«Es la cosa más desagradable que he hecho nunca», le dijo un chico de siete años al psicólogo del desarrollo. No, claro que no había matado a su padre ni se había acostado con su madre. Tampoco había arrojado a su hermanito por la ventana, ni había prendido fuego a su casa. Lo único que había hecho era ayudar al psicólogo en un experimento representando un papel frente a una cámara de vídeo. Había seguido sus instrucciones y había hecho lo que se le dijo: que cambiara el pañal a una muñeca.
Los psicólogos también le pidieron a una chica de siete años que le dejaran filmarla jugando con un camión de juguete, pero ella estaba hecha de una pasta bastante más dura. «Mi mamá quiere que juegue con estas cosas —les dijo—, pero yo no quiero.»[1]
¿Qué les pasa a esos chicos? Les damos nombres unisex y les vestimos con ropas unisex. Les decimos a nuestras hijas que pueden ser conductoras de camiones y a nuestros hijos que es bueno jugar con muñecas. Y hacemos todo lo que podemos para ofrecerles un buen ejemplo. Por toda Norteamérica y Europa los padres andan cambiando pañales y las madres las marchas de los automóviles.
Y sin embargo nuestros hijos e hijas aún tienen esas nociones anticuadas. Las ideas de los adultos han sido revisadas, pero no las de los niños. A lo largo del pasado siglo, y también del presente, la cultura adulta se ha ido volviendo cada vez más igualitaria, pero los niños son tan sexistas como siempre.[2]
Podría admitirlo sin pensarlo dos veces: no creo que los niños y las niñas nazcan iguales. Hay bastantes diferencias que podríamos señalar. Pero las diferencias que vemos en los niños y las niñas de siete años no son diferencias de nacimiento. Los niños no nacen con aversión a cambiar pañales a las muñecas; ni las chicas nacen disgustándoles los camiones.
Las diferencias de sexo se incrementan en la primera década de vida.[3] Y eso lleva a una abierta hostilidad entre ambos sexos. Los chicos escriben en el cartel: «¡Prohibida la entrada a las chicas!».
Y las chicas manifiestan su camaradería de formas igualmente poco sutiles. He aquí una canción con la que regresó de un campamento de verano la hija de seis años de una amiga mía:
Los chicos van a Júpiter para ser más estúpidos,
las chicas van a la universidad para saber más.
Los chicos beben cerveza para ser más raros,
las chicas beben pepsi para ser más sexys.
Zigzag, compota de manzana,
¡ODIO A LOS CHICOS![4]
Tales síntomas de sexismo son censurados en los padres, en los profesores o en la cultura como un todo. Pero si la sociedad adulta es menos sexista que la sociedad infantil, ¿cómo puede ser que los adultos estén teniendo ese efecto sobre los niños? Si me has seguido hasta aquí, ya conoces mi respuesta: no son los adultos, sino los mismos niños.
Si me has acompañado hasta aquí, ya debes saber que voy nadando contra corriente: es tal el poder del concepto tradicional sobre la crianza de los hijos que ni el profesor de psicología ni la persona que está delante de ti en la caja del supermercado están dispuestos a mostrarse de acuerdo con lo que he dicho a lo largo de los nueve capítulos anteriores. Pero ahora hemos de tratar del desarrollo de la feminidad y la masculinidad y, de repente, me doy cuenta de que no voy nadando sola. Cuando digo que la masculinidad de un chico y la feminidad de una chica se conforman en el entorno que comparten con sus compañeros antes que en el que comparten con sus padres, no estoy diciendo nada nuevo. Otros antes que yo —incluso los profesores de psicología— han llegado a una conclusión semejante.[5]
Y llegaron a esa conclusión porque los esfuerzos por censurar a los padres por este aspecto del desarrollo no han dado fruto alguno.
¿Tratan los padres de forma distinta a los chicos y a las chicas? En Estados Unidos la respuesta es: no de una manera marcada.[6] Les dan a ambos la misma cantidad de apoyo y de atención y los educan de la misma forma. Las únicas diferencias, si acaso, están en las distintas tareas caseras que les asignan y en las ropas y juguetes que les compran. Y esas diferencias podrían ser efectos de los hijos sobre los padres: reacciones a, antes que causas de, las diferencias entre hijos e hijas. Sí, los padres les compran camiones a sus hijos y muñecas a sus hijas, pero quizá tienen una buena razón: quizá eso es lo que ellos quieren.
Freud creía que un chico adquiere sus ideas sobre cómo comportarse al identificarse con su padre, y una chica al identificarse con su madre. Las pruebas no respaldan la teoría de Freud. La masculinidad de un chico y la feminidad de una chica no están relacionadas con esas características del padre del mismo sexo. Los chicos criados en hogares sin padre y las chicas criadas por lesbianas no son menos masculinos y femeninas que los chicas y chicas que tienen una pareja de padres con el visto bueno del inefable Dan Quayle.[7]
Durante los años formativos de la infancia, una chica se vuelve más semejante a otras chicas y un chico a otros chicos. Las chicas rudas se suavizan; los chicos tímidos se vuelven más atrevidos.[8] Las diferencias entre los sexos se ensanchan y son los propios niños los responsables de esos cambios. Ellos no se identifican con sus padres, sino que se identifican con otros niños, otros niños como ellos.
HAY DIFERENCIAS DE PARTIDA
De los cuarenta y seis cromosomas del genoma humano, cuarenta y cinco son unisex: los tenemos mujeres y hombres por igual. El cuarenta y seis es el cromosoma Y, así llamado por su forma. El Y se encuentra solo en los hombres, y está entre los cromosomas más pequeños de la especie.
La naturaleza es ahorradora. Si hay algún sobrante en nuestro genoma, está ahí solo porque es menos costoso dejarlo que aventarlo. No tenemos varias copias de los genes esenciales porque es muy costoso seguir el proceso que se necesita para mantenerlos en buen estado de funcionamiento. Así pues, los organismos están ensamblados del mismo modo que, según Mozart, escribió Salieri su música: con un montón de repeticiones. Los organismos simétricamente bilaterales no requieren un conjunto de genes para cada mitad, sino simplemente un mando para enviar las instrucciones y para que se haga lo mismo en el otro lado.
Hombres y mujeres tienen cuarenta y cinco cromosomas comunes porque es más barato duplicar que variar. Todas las diferencias entre ellos se ocultan o se manifiestan por ese pequeño cromosoma Y; el resto de sus genomas contiene las mismas instrucciones. Los riñones masculinos y los femeninos, o los ojos masculinos y los femeninos, funcionan del mismo modo. Sus huesos establecen las mismas conexiones; la receta de su hemoglobina tiene los mismos ingredientes. Los hombres tienen pezones, aunque no los necesiten, porque es más fácil duplicar que variar. Dale estrógenos a un hombre y le crecerán los pechos.
Como la naturaleza es ahorradora, solo las diferencias que provocan una diferencia fueron codificadas en nuestro ADN. Solamente las diferencias que provocan una diferencia en el entorno en el que se ha desarrollado nuestra especie. Eran cosas que, si estaban presentes en los machos y no en las hembras, incrementaban la posibilidad de que el macho sobreviviera y se reprodujera, o que sus parientes más cercanos pudieran sobrevivir y reproducirse. O bien cosas que, si estaban presentes en las hembras y no en los machos, incrementaban la posibilidad de que las hembras pudieran sobrevivir y reproducirse, o que sus parientes más cercanos hicieran lo mismo.
Los chicos y las chicas son muy parecidos en muchas cosas, en bastantes más de las que son distintos, pero hay diferencias. Una diferencia es obvia: se trata de la que observa el ginecólogo (o el especialista en ecografías) antes de hacer el anuncio tradicional: «¡Es un niño!» o «¡Es una niña!». Otras diferencias son menos claras: al nacer, por término medio, los niños son ligeramente más largos y más musculosos que las chicas. Algunas diferencias no son claras en absoluto, porque están dentro de la cabeza del bebé.
En un famoso experimento de los años setenta, un par de investigadores pasó a un grupo de universitarios una película sobre un bebé que llevaba ropa unisex y que jugaba con juguetes unisex también. A algunos de los estudiantes les dijeron que el nombre del bebé era Dana y a otros que era David. En función de si pensaban que estaban viendo a un niño o a una niña, los espectadores de la película hacían diferentes comentarios acerca del bebé. A Dana se la veía más sensible y tímida. A David se le veía fuerte y atrevido. Y, sin embargo, se trataba del mismo bebé.[9]
Este experimento quería demostrar que todos los bebés son iguales y que luego salen como salen porque les ponemos nombres como Dana o David y después los tratamos de forma diferente. Dieciséis años después, otro par de investigadores hicieron un experimento levemente distinto: se filmó a varios bebés, no solo a uno, y a los estudiantes universitarios se les pidió que emitieran juicios sobre todos los bebés. No había indicación alguna en la película acerca del sexo real de los bebés; ni a ninguno de ellos se le puso nombre. Y sin embargo, por término medio, se juzgó que las niñas eran más sensibles y los niños más fuertes. Si pudieras disponer de una docena de niños saludables, los vistieras con ropas neutras y les pusieras nombres como «Jamie», «Dale» o «Yan Zhen», y les pidieras a los transeúntes que adivinaran su sexo, apuesto a que la mitad de las respuestas serían correctas.
En la primera edición de mi libro de texto sobre el desarrollo del niño, publicado en 1984, había una segunda parte llamada «El caso de los mellizos de distinto sexo». Estaba basada en un informe de dos psicólogos de la Universidad John Hopkins, John Money y Anke Ehrhardt. A Money y Erhardt les pidieron consejo los padres de un par de mellizos, uno de los cuales había sufrido un terrible accidente. A la edad de siete meses, el pene del niño había sido mutilado en una circuncisión auténticamente chapucera. Los padres —una joven pareja del medio rural y con un nivel de educación muy bajo—, así pues, tenían un hijo intacto y otro que era exactamente como él en todo menos en una cosa: le faltaba el pene.
Los doctores les dijeron que no había ninguna forma satisfactoria de reconstrucción del pene. La mejor alternativa, les dijeron, consistía en criar al mellizo accidentado como una chica. Les recomendaron quitarle los testículos —para eliminar la fuente primaria de las hormonas masculinas— y administrarle estrógenos durante la pubertad. El resultado sería un cuerpo con formas femeninas.
Los padres meditaron agónicamente sobre la decisión que debían adoptar y finalmente, cuando el niño tenía diecisiete meses, cedieron. El niño fue castrado y mediante la cirugía reconstructiva produjeron la apariencia externa de los genitales femeninos. Le pusieron un nombre de chica y desde entonces la trataron como tal.[10]
Si juzgamos por el informe de Money y Ehrhardt, los padres estaban entusiasmados al aceptar el nuevo género de su niño. Los psicólogos tuvieron noticias de la madre varias veces en los años posteriores y ella siempre tenía claro que uno de su mellizos era un chico y el otro era una chica. En la segunda parte de mi libro de texto, recogí las palabras de la madre:
Ella parece que es más delicada [que su hermano mellizo]. Quizá se deba a que yo la animé… Nunca he visto una niñita tan limpia y ordenada… Le encanta llevar el pelo bien marcado. Se podría quedar sentada todo un día bajo la secadora para llevarlo marcado.[11]
Aunque el niño y los padres parecían haberse adaptado bien, Money y Ehrhardt revelaron la existencia de algunos problemas menores. Admitieron que «la chica tenía muchos rasgos de marimacho, como un exceso de energía física, un alto nivel de actividad, testarudez y marcado afán dominante en el grupo de chicas».
Como ya dije en la primera edición de mi libro de texto: ¿y qué? Hay un montón de niñas pequeñas que son un poco marimachos. En su gran mayoría, ellas piensan en sí mismas como chicas y no tienen ninguna duda acerca de su sexo. Me tenía a mí misma bien presente cuando escribí aquella historia, porque yo también había tenido algo de marimacho. Como el mellizo transformado, tenía bastante energía física y era testaruda. A diferencia del mellizo transformado, no me gustaba que me marcaran el pelo y no tenía nada de delicada. Pero no puedo recordar que, ni por asomo, quisiera ser un chico. Esperaba poder llegar a ser madre y, mientras tanto, daba rienda suelta a mis impulsos maternales con mis mascotas y mis muñecas. ¿Cambiar el pañal de una muñeca? Por supuesto, sin problemas.
«El caso de los mellizos de distinto sexo» apareció en las tres ediciones de mi libro de texto, pero en la última edición yo ya tenía serias dudas. Para entonces ya estaba yo reconociendo que «hay un límite para lo que puede conseguir la influencia social y el aprendizaje». Pero aún sostenía que «si la gente te trata de forma persistente como a una chica, probablemente te convertirás en una».
Ya he dejado de creer en muchas de las cosas que decía en ese libro de texto, y una de ellas es la afirmación relativa a que te conviertas en una chica si la gente te trata como tal. Quizá sea verdad en algunos casos, pero ciertamente no en todos y probablemente no lo sea en la mayoría de ellos. El mellizo de distinto sexo no se adaptó, como luego resultó, al cambio de sexo. Un artículo de 1997 en una revista médica revelaba la verdad. El chico nunca había encajado en el papel de chica, nunca se sintió cómodo en el papel de chica. Y sin embargo sus padres y los médicos le seguían diciendo que era una chica. Su desdicha y su cólera se apoderaron de él cuando cumplió los catorce años; sintió que su vida no tenía sentido ni esperanza y pensó en suicidarse. Llegados a ese punto, sus padres le revelaron el secreto de su pasado: que había nacido chico. «De repente se encendió la luz —dijo él—. Por primera vez todo parecía tener sentido y comprendí quién era y qué era». Dejó de intentar ser una chica y se convirtió de nuevo en un chico. La metamorfosis inversa se produjo a la vista de todos sus compañeros del instituto; pues como su conducta escasamente femenina le había convertido en el blanco de todas las bromas, su situación en la escuela difícilmente podría empeorar. Sucedió justo lo contrario: mejoró. Sus compañeros lo encontraron más aceptable como chico que como chica. A la edad de veinticinco años se casó con una mujer unos pocos años mayor que él y, a través de la adopción, se convirtió en padre de sus hijos.[12]
En un remoto rincón de la República Dominicana se presenta ocasionalmente una mutación que hace que los niños parezcan niñas al nacer.[13] Durante la pubertad la testosterona se dispara y aparecen los rasgos masculinos característicos: la voz se hace más grave, se ensanchan los hombros y lo que parecía ser un gran clítoris se convierte en un pequeño pene. Los investigadores han estudiado a dieciocho de esas personas que fueron criadas como chicas. Cuando sus cuerpos adquirieron una apariencia varonil, todas menos una eligieron cambiar de sexo y abandonar sus nombres femeninos y las identidades con las que crecieron. Se casan con mujeres y se emplean en trabajos de hombres. El caso del mellizo de distinto sexo difiere del caso de las dominicanas en que no se debió a un error de la naturaleza, sino al de un grupo de médicos y psicólogos que pensaron que una niña pequeña es un niño pequeño pero sin pene ni testículos.
La idea de que los bebés nacen con el potencial para convertirse tanto en hombres como en mujeres, y que las conductas asociadas con los sexos son enteramente culturales, fue una idea popularizada por la antropóloga Margaret Mead. Se trata de otro ejemplo de su tendencia a ver las cosas a través de la lente de sus creencias previas. Ella describió una tribu de Nueva Guinea —los chambuli—, en la cual los hombres supuestamente se comportan como mujeres y las mujeres como hombres. Hombres sumisos y ansiosos; y mujeres fuertes y mandonas. Según el antropólogo Donald Brown, Mead se equivocó. En efecto, entre los chambuli la poligamia era normal, los hombres compraban a sus esposas, eran también más fuertes que ellas y podían golpearlas, y además se entendía que los hombres tenían el derecho a tener el mando.[14]
En todas las sociedades que conocemos, la conducta de los hombres y de las mujeres difiere. Difiere bastante más en la mayoría de las sociedades que en la nuestra, y el modelo de las diferencias es el mismo en todo el mundo. Es más probable encontrar a los hombres en posiciones de poder e influencia mientras que las mujeres tienden a satisfacer las necesidades de los demás. Los hombres son los cazadores y los guerreros. Las mujeres son las recolectoras y las criadoras. A los niños se les obliga a servir de niñeros si no hay disponible una chica; pero en todas partes se prefiere a las chicas para ese trabajo. Las chicas disputan entre sí por sostener a un bebé; a los chicos los bebés no les parecen en absoluto interesantes. Un investigador israelí informó de que en los hogares que él había estudiado muchos padres les daban muñecas a sus hijos. Pero a esas muñecas no les cambiaban los pañales. El investigador vio cómo sus jóvenes propietarios las pisoteaban o las golpeaban contra los muebles.
No creo que sea una coincidencia el que en todo el mundo haya estereotipos semejantes para hombres y mujeres. Los psicólogos sociales John Williams y Deborah Best pasaron cuestionarios a estudiantes universitarios de veinticinco países distintos y les pedían que escogieran los adjetivos que en su cultura se asociaban más con cada sexo. En los veinticinco países, los hombres fueron asociados con adjetivos como agresivos, activos, inquietos y duros. Las mujeres, con afectuosas, prudentes, sensibles y emocionales.[15]
ESTEREOTIPOS
Para la mayoría de las personas, la palabra estereotipo tiene una connotación negativa: implica un prejuicio. Implica hacerte una idea de alguien demasiado rápidamente y de forma equivocada. Pero Williams y Best ven los estereotipos como algo «no esencialmente diferente de otras generalizaciones». Según su punto de vista, «los estereotipos son simples generalizaciones acerca de grupos de gente, no necesariamente malas generalizaciones». Tenemos estereotipos no solo acerca de otros grupos, sino también sobre el nuestro propio, y esos estereotipos sobre nuestros grupos son básicamente positivos. Eso es producto de nuestra tendencia (ya descrita en el capítulo 7) a favorecer a nuestro propio grupo frente a los otros.[16]
Los humanos —incluso los más jóvenes— son excelentes recopiladores de estadísticas y excelentes detectores de las diferencias estadísticas.[17] La mente humana está hecha así. Las frutas rojas son, por término medio, más dulces que las verdes y no les lleva mucho tiempo a los niños empezar a preferir las rojas a las verdes. Mentalmente clasificamos las cosas en categorías a partir de sus diferencias y después seguimos reuniendo más pruebas de esas diferencias. Nuestras mentes desempeñan ese trabajo de forma eficiente y automática, y normalmente sin que tengamos conciencia de que lo estamos haciendo.
La psicóloga social Janet Swim hizo un estudio acerca de los estereotipos en la cultura estadounidense de los hombres y de las mujeres. Pidió a estudiantes universitarios que estimaran las diferencias entre hombres y mujeres sobre cierto número de aspectos, incluida la tendencia a asumir el liderazgo en un grupo, la aptitud para realizar tests matemáticos y la habilidad para interpretar el lenguaje del cuerpo y las expresiones faciales de los otros. Entonces ella comparó esos estereotipos con los resultados actuales de estudios en los que se miden las diferencias sexuales. Descubrió que los estereotipos eran sorprendentemente exactos. Además, era más probable que los estudiantes universitarios subestimaran las diferencias sexuales, en vez de sobrestimarlas.
Los estereotipos no son siempre exactos; son más o menos exactos cuando se refieren a grupos que no conocemos tan bien como a los hombres y a las mujeres. Pero el daño real de los estereotipos no es tanto su inadecuación, cuanto su inflexibilidad.[18] Podemos acertar cuando vemos a ciertos hombres más aptos para asumir el papel de dirigentes y menos aptos para leer los sentimientos de los demás, pero nos equivocaremos si pensamos que todos los hombres son así. Somos buenos calculadores de las diferencias entre promedios —la diferencia entre el miembro medio del grupo X y el miembro medio del grupo Y—; pero somos unos malos calculadores de la variabilidad dentro de los grupos. La categorización tiende a hacernos ver a los miembros de las categorías sociales más parecidos de lo que en realidad son, y eso es particularmente cierto para aquella categoría a la que nosotros no pertenecemos.[19]
LAS CATEGORÍAS SOCIALES CHICOS Y CHICAS
Durante los primeros años de vida, los niños y las niñas reúnen estadísticas sobre varias categorías de personas: adultos y niños; mujeres y hombres, chicos y chicas. No tengo datos formales sobre los que basar esta afirmación, pero no creo que los niños tengan categorías mentales para varones y hembras. No creo que tengan una categoría mental que contenga a las chicas y a las mujeres, y otra a los chicos y a los hombres. Para los niños, los adultos y los niños pertenecen a especies diferentes; sería como juntar vacas y gallinas y toros y gallos. Los niños pueden saber, en un sentido intelectual, que los chicos se convierten en hombres y las chicas en mujeres, pero esto es algo que se les ha de decir o que tienen que deducir. Para ellos no es algo obvio, ni relevante, y apenas si resulta creíble. Como ellos no tienen una casilla con la etiqueta varones, los chicos se colocan a sí mismos en la casilla etiquetada chicos, y conforman su conducta a la de los chicos, no a la de los hombres. Eso es lo que explica que un chico pueda ver a su padre cambiando pañales y aún diga que cambiar el pañal a una muñeca era la cosa más horrible que había hecho nunca. Y esa es la razón por la que una chica cuya madre es médico puede decir que solo los chicos pueden ser doctores, que las chicas han de ser enfermeras.[20]
Así pues, los niños reúnen estadísticas acerca de las categorías chicas y chicos y hallan diferencias estadísticas entre ellas. Ellos saben, porque se lo han dicho o porque se lo han imaginado, a qué categoría pertenecen, y la mayoría descubre que la suya es la que más les gusta. A casi todos les divierte más jugar con los miembros de su propia categoría —los miembros de su propio sexo— porque son los que normalmente quieren hacer las mismas cosas que ellos quieren hacer. Hacia los cinco o seis años, la mayoría de niños de las guarderías o parvularios juegan en pequeños grupos cuyos miembros son del mismo sexo. Y se dividen así, si los adultos lo permiten, siempre que tienen la posibilidad de escoger compañeros.[21] Ya he dicho con anterioridad que cuando no tienen la oportunidad de escoger, juegan con cualquiera que esté disponible.
Los años de mayor importancia para la socialización de grupo son los de la mitad de la infancia, de los seis a los doce. Durante todo ese tiempo, los niños de nuestra sociedad —una sociedad que les proporciona una enorme cantidad de compañeros— pasan la mayor parte de su tiempo libre con compañeros de su propio sexo. No se socializan —es decir, se socializan unos a otros, a sí mismos— simplemente como niños, sino como chicas o chicos. Esa socialización a través del género no se debe a que pasen mucho tiempo con otros compañeros de su propio sexo o a que les gusten más los compañeros del propio sexo, sino que es consecuencia directa de la autoclasificación. Una chica se clasifica a sí misma como chica, y un chico como chico, y sacan sus ideas sobre cómo comportarse de los datos que han recogido respecto a esas categorías sociales. Llevan reuniendo esos datos desde que nacieron.
Mis pruebas, como es usual, proceden de casos excepcionales. Piensa en el caso del mellizo de distinto sexo: se le dijo que era una chica, pero él no se sentía una chica. No estaba interesado en hacer lo que hacían las chicas. He aquí su propia descripción de su infancia:
Fueron pequeñas cosas desde el principio. Comencé a ver lo diferente que me sentía y era respecto de lo que se supone que debía ser. Pero no supe qué pasaba. Pensé que era un monstruo o algo así. Me miraba a mí misma y me decía que no me gustaban los vestidos que llevaba ni el tipo de juguetes que me daban. Comencé a salir con los chicos, subir a los árboles y todas esas cosas.[22]
Se trataba de un varón genético cuyos órganos masculinos habían sido destruidos por un terrible error de los médicos. Incluso después de que hubieran comenzado a darle estrógenos y le comenzaran a crecer los pechos, no se sentía como una chica. Luego están los varones genéticos cuyos órganos masculinos están intactos y que han sido criados como chicos, y sin embargo no se sienten como tales. La escritora Jan Morris, nacida James Morris, fue un niño así:
Tenía tres o quizá cuatro años cuando me di cuenta de que había nacido con un cuerpo equivocado y que debería ser realmente una chica. Recuerdo perfectamente el momento, y es el primer recuerdo de mi vida.[23]
Los niños como James Morris y los niños como «Joan» (el alias usado para el mellizo de sexo opuesto durante los años que vivió como mujer) serán rechazados probablemente tanto por los chicos como por las chicas por un igual. Son vistos —incluso por ellos mismos— como monstruos, como clavos que no pueden ser martilleados hacia abajo. Los chicos femeninos suelen pasarlo bastante mal: los otros chicos se meten con ellos y, acabada la guardería, las chicas tampoco los aceptan. A menudo suelen crecer solos y sin amigos. Y sin embargo se socializan —a sí mismos— y es una socialización a través del sexo. James Morris se clasificó a sí misma como chica y, en consecuencia, se socializó como tal, aunque fuera vista por los demás como un chico. De adulta, Jan Morris buscó voluntariamente el mismo tipo de cirugía que le fue aplicada a Joan contra su deseo, porque es muy difícil vivir en el cuerpo de un hombre si por dentro eres una mujer.
En un artículo de la revista Child Development, un investigador contó una historia verídica acerca de un chico llamado Jeremy, quien un día decidió ponerse broches en el pelo y llevarlos a la guardería. A los padres de Jeremy les pareció bien, pero sus compañeros tenían una opinión muy distinta. Un chico en particular no dejó de meterse con Jeremy por su nuevo peinado y le llamó nena. Para probar que él no lo era, Jeremy finalmente se bajó los pantalones. «El chico no se impresionó lo más mínimo —informó el investigador— y se limitó a decir: “Todo el mundo tiene pene; pero solo las chicas llevan broches en el pelo”.»[24]
El compañero de Jeremy se equivocaba en los hechos, pero tenía razón en la teoría: la identidad de sexo —la comprensión de que uno es un chico o una chica— no viene en una etiqueta pegada a los genitales. Ni es tampoco algo que los padres les puedan dar a sus hijos. Milton Diamond, el psicólogo que entrevistó a Joan después de haberse convertido de nuevo en varón, cree que esa identidad procede de un proceso de comparación de uno mismo con sus compañeros. Los niños se comparan a sí mismos con los chicos y las chicas que conocen y deciden «soy igual» que los de una clase y «soy diferente» de los de la otra.[25] A partir de cómo se sienten ellos por dentro —cuáles son sus intereses y cómo quieren comportarse—, se meten a sí mismos en una o en otra categoría genérica. Y esa será la categoría en la que se socializarán.
Daja Meston, el chico que fue criado en un monasterio tibetano (conté su historia en el capítulo 8), se describía a sí mismo como «un cuerpo blanco que alberga dentro a un tibetano».[26] Ningún tipo de cirugía puede remediar esa discrepancia. Daja fue rechazado por sus compañeros porque era demasiado alto y demasiado blanco, pero eso no impidió que se incluyera a sí mismo en la misma categoría que ellos y se socializara como un tibetano más. Del mismo modo, los niños como Joan y James pueden incluirse en categorías cuyos miembros los rechazan. No tienes que gustarles a los otros miembros de tu categoría para sentir que eres uno de ellos. Ni tan siquiera te han de gustar a ti.
LAS BARRERAS DEL GÉNERO
La psicóloga del desarrollo Eleanor Maccoby —sí, así es, la misma Eleanor Maccoby que apareció como un camafeo en el capítulo 1 y representó un papel destacado en el capítulo 3— ha descrito un experimento en el que un par de niños que no se conocían, de entre dos y tres años, fueron reunidos en una habitación del laboratorio llena de juguetes. Lo que sucedió después dependió de si los niños eran-de sexos distintos o del mismo. Los chicos y las chicas eran igual de amigables cuando se les emparejaba con otro del mismo sexo; pero aparecía una inquietante asimetría cuando se juntaba a una chica con un chico. La chica, en vez de jugar con su compañero —del modo como lo hubiera hecho si se hubiese tratado de otra chica—, se convertía en una mera espectadora. «Cuando se las emparejaba con chicos —informó Macoby— las chicas frecuentemente se quedaban quietas en su zona y dejaban que los chicos monopolizaran los juguetes». Se trataba de niños pequeños, ¡aún no tenían los tres años![27]
Jugar con los demás implica cooperación, y la cooperación significa a veces hacer lo que los otros te pidan. Las invitaciones a cooperar pueden presentarse como sugerencias o como exigencias. La investigación ha demostrado que a medida que las chicas se hacen mayores formulan más sugerencias a sus compañeras de juego y que estas —si son chicas— están más dispuestas a aceptarlas. Pero, durante ese mismo período de tiempo, los chicos cada vez aceptan menos la idea de seguir las sugerencias, especialmente si proceden de chicas.[28] Es más probable que escuchen a los otros chicos, quizá porque tales comunicaciones generalmente se presentan en forma de exigencia, más que como una petición educada. Estas cosas están sucediendo, no lo pierdas de vista, a una edad en la que apenas hay ninguna diferencia en tamaño o fuerza entre el chico medio y la chica media.
Quizá a eso se deba el que las chicas comiencen a evitar a los chicos: no es divertido jugar con personas que no escuchan tus sugerencias y que te arrebatan los juguetes sin pedirte permiso o esperar a que tú los dejes. Pero enseguida los niños pequeños comienzan también a evitar a las niñas, quizá porque es más divertido jugar con personas que quieren hacer cosas excitantes como imitar el motor de los camiones de juguetes, en vez de cosas tan aburridas como cambiarles los pañales a las muñecas. O quizá el mutuo alejamiento es el resultado de la categorización en dos grupos muy contrastados, chicos y chicas, con el consiguiente sentimiento de nosotros contra ellas.[29]
Por cualquier razón que sea, o por las tres juntas, la segregación por el sexo cobra importancia en los años de la infancia. La línea divisoria se agudiza más justo antes de la pubertad, es decir, justo cuando empieza a desaparecer. Incluso en las partes del mundo en las que los asentamientos tienen un bajo índice de población y donde los niños de ambos sexos juegan juntos, los preadolescentes forman grupos separados por sexo. Pueden hacerlo porque son capaces de vagar bastante lejos de casa en busca de compañeros.[30]
Se ha escrito mucho acerca de las diferencias entre los grupos de chicos y los grupos de chicas durante la mitad de la infancia. Eleanor Maccoby ofrece un sucinto resumen:
Las estructuras sociales que emergen en los grupos de varones y hembras son diferentes. Los grupos de varones tienden a ser mayores y más jerarquizados. Los modos de interrelación en los grupos del mismo sexo de chicos y chicas se van diferenciando progresivamente, y los diferentes estilos parece que reflejen diferentes agendas de intereses. A los chicos les preocupa más la competición, la dominación, establecer y proteger un terreno propio, y probar su virilidad; y para esos fines son más dados a enfrentarse a otros chicos directamente, asumiendo riesgos, aceptando desafíos, haciendo exhibiciones de su ego y escondiendo su debilidad. Entre los chicos hay una cierta cantidad de charla sexual (y sexista) encubierta, así como la predisposición a la elaboración de posturas homofóbicas. Las chicas, a pesar de que les preocupa conseguir sus propios objetivos individuales, están más motivadas que los chicos para mantener la cohesión y la cooperación del grupo, así como amistades que les permitan apoyarse mutuamente. Sus relaciones son más íntimas que las de los chicos.[31]
Maccoby habla, por supuesto, en términos generales. Hay excepciones a cada regla, y hay niños que no encajan en esas precisas descripciones de categorías. Algunos chicos se apartan de la dureza y la competitividad de los grupos de chicos; son candidatos idóneos para ser solitarios, al menos en la escuela. Algunas chicas preferirían jugar con los chicos. Y la verdad es que si son lo suficientemente buenas haciendo deporte, pueden ser aceptadas.[32]
Es inusual, sin embargo, que una chica sea aceptada para participar en un juego de niños en el patio de la escuela. La mayoría de las niñas que juegan con los chicos lo hacen en su barrio, no en la escuela. Las barriadas ofrecen menos compañeros potenciales que el patio escolar, por lo que los niños no pueden ser tan selectivos; eso proporciona una excelente excusa para los niños que no quieren ser tan selectivos. En cualquier caso, los grupos de juego del barrio tienen niños de ambos sexos y de variadas edades. La mezcla de edades es lo que permite que los juegos de la calle pasen de una generación de niños a la siguiente, de los mayores a los pequeños. La mezcla de sexos es lo que hace posible que muchas mujeres —más del 50% según algunos estudios— digan que eran un poco marimachos en su juventud y que les gustaba jugar con los muchachos.[33]
En los patios de la escuela y en los campamentos mixtos de verano, donde no hay escasez de compañeros, los chicos y las chicas se dividen en dos bandos enfrentados: nosotros contra ellas. Las relaciones entre las chicas y los chicos en el campo de juego a menudo adoptan la forma de lo que el sociólogo Barrie Thorne denomina «relación fronteriza»: relaciones que ahondan la división entre ambos sexos, que la convierten en algo más relevante; relaciones que son hostiles, al menos superficialmente, puesto que por debajo no hay duda de que se esconden significados más complejos. Los chicos se meten en los juegos de las chicas con la intención de desbaratarlos. Les cogen las bufandas o las mochilas. Les estiran del elástico de sus primeros sujetadores. Las chicas, con todo, no son siempre las víctimas de esas escaramuzas. Recuerdo que en quinto de primaria algunas de las chicas más atrevidas (yo no estaba por aquel entonces entre ellas, pues ya había perdido mi atrevimiento) solían perseguir a uno de los chicos —había un chico pelirrojo muy guapo al que se escogió como víctima— y le amenazaban con besarle. Eso le parecía al chico un destino peor que la muerte y se las apañaba para escabullirse a tiempo. Los hombres oprimen a veces a las mujeres besándolas a la fuerza; pero en los patios de juego son las chicas quienes más frecuentemente usan los besos como armas.[34]
Cuando las diferencias de grupo son relevantes, lo más probable es que surja la hostilidad entre ellos. Las presiones sobre los niños para evitar manifestar cualquier señal de amistad con los miembros del sexo opuesto son más intensas en aquellas partes de la escuela en las que la presencia de los adultos es menor, como el comedor o el patio. Los chicos, en particular, sufren las bromas y las pullas de sus compañeros si juegan con las niñas o se sientan junto a ellas. La influencia de los adultos incrementa la cantidad de relaciones amistosas entre los chicos y las chicas.[35] Son los propios chicos, no los adultos, los que inician y mantienen la segregación sexual.
Los padres a los que conozco están encantados si sus hijos tienen una o dos amistades del otro sexo. Tales amistades existen, pero si comienzan en los años de preescolar, como suele ocurrir, suelen desaparecer durante los años centrales de la infancia. El chico y la chica se ven solo en casa o en el barrio; en la escuela se desdeñan y no se cruzan ni un saludo con un ligero movimiento de cabeza. Sus padres son conscientes de que existe esa amistad, pero no así los compañeros.[36] Estoy hablando de amistades, no de enamoramientos. Los enamoramientos subterráneos entre niños en edad escolar también existen, pero muchos de ellos son unidireccionales. El destinatario del enamoramiento puede no tener conciencia de haber sido galardonado con esa alta distinción.
Las amistades y los enamoramientos son relaciones personales, y no han de ser confundidas con la grupalidad, la comprensión de que eres miembro de un grupo particular y de que sientes que lo que más te gusta es tu propio grupo. Las relaciones de grupo y las personales siguen distintas reglas, tienen diferentes causas y efectos.[37] A veces funcionan de forma distinta, como cuando uno descubre que le gusta un miembro de un grupo desfavorecido. A veces plantean exigencias que nos llevan al conflicto y uno ha de escoger entre ellos. Se ha observado a menudo que los hombres y las mujeres, cuando se enfrentan a ese dilema, tienden a resolverlo de formas distintas. Un hombre abandona rápidamente los brazos de su amada y se va a la guerra. «No podría amarte tanto, querida —le asegura solemnemente—, ni hacer honor a tu amor.»[*] Él le dice que va a luchar por ella, pero no es verdad: realmente va a luchar por su grupo. En las sociedades tradicionales son los hombres quienes usualmente permanecen en el poblado donde nacieron, y luchan para defenderlo, si es necesario; las mujeres, por lo general, suelen abandonarlo cuando se casan. Entre los chimpancés, son los machos los que se alían unos con otros para salir juntos a matar a los kahamans.
Creo que el sentimiento de grupo es más fuerte en los hombres por razones de la evolución:[38] son los hombres, más grandes y más musculosos que las mujeres, capaces de correr más rápido y de arrojar algo más lejos incluso ya desde la infancia, más libres en la edad adulta para arriesgarse físicamente, porque no se quedan embarazados y no tienen bebés a su alrededor durante todo el día; son ellos, pues, los que se unen con sus compañeros para defender al grupo e iniciar ataques contra otros grupos. La guerra intergrupal fue parte del entorno en el que se desarrolló nuestra especie, y cualquier cosa que nos diera una superioridad sobre nuestros adversarios ya justificaba ese trabajo extra para el pequeño cromosoma Y. Los juegos que les gustan a los chicos —los juegos a los que juegan en todo el mundo— son una preparación excelente para la guerra. Como observó una vez el escritor Hermán Melville: «Todas las guerras son cosas de niños, y son niños los que luchan en ellas».[39]
Muchos de los más famosos experimentos de la psicología social —el estudio sobre Robbers Cave, el de los sobrestimadores y subestimadores— han usado a hombres jóvenes como sujetos del experimento, y yo tengo la sospecha de que había una razón: los resultados quizá no hubieran sido tan nítidos de haber participado mujeres en esos experimentos. Los investigadores del estudio sobre Robbers Cave hicieron otro experimento un poco menos conocido (ya describí el más famoso en el capítulo 7) en el cual se les permitió a los chicos establecer lazos de amistad y después los investigadores los dividieron en dos grupos enfrentados, dividiendo amistades ya hechas. Las amistades se separaron; los amigos se convirtieron en enemigos.[40] Me pregunto qué hubiera pasado si los investigadores hubieran hecho lo mismo pero con chicas: «¡Por favor, deja que Jessica se cambie por Claire, así Jessica y yo podemos ser Águilas las dos!».
No quiero dar a entender que las mujeres carezcan de sentimiento de grupo. Tanto el cerebro masculino como el femenino tienen esa zona de grupalidad. La diferencia, si es que hay alguna, es solamente a qué se le da preferencia cuando se plantea un conflicto de exigencias.
¿UNA CULTURA O DOS?
Los grupos de chicos tienden a ser jerárquicos. Hay un líder que les dice a los otros qué se ha de hacer. Los chicos compiten entre sí por alcanzar determinado estatus. Se abstienen de mostrar su debilidad. No preguntan por ninguna dirección porque no quieren que nadie sepa que andan perdidos.
Las relaciones entre las chicas tienden a ser más próximas y exclusivas, aunque no necesariamente duraderas. Las chicas están menos inclinadas que los chicos a mostrar abiertamente su hostilidad; se la devuelven a sus enemigos intentando volver a sus amigos contra ellos.[41] El liderazgo entre las chicas tiene sus riesgos: puede granjearte la fama de estirada o de mandona. Las chicas no creen en mandar sobre quienes las rodean, creen en la cooperación y en los turnos.
Cuando están con sus compañeros, los chicos se esfuerzan por ser duros. No soy yo la primera en señalar esas diferencias; ni tampoco soy la primera en atribuir mucho de las diferencias de comportamiento entre hombres y mujeres a la socialización que adquirieron, o los modelos de relación social que aprendieron, en los grupos de compañeros de la infancia. Eleanor Maccoby ha dicho que los chicos y las chicas crecen en culturas diferentes. La lingüista Deborah Tannen, autora de You Just Don’t Understand, ha expresado un punto de vista semejante.[42]
Algunos escritores discrepan. A la socióloga Barrie Thorne, que ha estudiado las maneras de comportarse de los niños en los patios de recreo escolares, no le gusta la idea de «culturas diferentes». Ella señala que los chicos y las chicas se relacionan en contextos muy variados: con los hermanos en casa y con los amigos de ambos sexos en los grupos de juego del barrio. En las aulas escolares los dos sexos se mezclan pacíficamente a la hora de leer o en los grupos de estudio. Incluso en el patio, donde la conciencia de la división entre los sexos es más aguda, los chicos y las chicas se unen a veces. Thorne relata un incidente del que ella fue testigo con un chico llamado Don, que fue injustamente castigado por un profesor vigilante, y que se hallaba muy afectado. Sus compañeros de clase, tanto chicos como chicas, se acercaron a manifestarle su apoyo.[43] Thorne cree que las diferencias de conducta y el rehuirse mutuamente los chicos y las chicas les son transmitidos por la cultura adulta. Ella no dice exactamente cómo, y además admite que los niños son mucho más sexistas cuando están lejos del control de los adultos, pero da a entender que llamar a los chicos en clase chicos y chicas, y colgar imágenes sexistas en la pared tiene mucho que ver con ello.
Aunque mis propios puntos de vista sobre la cuestión del género son más compatibles con los de Maccoby y Tannen, admito que Thorne tiene parte de razón. Chicos y chicas no tienen, realmente, culturas separadas. Chicos y chicas de la misma edad, la misma etnia, que viven en el mismo barrio y que van a la misma escuela participan en una sola cultura de niños. Tienen las mismas ideas acerca de cómo se han de comportar los chicos y las chicas, y las mismas ideas acerca de cómo han de hacerlo los hombres y las mujeres. Las distintas conductas que están prescritas para la gente en las diferentes categorías sociales son una parte de la cultura. Los chicos y las chicas tienen opiniones diferentes respecto de cuál es el mejor modo de comportarse, pero coinciden básicamente en qué es lo que se supone que ambos, chicas y chicas, han de hacer.
Diferentes categorías sociales, no diferentes culturas. Las categorías sociales tienen una u otra relevancia en función del contexto, mientras que la cultura sigue siendo más o menos la misma. El modo como nos clasificamos a nosotros mismos depende de dónde estamos y quién está con nosotros, e incluso un niño pequeño tiene sus opciones: puede clasificarse bien como niño, bien como niña. Si la categoría de la edad es la relevante, la de género automáticamente lo es menos. Cuando un adulto ha abusado notoriamente de su posición de superioridad, como el que reprendió injustamente a Don, la categoría de edad se adelanta a primer plano y la de género retrocede. Esa fue la razón por la que chicos y chicas se acercaron a consolar a Don. Si les proporcionas a los niños en edad escolar otra manera de dividirse —en grupos de mayor o menor habilidad para leer, por ejemplo—, el género perderá relevancia hasta el punto de que los grupos de lectura la adquirirán.
¿DOS SEXOS O UNO?
Barrie Thorne ha usado el hecho de que chicos y chicas se relacionan en diversos contextos como un argumento contra el punto de vista que sostiene que los propios chicos y chicas son responsables de las diferencias entre ellos. Pero la relación no impide que los chicos desarrollen nociones sobre cómo han de comportarse las chicas y sobre cómo han de comportarse ellos mismos. Las relaciones no impiden que se clasifiquen a sí mismos y a sus compañeros como chicos y chicas, y eso no disminuye la relevancia de esas categorías.
Lo que reduce la importancia de la categoría de género es la falta total de relación: la ausencia del sexo opuesto. Cuando solo hay un grupo presente, la grupalidad se debilita y la autoclasificación se orienta hacia el yo y se aparta del nosotros. Entonces se producen las diferenciaciones dentro del grupo, esto es, cuando los miembros de un grupo rivalizan por el estatus y escogen, o son escogidos, para desempeñar determinados papeles.
Cuando no hay chicos cerca, las chicas no actúan de una forma tan femenina. Eso fue observado por varios investigadores que contemplaron a chicas de doce años jugando con una pelota al mismo juego que los chicos: a matar. En el estudio participaron dos grupos diferentes de sujetos: chicas afroamericanas de clase media en una escuela privada de Chicago, y chicas indias hopi, en una reserva de Arizona. Los investigadores buscaron culturas que variaban en el estatus asignado a las mujeres: la cultura hopi tradicional es matrilineal y las mujeres tienen bastante poder social y económico.
Cuando no había chicos cerca, ambos grupos de chicas jugaban muy en serio: jugaban de forma competitiva y algunas de ellas lo hacían bastante bien. Pero así que algunos chicos se metieron en el juego, la manera de jugar de las chicas cambió radicalmente. En vez de estar preparadas para iniciar rápidamente un movimiento, las chicas hopi estaban con las piernas y los brazos cruzados, dando la sensación de ser tímidas y escasamente atléticas. Las chicas afroamericanas, cuando estaban los chicos presentes, hablaban entre sí y se metían con los otros jugadores. Ambos grupos de chicas no tenían conciencia de su cambio de conducta. Cuando los investigadores les preguntaron por qué pensaban que los chicos siempre ganaban, ellas dijeron que los chicos hacían trampa. Pero no era verdad: simplemente se empleaban más a fondo. Ganaban a pesar de que a esa edad los chicos son, por término medio, más bajos y ligeros que la media de las chicas.
Chicos y chicas tienen estereotipos semejantes sobre los chicos y las chicas: ambos piensan que los chicos son más competitivos que las chicas y se les dan mejor los deportes. Y por regla general, es así. Cuando la categoría de género es relevante, las chicas son más como el estereotipo de la chica, y lo mismo sucede con los chicos, de modo que las diferencias entre ellos se agrandan por el efecto contraste.
Cuando no hay chicos cerca, las chicas no se comportan de un modo tan femenino. Pero cuando no hay chicas alrededor, los chicos siguen actuando de la misma manera viril, al menos en ciertos aspectos. En según qué circunstancias se muestran menos masculinos: a nosotros, toscos estadounidenses, los estudiantes de los internados masculinos británicos, con sus voces agudas y sus gustos exquisitos, nos parecen blandengues y débiles. Pero lo que ocurre (o solía ocurrir) en esas escuelas es, indudablemente, cosa de hombres. Sir Anthony Glyn, el hijo del barón, rememora su nada agradable entrada en el internado:
La primera semana de un chico en la escuela preparatoria es probablemente la más traumática experiencia de su vida, algo para lo que, a la edad de ocho años, no está en absoluto preparado. Hasta ese momento, no se ha dado cuenta de que hay mucha gente en el mundo que desea pegarle, herirle y a los que se les darán suficientes oportunidades para hacerlo, de noche y de día.[44]
Quienes le golpean y hieren son los otros chicos, los mayores. Lo que ha ocurrido es que la ausencia de chicas ha eliminado la categoría de género. El resultado es que las diferencias de edad se han vuelto más relevantes y, dentro del grupo, la lucha por el dominio se ha convertido en la máxima atracción. Cuando no hay otro grupo cerca, la competencia dentro del grupo se incrementa; y, como demostraron las jugadoras, eso vale tanto para las chicas como para los chicos. La dominación de las chicas mayores sobre las pequeñas es muy distinta de la de los chicos: las chicas lo hacen de un modo menos agresivo.[45] Se ha especulado con que la inhibición de la agresividad en las mujeres sea un mecanismo innato (aunque imperfecto) que se ha desarrollado porque de no tener ese freno probablemente podrían dañar a sus propias criaturas.
Donde los niños de ambos sexos van juntos a la escuela —especialmente donde se pueden reunir, en el patio, en grupos divididos de chicos y de chicas— la categoría de género es muy relevante y reina el sexismo. Sus padres pueden cambiar pañales y sus madres conducir camiones, pero los hijos juegan al fútbol y las niñas saltan a la comba. Los padres pueden creer sinceramente que los chicos y las chicas son básicamente iguales —que una niña es un niño sin pene ni testículos— pero los niños lo saben mucho mejor.
VOLVER A LAS RAÍCES
Aunque suene raro, los chicos y las chicas de las modernas sociedades igualitarias pueden ser más masculinos y femeninos, de forma estereotipada, que los niños que vivían en las bandas de cazadores y recolectores de nuestros ancestros. Entre los pocos grupos supervivientes de cazadores-recolectores, hay un pueblo llamado efe, que habita en los bosques Ituri, en la República Democrática del Congo. He aquí una descripción de la vida entre los efe narrada por un investigador:
Mau, un adolescente buscador de comida, está sentado en el campamento con su hermano de quince meses de edad atado a su regazo, balanceándolo para dormirlo con el sonido no distante de una pianola. Mau se estira para remover su cazo de sombe mientras un grupo de niños y niñas juegan a «disparar con fruta», usando arcos adecuados a su tamaño y flechas. Los niños se acercan peligrosamente al fuego donde cocina Mau y él los ahuyenta con la voz. Al echar un vistazo por el campamento, divisa a un grupo de mujeres que se preparan para ir a pescar, mientras que otras descansan, fumando tabaco junto a los hombres.[46]
Como raramente hay suficientes niños en un grupo de cazadores-recolectores para formar grupos de juego separados, chicos y chicas, los chicos y chicas efe juegan juntos. En consecuencia, las categorías sociales relevantes para los niños efe no son chica y chico, sino niños y adultos. Y los chicos y las chicas se comportan de un modo muy semejante. Incluso entre los adultos las fronteras de sexo están definidas menos nítidamente de lo que se podría esperar. Por el contrario, una tribu vecina llamada los lese, cuya forma de vida agrícola permite una mayor densidad de población, tiene una sociedad que está muy diferenciada por el sexo. Los lese viven en asentamientos lo suficientemente grandes como para permitir que los niños y las niñas se separen en dos grupos.
Otro grupo tradicional de cazadores recolectores son los bosquimanos del desierto de Kalahari, en el sur de África. Hoy son granjeros y ganaderos, pero no hace ni veinte años algunos aún vivían agrupados en pequeñas comunidades nómadas. Un antropólogo que los estudió informó de que los chicos y chicas bosquimanos juegan juntos y que las diferencias por razón de sexo son mínimas. Entre los bosquimanos asentados que se han convertido en productores de alimentos, había bastantes chicos y chicas para formar grupos separados, y las diferencias sexuales en su conducta eran bastante notables.[47]
Los chicos y chicas tienen conductas más parecidas en los lugares donde hay demasiados pocos niños para formar grupos separados, porque en esos lugares se autoclasifican como niños. Son parecidos porque se socializan dentro y por el mismo grupo de compañeros. Las exageradas diferencias por razón de sexo que vemos hoy entre los niños en nuestra propia sociedad pueden ser, en efecto, una creación de nuestra cultura: fue la invención de la agricultura, una innovación cultural que se remonta a diez mil años atrás, lo que nos hizo posible proporcionar a los niños muchos compañeros de juego potenciales.
Un pequeño consejo a los padres que quieren criar niños andróginos: que se unan a un grupo nómada de cazadores-recolectores. O que se trasladen a alguna parte del mundo donde haya los niños justos para formar un solo grupo de juego, no dos.
LO HARÉ A TU ESTILO
¿Te percataste de esos niños efe corriendo por ahí con sus pequeños arcos y con sus flechas? Los chicos y las chicas jugaban juntos, pero se trataba de un juego de chicos. ¿Y qué pasa con esos grupos de juego de barriada en las zonas residenciales estadounidenses? Las chicas que participan en ellos se convierten, según su propia definición, en marimachos. No hay mucha actividad de cambio de pañales en esos grupos mixtos, no, al menos, una vez que los niños han pasado ya la edad preescolar. Si las chicas quieren jugar con los chicos, tienen que acabar jugando según las reglas de los chicos.
El deseo de dominación sobre los compañeros es detectable en los varones a la temprana edad de dos años y medio. La mayor agresividad de los varones —y no solo en la especie humana, sino en casi todos los mamíferos— ha sido perfectamente documentada.[48] Un semental es más agresivo que un caballo castrado, no solo por el hecho de no tener testículos. El mellizo de distinto sexo, mientras vivió como chica, fue «a menudo la dominante en el grupo de chicas», aunque le hubieran quitado los testículos a los diecisiete meses. Las chicas que nacen con una condición llamada adrenalhiperplasia congénita —una hormona defectuosa que provoca una masculinización parcial del cerebro y los genitales de un feto hembra— tienden a ser niñas enérgicas incluso aunque el defecto hormonal sea rectificado una vez que han nacido.[49]
La mayoría de las chicas descubren pronto en su vida que no tienen demasiada influencia sobre los chicos. Ellas empiezan a evitar a los chicos antes de que ellos las eviten a su vez. Prefieren jugar con otras chicas porque saben escuchar. Los chicos siempre quieren hacer las cosas a su manera.[50]
Así pues, las chicas forman grupos separados en los que pueden hacer lo que quieran. Y eso funciona bastante bien hasta la adolescencia. Entonces los dos sexos vuelven a reunirse, empujados por fuerzas que —lo siento— caen fuera del campo de este libro. En la adolescencia, otro modo de dividirse se vuelve más relevante: tienes las pandillas deportivas, las académicas, las delictivas y ninguna de las anteriores. Los grupos vuelven a tener miembros de los dos sexos. Pero básicamente están gobernados por las reglas de los chicos. En los grupos mixtos, son los chicos los que llevan la iniciativa en las bromas y en la conversación. Las chicas son las que escuchan y las que se ríen.[51]
DEPRIMIDOS
Se ha dicho que la autoestima de las chicas cae en picado al entrar en la adolescencia. Aunque no siempre es así, y aunque tiene efectos menores de los que las historias de los periódicos te inducirían a creer, puedo aceptar que, por término medio, es así: a algunas chicas la autoestima les cae a los pies.[52] Lo que yo no acepto es que eso sea culpa de los padres o de los profesores, o de una nebulosa fuerza llamada «la cultura». Se debe, creo yo, a la situación en la que se encuentran las jóvenes al llegar a la adolescencia. Al formar sus propios grupos separados en la infancia, fueron capaces de evitar ser dominadas por los chicos. Después, el reloj biológico les da hora y de repente se encuentran a sí mismas deseando relacionarse con un grupo de personas que han estado practicando el arte de la dominación desde que se soltaron de la mano de mamá. Ya era bastante malo cuando esas personas —los chicos— eran de la misma talla o, durante un breve período de tiempo, algo más pequeños. Ahora, para rematarlo, se van haciendo cada vez más grandes.
Para que una adolescente pueda tener cierto tipo de estatus en un grupo cuyos miembros dominantes son chicos ha de ser realmente buena en algo que ellos valoren o ser bonita. Y esas no son cosas que se puedan adquirir mediante un entrenamiento. Las chicas, pues, tienen poco control sobre ellas. Puede que hayan tenido un alto estatus en el grupo de chicas de su infancia, pero eso no sirve de nada si resulta que al llegar a la adolescencia no son hermosas.[53]
Dos cosas que afectan a cómo se siente una persona respecto de sí misma son el estatus y el humor. Si su estatus en su grupo es bajo y no puede hacer nada por mejorarlo, su autoestima se derrumba. Ocurre exactamente lo mismo si es una persona depresiva. Desde el inicio de la adolescencia, las chicas tienen el doble de probabilidades que los chicos de deprimirse.
El vínculo entre depresión y baja autoestima está perfectamente establecido. Lo que ya no está tan claro es qué precede a qué, cuál es la causa y cuál el efecto. Muchos psicólogos clínicos creen que la baja autoestima provoca la depresión, y no hay duda de que ello es así en algunos casos. Pero a menudo las relaciones funcionan al revés. Si conoces a alguien con una alteración bipolar del ánimo —maníaco depresivos es como comúnmente se les denomina— sabrás de qué te estoy hablando. Cuando la gente con ese padecimiento está en un estado maníaco, creen que pueden hacer cualquier cosa, creen que son los mejores del mundo; y cuando están deprimidos creen que no valen absolutamente nada. Lo único que ha cambiado es su estado de ánimo —tienen la misma historia de buenas y malas experiencias—, pero a veces se sienten bien consigo mismos, y a veces se sienten terriblemente mal.[54]
Los trastornos bipolares ocurren con igual frecuencia en ambos sexos, y comienzan en la temprana pubertad; la depresión unidireccional (bajos estados de ánimo sin ninguna subida) es más común en las mujeres. La caída de la autoestima que experimentan algunas chicas en esa edad puede ser un síntoma de depresión, antes que una causa de esta.[55]
¿Por qué es la depresión más común entre las mujeres que entre los hombres? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Mi suposición es que se debe a sutiles diferencias en el cerebro, diferencias en el delicado equilibrio entre los mecanismos que impulsan a la acción y los que inhiben de ella. Cuando algo va mal en el cerebro, es más probable que los hombres se inclinen por el exceso de acción, y el resultado es la violencia. Las mujeres, sin embargo, es más probable que se inclinen en la otra dirección, y el resultado es la ansiedad o la depresión. La depresión maníaca significaría, así pues, que el equilibrio entre las dos clases de mecanismos es inestable.[56]
AL CUERNO CON LA DIFFÉRENCE
Los chicos y las chicas son de algún modo diferentes cuando nacen. Durante los siguientes dieciséis años las diferencias se incrementan. Durante la infancia lo hacen porque los chicos y las chicas se identifican, al menos durante parte de su tiempo, con diferentes grupos. Durante la adolescencia se incrementan de nuevo, pero esta vez por razones físicas.
La naturaleza es eficiente, no amable. Por término medio, las hembras son más débiles y menos agresivas que los machos, y en todas las sociedades humanas —sin exceptuar los nobles cazadores-recolectores— corren el riesgo de ser golpeadas.[57] También las hembras chimpancé son a menudo golpeadas por los machos. Las cosas son hoy mucho mejores para las mujeres de lo que lo han sido durante los pasados seis millones de años. Cuando yo era una estudiante en Harvard, todavía había un profesor en el departamento de psicología que decía, en público, que el laboratorio no era un lugar para las mujeres. Ningún profesor se atrevería a decir hoy semejante cosa.[58]
A las mujeres se les permite desarrollar actividades que antes les estaban vedadas. El problema es que aún tienen que desarrollarlas con las reglas que han establecido los hombres. Lo que aprendieron en la infancia les proporciona a los hombres cierta ventaja, y una desventaja a las mujeres, en los campos de juego de las sociedades contemporáneas.
Pero la socialización a través del sexo no es la única razón de que la gente sea diferente. Las presiones interiores y exteriores para amoldarnos a las reglas del propio grupo, y los efectos de contraste que convierten en diferentes esas reglas, también contribuyen lo suyo. Las diferencias psicológicas entre los sexos son estadísticas: la distancia entre los picos gemelos de dos campanas. Durante la infancia, la inclinación de las campanas las hace alejarse un poco, pero nunca dejan la una la compañía de la otra: siempre hay un solapamiento. Algunos hombres son bajos; algunas mujeres, altas. Algunos chicos son delicados; algunas chicas, rudas. Incluso cuando están con sus compañeros.