Cave consiguieron que los Serpientes de cascabel y los Águilas trabajaran juntos diciéndoles que vándalos de fuera habían destrozado el sistema de agua del campamento.

Los líderes pueden unir a la gente o dividirla. Algunas de las cosas que los profesores hacen hoy en día con la mejor intención tienen el resultado no deseado de hacer a los chicos más conscientes de los modos como pueden dividirse en categorías sociales. Yo creo que el trabajo de un profesor no consiste en enfatizar las diferencias culturales entre los estudiantes (eso lo pueden hacer los padres en casa), sino en anularlas. El trabajo de un profesor consiste en unir a sus estudiantes dándoles un objetivo común.