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La transmisión de la cultura

¿Qué es una cultura? Margaret Mead la definió como «un cuerpo sistemático de comportamiento aprendido que se transmite de padres a hijos».[1] En esa definición, «comportamiento aprendido» abarca un territorio muy vasto. Incluye las conductas sociales, tales como el carácter firme o humilde, frío o emotivo, y agresivo o cariñoso. Incluye habilidades como sacar una punta de flecha de un trozo de piedra o manejar un horno microondas. Incluye el conocimiento del habla local y qué palabras usar en cada ocasión. E incluye también —y seguro que somos nosotros ahora quienes estiramos en exceso la palabra «conducta», pero seguro que Mead no quiso excluir fenómenos de este tipo— creencias relativas a cómo llegaron a existir los ancestros remotos y quién o quiénes fueron los responsables de su existencia.

Mead asumió que la conducta aprendida «se transmitía de padres a hijos» porque ella pudo ver que los niños de diferentes sociedades adquirían diferentes conductas aprendidas —en una aprendían a hablar italiano; en otra, japonés; en una aprendían a hacer flechas, y en otra cómo manejar el microondas— y que esas conductas son, a simple vista, similares a las de sus padres. ¿De qué otro modo, si no, podría transmitirse una cultura de una generación a la siguiente? ¿Cómo podría preservarse una cultura, a veces durante cientos de años, si no es a través de padres a hijos?

Margaret Mead era antropóloga, no psicóloga, pero eso no la hacía inmune a la creencia en los principios tradicionales de la crianza de los hijos. Su suposición de que la cultura es algo que los padres enseñan a los hijos no es más que eso, una suposición. En este capítulo te ofrezco un modo alternativo de contemplar cómo se transmiten las culturas de una generación a la siguiente.

TOMA ESTA CULTURA Y PÁSALA

En el capítulo anterior mencioné la existencia de dos pueblos mexicanos no muy distantes el uno del otro pero con climas sociales muy alejados. Los habitantes de los pueblos a los que un antropólogo bautizó como «La Paz» y «San Andrés» hablaban la misma lengua (zapoteco) y tenían los mismos cultivos, pero se comportaban de forma muy distinta. La gente de La Paz era pacífica y cooperativa; la de San Andrés agresiva e inclinada a la violencia.[2]

Margaret Mead describió un par de culturas semejantes en uno de sus primeros libros, publicado en 1935. Estudió dos tribus ubicadas a una distancia de ciento ochenta kilómetros en Nueva Guinea: los arapesh, que habitaban en la montaña; y los mundugumor, que habitaban en el valle. Los arapesh eran gente educada y amante de la paz; los mundugumor eran hostiles y amaban la guerra. Me gustaría decir que Mead se preguntó qué era lo que había provocado que esas dos tribus se condujesen de forma tan distinta y que estudió ambas culturas para averiguarlo; pero sospecho que ella ya lo tenía todo pensado bastante antes de poner el pie en la isla de Nueva Guinea.[*] La psicología freudiana extendía su dominio intelectual y Mead estaba preparada por adelantado para observar prácticas del cuidado de los niños como el destete y el control del esfínter anal. He aquí cómo Mead se hacía preguntas retóricas acerca de los arapesh, preguntas que se respondía al instante:

¿Cómo se moldea un bebé arapesh para que se convierta en la persona gentil, receptiva y de trato fácil que es un arapesh adulto? ¿Cuáles son los factores determinantes en la educación temprana de un niño para convertirlo en una persona plácida, satisfecha, pacífica, no competitiva, sensible, cálida, dócil y digna de confianza? Es cierto que en una sociedad simple y homogénea los niños mostrarán los mismos rasgos de personalidad que sus padres han tenido antes que ellos. Pero no es un asunto que se reduzca a la mera imitación. Una relación más delicada y precisa es la que consigue el modo de alimentar al niño, echarlo a dormir, inculcarles una disciplina, enseñarles autocontrol, mimarlos, castigarlos y animarlos hasta llegar a la asimilación final de la madurez. Además, el modo como los hombres y las mujeres tratan a sus niños es uno de los rasgos más relevantes de la personalidad adulta de cualquier persona.

Los arapesh, dijo Mead, son amables e indulgentes con sus niños. El destete se hace dulcemente, y así también es el entrenamiento para el control de las heces. Por el contrario, los mundugumor —«un grupo de caníbales y cazadores de cabezas», según los describe ella— usan una receta para el cuidado de los niños sacada directamente de Alicia en el País de las Maravillas: «Háblale bruscamente a tu hijo y golpéale cuando estornude». Los angélicos arapesh y los malvados mundugumor. Me parece que esta película ya la he visto.[3]

Aunque es una buena historia, no resiste un análisis detallado. En efecto, los arapesh también se enfrascan en guerras, y como la mayoría de los pueblos guerreros —incluso aquellos que son absolutamente desagradables para todos— son muy amantes de los niños. El antropólogo Napoleon Chagnon vivió durante varios años entre los yanomami, un «pueblo belicoso» —según se describen a sí mismos— que habita en la selva amazónica de Brasil y Venezuela. Esa gente está casi permanentemente en guerra con sus vecinos. El hombre golpea a sus esposas con palos si ellas se retrasan un poco al servirle la cena, e incluso les disparan flechas a partes no vitales del cuerpo por transgresiones más serias. Pero a los bebés se les cría al pecho en régimen de libre demanda y son tratados con indulgencia por ambos padres.[4]

Luego los bebés se convierten en niños fieros y después en belicosos adultos, como sus padres. Como señaló Mead, los niños tienden a exhibir «los mismos rasgos generales de personalidad» que sus padres. Tomando esa afirmación como nuestro punto de partida, examinemos, con amplitud de miras, algunas posibles explicaciones del fenómeno.

La primera y más simple es que esos rasgos de personalidad son heredados: de tal palo, tal astilla; como el padre, el hijo. Dentro de nuestra propia sociedad, la medición de la agresividad muestra que es susceptible de ser heredada como cualesquiera otros rasgos de personalidad; esto es, apenas la mitad de la variación en lo referente a la agresividad puede ser achacada a los genes. Aunque estos resultados no nos permiten sacar conclusiones acerca de las diferencias entre grupos, sugieren al menos la posibilidad de que los genes tengan un papel activo en la conducta agresiva.[5]

Piensa en esto: Chagnon descubrió que los hombres yanomami que habían matado a alguien en batalla tenían casi el doble de esposas y de hijos que los hombres de la misma edad que no habían matado nunca a nadie. Esas personas se enorgullecen de su fiereza, y los hombres que están a la altura del ideal yanomami tienen un estatus más alto en la tribu. Como muchos pueblos tribales, los yanomami permiten la poligamia: cuanto más estatus, más esposas, y, consecuentemente, más niños. Por quién sabe cuántas generaciones, los yanomami han estado criando sistemáticamente guerreros. Los hombres que van encantados a la batalla tienen muchos niños; los hombres que el día de la batalla se levantan con enormes dolores de estómago —sí, tales hombres también existen entre los yanomami— tienen pocos o ninguno (no porque algunos hombres tengan más mujeres otros han de permanecer solteros). Es plausible, pues, que un sistema semejante produzca una raza de personas que sobresalga por su ferocidad.[6]

Plausible, sí, pero, al menos para mí, muy poco interesante. Aunque la herencia puede ser una explicación satisfactoria para las diferencias en lo relativo a la agresividad, no puede servir para explicar la mayor parte de las otras diferencias entre las culturas. No puede explicar, por ejemplo, por qué algunos niños (como sus padres) crecen hablando italiano mientras que otros crecen hablando japonés, o por qué unos aprenden a hacer flechas y otros a manejar un microondas. No puede explicar por qué los chicos yanomami se atan el pene a la cintura —una moda que según Chagnon es manifiestamente incómoda[7]— o por qué los padres en esa sociedad (como los abuelos) atribuyen la muerte de los niños a hechicerías perpetradas por sus enemigos.

Aunque la personalidad es en parte heredada, la cultura no lo es. Las actitudes, creencias, conocimientos y habilidades que forman parte de una cultura no se pasan de una generación a otra a través de los genes. Estoy de acuerdo con aquella parte de la definición de Margaret Mead en la que se dice que la cultura se aprende. Pero ¿cómo se aprende? ¿Quiénes son los profesores?

En el pueblo mexicano de San Andrés, y entre los yanomami de la selva del Amazonas, los adultos se comportan agresivamente; así lo hacen también los niños, y estos crecen para convertirse en adultos agresivos. Al margen de la herencia, se me ocurren cuatro explicaciones —cuatro mecanismos ambientales— que podrían ser los responsables de las similitudes entre las conductas de los niños y las de los adultos.

La primera es que los padres alientan la conducta agresiva o, por lo menos, no la castigan. Entre los yanomami, a los niños que se quejan de que otro niño les ha pegado, los padres les dan un palo para que vayan y les devuelvan el trato recibido: «Ve y dales tú». Por el contrario, en una sociedad pacífica como el pueblo mexicano de La Paz, a los niños se les incita a que rechacen las luchas.

Adquirir una conducta aprobada por la cultura «no es una mera cuestión de simple imitación», dijo Margaret Mead, pero tal vez se equivocaba también en eso. La segunda alternativa es que los niños pueden imitar la conducta de los padres. La tercera —esta es la explicación avalada por Douglas Fry, el antropólogo que estudió a los habitantes de San Andrés y La Paz— es que los niños pueden imitar a todos los adultos de su comunidad. La última alternativa es la que yo propuse en el capítulo anterior: los niños pueden imitar a otros niños, preferiblemente a aquellos que van un poco por delante de ellos en edad o en estatus social. En este caso la influencia de la sociedad adulta sería una influencia indirecta.[8]

¿Cómo podemos decidir cuál de esas alternativas es la adecuada? Mi respuesta puede que te sorprenda: en la mayoría de los casos no podemos hacerlo. Bajo condiciones normales no hay manera de distinguir entre ellas. Cualesquiera de estos mecanismos, el primero, el segundo, el tercero o los cuatro juntos, pueden ser los responsables de los efectos observados en las conductas de los chicos. En los tipos de sociedades que estudian los antropólogos todos los padres usan básicamente los mismos métodos de crianza: esos métodos son parte de la cultura. Y los padres se conducen de una manera bastante parecida en otros aspectos (todos ellos se comportan de maneras aceptables para su cultura), luego ¿cómo podríamos decir que los niños están imitando a sus padres y no a todos los adultos? Es verdad que hay pequeñas variaciones de comportamiento dentro de una cultura —no todos los hombres yanomami son igual de entusiastas acerca de ir a la guerra—, pero es posible que se deban a diferencias genéticas dentro de la comunidad. Si el hijo de un reticente guerrero se convierte también en un ser tímido para los valores dominantes de los yanomami, ese hecho puede utilizarse en apoyo de la segunda alternativa: los niños imitan a sus padres; pero puede ser algo hereditario. Así, las pequeñas variaciones dentro de una cultura no pueden ayudarnos en nuestro esfuerzo por distinguir cuál de las cuatro alternativas es la buena.

El problema es que bajo condiciones ordinarias todos los aspectos del entorno de un niño están relacionados, por lo que es imposible decir qué aspecto de ese entorno está teniendo tal o cual efecto sobre el niño. No podemos decir si los niños de San Andrés son más agresivos que los de La Paz debido a los métodos de crianza de sus padres, a la imitación de los padres, la imitación de otros adultos o la imitación de otros niños —o, tanto vale, por las diferencias genéticas entre los habitantes de esas dos comunidades—; porque todas las influencias van en la misma dirección: hacia un incremento de la agresividad en San Andrés y hacia un incremento de la docilidad en La Paz.

La misma confusión de influencias se da dentro de nuestra sociedad multicultural. Imagínate una pareja hipotética: él es abogado, y ella una científica cibernética. Se conocen en la misma universidad a la que fueron sus padres. Tienen dos hijos modelo. Viven en una zona residencial donde todas las casas son carísimas, todos los padres son educados y todos los niños tienen una capacidad por encima de la media. Los niños realizan excursiones al museo, al zoo y a la biblioteca. Sus casas están llenas de libros y cuando ellos eran pequeños sus padres siempre estaban deseando leerles. Los padres también pasan mucho tiempo leyendo libros y revistas para ellos. Los otros chicos de la vecindad tienen hogares semejantes, así como la mayoría de los niños que van a la escuela.

Si esos niños modelo resultan ser excelentes estudiantes y logran acceder a la misma universidad de elite a la que fueron sus padres y sus abuelos, ¿a quién debería atribuirse su éxito académico? ¿A sus genes? ¿Al hecho de que sus padres les leyeran y les animaran a realizar actividades intelectuales? ¿Al hecho de que sus padres desarrollen actividades intelectuales? ¿Al hecho de que otros adultos realicen ese mismo tipo de actividades? ¿O al hecho de que los otros chicos de la vecindad y de su escuela tengan las mismas inclinaciones?

Cuando se juntan todos estos factores, como ocurre en este caso, es lo mismo que decidir por qué los caniches y los raposeros se comportan de forma distinta mientras continuamos criando a los caniches en apartamentos y a los raposeros en perreras. El único modo de poder decir qué es lo que está pasando consiste en observar los casos en los que las distintas influencias actúan oponiéndose unas a otras. Nosotros ya lo hicimos en el capítulo 2 al oponer herencia y entorno: criamos caniches en perreras y raposeros en apartamentos. Observamos también el caso de los niños adoptados, cuyos genes venían de una misma pareja de padres y cuyo entorno se lo proporcionaban padres diferentes.

Lo que ahora digo es que separar las influencias genéticas de las influencias del entorno no basta: también hemos de separar, unas de otras, todas las influencias del entorno. De igual modo que la herencia y el entorno tienden a confundirse, el entorno y el entorno tienden a hacerlo también. Los niños que son criados en una cultura donde la conducta agresiva es la norma pueden ser recompensados por su conducta agresiva con la aprobación o el interés de los adultos. Ven a sus padres, a otros adultos y a los niños comportándose agresivamente. Desde el momento en que todas esas fuerzas actúan juntas para tirar de los vagones, no podemos decidir cuál de ellas es verdaderamente la máquina. Hemos de observar casos en los que haya fuerzas tirando en direcciones opuestas.

Los psicólogos y los antropólogos lo han hecho. Se han dado cuenta de que era necesario hacerlo. Y se han pronunciado acerca de qué factor ambiental es importante basándose solo en la intuición, esto es, basándose en la suposición del concepto tradicional de la crianza de los hijos que esté de moda, porque no pueden distinguir entre las diferentes alternativas.

El único modo que tenemos de decidir qué factores ambientales están produciendo un efecto es observar aquellos casos en los que no actúan juntos; por eso es por lo que yo sigo fijándome en la familia de inmigrantes. Cuando los padres pertenecen a una cultura y el resto de la comunidad pertenece a otra cultura distinta, podemos al menos distinguir entre los efectos de los padres y los efectos de las influencias exteriores a la familia.

ENTORNO CONTRA ENTORNO

Tim Parks es un escritor británico que ha vivido durante bastantes años en Italia y que está criando a sus tres hijos allí. Su libro An Italian Education trata sobre sus experiencias como padre inmigrante. Lo escribió, confiesa, con la esperanza de que

… cuando lleguemos a la última página del libro, ambos, el lector y, lo que es más importante, yo mismo podamos haber comenzado a comprender cómo sucede que un italiano se convierta en un italiano, y cómo resulta que (como años más tarde ha resultado ser así) mis propias hijas sean extranjeras.[9]

Por lo que yo sé, Parks nunca resuelve cómo sucede que un italiano se convierta en italiano. Pero es un escritor excelente a la hora de describir los sentimientos de un padre que observa a sus niños convirtiéndose en miembros activos de una cultura distinta.

Entonces Michele se acercó a mí y me dijo: «Venga, papi, no seas fiscal». Se quejaba de que lo mandara a la cama a su hora, y lo que él quería decir era fiscale. Non essere fiscale, Papá.

La palabra italiana fiscale, nos explica Tim Parks, es un término peyorativo que significa «demasiado severo» o «perversamente escrupuloso». No estés tan tenso, papi. No seas tan exigente.

«No seas fiscal —dice Michele, que sabe que a mí me gusta que hable en inglés—. Seremos buenos, si nos dejas quedarnos». Lo que él quiere decir es: estas reglas (las cuales él no sabe que son típicamente inglesas) no se han de aplicar al pie de la letra (lo cual es una flexibilidad típicamente italiana).

Con una mezcla de orgullo y de pesar, Parks comprueba cómo su hijo se está convirtiendo en un miembro de pleno derecho de una sociedad en la que él será siempre considerado un extraño. Debería haberse figurado que Michele se convertiría en un italiano, porque ¿a qué se debería, si no, el hecho de haberle puesto un nombre italiano? Y sin embargo lamenta que eso mismo haya sucedido. Está perdiendo a su hijo, incluso bastante más de lo que los padres suelen perder a sus hijos.

Creo que todos los padres inmigrantes experimentan esa mezcla de orgullo y pesar así que ven cómo sus hijos se convierten en miembros de una cultura diferente; pero en algunos el orgullo es la emoción más fuerte, y en otros lo es el pesar. Conozco a una mujer japonesa, casada con un estadounidense de origen europeo, que vive en Estados Unidos y que nunca les habla en japonés a sus hijos porque tiene miedo de que interfiera en su aprendizaje del inglés. Por otro lado, conozco también a una mujer judía, cuyos abuelos ortodoxos emigraron a Estados Unidos desde Polonia, que se volvió con sus hijos a Polonia cuando vio que se habían convertido en unos estadounidenses impíos. Los abuelos y todos sus hijos, menos uno, perecieron en el Holocausto.

A los padres ortodoxos les es posible criar a sus niños en Estados Unidos sin que se les vuelvan impíos y descreídos. En Brooklyn, Nueva York, hay judíos hasidim que han preservado su religión, sus costumbres e incluso su manera de vestir y de adornarse tal como la trajeron de Europa oriental hace ya varias generaciones. Lo que hacen es educar a sus hijos por ellos mismos. Los niños van a escuelas religiosas llamadas yeshivas y no se mezclan con los niños de otras culturas ni en la escuela (donde todos los niños son hijos de judíos hasidim) ni en la vecindad (donde la mayoría son, también, judíos hasidim).

Otro grupo que se ha encargado de que sus hijos no sean asimilados por la cultura mayoritaria son los hutteritas, de Canadá. Esta gente vive en común, se bautizan de adultos, visten ropas muy pasadas de moda y tienen reglas de comportamiento muy estrictas. Cada colonia tiene su propia escuela, donde se les enseña a los niños «el temor de Dios, autodisciplina, diligencia y el temor a la correa», según dijo un periodista británico. El periodista, que pasó cierto tiempo en la colonia, explica lo siguiente:

La cuestión principal en la educación de los hutteritas no es otra que la existencia continuada de los hutteritas como una entidad social separada en el Canadá. La continuidad de la vida comunal de los hutteritas no depende de Dios o de sus creencias religiosas, sino del dominio del control de la educación de sus niños. «No podríamos retenerlos si fueran a las escuelas públicas», confesó un viejo miembro de la comunidad.

Pero la mayoría de los niños cuyos padres no son miembros de la cultura mayoritaria van, precisamente, a escuelas ajenas a su entorno. Lo que sucede, al menos durante cierto tiempo, es que los niños se convierten en niños con dos culturas. Son, en efecto, ciudadanos de dos países, el de sus padres y el de fuera de casa. Los niños con dos culturas pueden mezclar ambas o saltar de una a otra entre ellas. A ese cambio de una a otra es a lo que se llama «cambio de código», y ya lo describí en el capítulo 4.[10]

¿Por qué algunos niños cambian de código y otros mezclan ambas culturas? ¿Por qué a veces se necesitan tres generaciones para perder la cultura de los inmigrantes y en otros casos solo una? Con todo lo que se ha escrito sobre el melting pot, los sociólogos y los psicólogos aún no les han prestado mucha atención a las cosas que marcan realmente la diferencia. De ahí que las pruebas que yo puedo usar para apoyar mi posición sean básicamente anecdóticas.

Cuando los emigrantes van a Estados Unidos procedentes de otro país, suelen dirigirse a áreas donde hay otros miembros de la misma nacionalidad de origen. Hay barrios chinos, barrios coreanos, barrios en los que la mayoría de los adultos proceden de Puerto Rico o de México. En el pasado hubo barrios que fueron predominantemente italianos, irlandeses o judíos, y partes del Medio Oeste en las que predominaban los suecos, los noruegos o los alemanes. Los hijos de los inmigrantes que se criaron en todas esas áreas estaban rodeados por compañeros que procedían de hogares similares, hogares en los que no se hablaba inglés, o en los que podían emplearse palillos en vez de cucharas y tenedores.

En tales áreas, los niños mezclaban las dos culturas. Adquirían costumbres estadounidenses con sabor extranjero. Aprendían inglés, pero lo hablaban con un acento determinado. En un periódico estudiantil de la Universidad de Princeton, una alumna de primer curso se quejaba hace unos cuantos años de que sus compañeros de clase continuaran preguntándole de qué país procedía. Era estadounidense de origen mexicano, nacida y criada en Texas, y la pregunta le molestaba. Ella no se daba cuenta de que la razón de que se lo preguntaran se debía a que hablaba inglés con acento español. En el instituto de Arizona al que yo fui había muchos niños de origen mexicano. La mayoría de ellos se unían en grupos de su mismo origen y hablaban inglés con acento español.

La cultura de los inmigrantes suele perderse al cabo de una, dos o tres generaciones. Los sociólogos contemplan ese hecho como un proceso gradual, pero solo lo es en apariencia. Es gradual para el grupo como un todo, pero no para las familias individuales. La cultura anterior se pierde en una sola generación si la familia se traslada a vivir a un área que no sea el barrio chino, o el mexicano, pongamos por caso, donde está rodeada de gente de idénticos orígenes nacionales. Lo que lo hace parecer gradual es que las familias no se mudan todas al tiempo. Algunas lo hacen en cuanto pueden, a otras les lleva un par de generaciones.

Cuando los niños inmigrantes se unen a un grupo de compañeros que no son una etnia definida, la cultura de los padres se pierde rápidamente.[*] Un padre chino que llegó a California procedente de Hong Kong se lamenta por la pérdida de la identidad china de su hija:

Todas sus amigas en la escuela eran chicas blancas —dice de su hija pequeña—. Eso está bien mientras estás creciendo. Pero las chicas blancas se casan con maridos blancos y siguen las costumbres occidentales. Luego empiezas a contemplar las diferencias entre tú y los demás, pero ya es demasiado tarde. Cuando pasas mucho tiempo con las chicas blancas y les prestas mucha atención, tiendes a desdeñar a tu propio grupo.[11]

Debido a que sus amigas eran estadounidenses de origen europeo y no de origen chino, la hija del inmigrante de Hong Kong habrá recurrido al cambio de código en vez de a la mezcla de culturas. En su casa puede que hablara en chino y usara palillos para comer; con sus amigas hablará en inglés y usará tenedor y cuchillo. El niño que cambia de código aprieta el botón que separa ambas culturas así que traspasa el umbral de la puerta de casa. Clic, clic.

Pero las dos culturas de una persona que cambia de código no son iguales, aunque estén separadas. Los niños de los inmigrantes llevan la cultura de sus compañeros a sus padres; pero, por norma general, no suelen llevar la de sus padres al mundo de sus compañeros. La hija del psicolingüista británico (mencionado en el capítulo anterior) llevó el inglés con acento negro a su casa, no se dedicó a enseñar a hablar a sus amigas del parvulario con el acento británico. Una psicóloga canadiense hija de emigrantes portugueses informó de que durante la mayor parte de su infancia se negó a hablar en portugués: cuando sus padres se dirigían a ella en la lengua materna, ella contestaba en inglés. Solo se interesó por recuperar el portugués cuando pasó un verano con sus padres en Portugal.[12]

Tim Parks no se da cuenta de la suerte que tiene de que su hijo nacido en Italia aún desee hablar con él en inglés. Michele es un típico cambiador de código: no mezcla las dos lenguas. Él no le dice a su padre: «No seas fiscale, papi». Como a él le falta una palabra inglesa que se adecúe a su propósito, usa una palabra italiana, pero la traduce con el equivalente inglés más próximo que puede encontrar que, no obstante, no tiene la connotación adecuada. Aunque Michele hace un meritorio esfuerzo por mantener el inglés, su vocabulario inglés no está a la altura del italiano, y eso es también típico de quienes cambian de código. Los niños que hablan una lengua en casa y otra fuera, siguen mejorando la segunda, pero la primera se estanca en un nivel que apenas si es el adecuado para poder conversar con sus padres. El lingüista S. I. Hayakawa, criado en Canadá por sus padres nacidos en Japón, confesó que «habla japonés con muchas vacilaciones, y con el vocabulario de un niño».[13]

Cada vez que se aprieta el botón que permite el cambio de código cuando el niño entra en su casa, se produce una situación inestable que se resuelve normalmente en favor del código de fuera del hogar. Pero hay otra clase de cambio de código que puede tener un poder mayor: se produce cuando hay dos códigos distintos fuera del hogar. Un antropólogo que estudió a los indios mesquakie, una comunidad establecida en Iowa, informó de que se comportan de un modo muy distinto cuando están en una ciudad angloamericana y cuando están en la comunidad mesquakie. Los grupos de jóvenes compañeros mesquakie —bandas, los llama el antropólogo— cambian su código de conducta según estén en la ciudad angloamericana o en su propia comunidad india. La diferencia entre esos chicos y los clásicos cambiadores de código como Michele es que los mesquakie tienen compañeros con quienes compartir ambas culturas.[14]

Cuando estés en Roma, haz lo que los romanos. Para los niños es bastante más que eso: cuando están en Roma se convierten en romanos. Da igual que sus padres sean ingleses, chinos o mesquakies. Cuando la cultura de fuera de casa difiere de la de casa, vence la de fuera.

Mi conclusión es que ni los métodos de crianza de los hijos ni la imitación de los padres por parte de los niños pueden tenerse en cuenta a la hora de establecer el modo como las culturas se transmiten de unas generaciones a otras. Y eso nos permite considerar dos posibilidades: que los niños imiten a todos los adultos de una comunidad o que imiten a otros niños. Para elegir entre esas opciones es necesario descubrir casos en los que los niños tengan una cultura diferente de la de los adultos de su comunidad. Y tales casos existen.

LA CULTURA DE LA SORDERA

«La lengua, ya me doy cuenta, es un carnet para pertenecer a cierta tribu». Quien cae en la cuenta de eso es Susan Schaller, una profesora e intérprete del Lenguaje Americano de Signos (ASL).[15] Esa es la lengua usada por los sordos en Estados Unidos, el carnet imprescindible para pertenecer a su cultura. A Schaller le llevó un tiempo darse cuenta de la grupalidad, la faceta «nosotros contra ellos», de la cultura de la sordera.

Para alguien que se identifica con la cultura de la sordera, resulta extraño y ridículo desear oír. Cuando conocí por primera vez a personas sordas, creo que nunca hubiera podido llegar a comprender esto. Mi ignorancia de la cultura de los sordos me impedía comprender casi cada broma que veía hecha con signos. La traducción del ASL al inglés no servía de gran ayuda, porque continuaba pensando en los sordos como personas que no podían oír, y los juegos de palabras siempre estaban relacionados con las diferencias culturales. Finalmente acabé cazando las bromas hechas, por ejemplo, a propósito de un matrimonio mixto entre un hombre sordo y una mujer que no lo es.[16]

No hay nada de extraño en una actitud como esta; es la característica de todos los grupos minoritarios —de todos los grupos, en realidad— cuando el rasgo más relevante es el de la grupalidad. Lo que convierte a la cultura de la sordera en algo único es que no puede ser transmitida de padres a hijos. La gran mayoría de los niños sordos nacen de padres que oyen y que no saben nada del mundo de la sordera. Y una gran mayoría de los niños nacidos de padres sordos pueden oír, y esos niños se convierten en miembros del mundo de los que oyen.

Y sin embargo los sordos tienen una cultura vigorosa, tan duradera como la de quienes oyen, aunque difiere de esta en varios aspectos: tiene sus propias reglas de comportamiento, y sus propias creencias y actitudes.

Los niños sordos profundos de padres que oyen adquieren sus patrones de conducta y sus creencias en el mismo sitio donde adquieren su lengua: en las escuelas para niños sordos. ¿Dónde, si no, iban a adquirirlos? No en sus casas, ciertamente —al menos en el pasado—, pues lo típico era que hubiese poca comunicación entre los niños sordos y sus familiares que no lo son. La única comunicación existente se producía a través de gestos primitivos y de una reproducción pantomímica del natural. Esos signos apenas tenían ninguna relación con el lenguaje fluido, abstracto y gramaticalmente complejo llamado ASL.[17]

Los investigadores que han estudiado a los niños bilingües han observado que, al final, la lengua usada en casa deja de usarse en favor de la que se usa fuera, y ello se basa en el relativo prestigio de cada una de las lenguas. Dicen, por ejemplo, que la razón por la que los niños hispanos de Estados Unidos dejan de hablar español es porque no tiene prestigio, porque no es una lengua valorada en el mundo exterior. «Bajo esas circunstancias —alega un equipo de investigadores—, la lengua del grupo más prestigioso cultural y económicamente tiende a reemplazar a la lengua minoritaria.»[18]

Durante muchos años en este país, educadores equivocados de la cultura de quienes oyen hicieron lo imposible para intentar proporcionar a los niños sordos el lenguaje que tiene un alto prestigio cultural y económico: el inglés hablado. Y sin embargo, por alguna razón, esos pillastres no lo agradecían. Insistían en aprender el lenguaje de los signos, aunque en algunas escuelas incluso se les llegó a pegar por usarlo.[19] En esas escuelas lo usaron de una manera subrepticia, en el patio y en los dormitorios, si era un internado. A pesar de los ímprobos esfuerzos de sus profesores para enseñarles a hablar en voz alta y a leer los labios, la lengua de signos se convirtió en su lengua materna, el lenguaje en el que pensaban y en el que soñaban. Era el lenguaje que, después, han usado para comunicarse con sus amigos de la comunidad de sordos. Ha sido el lenguaje que la mayoría de ellos ha usado para comunicarse con sus niños que sí oyen.

¿Cómo aprendieron la lengua de signos si sus profesores no se la enseñaban? En la mayoría de los casos, la aprendieron de los pocos niños sordos que iban a la escuela y que procedían de familias sordas. Tales niños tienen un estatus muy alto entre los sordos, porque su temprana iniciación en el lenguaje de los signos les concede una ventaja que nunca pierden. Son los elocuentes, los que poseen una gran habilidad comunicativa dentro de la comunidad de los sordos. Aunque son una minoría —no más de un 10%— del total de estudiantes de una escuela de sordos, la lengua que ellos llevan a la escuela tiene un prestigio más alto entre sus compañeros de clase que la lengua usada por los de fuera, la lengua que sus profesores intentaron enseñarles en vano.

Aunque una escuela no tenga niños que lleguen sabiendo el lenguaje de signos, ellos se espabilan para adquirirlo. Susan Schaller cuenta la historia de una escuela para sordos en la isla de Jamaica. Los signos y los gestos estaban prohibidos en esa escuela y, sin embargo, los niños habían aprendido el lenguaje de signos. ¿Cómo se lo montan para aprenderlo?, preguntó Schaller a un colega que había visitado la escuela y entrevistado a algunos de los estudiantes que habían acabado los estudios.

«La mujer de la lavandería», contestó. Generaciones de estudiantes sordos pasaron por esa escuela, y algunos de cada una de las generaciones fueron contratados como cocinero, asistente o bedel. Los niños aprendían los signos y la gramática de esos adultos, y cada generación añadía su propio vocabulario y sus giros idiomáticos.[20]

«El lenguaje del grupo más prestigioso cultural y económicamente tiende a reemplazar al lenguaje minoritario», sostienen los investigadores. Pero para los niños de la escuela jamaicana el lenguaje escogido era el de la señora de la lavandería. No lo aprendieron para poder comunicarse con ella, sino para poder comunicarse unos con otros. En realidad, el lenguaje de los signos les resultó mucho más fácil que la ardua tarea de leer los labios e intentar producir sonidos que no podían oír. Pero si realmente se hubieran querido comportar como la mayoría de adultos de su comunidad, ellos hubieran dejado de lado el lenguaje de signos y se habrían concentrado en aprender el inglés hablado.

En algunos sitios no hay nadie —ni siquiera una mujer de la lavandería— que les enseñe a los niños sordos el lenguaje de los signos. Y hasta hace bien poco había lugares donde ni siquiera existía el lenguaje de los signos, pues no había escuela para sordos. Esos niños permanecían aislados dentro de sus familias, incapaces de comunicarse con nadie excepto del modo más rudimentario. Los otros niños no jugaban con ellos. Algunos de ellos acababan en instituciones para niños retrasados.[21]

Cuando los niños que no comparten una lengua común se reúnen por primera vez, sucede algo que es como un milagro.[22] La psicolingüista Ann Senghas y sus colegas están estudiando el nacimiento de una lengua en Nicaragua, donde la educación de los sordos se remonta solo a 1980.[23] Así, en palabras de Senghas, es como sucede:

Hace solo dieciséis años que se crearon las escuelas públicas de educación especial en Nicaragua. Esas escuelas abogaban por un acercamiento oral a la educación de los sordos; esto es, se centraron en la enseñanza del español hablado y en la lectura de los labios. Sin embargo, el establecimiento de esas escuelas condujo directamente a la formación de una nueva lengua de signos. Los niños, que previamente no habían tenido contacto entre ellos, se constituyeron de pronto en una comunidad e inmediatamente empezaron a intercambiarse signos entre ellos. Los primeros niños que fueron a esas escuelas iban desde los cuatro a los catorce años.

Todos ellos entraron con diferentes métodos de comunicación que habían empleado para comunicarse con sus familias. Algunos tenían muchos signos y gran habilidad para la mímica, algunos tenían signos familiares un poco más elaborados, pero ninguno de ellos entró con un lenguaje de signos desarrollado.

Los niños desarrollaron rápidamente un lenguaje entre ellos, una especie de lengua franca que no era exactamente un lenguaje, pero que tenía muchas convenciones compartidas y podía servir bastante bien para cubrir las necesidades de comunicación. Desde ese momento, los niños habían creado su propia lengua nativa de signos. La lengua no es un simple código o un sistema de gestos; sino que se ha desarrollado para convertirse en un lenguaje natural completo. Es independiente del español y no está relacionado con el Lenguaje Americano de Signos.[24]

Algo semejante sucedió hace varios años en Hawai, pero el producto fue un lenguaje hablado, en vez de un lenguaje de signos, y no hubo ningún psicolingüista cerca cuando se estaba creando. Derek Bickerton, el psicolingüista que estudió la creación de ese lenguaje de los niños hawaianos, tuvo que reconstruir la historia de su formación a partir de las pruebas reunidas bastante después de los hechos. Para entonces, los creadores de esa lengua ya eran adultos ancianos.

Se trataba de los hijos de las personas que llegaron a Hawai hacia finales del siglo XIX para trabajar en las plantaciones de azúcar.[25] La generación de inmigrantes procedía de países muy distintos: China, Japón, Filipinas, Portugal y Puerto Rico, y no tenían ninguna lengua en común.[*]

En la historia bíblica de la Torre de Babel[26] los trabajadores tiraron sus herramientas y se dispersaron porque cada uno hablaba una lengua diferente y no podían entenderse unos con otros. Pero la gente que necesitaba comunicarse entre sí hallaba el modo de hacerlo. Lo que normalmente suele ocurrir en esas condiciones —y eso es lo que sucedió en Hawai— es que aparece una lengua franca, creada en un período de tiempo relativamente corto por sus diversos hablantes. Las lenguas francas son lenguas improvisadas a las que les faltan preposiciones, artículos, formas verbales y un orden de palabras estandarizado. Cada hablante de la lengua franca la habla un poco diferente de los demás. La lengua materna de cada uno puede detectarse enseguida, porque siempre emerge tras la sucinta lista de palabras que forman el vocabulario que comparten todos los hablantes.[27]

La generación de inmigrantes que llegaron a Hawai o bien hablaban la lengua franca o bien la lengua que habían llevado con ellos a la isla. Pero sus niños hablaban algo más, algo a lo que los lingüistas llaman un dialecto criollo. Un dialecto criollo surge de una lengua franca, pero es una lengua genuina, con un orden de palabras estandarizado y todos los otros rasgos lingüísticos de los que carece una lengua franca, y es capaz de expresar ideas abstractas y complejas.

Los niños que hablan el criollo no han aprendido su lengua en casa. No lo han aprendido de sus padres, pues estos no pueden hablarlo. Según Bickerton, los niños habían creado ellos mismos la lengua. Fue capaz de seguir el rastro de su creación a principios de siglo, de 1900 a 1920, entrevistando (en los años setenta) a personas mayores que habían nacido en aquellos años. Los que habían emigrado a Hawai siendo adultos aún hablaban la lengua franca; los que fueron criados allí, hablaban el dialecto criollo. Se trataba de una lengua que no existía antes de 1905. Los niños que la crearon siguieron usándola al hacerse adultos. Dice Bickerton que ellos «habían adoptado esa lengua común de sus compañeros como lengua nativa, a pesar de los considerables esfuerzos de sus padres por mantener su lengua ancestral».

Derek Bickerton solo estudió su lengua, pero los niños de los inmigrantes hawaianos tendrían que haber creado también una cultura común. En Nicaragua, Richard Senghas (hermano de la psicolingüista Ann Senghas) está registrando el desarrollo de una cultura de sordos entre la primera generación de usuarios del lenguaje nicaragüense de signos.[28] Ahora esa gente puede comunicarse entre sí; puede seguir en contacto después de haber dejado la escuela y desarrolla un creciente sentido de grupo. Incluso aunque su cultura deriva de la común de los nicaragüenses, están empezando a aparecer efectos contraste. Los sordos se enorgullecen de su sentido de la puntualidad, mientras que quienes oyen tienen una actitud informal respecto a ella. En Estados Unidos ocurre exactamente lo contrario: quienes oyen son muy respetuosos con la puntualidad, pero no así los sordos.

Al principio del capítulo dije que había cuatro modos, además de la herencia, de transmitir las conductas de una generación a la siguiente. Hasta el momento hemos eliminado tres de esas vías. Las culturas no se pasan de padres a hijos; los hijos de los inmigrantes adoptan la cultura de sus compañeros. Eso elimina las dos primeras vías: los métodos de crianza de los padres y la imitación de los padres por parte del hijo. La tercera vía era la imitación de todos los adultos de una comunidad, pero esa explicación tampoco funciona en los casos en que los niños tienen una cultura que difiere de la de los adultos. Yo sostengo —y ese es uno de los principios de la teoría de la socialización a través del grupo— que la cultura se transmite a través de los compañeros de grupo del niño.

Mi teoría unifica tres campos diferentes de la investigación académica: la socialización, el desarrollo de la personalidad y la transmisión de la cultura. Esos tres aspectos se producen del mismo modo y en el mismo lugar: en el grupo y a través de los compañeros. El mundo que los niños comparten con sus compañeros es lo que forma su conducta y modifica las características innatas, y todo ello determina el tipo de personas que serán cuando crezcan.

LAS CULTURAS DE LOS NIÑOS

Las pruebas están ahí, pero los psicólogos y los antropólogos las han desdeñado durante mucho tiempo. La razón es, creo yo, que han malinterpretado cuál es el objetivo de la infancia. El objetivo de un niño no es convertirse en un adulto de éxito, del mismo modo que el objetivo de un prisionero no es convertirse en un buen guardián.[29] El objetivo de un niño es convertirse en un niño que tenga éxito.

A pesar del riesgo de llevar la analogía demasiado lejos, me gustaría estudiar más detenidamente los paralelismos entre la infancia y el encarcelamiento. Dentro de una prisión hay dos tipos de categorías sociales diferentes: prisioneros y guardianes. Los guardianes tienen el poder. Pueden, súbita y arbitrariamente, transferir a un prisionero de una cárcel a otra, del mismo modo que yo fui llevada de una a otra parte del país cuando era una niña y contra mi deseo.

Como los guardias tienen poder sobre los presos, los prisioneros tratan de llevarse razonablemente bien con ellos. Pero lo que realmente les importa es cómo los ven sus compañeros de prisión.

Los prisioneros son conscientes de que, antes o después, se convertirán en personas libres, como los guardias. Pero eso pertenece al borroso futuro. De momento no tienen otra ocupación que el trabajo diario de llevarse bien como prisioneros. Independientemente de lo que fueran en el pasado y de lo que puedan llegar a ser en el futuro, ahora están clasificados —por sí mismos y por los demás— como miembros del grupo de los prisioneros.

Como cualquier otro grupo, los prisioneros tienen su propia cultura, una cultura que persiste a través del tiempo aunque unos individuos salgan y otros nuevos lleguen. Tienen su propio argot y sus propios principios morales. Sienten un gran desprecio por aquellos que les bailan el agua a los guardias o los que abusan de sus compañeros prisioneros. Tienen que obedecer las órdenes de los guardias o sufrir las consecuencias, pero al mismo tiempo tampoco quieren someterse completamente, quieren preservar alguna parcela de autonomía. Así pues, les encanta engañar a los guardias y quebrantar las normas de forma soportable. Esa actitud es parte de la cultura de los prisioneros, y los que consiguen ser más listos que los guardias disfrutan del placer de revelar sus pequeños triunfos a los compañeros.[30]

¿Cómo aprenden los prisioneros a ser prisioneros? ¿Cómo adquieren la cultura y aprenden las reglas de conducta, las cuales varían de prisión a prisión? Un modo es equivocándose: los guardias les castigarán si quebrantan alguna de las reglas, y los otros prisioneros se burlarán de ellos, les harán el vacío o les atacarán si quebrantan alguna de las de los prisioneros. Pero para aquellos que observan las normas y van con cuidado, es posible convertirse en «buenos» prisioneros sin haber tenido ninguna información previa: pueden aprender observando a los otros. Aunque algunos prisioneros abandonan la cárcel y llegan otros nuevos, estos siempre encuentran a otros que han llegado antes que ellos que les sirven de modelo. Lo que no pueden es aprender cómo deben comportarse imitando a los guardias, porque no se les permite comportarse como ellos, sino que deben imitar a los otros prisioneros.

Dicho eso, me apresuraré a añadir que la infancia se diferencia del encarcelamiento de varias e importantes maneras. La mayoría de los niños —aunque no todos, ciertamente— llevan unas vidas más placenteras y felices que las de los prisioneros. Y los niños quieren a muchas de las personas que los vigilan, sentimientos que son recíprocos, como suelen serlo los sentimientos. Una última diferencia es que los prisioneros volverán a la calle en uno o dos años y entonces —si ellos lo escogen así— pueden desprenderse de las conductas y actitudes aprendidas en la cárcel. Los niños siempre están dentro y lo que aprenden es para que se les quede.

Aunque la infancia es una época de aprendizaje, es un error pensar en los niños como recipientes vacíos que aceptan pasivamente cualquier cosa con la que los adultos quieran llenar sus vidas. Un despropósito semejante es pensar en ellos como aprendices que luchan privada e individualmente para convertirse en miembros de pleno derecho de la sociedad de los adultos. Los niños no son miembros incompetentes de la sociedad adulta: son miembros competentes de su propia sociedad, la cual tiene sus propios principios y su propia cultura. Como la de los prisioneros y la de los sordos, la cultura de los niños está basada de forma muy laxa en la cultura adulta mayoritaria, dentro de la cual existe como tal. Pero lo que hace es adaptar esa cultura adulta a sus propios objetivos, y eso incluye elementos de los que carece la cultura adulta. Y, como todas las culturas, es una creación colectiva. Los niños no pueden desarrollar sus propias culturas, del mismo modo que no pueden desarrollar su lenguaje, si no es en compañía de otros niños.

Las reuniones de grupo empiezan pronto: en los grupos de juego de los niños de las sociedades tradicionales y en las guarderías de las nuestras. El sociólogo William Corsaro, que se ha especializado en el estudio de las culturas de los niños, se ha pasado varios años observando a niños de tres a cinco años en parvularios de Italia y de Estados Unidos. Él describe cómo los niños a esa edad se deleitan en pretender ser más listos que las cuidadoras al conculcar las reglas de forma que estas no se den cuenta, o hacen como que no se dan cuenta. Por ejemplo, hay una regla en la mayoría de las guarderías que consiste en que no se pueden llevar juguetes o regalos de casa.

Tanto en las guarderías de Italia como en las de Estados Unidos, los niños intentan burlar esa norma llevando pequeños objetos personales que pueden esconder en los bolsillos. Los favoritos son pequeños animales de juguete, cochecitos, dulces y chicles. Mientras juegan, un niño a menudo muestra a otro su tesoro escondido y comparte con él el objeto prohibido sin atraer la atención de las cuidadoras. Estas, por supuesto, saben lo que ocurre, pero pasan por alto esas pequeñas transgresiones.[31]

Mostrar el objeto escondido a otro compañero convierte un acto de desafío personal en una expresión de la grupalidad —nosotros, los chicos, contra los mayores— y les hace mucha gracia. Las estrategias mediante las que los niños se burlan de la autoridad adulta son altamente valoradas en la cultura del parvulario, según Corsaro.

Burlarse de la autoridad adulta parece ser una actitud universal en los grupos de niños. Cada nueva generación de niños descubre las estrategias por ella misma, no las tiene que aprender de los niños mayores. Pero algunas tradiciones sí que son pasadas de los niños mayores a los más pequeños, y de ese modo se convierten en parte de la cultura de los niños. En un parvulario italiano donde William Corsaro se pasó muchos meses en calidad de observador, los niños tenían entre los tres y cinco años y llevaban asistiendo a la escuela desde los tres. Ese solapamiento de generaciones, de «cohortes», como las llaman los psicólogos, hace posible que se formen las tradiciones y que pasen de los mayores a los pequeños. Corsaro descubrió que los niños de aquel parvulario tienen una tradición que las cuidadoras ignoran: cuando oyen el camión de la basura que recoge el cubo por detrás de la valla del patio de juegos, los niños se suben a los aparatos de gimnasia, miran por encima de la valla y saludan al conductor del camión, quien les devuelve el saludo. Ellos estaban convencidos de que eso es divertidísimo.[32]

Las lenguas pueden transmitirse de idéntico modo. Los niños nyansongo de África tienen un lenguaje secreto de tacos para describir ciertas partes del cuerpo. Esas palabras no las usan los adultos y está prohibido usarlas en su presencia. Los niños pequeños las aprenden de los mayores y las pasan, cuando les llega el turno, a los más pequeños. Esas palabras forman parte de la cultura de los niños, no de la de los adultos.[33]

Luego tenemos, por supuesto, los juegos infantiles. Los investigadores británicos lona y Peter Opie se pasan la vida documentando los juegos a los que juegan los niños en la calle, lejos de la vista de los padres y los profesores. «Si un niño de hoy en día fuera transportado a otro siglo anterior —dicen los Opie—, probablemente se sentiría más en casa por los juegos que encontraría que por cualquiera otra costumbre social». Han descubierto a niños ingleses, escoceses y galeses que jugaban a los mismos juegos que los niños del tiempo de los romanos.

Cuando los niños juegan en la calle… se enzarzan en algunos de los juegos más viejos e interesantes, pues son juegos avalados por siglos de niños que han jugado a ellos y los han pasado, como lo siguen haciendo los niños, sin referencia alguna a impreso, parlamento o propiedad adulta.[34]

Esos juegos no se los enseñan a los niños los adultos, ni tan siquiera los adolescentes. Cuando un niño se convierte en un adolescente, según lona y Peter Opie,

… una curiosa y singular incapacidad se apodera de él. Puede, como parte del proceso de crecimiento, perder el recuerdo de deportes y juegos que tanto han significado para él… Los niños mayores, así pues, pueden ser unos malos informadores acerca de los juegos… Los niños de catorce años, a los que nos reencontramos en la calle, y a quienes pedimos más información acerca de un juego que nos enseñaron orgullosos un año antes, han escuchado nuestra petición poniendo los ojos en blanco y una marcada expresión de incomprensión.

Yo no me creo que un chico de catorce años tenga tan poca memoria. Vergüenza, no flaqueza de memoria, es lo que empujó al informador a quedarse mudo. A un adolescente le resulta tan embarazoso ser identificado con un niño, como a un niño del parvulario serlo con un bebé. «No soy uno de ellos —le estaba diciendo el quinceañero a los Opie—. No puedes esperar que yo sepa a qué se dedican». Como la autoclasificación opera aquí y ahora, en el preciso instante, a un adolescente le es duro aceptar que una vez fue un niño, casi tanto como a un niño creer que se convertirá en un adulto.

Juegos, palabras, estrategias para ser más listos que los adultos, minitradiciones…: la cultura de los niños es un saco en el que cabe todo. Y pueden echar en él cualquier cosa que les guste; cualquier cosa, en realidad, que aprueben los niños del grupo. Pueden escoger de la cultura de los adultos y cada grupo tendrá distintas elecciones. En el estudio de Robbers Cave, los Serpientes de cascabel se especializaron en ser duros y viriles, mientras que los Águilas se especializaron en ser mejores que nadie: dos aspectos distintos de la cultura que todos los chicos tienen en común. En apenas una quincena, crearon dos culturas muy contrastadas y adaptaron sus conductas a las exigencias de esas culturas.[35]

Para los niños que comparten más de una cultura, el abanico de opciones es todavía mayor, porque tienen a su alcance más de donde elegir. Durante las largas tardes de verano en Alaska, las chicas del poblado esquimal Yup’ik juegan a un juego esquimal tradicional llamado «cuentos del cuchillo», que consiste en contar una historia que se va ilustrando con imágenes trazadas a punta de cuchillo sobre el barro. A medida que la historia progresa, se borran las imágenes con la hoja del cuchillo y se pintan otras nuevas. La historia se cuenta en la lengua yup’ik —la lengua de los abuelos de las niñas—, pero los chicos del poblado son bilingües, y el inglés es la lengua que más usan entre ellos. Después, cuando han borrado las últimas imágenes en el barro, las chicas yup’iks cuentan historias en inglés, y algunas de estas están basadas en los personajes y las tramas que ven en la televisión.[36]

EL NIÑO ES UN PADRE PARA EL HOMBRE

Las culturas pueden ser cambiadas, o formarse a partir de cero, en una sola generación. Las criaturas jóvenes son más propensas que las mayores a ser innovadoras y receptivas a las nuevas ideas. Fue una mona de cuatro años de edad, llamada Imo, miembro de un grupo de macacos japoneses de la isla de Koshima, la que se inventó un nuevo método para separar granos de trigo de granos de arena. Imo arrojaba el trigo al océano: flotaba; la arena se hundía. Los compañeros de Imo la imitaron enseguida, y muy pronto todo el grupo —menos los miembros más viejos— aprendió a lanzar el trigo al agua.

A esa le siguió otra innovación, iniciada por una hembra de dos años de edad llamada Ego. Ego introdujo en la natación a sus compañeros de grupo, y en poco tiempo los jóvenes monos palmoteaban en el agua al romper las olas y buceaban buscando algas marinas. La mayoría de los adultos no se atrevían con ese deporte, pero poco a poco fueron muriendo y los más jóvenes crecieron y los sustituyeron, y nadar en el océano se convirtió en parte de la cultura de los macacos japoneses de la isla de Koshima.[37]

Con el tiempo, la joven generación se convierte en la vieja. Quizá sea diferente de la que la precedió o quizá sea muy parecida. Desde comienzos del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, las generaciones de hombres de las clases altas británicas se parecían muchísimo —en la conducta, las actitudes y el acento— a sus padres. Y sin embargo sus padres no habían tenido nada que ver con su educación ni con su crianza. Este es uno de los misterios que mencioné en el primer capítulo de este libro.

Sir Anthony Glyn, cuyo padre era barón, tuvo una educación típica de las clases altas británicas. Nació en 1922 y pasó los primeros ocho años de su vida atendido por niñeras e institutrices. En aquellos días estaba de moda entre las clases altas británicas decir que no aguantaban a los niños. La regla de que a los niños podía vérseles pero no oírseles era insuficiente para ellos: «El verdadero hombre británico —decía sir Anthony— siente que a los niños tampoco ha de vérseles. Una lección cada festividad sobre la fortaleza, la buena forma física y cómo esforzarse en los juegos es casi todo el contacto paternal que se requiere».

A la edad de ocho años, el pequeño Anthony fue enviado a un internado de lujo —una escuela preparatoria— y desde allí salió para entrar en Eton. Hasta licenciarse en Eton, a la edad de dieciocho años, solo volvía a casa durante las vacaciones del año escolar. Su contacto con su padre, supongo, consistía únicamente en esas lecciones semianuales sobre la fortaleza, la buena forma física y sobre cómo esforzarse en los juegos.

«La cuestión central es la escuela —dijo Anthony Glyn—, particularmente si tiene una larga tradición y tiene fama de producir un buen tipo de chicos». Su tono es sarcástico, y yo no creo que fuera feliz en la escuela. Pero él no puede negar que Eton produce un buen tipo de chicos. El duque de Wellington, al explicar su victoria sobre Napoleón en Waterloo, dijo que la batalla se había ganado «en los campos de juego de Eton». Ahí fue donde se formó el carácter de los oficiales británicos: en los campos de juego de Eton. No en las aulas, sino en los campos de juego, los lugares donde los chicos juegan solos, con una mínima supervisión de sus profesores. No era su educación lo que estaba encomiando el duque, sino su cultura.

«El objetivo de la educación en una escuela pública —informó Glyn— no consiste en aprender algo útil, ni tan siquiera en aprender algo; sino en tener la mente y el carácter entrenado, tener una imagen social adecuada y tener buenos amigos». Y adquirir el acento apropiado. Glyn describió la larga y lenta decadencia de los hijos jóvenes de las familias aristocráticas británicas, y de los hijos de esos hijos. A causa de la regla de la primogenitura, los hijos jóvenes se convirtieron, de adultos, en «parientes pobres». No podían permitirse el enviar a sus hijos a las escuelas a las que ellos mismos habían ido y el resultado fue que sus hijos descendieron de clase social: «Su lenguaje y su acento eran visiblemente menos aristocráticos».[38]

«La lengua —dijo Susan Schaller, la profesora del Lenguaje Americano de Signos— es un carnet de identidad para pertenecer a cierta tribu.»[39] Para los británicos, es el acento. El acento adecuado es un carnet para pertenecer a la clase superior. En El señor de las moscas, el personaje llamado Piggy tenía tres defectos (como era de esperar, Golding nunca sabe cuándo algo es bastante): era gordo, llevaba gafas y no tenía un acento admisible.[40] Era Jack, el malo de la historia, quien procedía de una escuela de elite. Un buen tirón de orejas al duque de Wellington.

A los chicos que iban a esas escuelas de elite no se les pegaba el acento aristocrático de sus niñeras, que solían ser de clase media-baja, ni de sus institutrices, que podían ser escocesas o francesas. Tampoco se les pegó de sus breves e impersonales contactos con sus padres. Tampoco de sus profesores, que era muy difícil que fueran de casa solariega. Se les pegaba de sus compañeros. El acento se pasaba de los chicos mayores a los menores, generación tras generación, en lugares como Eton, Harrow y Rugby. Otros aspectos de la cultura de la clase alta británica —la imperturbabilidad, el estricto sentido de la rectitud moral, los refinados gustos estéticos— se transmitieron también del mismo modo. Esos chicos no recibieron su cultura de las lecciones de sus padres sobre la fortaleza o el buen estado físico. Se hicieron con ella en el mismo sitio donde la consiguieron sus padres.

En la escuela preparatoria y en las escuelas «públicas» (esto es, privadas) a las que los aristócratas británicos envían a sus hijos, hay una cultura de los niños que se pasa, del mismo modo que los juegos de los Opie, de los mayores a los menores. Antes de la invención de la televisión, los chicos de esas escuelas tenían poco contacto con la cultura de los adultos, lo que pasaba en el mundo exterior tenía poco impacto sobre ellos. Tenían un acceso limitado a las radios o los periódicos, y no había ninguna otra fuente de novedades que las que a ellos mismos se les pudieran ocurrir. Cada nueva generación de chicos era bastante parecida a la anterior; la cultura continuaba inalterable mientras las generaciones de chicos pasaban a través de ella. La razón por la que los chicos salían a los padres era que ambos habían sido socializados del mismo modo y en el mismo lugar. Los hijos llevaban la cultura consigo a medida que crecían, del mismo modo que lo habían hecho antes sus padres. Y más o menos se trataba de la misma cultura.

Nosotros pensamos que las generaciones jóvenes adquieren su cultura de las mayores, pero en este caso era justamente al revés. Los niños tenían muy poco contacto con la cultura de los adultos, pero todos los adultos habían sido expuestos a la cultura de los niños. Cada uno de ellos era un antiguo niño.

EL GRUPO DE COMPAÑEROS DE LOS PADRES

Los niños sordos, los hijos de los inmigrantes, los hijos de los barones británicos… Está bien, lo admito: se trata de casos excepcionales, casos en los que los niños no pueden, por una u otra razón, adquirir su cultura de sus padres. Pero ¿qué pasa con los niños normales y corrientes? La mayoría de los niños, al fin y al cabo, viven con sus padres y se comunican libremente con ellos en la misma lengua usada por sus vecinos.

Y la mayoría de los padres se comunica libremente con sus vecinos. Uno de los temas sobre los que hablan son los niños: cómo salen, cómo educarlos, lo que hacen bien y lo que hacen mal, etc. Son asuntos sobre los que casi todo el mundo tiene una opinión y, aunque casi nadie se da cuenta de ello, esas opiniones suelen ser producto de una determinada cultura. Las clases altas británicas de la época de Anthony Glyn dirían —en voz alta, delante de sus propios hijos— que no podían soportarlos. Los yanomami tienen miedo de que sus enemigos arrojen un hechizo sobre sus hijos que los enferme y los mate, pero no se preocupan lo más mínimo de que estos luchen entre sí con pequeños arcos y flechas. Cada grupo tiene sus propias preocupaciones e inquietudes, y sus propias actitudes y creencias en relación con los niños.[41]

Estas actitudes y preocupaciones se transmiten de padres a padres a través de lo que yo llamo el grupo de compañeros de los padres. No son solo los niños los que tienen grupos de compañeros. Los adultos también los tienen, y —aunque el castigo que ha de sufrir quien disiente del grupo es tremendo— también tienen sus castigos. Pero los adultos, como los niños, rara vez necesitan que se les empuje a amoldarse a los principios de su grupo. Lo hacen voluntaria y automáticamente, por lo general sin darse cuenta de lo que está ocurriendo.

Dentro de un grupo —entre los participantes de una cultura o una subcultura— los métodos de crianza de los hijos y las actitudes hacia ellos tienden a ser bastante uniformes. Un extranjero puede ver eso mucho más fácilmente que un nativo. En Italia, según observa el padre fiscal Tim Parks, los padres se preocupan mucho de si sus hijos comen lo suficiente, y no es infrecuente que se les fuerce a comer; pero el concepto de que «llegue un momento en el que los padres hayan de forzar a los niños a irse a la cama» es impensable. Cuando Michele dijo «no seas fiscal» acerca de las reglas para acostarse, lo que quería decir, según su padre, era:

Esas reglas (de las cuales él desconoce que son típicamente inglesas) no necesitas aplicarlas al pie de la letra (lo cual es una flexibilidad típicamente italiana).[42]

Michele puede que no sepa que una hora estricta de acostarse es algo típicamente inglés, pero lo que sabe también es que ellos no son típicamente italianos. Tim Parks no se siente obligado a seguir las normas italianas sobre la crianza de los hijos porque él no es italiano, pero las protestas de sus hijos, no obstante, le incomodan. A los padres no les gusta ser diferentes de sus amigos y vecinos a la hora de educar a sus hijos. Es algo que les preocupa. Y los niños, que perciben esa vulnerabilidad, están dispuestos rápidamente a sacar ventaja de ella. «Ningún otro chico ha de telefonear a casa». «A todos los otros niños les han comprando unas Nike nuevas». Aunque los padres se burlan de esos chantajes transparentes, no son completamente inmunes a ellos.

En el capítulo 5 mencioné a la chica alemana del siglo XIX que fue tratada con sanguijuelas y a la que se la obligaba a mantenerse colgada de una barra horizontal porque su madre tenía miedo de que se deformara. He aquí una descripción de cómo el miedo a la deformidad se extendió como una epidemia a través del grupo de amigas y parientes de su madre:

De repente, instigada por los diarios, o Dios sabe qué publicaciones, la epidemia de miedo a la deformidad en los niños comenzó a extenderse entre nuestras madres. El hecho de que tuviéramos una posición erguida y que no se advirtiera nada extraño en nosotras no convenció en absoluto a nuestras madres, ni nos ayudó a nosotras en nada. En todas las familias se hicieron visitas domiciliarias para detectar deformidades incipientes: un verdadero infortunio había caído sobre nosotras, y antes de que nos diéramos cuenta de lo que estaba pasando, resultó que todas teníamos una salud enfermiza, y se calculó nuestro grado de enfermedad para determinar la cura a la que habíamos de someternos. Tres de mis primas, hijas de la misma casa, fueron enviadas al recién fundado instituto ortopédico de Königsberg; una pareja de chicas de la familia Oppenheim fueron llevadas a Blömer, en Berlín; a varias de mis amigas les habían dado prótesis para que las llevaran en casa, y por la noche eran atadas a camas ortopédicas en sus casas.[43]

Las chicas alemanas salieron bastante bien a pesar de esas máquinas fabulosas. Ellas ignoraban la cantidad de cosas horribles que los padres pueden hacerles a sus hijos solo porque otros padres de la vecindad, o del poblado o de la tribu se lo están haciendo a los suyos. Tengo en mis manos un artículo titulado «Mutilación genital femenina», publicado en 1995 en el Journal of the American Medical Association. Se describe en él los procedimientos, conocidos eufemísticamente como «circuncisión femenina», que se aplican a las chicas en África, zonas de Oriente Próximo y en determinadas poblaciones musulmanas de todo el mundo. La intervención se hace sin anestesia; a la chica —aproximadamente de unos siete años de edad— es probable que se le diga que si grita llenará de vergüenza a su familia. A veces, las chicas tienen una hemorragia que deviene mortal, o mueren más lentamente de tétanos o septicemia. Las complicaciones a largo plazo pueden conducir, en la edad adulta, a la esterilidad o a las dificultades para dar a luz. La penetración sexual puede ser dolorosa y es difícil que sea placentera, y este es el porqué de la operación.[44]

La razón por la que los padres les hacen algo tan terrible a sus hijas —poniendo en peligro su vida, su salud y su capacidad para tener hijos— no es otra que porque los demás también lo hacen. Sus amigos y sus vecinos, sus hermanos y sus primos están haciendo lo mismo con sus hijas. Se arriesgan a sufrir el desprecio de esas personas si no practican la misma costumbre. Corren el riesgo de quedarse con una hija con la que nadie se querrá casar porque, de acuerdo con su cultura, las buenas chicas no tienen clítoris.

Aunque la circuncisión femenina es tradicional en las partes del mundo donde se practica, tal práctica no pasa necesariamente de padres a hijos. A las mujeres alemanas que se preocupaban por las posibles deformidades de su hijas les entró el miedo a partir de la información de los diarios y del contagio mutuo posterior entre ellas, pues no era algo que cayera dentro de las preocupaciones de las madres. La gente educa a sus hijos como lo hacen sus vecinos, no como sus padres lo hicieron con ellos, y esto es verdad no solo en sociedades dominadas por los medios de comunicación como la nuestra. Cuando los antropólogos Robert y Barbara Le Vine estudiaron a los gusii africanos en los años cincuenta, la costumbre consistía en alimentar a la fuerza a los bebés con una papilla apretándoles la nariz para que, al aspirar el aire para respirar, se tragaran la papilla. Cuando los antropólogos Robert y Sarah LeVine (su segunda esposa) revisitaron la tribu en los años setenta ese «arriesgado método de alimentación» había caído en desuso. Todas las madres se habían cambiado al uso del biberón con tetinas de goma.[45]

La alimentación con biberón ha crecido enormemente en el Tercer Mundo y el cambio no siempre ha sido positivo. En la península de Yucatán, en México, las mujeres mayas que cuando niñas habían sido alimentadas de un modo tradicional —con la leche del pecho de sus madres— están alimentando ahora a sus bebés con biberón. Las abuelas de esos bebés no lo aprueban: están convencidas de que los bebés criados a pecho son más saludables y están más hermosos. Como suele suceder, las abuelas tienen razón.[*] Un investigador ha descubierto que los bebés alimentados con biberón eran más propensos a padecer infecciones gastrointestinales y, en consecuencia, tendían a ser más escuchimizados. «¿Por qué —se preguntaba el investigador— han abandonado las madres de Yucatán la vieja práctica de criar a los hijos con el pecho en favor de la nueva y mal adaptada del biberón?». Pues porque eso es lo que sus amigas y vecinas están haciendo. ¿Y qué más da que mamá no lo hiciera así? ¿Y qué más da si ella lo desaprueba?[46]

Dentro de una sociedad multicultural como la de Estados Unidos, los métodos paternos varían mucho entre unos grupos culturales y otros. Criar con el pecho es por lo general más común entre las mujeres blancas, educadas y con buena situación económica. En algunas comunidades afroamericanas ha pasado tanto tiempo sin que nadie críe a los pechos a un niño que a las jóvenes generaciones les sorprende que se pueda alimentar a un niño de esa forma. La directora de un programa de Nueva Jersey, concebido para animar a las madres en precarias condiciones económicas para que críen a sus hijos con el pecho, informó de que había tenido mujeres que le habían dicho: «¿Quieres decir que en realidad puede salir leche de ahí?».[47]

Las modas pasajeras en la alimentación de los niños, el temor a la deformidad, la creencia en los peligros de un hechizo o en la eficacia de los abrazos se transmiten de unas mujeres a otras a través de lo que los psicólogos llaman las «redes de apoyo maternal».[48] Los padres también tienen sus redes. Algunos grupos de hombres le tienen aversión a todo lo doméstico: se animan entre sí para salir de casa y no ayudar a sus esposas en las tareas de la crianza de los hijos.[49] Hasta luego, cariño, salgo con los amigos.

Los investigadores han informado de que los padres de clase media estadounidense que no pertenecen a las redes de ayuda son más susceptibles de violar las normas culturales y abusar de los niños.[50] Pero no todos los grupos de padres se escandalizan por el uso de los castigos físicos duros; eso es algo que varía de un grupo cultural a otro. Los residentes de La Paz y de San Andrés, los dos pueblos mexicanos que ya he mencionado con anterioridad, tienen diferentes puntos de vista sobre la disciplina. En San Andrés, observó el antropólogo Douglas Fry, los padres abogan por la utilización de castigos físicos más severos —y los ponen en práctica— que los habitantes de La Paz. Fry pudo observar a los padres de San Andrés golpeando a sus hijos con palos; algo que nunca contempló en La Paz. Es mérito de Fry el no censurar la agresividad de los habitantes de San Andrés acerca de los golpes que recibieron de niños. El ve los golpes como un síntoma, en vez de como una causa, de la atmósfera prevaleciente en el pueblo; y así lo veo yo también.[51]

Dentro de nuestra propia sociedad, las actitudes hacia el uso de los castigos físicos difieren de un barrio a otro, de un grupo cultural a otro. El castigo físico se usa más a menudo en las barriadas deprimidas económicamente que en las zonas residenciales; y es más usado por padres que pertenecen a minorías étnicas que por los padres de origen europeo. Esas diferencias culturales en los métodos de educación de los niños se extienden a través de los grupos de padres.[52]

DE LOS GRUPOS DE COMPAÑEROS DE LOS PADRES A LOS DE LOS HIJOS

Mi marido y yo hemos criado a nuestras hijas en una pequeña y agradable ciudad de Nueva Jersey. Hemos vivido allí durante casi veinte años, desde mediados de los sesenta hasta la mitad de los ochenta. En nuestra barriada de clase media, había mucha gente que tenía hijos de la edad de los nuestros. La mayoría de nosotros teníamos ancestros europeos y teníamos unos niveles de renta y un estilo de vida muy parecidos. Ninguna de las madres trabajaba mientras los niños eran pequeños; incluso cuando ya eran lo suficientemente mayores como para asistir a la escuela elemental, a un par de manzanas de distancia, solo trabajábamos media jornada.

Las otras madres y yo nos veíamos a menudo. Teníamos algo en común: los hijos. Y eso era principalmente nuestro tema de conversación. Éramos católicos, protestantes y judíos; teníamos el bachillerato superior o licenciaturas; pero nada de todo eso parecía importar gran cosa. Aunque no me di cuenta de ello entonces, todas nosotras teníamos puntos de vista muy similares acerca de cómo educar a los niños. A ninguna de nosotras nos preocupaban las deformidades o los hechizos que les pudieran lanzar nuestros enemigos; de lo que nos preocupábamos era de cómo iban nuestros hijos en la escuela. Ninguna de nosotras alimentó nunca a la fuerza a sus hijos. Ninguna de nosotras pensaba que era una buena idea dejar que los niños compartieran la cama de los padres. Creíamos en la necesidad de establecer una hora para irse a la cama, pero variábamos en lo «fiscales» que éramos a la hora de hacerlo cumplir. Todas creíamos que un pequeño bofetón a tiempo, dado en el momento justo y con el ánimo adecuado, podía ser de gran ayuda. A ninguna de nosotras se nos pasó nunca por la cabeza la idea de golpear a los niños con un palo. Bueno, puede que hayamos llegado a pensar en ello, pero nunca lo hubiéramos hecho.

No adquirimos todas nuestras ideas las unas de las otras, sino que se trataba de los puntos de vista que prevalecían en aquella época y que veías en cualquier parte: revistas, libros, cine, etc. Sabíamos que había formas equivocadas de criar a un niño, pero no teníamos ni idea de que pudiera haber otras formas adecuadas de hacerlo.

Ha pasado una generación —ya soy abuela— y las madres han dejado de tener tiempo para sentarse todos los días por la tarde a hablar con sus vecinas. Pero todavía sigue siendo verdad que las mujeres que pertenecen a la misma red de apoyo maternal es muy probable que tengan los mismos puntos de vista sobre la educación de los hijos. Los miembros de los grupos de padres es poco probable que sean vecinos, pero todavía los hay que sí. A menudo se convierten en amigos porque sus hijos van a la misma escuela o a la misma guardería. Si los niños no van a la misma escuela, tienen entonces oportunidad de jugar unos con otros fuera de la escuela. Así pues, los padres que pertenecen a un grupo es probable que tengan hijos que compartan también un grupo. O, visto al revés, los niños que pertenecen a un grupo determinado es posible que tengan padres que formen, a su vez, un grupo. Y lo mismo vale para las sociedades tradicionales. De hecho es una verdad que ha valido durante millones de años.

Así es como creo yo que se transmite la cultura: del grupo que forman los padres al grupo que forman los hijos. No de padre a hijo, sino de grupo a grupo, de grupo de padres a grupo de hijos.

Cuando los niños de tres años entran en un grupo, la mayoría de ellos ya tiene una cultura en común. La mayoría proceden de hogares muy parecidos que, a su vez, son típicos de su barrio. Si los padres son de origen europeo, o pertenecen a una segunda o tercera generación de estadounidenses cuyos antepasados han venido de cualquier otro sitio, podemos decir con toda tranquilidad que todos ellos hablan inglés, comen con cuchara y tenedor y han marcado una hora para irse a la cama. Se visten con ropas parecidas. Tienen los mismos juguetes, comen los mismos alimentos, celebran casi las mismas fiestas, saben las mismas canciones y ven los mismos programas de televisión.

Los niños que comparten una lengua no tienen necesidad de inventarse una nueva; ni tampoco necesitan, una vez que comparten una cultura, construirse otra a partir de cero. Los niños se construyen sus propias culturas, pero usualmente no tienen que hacerlo desde cero. Cualquier cosa que tengan en común —lo que sea, pero que tenga la aprobación de la mayoría de los niños del grupo— puede entrar a formar parte de la cultura de los niños. Esa cultura infantil es una variante de la cultura adulta, y la cultura adulta que ellos mejor conocen es la que se exhibe en su propia casa. Ellos llevan esa cultura a su grupo de compañeros, pero lo hacen cuidadosamente y poco a poco. Están muy alerta respecto a las señales de que puede haber algo malo en ella, que podría no ser la cultura de los de fuera de casa. Alexander Portnoy, el héroe de ficción de El lamento de Portnoy, se resistía a utilizar la palabra espátula en un curso de primaria porque pensó que se trataba de una palabra que pertenecía a la cultura particular de su casa, que no era una palabra que pudiera ser usada con toda propiedad en la escuela.[53] Yo me sentí igual, cuando niña, acerca de usar la palabra meñique.

Los niños de nuestra sociedad se han de preguntar si lo que aprenden en casa es lo adecuado, lo mismo que están aprendiendo sus amigos. En las tribus y en los poblados pequeños no tienen esa preocupación: saben exactamente qué es lo que ocurre en casa de sus amigos. En las sociedades tradicionales no hay intimidad y los niños están expuestos, desde la infancia en adelante, a aspectos de la vida que nosotros, en las sociedades desarrolladas, intentamos hurtarles: el nacimiento y la muerte, la maledicencia y el cotilleo o el sexo y la violencia. Hay, te lo aseguro, tanto sexo y violencia en las sociedades tradicionales como en la nuestra.

La diferencia estriba en que en nuestra sociedad la mayor parte de las escenas reales de sexo y violencia ocurren detrás de unas puertas cerradas. De ahí que en vez de contemplar a sus vecinos, los niños de hoy vean la televisión. La televisión se ha convertido en su ventana abierta a la sociedad, en su plaza del pueblo. Toman lo que ven en la televisión como señal de lo que es la vida fuera, y lo incorporan a su cultura de niños. Los personajes de Barrio Sésamo, los superhéroes y los villanos, son tan parte de la materia prima de la cultura de los niños como el lenguaje que aprenden en las rodillas de sus madres. Impedir que un niño vea la televisión no protegerá a ese niño de su influencia, porque el impacto de la televisión no se produce en el niño aislado, sino en el grupo. Como otros aspectos de la cultura, lo que aparece en la pantalla del televisor afectará a una conducta individual solo si se ha incorporado a la cultura de un grupo de compañeros. Y eso ocurre muy a menudo.

Los niños cuya vida familiar es extraña, porque no se les permite ver la televisión o porque sus padres son diferentes de los otros padres de su manzana, acabarán adquiriendo, a pesar de todo, la misma cultura que sus compañeros. La adquieren en el mismo lugar donde sus compañeros adquieren la suya: en el seno del grupo. Si sus padres hablan una lengua extranjera, no usan los tenedores y las cucharas o creen en los hechizos malignos, ellos acabarán adquiriendo el mismo lenguaje, costumbres y creencias de sus compañeros. La única diferencia es que ellos los adquieren de segunda mano: les han sido transmitidos, vía el grupo de compañeros, de los padres de estos.

Conozco a una mujer que tenía muchos hermanos y hermanas y cuyos padres eran incapaces de afrontar las cargas de la paternidad. Nadie le dijo cuando era pequeña que tenía que bañarse. Un día ella se percató de que sus brazos eran distintos de los de sus compañeras. Descubrió qué los hacía diferentes —el que los suyos estaban sucios— y empezó a bañarse por propia iniciativa.

Ya sé que dirás que muchos de esos niños que proceden de familias así no se dan cuenta por ellos mismos. Es cierto, pero los padres que no pueden salir adelante tienen hijos con carencias semejantes, eso es algo que los genetistas conductistas tienen perfectamente estudiado. Como algunas de las características psicológicas de los niños son heredadas de sus padres, la herencia también sirve para explicar los rasgos de personalidad. Por eso me gusta fijarme en la lengua y en el acento, porque no son un factor hereditario.

La forma más fácil de saber qué es lo que socializa a un niño —quién le da al niño su cultura— es escucharle. Porque adquiere su lengua y su manera de hablar en el mismo sitio donde adquiere otros aspectos de su cultura: en el grupo de compañeros que, a su vez —en la mayoría de los casos, pero no en todos—, los consigue del grupo de padres.

BIENVENIDO AL BARRIO

Los psicólogos y los sociólogos saben desde hace mucho que los niños que crecen en las barriadas donde la delincuencia es endémica, o que se asocian con compañeros que son delincuentes, es muy probable que se metan en serios problemas. Así pues, una manera de rescatar a un niño de meterse de lleno en problemas es sacarlo del barrio y alejarlo de sus compañeros delincuentes.[54]

Eso le sirvió a Larry Ayuso. A los dieciséis años Larry estaba viviendo en el sur del Bronx. Sus notas eran demasiado bajas como para permitirle aspirar a formar parte del equipo de baloncesto. Tres de sus amigos habían muerto en homicidios relacionados con la droga. El estaba predestinado a convertirse en uno más de los que abandonan los estudios y sigue una carrera de delincuente cuando fue rescatado por un programa que saca a los niños de los guetos urbanos y los recoloca en otros sitios, siempre lejos. Larry acabó en una pequeña ciudad de Nuevo México, viviendo con una familia blanca de clase media. Dos años después, tenía un promedio de notas de notable, un promedio de 28 puntos por partido en el equipo de baloncesto y se encaminaba hacia la universidad. Cuando volvió a visitar a sus viejos amigos del sur del Bronx, estos se fijaron en cómo vestía y le dijeron que tenía una manera de hablar muy divertida. Ya no hablaba como ellos, no se vestía como ellos ni actuaba como ellos.

El periodista del New York Times que escribió acerca de la metamorfosis de Larry es un producto de nuestra cultura: un creyente en el concepto tradicional sobre la crianza de los hijos. Le atribuyó el mérito a los padres adoptivos de Larry, la pareja blanca de Nuevo México.[55] Pero a los chicos como Larry puede rescatárseles incluso sin proporcionarles padres adoptivos. Cualquier cosa que sirva para distanciarlos de sus compañeros delincuentes tiene muchas posibilidades de tener éxito. Los estudios en Inglaterra han demostrado que cuando los chicos delincuentes londinenses salen de la ciudad, su tasa de delincuencia decae, incluso aunque se trasladen con sus familias. Por el hecho de vivir en un barrio y no en otro, los padres pueden aumentar o disminuir las oportunidades de que sus niños cometan delitos, abandonen los estudios, tomen drogas o se queden preñadas sus hijas.[56]

Si los chicos de un barrio son por lo general sensatos y respetuosos con la ley, y los de otro no lo son, ello no se debe a que los chicos que se comportan bien tengan padres ricos y los otros no.[57] Tampoco se debe a que unos tengan padres educados y los otros no. El estatus económico y el nivel de educación de sus vecinos también tiene un efecto sobre los niños.[58] El hecho de que los niños sean como sus padres no dice gran cosa: puede deberse a la herencia, el entorno ¿quién sabe a qué? Pero el hecho de que los niños sean como los padres de sus amigos sí que dice mucho: solo puede deberse al entorno.

Y como la mayoría de los niños no pasa mucho tiempo con los padres de sus amigos, la influencia del entorno solo puede llegarles a través de sus amigos. Se transmite, según la teoría de la socialización, mediante el grupo, a través de su grupo de compañeros.

De barrio a barrio, hay diferencias en el modo de comportarse los adultos a la hora de educar a los niños. Y de barrio a barrio hay diferencias en las normas de los grupos de compañeros de los niños. En barrios como en el que solía vivir Larry Ayuso, la norma para los chicos consiste en ser rebeldes y agresivos. Los antiguos amigos de Larry en el sur del Bronx no carecen de socialización: simplemente se han limitado a hacer lo que hacen los chicos en todos lados: adaptar su conducta y sus actitudes a las del grupo. El hecho de que se comporten, hablen y se vistan de forma distinta de los nuevos amigos de Larry en Nuevo México no significa que estén menos socializados, sino simplemente que fueron socializados por grupos con norrnas diferentes.

Los chicos del sur del Bronx son agresivos por la misma razón que lo son los chicos del pueblo mexicano de San Andrés: porque así es como se comporta el resto de la gente en su comunidad. No se debe al modo como los tratan sus padres. ¿Que cómo lo sé? Pues porque puedes trasladar a una de esas familias a un barrio distinto —un barrio donde los padres no encajen y les sea difícil llegar a convertirse en miembros del grupo de padres— y la conducta de los niños cambiará. La conducta de los niños acabará siendo como la de su nuevo grupo de compañeros.

He aquí la conclusión de un reciente estudio publicado en el Journal of Quantitative Criminology:

Cuando los jóvenes afroamericanos y los jóvenes blancos fueron comparados sin atender al contexto del barrio, los jóvenes afroamericanos eran delincuentes más frecuentes y serios que los jóvenes blancos. Cuando los jóvenes afroamericanos no vivían en barriadas de clase baja, su conducta delictiva fue similar a la de los jóvenes blancos.[59]

Otro estudio se fijó en la conducta agresiva en la escuela elemental. Los investigadores se centraron en chicos considerados de «alto riesgo», basándose en la renta familiar (muy baja), la composición familiar (sin padre en casa) y la raza (afroamericano). Descubrieron que los niños con esos factores de riesgo que vivían en barriadas básicamente negras, de clase baja, eran bastante agresivos; pero aquellos que vivían en barriadas básicamente blancas y de clase media, tenían «unos niveles de agresividad» comparables a los de sus compañeros de clase media. Los investigadores llegaron a la conclusión de que las barriadas de clase media «funcionaban como un factor de protección para reducir el nivel de agresividad entre los niños de familias de alto riesgo».[60]

LOS DATOS PUEDEN SER PELIGROSOS

«Mi hijo el doctor». Hace una generación, antes de que nadie hubiera oído hablar de la gestión de la salud, era muy común entre los padres judíos desear que sus hijos se convirtieran en médicos, y tan común para los hijos de los médicos serlo a su vez, que acabó convirtiéndose casi en un chiste. Era obvio para todo el mundo, psicólogos del desarrollo incluidos, que los hijos solicitaban el ingreso en la facultad de medicina porque se les había lavado el cerebro —socializado, quería decir…— por parte de los padres para que pensaran en la medicina como la más deseable de las profesiones.

Pero incluso antes de la gestión de la salud, algunas voces no se sumaron al coro. ¿Has oído el de los padres judíos que se confundieron e instaron a su hijo a hacerse músicos (musician) en vez de médico (physician)? Al final, el hijo acabó decidiendo hacerse médico.

Los padres del doctor Snyder le sugirieron que fuera a un conservatorio de música al acabar el instituto. «No me pareció que ser músico fuera un buen trabajo para un amable chico judío», recordaba. Muchos de sus amigos querían ser médicos y como, decía él, «mi principal objetivo en la vida era ser como los otros chicos», decidió convertirse también en médico.[61]

Sus padres se equivocaron, pero no importó. La idea de que la medicina es una profesión deseable se transmite del mismo modo que otras creencias y actitudes culturales: del grupo de padres al grupo de niños, y de este al niño individual. El niño cuyos padres escuchan un ritmo de tambor diferente, marcha, sin embargo, siguiendo el mismo compás que sus compañeros.

Aunque la historia del doctor Snyder es verdadera, se trata solo de una anécdota, y como a los científicos sociales les gusta decir, el plural de anécdota no es datos. Pero yo he contado esta historia precisamente para demostrar por qué los datos pueden confundirnos. Cuando se reúnen datos se suele prestar atención a los promedios, a los efectos generales, y la excepción no se tiene en cuenta. Pero en este caso es la excepción lo que te dice qué está pasando en realidad. El niño cuyos padres son atípicos en cierto modo y no encajan en el modelo estándar, acaba teniendo las mismas actitudes que sus compañeros.

Hay otra manera, más insidiosa, merced a la cual los datos pueden producir resultados confusos, y lo ilustraré recurriendo a mi ejemplo favorito: el lenguaje. Si observas a los chicos que viven en el mismo barrio y van a la misma escuela, verás que todos ellos hablan la misma lengua y con el mismo acento. Pero como la herencia no es un factor operante aquí, dentro de un barrio no hallarás una correlación entre la lengua y el acento de los padres y los de los hijos. Eso es lo que Derek Bickerton descubrió en Hawai: los padres hablaban un puñado de lenguas distintas, pero la segunda generación hawaiana de un grupo dado, hablaban todos la misma versión del criollo. No podías decir, oyendo a los chicos, de qué país habían venido sus padres.[62]

Digamos ahora que pretendes hacer un estudio internacional sobre el lenguaje y reúnes datos de cómo hablan los niños de todo el mundo. Entre los sujetos de tu investigación se encuentra una pareja británica de clase alta con su hijo, una pareja italiana con el suyo, una pareja yanomami y su hijo y grupos de padres e hijos de otras den partes del mundo. Y al final ¡ya has encontrado pruebas para el concepto tradicional de la crianza de los hijos! Hay una estrecha correlación entre el lenguaje que usan los padres y el que usan los niños.

Lo que ha sucedido, sin embargo, es que has confundido los efectos del grupo de padres sobre el grupo de niños con los efectos de los padres sobre los hijos. Es un error que se comete fácilmente, y si añadimos cuestiones de herencia, aún se vuelve todo más confuso. Digamos que quieres demostrar que los malos tratos de los padres son la causa de que los niños maltratados sean más agresivos, y que decides hacer tu estudio en la ciudad mexicana de San Andrés. Descubres que casi todos los padres golpean a sus hijos y que estos son muy agresivos. Pero hay variaciones de familia a familia incluso en una cultura tan homogénea como la de San Andrés. Como la agresividad es hasta cierto punto genética y como la conducta de los padres es en cierto modo una reacción frente a la de los niños, descubres que hay una tendencia según la cual los padres que más castigan en San Andrés son los que tienen los hijos más agresivos: hay, pues, una correlación entre el castigo de los padres y la agresividad infantil. Pero es una correlación muy débil. ¡Maldita sea, no es estadísticamente significativa!

Tranquilo. Lo único que tienes que hacer es añadirle algunos sujetos de La Paz, donde los padres casi nunca pegan a sus hijos y estos tampoco pegan a sus compañeros. Junta todos los datos et voilá!, ya has descubierto una fuerte correlación entre el castigo paternal y la agresividad de los niños. Has descubierto que los padres que emplean el castigo físico duro tienden a tener hijos agresivos, y que los padres amables y afectuosos tienden a tener niños tranquilos. En efecto, has hecho lo mismo que hacen los investigadores modernos de la socialización cuando se aseguran —con la mejor de las intenciones— de seleccionar sus sujetos entre un variado surtido de grupos étnicos y clases socioeconómicas.

Según los investigadores se fijen en el interior de los grupos culturales o los estudien por encima, pueden descubrir o no correlaciones entre padres e hijos. Si reúnen los datos de varios pueblos o tribus o barrios, es probable que hallen correlaciones que puedan dar a entender que los padres tienen influencia sobre los niños, porque la conducta de los niños es más parecida a la de sus propios padres que a la de los padres de otros lados. Los niños (como grupo) tienden a comportarse como los adultos en sus pueblos o barrios.

Y ello no se debe a que individualmente se comporten como sus propios padres. Si el factor hereditario no aparece, los niños son tan semejantes a los padres de sus amigos como a los suyos propios.[63]

Cuando ves que los niños se comportan como sus padres, es fácil considerarlo como una prueba del concepto tradicional sobre la crianza y la educación de los hijos. Pero los niños y los padres no solo comparten los genes: también viven en el mismo pueblo o en el mismo barrio y pertenecen al mismo grupo étnico y a la misma clase socioeconómica. En la mayoría de los casos, la cultura de los niños es similar a la cultura de los adultos. Excepto que prestes atención a los casos excepcionales en que la cultura de los niños no es como la de los adultos, parece como si los niños hubieran aprendido a comportarse de la forma en que lo hacen en casa.

Hace setenta años, Hugh Hartshorne y Mark May desarrollaron un estudio de lo que ellos llamaban «carácter».[64] Los investigadores ofrecieron a los niños la tentación de mentir, robar o engañar en una cierta variedad de situaciones. Descubrieron que los niños que se comportaban de una forma moral adecuada en una situación, no necesariamente se comportarían igual en otra. En particular, un chico que resistió la tentación de saltarse las reglas de su casa, aunque nadie lo estuviera vigilando, fue tan capaz como cualquier otro de hacer trampas en un examen o en un juego en el patio. De los resultados se deducía que lo que los niños aprenden de sus padres acerca de la moralidad no va más allá de la puerta de su casa. Clic. Clic.

Y sin embargo —y ahí radicaba el misterio del asunto—, en situaciones variadas, los niños tendían a adoptar las mismas opciones morales (o inmorales) que sus hermanos y sus amigos. El misterio deja de serlo cuando consideras que los niños que son amigos o hermanos viven por lo general en el mismo barrio, van a la misma escuela y, al menos en el caso de los amigos, pertenecen al mismo grupo de compañeros. Todos ellos son miembros de la misma cultura de los niños. Hartshorne y May llegaron a la conclusión de que —y esto fue en 1930, antes de que el concepto tradicional sobre la crianza de los hijos hubiera nublado las mentes de los psicólogos— «la pieza básica para la educación del carácter es el grupo o una pequeña comunidad».[65]

CREATIVIDAD CULTURAL

Cuando los genetistas conductistas analizan los datos sobre los gemelos o los estudios sobre la adopción, dan por sentado que cualquier semejanza que se produzca entre hermanos, y que no se deba a la herencia, ha de deberse a que han crecido en el mismo hogar. «Entorno compartido», lo llaman. Pero a largo plazo, no es el entorno del hogar lo que marca la diferencia. Antes bien se trata del entorno compartido por los niños que pertenecen al mismo grupo de compañeros. Es la cultura creada por esos niños.

Los niños pueden crear una cultura casi desde cero, pero normalmente no lo hacen así. En las sociedades tradicionales, la cultura de los niños es muy semejante a la de los adultos, porque no hay otras alternativas a mano, ni necesidad de buscarlas. Pero incluso en las sociedades tradicionales, la cultura de los niños puede contener elementos que no están presentes en la de los adultos, como el lenguaje de palabrotas usado por los niños nyansongo. La cultura de los niños persiste por la misma razón que persiste la de los adultos: nuevos miembros del grupo la aprenden de los antiguos.

Se trata de un sistema inteligente, pues utiliza las principales ventajas que tienen los niños sobre los adultos: su flexibilidad y su imaginación. Si la cultura de los adultos parece que funcione correctamente, los niños utilizan todos aquellos elementos de ella que les gusten. Si no es así, porque no cubra sus necesidades o esté desfasada, pueden crearse una nueva.