Yo fui, se mire como se mire, una niña verdaderamente difícil de controlar durante la primera infancia. Hoy una criatura semejante sería etiquetada como «hiperactiva», inusual respecto a las chicas, pero no infrecuente. No tenía miedo, me gustaba la aventura, salir fuera y chillar. Era una de esas criaturas que, si había algún agujero donde caerse, pues por allí que se caía. Era una persona non grata en los restaurantes porque no podía estarme quieta.
Volvía locos a mis padres. Una «mujercita en pequeño» era lo que se supone que tenían que ser las chicas en aquellos días, y yo no lo era. Mi madre me compró vestiditos con volantes que yo ensuciaba y rompía. Siempre llevaba colgando desde la espalda un lazo sobre mis piernas desnudas, cuyas rodillas siempre iban adornadas con tiritas. Los vaqueros hubieran sido más adecuados para mí, pero aún no habían empezado a fabricarlos para las niñas pequeñas, y a mi madre nunca se le ocurrió vestirme con ropas de chico. O quizá es que ella seguía esperando que esos vestiditos con volantes obraran el milagro de convertirme en lo más parecido a una pequeña mujercita.
No lo consiguieron. Nada les dio resultado. Mis padres se desesperaban. El parvulario y la primaria, año tras año, pasaron en un soplo. Nos mudábamos mucho de ciudad en aquellos primeros años de mi vida. A veces me sacaban de una escuela a mitad de curso y me metían en otra, pero no tenía ningún problema para hacer amistades. Mi permanente animación y mi inclinación natural a salir me hicieron muy popular entre mis compañeros, chicos y chicas.
Volvíamos a mudarnos, como ya era normal, después de que hubiera comenzado el año escolar, con lo que todo cambiaba de nuevo. Me encontré siendo la menor y una de las pocas que llevaba gafas, en una clase de cuarto curso en una zona residencial del nordeste. Las otras chicas eran sofisticadas mujercitas, interesadas en los peinados y orgullosas de sus ropas preciosas. Yo no era como ellas y no me gustaron nada.
Mi familia permaneció en ese lugar durante cuatro años, y fueron los peores años de mi vida. Iba cada día a la escuela con niños de mi barrio, pero ni uno de ellos jugaba conmigo ni me dirigía la palabra. Si me atrevía a decirles algo, me hacían caso omiso. Y pronto dejé de intentarlo. En el plazo de un año pasé de ser una persona desinhibida y propensa a salir a una persona tímida e inhibida. Mis padres no sabían nada de lo que me pasaba, pues tampoco vieron grandes cambios en mi conducta en casa. Lo único que había cambiado, por lo que a mí se refería, era que yo me pasaba mucho tiempo leyendo. Demasiado, según su opinión.
Luego, un par de meses antes de comenzar octavo, mi familia se mudó una vez más, y mis días de ostracismo se acabaron. Regresamos a Arizona, donde había pasado mis primeros años. Los niños allí no eran pijos ni sofisticados. Volví a tener amigos, aunque pocos. Y los años de soledad, de buscar el recreo en los libros, empezaban a rendir fruto: mis compañeros de clase se referían a mí como la «cerebrito», y comencé a sacar buenas notas —algo nuevo para mí— y a buscar la compañía de otros cerebritos para hacer piña. Pero seguía siendo una persona inhibida e insegura. Los niños de aquel barrio pijo habían conseguido lo que no pudieron mis padres: habían cambiado mi personalidad.
Los niños nacen con ciertas características. Sus genes les predisponen a desarrollar cierto tipo de personalidad. Pero el entorno puede cambiarles. No la «crianza» —el entorno que le pueden proporcionar sus padres—, sino el entorno de fuera del hogar, el que comparten con sus compañeros. En este capítulo te voy a enseñar cómo sucede eso.
SALIR DE LAS FALDAS DE MAMÁ
El otro día fui a la oficina de correos y tuve que hacer una buena cola. Era hora de clase y no había ningún niño en edad escolar allí presente, pero dos de las mujeres que aguardaban por delante de mí tenían a sus niños con ellas: una niña y un niño, ambos de unos dos años de edad. Estaban de pie junto a sus madres, como las ardillas junto a sus árboles, y, a una distancia de un brazo extendido por debajo de la mirada de los adultos, los dos niños se miraban el uno al otro. Finalmente, el niño se desprendió de la mano de su madre, se acercó a la niña y se paró frente a ella. Decirle «eres la persona más interesante que hay aquí» estaba bastante más allá de su capacidad verbal, por lo que no dijo nada, simplemente se paró junto a ella y la miró de forma expectante. Pero en ese momento la cola avanzó, su madre lo cogió y tiró de él hacia delante.
Los humanos jóvenes sienten una profunda inclinación hacia los otros de su clase, y «su clase» se define, en primer lugar, por la edad. Lo mismo se puede decir de otros primates jóvenes. Un mono pequeño, en cuanto puede desplazarse por sí mismo, dejará a su madre para jugar con sus compañeros a contonearse y pavonearse. Un joven chimpancé que oye los sonidos de otros jóvenes chimpancés jugando a cierta distancia intentará persuadir a su madre de que vaya en aquella dirección y no dejará de gritar y protestar hasta que lo haga. El intenso deseo de los jóvenes primates por encontrar otros compañeros con quienes jugar puede anular cualesquiera divisiones entre los grupos e incluso entre especies. Un joven babuino o un mono rhesus pueden cambiar de grupo temporalmente si en el suyo propio no tienen compañeros con los que jugar. Jane Goodall vio a jóvenes babuinos jugar con pequeños chimpancés en Tanzania, y nosotros vimos a un chimpancé de seis meses jugar con un niño de diez en el capítulo 6.[1] El espíritu lúdico es el primer rasgo primordial de un primate, y, aunque no se pierde por completo en la edad adulta, siempre le parece más divertido a una criatura jugar con otra joven criatura que ser entretenido por un adulto de su especie.
Las estudiosas del desarrollo Carol Eckerman y Sharon Didoe han descrito lo que sucede si colocas a un par de bebés humanos que no se conozcan, junto con sus madres respectivas, en una habitación llena de juguetes. Los bebés de un año —a una edad en la que se sienten temerosos de los adultos extraños— se sonríen el uno al otro y parlotean. Un bebé puede ofrecerle un juguete al otro o bien aceptar el que le ofrecen. Se sientan cerca el uno del otro en el suelo; a veces, uno toca suavemente al otro. A veces la caricia no es tan suave y hay una disputa por un juguete, pero la mayoría de los contactos suelen ser amistosos; al menos pretenden que lo sean.[2] Esos gestos iniciales de amistad son a menudo torpes: un bebé puede, por ejemplo, ofrecerle un juguete a la espalda del otro. Y el interés mutuo suele desvanecerse y desaparecer, aunque no siempre de forma simultánea; quizá porque el contacto con otro bebé es tan estimulante que ha de ser tomado en pequeñas dosis. No obstante, de todas las cosas que hay en la habitación —los juguetes, las madres, el investigador con su tablilla sujetapapeles—, lo que más les llama a todos la atención es la presencia del otro niño.
También miran a sus madres, por supuesto, pero principalmente para asegurarse de que aún siguen allí. A los primates muy jóvenes, incluidos los humanos, les gusta tener a la madre cerca cuando están jugando; los estudiosos del desarrollo dicen que la madre proporciona «una base segura desde la que aventurarse a explorar».[3] Entre los monos y los chimpancés, la madre puede intervenir si el juego con los compañeros se vuelve demasiado violento o duro, y a menudo lo hace. Como en esos grupos suele haber, por lo general, un amplio abanico de edades, y a veces los mayores son unos abusones, siempre conviene tener a la madre cerca de uno. Los primates muy jóvenes gritan cuando les hacen daño, y eso hace que mamá aparezca enseguida.
La relación entre un bebé primate y su madre es muy estrecha; para los humanos y los chimpancés dura a menudo toda la vida. Jane Goodall describió un chimpancé adulto que permaneció junto a su madre gravemente herida durante cinco días, apartándole las moscas, hasta que la madre murió a causa de las heridas; asimismo describió a un chimpancé adolescente que cayó en una profunda depresión cuando su madre murió de vieja. Goodall también describe a monas que arriesgan su propia vida en el intento desesperado y fútil de intentar recuperar sus bebés de los chimpancés que los han robado: «Una de esas madres incluso trató de llegar a su bebé (que estaba siendo comido) mientras ella misma era matada». La vida en la jungla puede ser cruel y sangrienta, pero no está exenta de amor y lealtad.[4]
El etólogo Irenäus Eibl-Eibesfeldt cree que la relación madre-hijo constituye la base evolucionista de todas las relaciones diádicas (relaciones entre dos individuos). Los peces y los reptiles pueden reunirse en grupos, pero entre los miembros de esos grupos no hay lazos de amor y amistad. Solo después de que las criaturas de sangre caliente comenzaran a preocuparse por sus crías, dice Eibl-Eibesfeldt, fueron posibles las relaciones de afecto duraderas entre los individuos. La evolución de los cuidados maternales condujo a que los animales pudieran reconocer y recordar a miembros individuales de su especie, así como la motivación para ser agradables con ellos.[5]
La habilidad de un pájaro o de un mamífero para reconocer a sus crías es distinta en las diferentes especies. El reconocimiento puede ser innato o aprendido, rápido o lento, basado en la visión, el olor o la audición. La habilidad de las crías para reconocer a sus madres también se fundamenta en distintos mecanismos según la especie. Patos y ánsares son conocidos por su ansiedad para «fijarse» a cualquier cosa en la que pongan los ojos recién acabados de salir del cascarón. Eso funciona bien si lo que se mueve da la casualidad de que es su madre; mucho menos si resulta ser el chico que corta el césped; y menos aún si se trata de la propia cortadora de césped.
Esa fijación es una estratagema muy rudimentaria y azarosa; los primates tienen una más compleja, conocida como «apego». El primate recién nacido tarda algún tiempo en conocer a su madre: semanas, en el caso de los monos, o meses (en el caso de los chimpancés y los humanos). Cuando un bebé mono puede moverse por sí mismo a través de los árboles, o un bebé humano puede gatear, está apegado a su madre y colgado de ella. Cuando un bebé humano está asustado o herido, se cuelga de su madre del mismo modo que los primates. La jungla es un lugar peligroso para criaturas tan pequeñas y sabrosas, por lo que la evolución ha proporcionado una estratagema —una especie de correa psicológica— para preservarlos de que se alejen demasiado.
La correa se alarga a medida que las criaturas se hacen más grandes, y al final acaba rompiéndose. Para los jóvenes chimpancés esa ruptura llega relativamente tarde: tienen ya unos ocho o nueve años de edad —son casi adolescentes— antes de que sientan deseos de alejarse tanto que sus madres no puedan oírles durante un buen rato. Los niños humanos adquieren ese nivel de independencia bastante antes: por norma general, hacia los tres años de edad. La mayoría de los niños de tres años se apartarán de sus madres sin apenas protestar tras un breve período de adaptación a un jardín de infancia.[6] Mi hija mayor, cuya impropia entrada en la guardería se relató al final del capítulo 5, estuvo la mar de bien tras el primer día, aunque durante varios años siguió siendo bastante tímida respecto a sus compañeros, especialmente los activos y ruidosos. (Por cierto, como adulta no tiene absolutamente nada de tímida).
Date cuenta de que yo era una niña muy lanzada y mi hija biológica, por el contrario, era bastante tímida. El hecho de que los niños hereden los genes de los padres no significa que hereden necesariamente todas las características de los padres. Tendemos a pensar en la herencia como la responsable de las semejanzas entre parientes biológicos, pero la herencia también puede serlo de las diferencias. Un hermano puede tener ojos azules y el otro tenerlos marrones, y esta diferencia entre ellos es genética. Mi hija y yo no nos parecíamos en nada a los tres años, debido, al menos en parte, a las diferencias genéticas en nuestros temperamentos.
Las diferencias genéticas en el carácter pueden ayudar a explicar por qué a algunos niños les resulta más fácil separarse de mamá en la puerta de la guardería, y por qué otros están más interesados en la socialización con sus compañeros. Pero los genes no lo explican todo, ciertamente, pues las experiencias de los niños también desempeñan un papel. La pregunta es: ¿qué experiencias? Según la concepción tradicional sobre la crianza y educación de los hijos, la respuesta debe ser: «Las experiencias con los padres». Los investigadores de la socialización han trabajado duro y durante mucho tiempo para hallar pruebas de que las relaciones de los niños con sus compañeros dependen de las primeras relaciones con mamá y papá. Una estrategia muy popular para esta clase de investigación se basa en el trabajo de la psicóloga del desarrollo Mary Ainsworth.[7]
El objetivo de Ainsworth consistía en descubrir los diversos modos como los niños se sienten apegados a sus madres, de modo que esas variaciones pudieran relacionarse —esto es, correlacionarse— con las maneras acertadas de comportarse de esos niños en otras áreas de la vida. El problema es que no puedes advertir si un niño está apegado su madre o no, porque todos los niños normales lo están (siempre que tengan una madre a la que estarlo, por supuesto). Incluso los niños cuyas madres han abusado de ellos o los han desamparado se sienten apegados a ellas.[8] Es un hecho triste y paradójico el que los abusos puedan, de hecho, aumentar ese apego, porque este es mucho más evidente cuando un niño está asustado o sufre. El niño del que abusan puede muy bien buscar el consuelo en la persona que abusa de él.[*]
Como el hecho de comprobar la presencia o ausencia del apego materno se consideró inútil, se necesitaba alguna otra medida. La contribución de Mary Ainsworth consistió en inventar un modo de comprobar lo que ella llamó la seguridad del apego del niño. El test se les suele pasar a niños de entre doce y dieciocho meses, el momento en que el apego llega a su culminación. He aquí cómo funciona: el niño y su madre son introducidos en una habitación del laboratorio llena de juguetes —sin un segundo niño, en esta ocasión— y después de unos minutos la madre sale de la habitación. En efecto, sale dos veces: la primera cuando hay otra mujer (una investigadora) en la habitación; la segunda vez el bebé se queda momentáneamente solo. La mayoría de los bebés llora cuando la madre sale, pero el momento de la verdad se produce cuando regresa. ¿Cómo reacciona el bebé ante su reaparición? ¿Cómo está de contento, por verla de nuevo? Algunos bebés —aquellos a los que se considera «apegados con seguridad»— se arrastran o caminan con paso inseguro hacia su madre, y se sienten aliviados con su presencia. Otros —los «apegados de forma insegura»— la dejan de lado, o continúan llorando incansablemente, o bien alternativamente se cuelgan de ella y la rechazan.[9]
Estoy de acuerdo con los investigadores del apego en creer que esas diferencias en la conducta de los niños realmente indican algo importante acerca de la relación madre-hijo. Lo que señalan es lo atenta que ha sido la madre en el pasado, cuando la criatura estaba triste o enfadada. Si el niño ha descubierto, en el pasado, que su madre era una fuente de tranquilidad y relajación cuando él estaba asustado o era infeliz, él esperará que continúe siéndolo. En ese punto, sin embargo, es donde los investigadores y yo nos separamos: ellos creen que esas expectativas tiñen las subsiguientes relaciones del niño, y yo no lo creo. Sí, el niño ha aprendido a esperar ciertas cosas de su madre, pero cometería una tontería si generalizase esas expectativas respecto a los demás con quienes pudiera encontrarse en el futuro. Cenicienta nunca hubiera conseguido ir al baile si ella hubiera pensado que todo el mundo la iba a tratar tan mal como lo hacía su madrastra.
Fue el psiquiatra británico John Bowlby quien propuso que la relación madre-hijo funciona como una especie de plantilla para todas las relaciones posteriores. Alimentado por la concepción tradicional sobre la crianza de los hijos, la idea cogió vuelo. El bebé, decía Bowlby, desarrolla un «modelo interno de actuación» (una clase de concepto) de sus relaciones con su madre, y después espera que otras relaciones —con el padre, los hermanos, los compañeros, las canguros, etc.— sigan la misma pauta.[10] Una teoría llamativa, pero equivocada. Puede que efectivamente haya un modelo de actuación de la relación mami-peque en la mente del bebé, pero en caso de que sea así suele aparecer cuando mami está cerca. El modelo no sirve para predecir cómo se comportarán los otros y si es o no es seguro confiar en ellos. Saber lo que se puede esperar de mami no sirve para nada a la hora de tratar con una celosa hermana mayor, una niñera indiferente o un compañero juguetón. Definitivamente, es algo que viene bien, aunque solo para tratar con mami.
En los veinte años que han pasado desde que Mary Ainsworth se inventó el test para medir la seguridad del apego, miles de niños han estado sujetos al procedimiento «¿Dónde está mami? ¡Ah, aquí está!», y se han publicado cientos de artículos informando de los resultados.[11] El objetivo ha consistido en mostrar los lazos entre la seguridad del apego y alguna otra cosa, cualquiera. No es sorprendente que la mayoría de los artículos publicados hayan informado de resultados negativos. Los psicólogos del desarrollo Michael Lamb y Alison Nash miraron fríamente todos los datos relativos a la seguridad del apego y concluyeron:
A pesar de las repetidas afirmaciones de que la calidad de la relación social con los compañeros viene determinada por la calidad anterior de la relación de apego hijo-madre, hay pocas pruebas empíricas que permitan sostener esa tesis.[12]
El único resultado convincente que ha proporcionado esa investigación sobre la seguridad del apego ha sido que las relaciones de los niños son, hasta cierto punto, independientes unas de otras.[13] Los niños que mantienen un vínculo de apego seguro con sus madres, no necesariamente se sienten seguros con sus padres, y viceversa. Los niños que se sienten apegados con seguridad a sus cuidadoras de la guardería no necesariamente se sienten así con sus madres, y viceversa. La seguridad del apego no reside en el niño, sino en las relaciones del niño. La mente del niño no solo almacena un modelo de comportamiento, sino varios: uno para cada relación.
Aunque esas relaciones son ampliamente independientes, no lo son enteramente, porque el niño contribuye en algo a cada una de ellas. Las características con las que nace el niño —incluidas lo sociable, amistoso y bien parecido que sea— afectarán a sus relaciones con su madre, su padre, con sus otros cuidadores y con sus compañeros. Es el mismo niño, con los mismos genes, quien participa en todas esas relaciones, por lo que no es sorprendente que los investigadores del apego hayan hallado ocasionalmente correlaciones entre ellas.[14]
El niño se separa de su madre para unirse a sus compañeros, pero lleva consigo su genoma.
LA AUSENCIA DE LA MADRE CONTRA LA AUSENCIA DE LOS COMPAÑEROS
Que no se me entienda mal: no estoy subestimando la importancia de la relación madre-hijo. Pienso que esas relaciones primeras son esenciales, no solo para el normal desarrollo social, sino incluso para el propio desarrollo del cerebro. A pesar de lo grande que es el cerebro humano cuando realiza su arriesgada salida del útero, solo es una cuarta parte de su talla final. Para completar ese desarrollo el cerebro requiere ciertos estímulos e informaciones del entorno.
El sistema visual, por ejemplo, requiere estímulos con dibujos para ambos ojos durante los primeros meses de vida; si no se tienen, el niño (el mono o el gatito) tendrá posteriormente dificultades para la visión tridimensional. El problema no está en los ojos, sino en el cerebro. Puedes pensar que el desarrollo cerebral espera que haya ciertos estímulos en el mundo exterior al útero y que confía en ellos para poder desarrollarse por completo. En la medida en que esas expectativas son satisfechas, el sistema visual se desarrolla normalmente.[15]
Del mismo modo, yo creo que el desarrollo cerebral del niño «espera» que haya una persona que se encargue del bebé, o un pequeño número de personas que le proporcionen comida, comodidad y estén constantemente a su alrededor. Si esa expectativa no se satisface, la zona cerebral especializada en construir modelos operantes de relaciones puede que no se desarrolle apropiadamente. Los estudiosos de los primates Harry y Margaret Harlow criaron ellos mismos pequeños monos rhesus en jaulas, con una muñeca vestida con un albornoz y un biberón como toda compañía. De adultos, esos monos sin madre tuvieron una conducta social bastante anormal: extremadamente temerosos y también indiferentes o agresivos hacia otros miembros de su especie.
Pero los primates somos criaturas adaptables. Los monos rhesus criados sin madre pero enjaulas con tres o cuatro monos más acaban convirtiéndose en adultos razonablemente normales. Son desgraciados de bebés —al menos así lo parecen, pues se cuelgan unos de otros desesperadamente—, pero para cuando tienen un año se comportan normalmente. No hay ninguna ley de la naturaleza que diga que la desgracia ha de dejar secuelas. Las cosas que hacen desgraciados a los bebés (o a los adultos) no necesariamente tienen consecuencias a largo plazo.
Ni tampoco la alegría de hoy nos protege contra el mañana. Los monos criados con sus madres pero sin sus compañeros son bastante felices en la infancia, pero tienen serios problemas más tarde, cuando se les mete en una jaula con otros monos. Aquellos que se han criado sin compañeros, informan Harlow y Harlow, no muestran «disposición alguna a jugar con los demás» y tienen una conducta social anormal. En efecto, solo los monos criados en un aislamiento total son más anormales que ellos.[16]
Aunque una madre no puede actuar como sustituía de los compañeros, los compañeros sí que pueden actuar a veces como sustitutos de las madres. Esto se demostró en nuestra propia especie hace cincuenta años, en una conmovedora historia recogida por Anna Freud (hija de Sigmund). Afectaba a un grupo de seis niños que habían sobrevivido a un campo de concentración nazi. Los niños —tres niños y tres niñas, todos entre tres y cuatro años— fueron rescatados al final de la guerra y llevados a un centro infantil en Inglaterra, donde Anna tuvo la oportunidad de estudiarlos. Los niños habían perdido a sus padres al poco de nacer y habían sido criados en el campo de concentración por varios adultos, ninguno de los cuales sobrevivió. Pero ellos siguieron juntos, lo que constituía la única fuente de estabilidad en el caos total de sus jóvenes vidas.
Cuando Anna Freud los conoció eran como pequeños salvajes.
Durante el primer día, después de su llegada, destrozaron todos los juguetes y dañaron buena parte de los muebles. Hacia las cuidadoras se comportaban con una fría indiferencia o con una hostilidad activa… Si estaban enfurecidos eran capaces de golpear, morder o escupir a los adultos… Recurrían a los gritos, los llantos y a las expresiones soeces.
Pero así es como se comportaban hacia los adultos. Entre ellos se comportaban de una manera muy distinta:
Era evidente que se preocupaban mucho unos de otros, pero no lo hacían por otras personas o por cualquier otra cosa. No tenían otro deseo que estar juntos, y se enfadaban cuando se separaban, aunque fuera por poco tiempo… La inusual dependencia emocional que tenían los niños entre sí se corroboraba por la completa ausencia de celos, rivalidad y competencia… No hubo necesidad de decirles a los niños que «aguardaran su tumo»; lo hicieron espontáneamente, pues todos ellos deseaban ansiosamente que cada cual recibiera su parte… No se acusaban unos a otros y siempre se defendían automáticamente cuando percibían que alguno de ellos era injustamente tratado por un extraño. Eran muy considerados con los sentimientos de los otros. No se disputaban lo que poseían, sino que se lo prestaban con auténtico placer… Cuando paseaban se preocupaban por la seguridad de los otros, esperaban a los que se rezagaban, se ayudaban a salvar las zanjas, se apartaban las ramas para permitir el paso en el bosque y se llevaban los abrigos… A la hora de las comidas, dársela al vecino era tan importante como comer uno mismo.[17]
Esa última frase es siempre la que me hace romper a llorar. ¡Resulta increíble que esos pequeños niños pudieran salir de un campo de concentración estando más preocupados por alimentar a sus compañeros que por hacerlo ellos mismos! Pero ya lo ves, cada uno de esos niños respondía a las necesidades que percibía en los demás. Era como jugar interminablemente a las casitas: cada niño hacía el papel de papá y mamá para los otros, mientras simultáneamente mantenía una identidad real como bebé.
En 1982, cuando los seis tenían unos cuarenta años de edad, una psicóloga estadounidense del desarrollo escribió a Sophie Dann, colaboradora de Anna Freud, y le preguntó qué había sucedido con los niños del campo de concentración. Evidentemente todos ellos habían salido muy bien. Ella le contestó que todos ellos llevaban «vidas muy plenas».[18]
Salieron todos bien porque se habían preocupado, frente a todas las adversidades, por anudar unos lazos duraderos antes de alcanzar los cuatro años de edad. Los niños que pasan los primeros cuatro años de su vida en orfanatos al antiguo estilo no suelen, por lo general, salir bien. Esto es confuso, porque después de todo hay muchos otros niños en un orfanato con los que establecer esos lazos. Pero evidentemente las políticas de los orfanatos al viejo estilo desaniman a los niños de apegarse unos a otros, quizá por un mal entendido concepto de la bondad: los niños acaban yendo a los hogares adoptivos que se les encuentran, luego mejor no dejar que se aficionen mucho unos a otros. Unos investigadores estadounidenses visitaron recientemente un orfanato en Rumania que tenía cinco grupos de niños, cada uno con su propia habitación y sus propios cuidadores. Pero, según informaron esos investigadores, los niños eran cambiados individualmente de grupo, lo cual significaba que cualquier lazo que quisieran establecer pronto se desharía.[19]
A los niños que pasan sus primeros años en un orfanato no les faltan habilidades sociales; antes bien, son abiertamente amigables. Lo que les falta es la capacidad para establecer relaciones estrechas, íntimas. Parecen incapaces de preocuparse profundamente unos de otros. La zona cerebral en la que se fabrican esos modelos de comportamiento o bien no ha aprendido nunca a construirlos o bien ha desistido de hacerlo por considerarlo un trabajo fútil. «Lo usas o lo pierdes» es una frase que se puede aplicar con más propiedad al desarrollo cerebral que al proceso de envejecimiento.[20]
Los niños que entran en un orfanato pasados los cuatro años de edad parecen no tener problemas como adultos, incluso aunque pasen lo que les queda de infancia en la institución. En la desgarradora guerra de Eritrea, muchos niños perdieron a sus padres y están siendo atendidos por instituciones; otros sufrieron diversos trastornos, pero consiguieron permanecer con sus padres. Algunos investigadores estadounidenses han comparado recientemente un grupo de huérfanos atendidos por instituciones con un grupo de niños que vivían con sus padres y han encontrado «relativamente pocas diferencias clínicamente significativas» entre ellos. La diferencia fundamental era que los huérfanos eran más infelices.[21]
Sobre eso sí que no hay duda: los niños sin padres son más infelices. Un investigador australiano llamado David Maunders entrevistó a un buen número de adultos que se habían pasado la mayor parte de su infancia —pero no los primeros cuatro años— en orfanatos de Australia, Estados Unidos y Canadá. Lo que él descubrió acerca de la vida en un orfanato me recuerda los primeros capítulos de Jane Eyre:
Entrar en la institución resultó confuso y traumático, y apenas se hizo nada para facilitar la adaptación. La vida se caracterizaba por la disciplina y los castigos físicos, aunque esto se ha suavizado en los últimos tiempos. Las tareas de la mansión dominaban las rutinas diarias. Había muy pocas posibilidades de recibir amor y afecto.
Esos niños habían empezado a vivir con sus padres, por lo que sabían muy bien qué era lo que se estaban perdiendo. Uno de los informadores de Maunders, que había sido metido en una de esas instituciones a los cinco años, le dijo:
Recuerdo que cada noche me iba a dormir y pensaba: «Cuando despierte, este sueño se habrá acabado». Pero me despertaba y no era así. Hice exactamente lo mismo cada una de las noches que viví allí.[22]
Lo más destacable de esas personas criadas en orfanatos es que, como adultos, llevan lo que Sophie Dann calificó de «vidas plenas». Tienen maridos y esposas. Tienen hijos y carreras profesionales. No tuvieron padres durante la mayor parte de su infancia, pero acabaron siendo socializados.
Resulta más difícil encontrar informes de personas que tuvieron en sus vidas adultos que se preocuparon de ellos, pero que no tuvieron la oportunidad de estar con otros niños. Los que fueron criados en granjas aisladas, por ejemplo, normalmente tenían hermanos que les hacían compañía. Sin embargo, esas personas muestran a veces algunos sutiles signos de fracaso social. Piensa, también, en las anormales experiencias infantiles de los pequeños príncipes y princesas de los desaparecidos reinos europeos, y pregúntate si esos individuos se han convertido en personas adultas normales. Otro grupo desafortunado lo forman esas personas que han tenido que pasar la infancia en casa a causa de trastornos físicos crónicos. De adultos, esas personas son propensas, como señala un informe, a tener «un alto riesgo de padecer síntomas psicológicos».[23]
Finalmente tenemos a los prodigios. Los prodigiosos son retratados a veces como personas muy peculiares, y es una reputación merecida. No me estoy refiriendo a esos niños pequeños que poseen algún don, porque esos salen bien; sino a los que se salen de la norma, los que no tienen nada en común con otros niños de su propia edad y tienen una alta tasa de problemas emocionales y sociales.[24]
Pensemos, por ejemplo, en el caso de William James Sidis. Sus padres (que le bautizaron así por el famoso psicólogo) pensaron que su único hijo era tan especial que consagraron sus vidas a educarlo. William nació en 1898, una época en la que había un desatado entusiasmo por la educación y en la que las autoridades decían que cualquier chico podía devenir un genio si recibía la educación apropiada. William aprendió a leer a los dieciocho meses; a la edad de seis años ya podía leer en varias lenguas. En ese momento la ley de Massachusetts le obligaba a ir a la escuela. En seis meses hizo los siete cursos de la escuela pública, por lo que los padres lo sacaron de la escuela y pasó un par de años en casa. Después pasó tres meses en un instituto y después otro par de años más en casa.
A la edad de once años, William James Sidis entró en la Universidad de Harvard. Pocos meses más tarde ofreció una conferencia sobre «los cuerpos cuatridimensionales» al Club Matemático de Harvard. Los que asistieron se quedaron asombrados por la brillantez del chico.
Aquel fue el punto culminante de la vida de William, pues a partir de entonces todo fue un declive constante. Aunque recibió el título de licenciado a la edad de dieciséis años, nunca pudo llegar a usarlo. Pasó un año en una escuela de posgrado y después fue a la facultad de Derecho, pero no obtuvo ninguna titulación en ninguna de ellas. Consiguió un puesto de trabajo enseñando matemáticas en una universidad, pero tampoco resultó. Los periodistas le seguían el rastro buscando historias truculentas al estilo de «maduro en un día, podrido al siguiente». Los fotógrafos fueron una molestia constante, pero no se les podía culpar a ellos por las rarezas de su personalidad.
De adulto, William se volvió contra sus padres —de hecho, incluso se negó a asistir al funeral de su padre— y contra el mundo académico en general. Se pasó el resto de su vida trabajando en empleos religiosos estúpidos y mal pagados, y cambiando permanentemente de uno a otro. Nunca se casó. Su afición favorita consistía en coleccionar cromos de tranvías y llegó a escribir un libro sobre la materia; un libro descrito por quien lo leyó como «indiscutiblemente el libro más aburrido que se haya escrito nunca». Personas que lo encontraron en sus últimos años nos han dejado algunas descripciones de su personalidad. Una de ellas dijo: «Estaba poseído por esa amargura crónica que es común a las gentes que viven solas». Otra dijo: «Bajo su intensa y errática conducta, tenía un cierto encanto infantil». William James Sidis murió de un infarto a la edad de cuarenta y seis años, solo, oscuro, sin dinero y definitivamente inadaptado.[25]
La situación de William era similar a la de esos monos criados con madres, pero sin compañeros. De adultos, esos monos tenían una conducta más anormal que aquellos que habían sido criados con compañeros pero sin madre. Los que más problemas tenían eran, por supuesto, los que no habían tenido ni los unos ni la otra. Afortunadamente, tales casos son extremadamente raros entre los humanos. Dos que se criaron así fueron Víctor, el niño salvaje de Aveyron, y Genie, el niño de California que pasó sus primeros trece años solo en una pequeña habitación, atado a un sillón orinal.[26]
Victor y Genie se volvieron adultos extremadamente anormales. Lo que no sabremos nunca es si sus anormalidades se debieron a la falta del amor de los padres o a la falta de otros niños con los que jugar; una tercera posibilidad es que hubiera habido algo malo en ellos desde el comienzo. Un caso estudiado en Checoslovaquia nos ha proporcionado una clave. Un par de gemelos perdieron a su madre durante el parto y fueron llevados a un orfanato. Cuando tenían un año de edad, su padre se casó y los llevó de nuevo a casa, con una madrastra que convertía en una hada madrina a la de Cenicienta si se las comparaba. Durante los primeros seis años de su vida, los chicos fueron encerrados en una pequeña habitación sin calefacción, desnutridos y sometidos periódicamente a malos tratos. Cuando se les descubrió, a la edad de siete años, apenas podían caminar y tenían menos capacidad lingüística que un niño de dos años. Pero lograron salir adelante. Fueron adoptados por una familia normal y a la edad de catorce años ya podían asistir a la escuela pública al mismo nivel que sus compañeros. No tenían «síntomas patológicos ni ninguna excentricidad manifiesta», según el investigador que los estudió. Durante sus primeros siete años habían carecido del amor de una madre —y parece ser que también del de un padre—, pero ellos se tenían el uno al otro.[27]
COMPAÑEROS DE JUEGOS
Los gemelos se encuentran en una situación inusual: tienen un compañero de juegos de su edad desde el primer día de vida. No juegan el uno con el otro desde ese día, obviamente. Jugar con un compañero de la misma edad es una habilidad que necesita tiempo para que se desarrolle. Los dos bebés que se desconocían y que se encontraron en el laboratorio, una situación descrita al principio de este capítulo, se interesaron el uno por el otro, pero sus intentonas de conducta amistosa fueron tímidas y a veces contraproducentes. Meter el dedo en el ojo de un recién conocido no es el mejor modo de comenzar una relación, desde luego.
Para un bebé es fácil jugar con un padre o con un hermano: la persona mayor estructura el juego y, a través de las repeticiones, le enseñan a responder adecuadamente. Cuando cumple un año, el niño occidental medio puede jugar con sus padres a seguir el ritmo con las palmas o al «No está el nene, no está… ¡Sí que está!». Un compañero de su edad no es tan comprensivo ni tan útil. Incluso con la mejor de las intenciones, un bebé de un año de edad no puede jugar con otro bebé de su edad.
Pero un niño de dos años sí que puede hacerlo. Carol Eckerman y sus colegas han estudiado el desarrollo del juego entre compañeros de la misma edad, y han usado para ello el mismo procedimiento de los dos bebés que no se conocen y que se encuentran en la habitación del laboratorio. Lo que descubrieron fue un incremento en el uso de la imitación como medio para interesarse el uno por el otro. Dos bebés coordinaron sus actividades mediante la imitación recíproca de sus actos, con lo que confirmaron el interés del uno por el otro. La imitación es una especialidad humana; a ninguna especie se le da tan bien como a la nuestra. Eso es lo que falló en el experimento del doctor Kellogg (descrito en el capítulo 6) y con el hijo del doctor Kellogg: el niño imitaba al chimpancé mucho más que el chimpancé al niño.[28]
Para los dos niños que no se conocen, la imitación —en la habitación del laboratorio— comienza cuando aprenden a caminar. Al principio se trata solamente de jugar, sentados el uno junto al otro, a hacer la misma cosa. Un bebé coge una pelota, pues el otro hace lo mismo. Si solo hay una bola y la coge uno, el otro intenta quitársela.
Hacia los dos años, la imitación se ha convertido en algo más elaborado y bastante más divertido. Un niño corre alrededor de la habitación, hace chocar dos juguetes, o hace alguna tontería como tirarse al suelo o chupar la mesa; y el otro hace exactamente lo mismo. Entonces el primer jugador o bien repite lo mismo o se inventa algo nuevo, y en ese caso se convierte en un típico juego de imitar al líder. Esas imitaciones se repiten solo durante unas pocas veces, pero mientras duran ambas partes disfrutan enormemente de ellas.
A los dos años y medio los niños pueden usar las palabras tanto como actuar para coordinar sus juegos, y a los tres son capaces de jugar a juegos como el de las casitas, que requiere una imaginación coordinada, además de unas acciones igualmente coordinadas. Desde ese momento los niños ya no se limitan a imitarse unos a otros: cada uno representa un papel distinto en esas fantasías compartidas.[29]
Lo que también sucede en ese período entre el año y los tres años es que los niños empiezan a tener verdaderas amistades, han construido modelos operativos de relación con cierto número de compañeros y han decidido que unos les gustan más que otros. En una guardería ves que los niños juegan día tras día con los mismos compañeros. En lugares donde hay un cierto abanico de edades, esas pequeñas camarillas tienden a formarse entre niños de aproximadamente la misma edad, porque los mayores prefieren no jugar con los pequeños, si es que pueden escoger. Las camarillas también tienden a formarse por el sexo, y a partir de los cinco años son exclusivamente de uno u otro sexo.[30]
Lo que estoy describiendo es el desarrollo del juego con compañeros entre niños que viven en sociedades industrializadas y urbanizadas como las nuestras. En tales sociedades, los padres dan por sentado que sus niños deben tener oportunidades para jugar con otros niños y dejan de lado sus propias necesidades para proporcionárselas. Los padres que no llevan a sus hijos a la guardería buscan grupos de juego para ellos o hacen amistades con personas que tienen hijos de la misma edad. Sean licenciados universitarios o personas que han abandonado los estudios, pocos padres dudan de que las experiencias con sus compañeros son importantes para el desarrollo de sus hijos.
A diferencia de la creencia en la concepción tradicional sobre la crianza y la educación de los hijos, la creencia en la importancia de los compañeros es compartida en todas las partes del mundo. Antes de que las sociedades se industrializaran y urbanizaran, era raro que un niño no tuviera otros niños de su misma edad con los que jugar, y aún sigue siendo verdad en algunas partes del mundo. En las sociedades tribales y en las aldeas pequeñas, los niños pequeños pasan del regazo materno a jugar en un grupo de niños de diferentes edades. La escala de edades va de los dos años y medio a los seis o de los dos y medio a los doce, depende de la densidad de población. Si hay bastantes niños en la vecindad, los mayores van por su cuenta y crean sus propios grupos.[31]
Ya he descrito, en un capítulo anterior, el grupo de juego de edades mezcladas de las sociedades tradicionales. En tales sociedades, las familias extensas tienden a apiñarse, por lo que los grupos de juego están formados por niños que están emparentados entre sí. Los niños juegan con sus hermanos, sus primos y sus tías y tíos jóvenes. Los mayores son responsables de los pequeños, y son ellos, en gran medida, quienes han de enseñar a los más jóvenes cómo se han de comportar y qué han de hacer en los juegos. Su instrucción no es excesivamente amable: prevalecen la burla y la ridiculización, así como el uso de la fuerza; en modo alguno se basan en el razonamiento. El niño de cinco años no le dice a su hermana pequeña que no debe tirarle arena a Bisi, porque «¿te gustaría a ti que Bisi te hiciera lo mismo?». Sin embargo, las luchas y las agresiones son bastante raras. Incluso en las sociedades occidentales, los niños tienden a ser menos agresivos cuando están jugando entre ellos que cuando juegan y están siendo observados por los padres o los profesores. Quizá luchen más cuando están los adultos presentes porque saben que pueden confiar en ellos para que los detengan antes de llegar demasiado lejos.[32]
Los niños en las sociedades tradicionales también aprenden su lengua en el juego de grupo: a los dos años y medio acaban de comenzar a hablar. No aprenden de sus padres, porque sus padres no hablan mucho con ellos. Sus compañeros de conversación son los otros niños. Los niños mayores simplifican su conversación un poco cuando se dirigen a los más jóvenes; pero ellos no proporcionan la clase de instrucción lingüística que los padres les dan a los bebés en nuestra sociedad: las preguntas, la reformulación de lo que el aprendiz ha dicho de una manera tan pobre y la sonrisa de aprobación o los golpecitos de ánimo cuando algo se dice excepcionalmente bien. Así pues, los niños en las sociedades tradicionales aprenden la lengua de forma más pausada, con menos estímulos. Pero la aprenden. Todos acaban siendo usuarios competentes de la lengua que se habla en su comunidad. Y todos se convierten en seres socializados.[33]
Incluso después de abandonar el regazo materno para pasar al grupo de juego, los niños de las sociedades más tradicionales permanecen emocionalmente apegados a sus padres, igual que los de nuestra propia sociedad. Se dirigen a los padres en busca de alimento, protección, comodidad y consejo. El lazo entre los padres y el hijo —el amor recíproco que se tienen ambos— dura normalmente toda la vida. En la mayoría de las sociedades tradicionales, un joven permanece en su aldea natal y construye una casa junto a la de sus padres y hermanos. Una joven suele dejar, por norma general, su aldea cuando se casa, pero es muy probable que vuelva a su casa para visitar a sus padres o que los reciba cariñosamente en la suya.
Sin embargo, cuando los niños de las sociedades tradicionales se separan del regazo materno y se meten en el grupo de juego, en cierto sentido dejan de ser los hijos de sus padres y se convierten en los niños de la comunidad. Cualquier adulto en esas sociedades puede reconvenir a un niño si le ve haciendo algo que no debe hacer. Se necesita una comunidad para criar a un niño.[34]
Pero la razón de esa necesidad no es que se requiera un quorum de adultos para hacer volver al buen camino a los niños descarriados. Se necesita una comunidad porque en ella siempre hay bastantes niños para formar grupos de juegos. «Es en esos grupos donde verdaderamente crecen los niños —observa Irenäus Eibl-Eibesfeldt—. La socialización del niño se da principalmente en el grupo de juegos.»[35] Eibl-Eibesfeldt se refiere a las sociedades tradicionales en las que él está especializado: habitantes de lugares como el África subsahariana y las tierras altas de Nueva Guinea. Pero yo creo que lo mismo puede afirmarse respecto de los niños que viven en sociedades urbanizadas y complejas como las nuestras.
En nuestra sociedad, ponemos un gran énfasis en la relación padre-hijo. Hablamos acerca de dedicarnos «exclusivamente a los niños» los ratos que estemos con ellos; los hijos de los divorciados van de un lado para otro entre dos casas para que puedan disfrutar de ese tiempo exclusivo de dedicación de cada uno de sus padres. Pero si pasar ese tiempo con sus padres es tan importante para los niños, ¿por qué resulta tan difícil hacerles regresar a casa? ¿Por qué necesitamos toques de queda?
En el capítulo 5 describí a un joven okinawa que solo volvía a su casa durante el día para arreglarse la cara; luego volvía a salir: le esperaban sus amigos, le decía a su madre. Entre los chewong, que viven de lo que sacan en la jungla de la península malaya, los niños se apartan voluntariamente de sus padres antes de cumplir los diez años. «A la edad de siete —informa un antropólogo que estudió a esa comunidad— se puede observar que los niños se van apartando gradualmente de los padres para unirse a un grupo de compañeros que suelen ser niños mayores del mismo sexo.»[36] Una vez que esa separación se ha consumado —el antropólogo no dice cuánto tiempo se tarda en ello, aunque no más de uno o dos años— los adultos de la comunidad «no parecen estar muy interesados en enseñarles nada» a sus hijos. «A un niño se le deja que realice varias labores cuando él escoja hacerlas, y se acercará a un adulto cuando requiera un consejo específico».
Como ha observado el etólogo británico John Archer, «muchas características halladas en los jóvenes animales no son precursoras de las de los adultos, pero sirven para ayudar a la supervivencia en ese punto del desarrollo». El hecho de que un estrecho apego a los padres (a los sustitutos) sea una necesidad para los bebés y los niños no significa que sea una necesidad para los niños mayores.[37]
LA SOCIALIZACIÓN POR PODERES
En los primates no humanos gran parte de la conducta social es innata. Un chimpancé que crece en las montañas Mahale de Tanzania se comporta básicamente igual —aunque no exactamente igual, lo cual es bastante interesante— que uno que crece en el parque nacional Gombe Stream. Pero en los humanos, el efecto de contraste en el grupo (descrito en el capítulo anterior) puede producir notables diferencias en la conducta social, incluso entre grupos que viven puerta con puerta. Un antropólogo estudió dos pueblos zapotecos próximos en el sur de México. Sus habitantes hablaban la misma lengua y plantaban los mismos granos. Pero en La Paz, la agresión es rara y se la desaprueba; mientras que en San Andrés es un modo de persuasión y se acepta como un hecho vital más. La tasa de homicidios es en San Andrés cinco veces más alta que en La Paz. El antropólogo vio cómo dos hermanos se tiraban piedras el uno al otro en San Andrés. Su madre, informó el investigador con mal escondida desaprobación, «no hizo nada para detener esa más que peligrosa actividad y simplemente comentó que sus hijos siempre se peleaban».[38]
Sabemos que la conducta social en los humanos no es innata, porque varía mucho de un grupo a otro. Se ha de aprender. Y sabemos que los niños la aprenden, porque la mayoría de ellos acaban comportándose más o menos como las demás personas de la sociedad en la que crecen. No se trata necesariamente de la sociedad en la que nacieron, sino de aquella en la que crecieron.
¿Cómo lo hacen? Si regresamos a los tiempos en los que la teoría freudiana tenía una poderosa influencia en la psicología, era fácil: el niño aprendía a comportarse identificándose con su padre o con su madre. La identificación conducía a la formación del superyo, y el superyo les llevaba por el camino recto.
Incluso después de que la teoría freudiana pasara de moda, muchos psicólogos seguían creyendo que los niños ajustaban su conducta a la de los padres del mismo sexo. Las imágenes de los padres afeitándose, y los niños intentando imitarles,[39] adornaban los libros de texto de la psicología del desarrollo, incluidos —tengo que admitirlo— los míos propios.
Por descontado que los niños imitan a los padres. Los humanos somos los campeones de la imitación en el reino animal. Y hemos de serlo porque la mayor parte de la conducta social ha de ser aprendida. Y a los padres estadounidenses les resulta entrañable que los niños finjan afeitarse. A nosotros no nos parece tan entrañable, sin embargo, que jueguen con cerillas, corten el cerezo del jardín o digan tacos, aunque esas conductas sean también imitativas. Queremos que nuestros niños se comporten como buenos chicos, y los buenos chicos no se comportan como los adultos.
Como modo de socialización la imitación de los padres no funciona mejor en cualquier otra parte del mundo. Si crees que los niños occidentales tienen un difícil camino por delante, considera lo que será el aprender las conductas apropiadas en, digamos, las pequeñas comunidades de las islas polinesias. Los niños polinesios han de comportarse de tal modo con los adultos que les está negada cualquier iniciativa; esta corresponde exclusivamente a los adultos: el niño ha de ser sumiso y no plantear ninguna exigencia. Con sus compañeros, sin embargo, les está permitido comportarse de una manera más firme y personal. Ya señalé en el capítulo 1 que los niños no pueden aprender esas reglas simplemente observando a sus padres. Los padres polinesios no se comportan de una manera controlada e impersonal, sea con otros adultos o con los niños. Los niños que imitaran la conducta de los padres irían por el mal camino.[40]
Los niños también pueden tener problemas al imitar a sus padres si resulta que estos no son miembros normales de la sociedad. Pueden ser excéntricos, alcohólicos o delincuentes. O simplemente puede que sean inmigrantes que desconocen las reglas de comportamiento propias del país de acogida. Pensamos en los padres inmigrantes como en un fenómeno nuevo, pero con toda probabilidad es un fenómeno bastante antiguo. Piensa en una niña pequeña nacida en una sociedad tribal que está en permanente lucha con sus vecinos, esto es, un estilo de vida tradicional y más antiguo que nuestra propia especie. Esa niña hipotética es la hija de una mujer que ni nació en esa tribu ni fue criada en ella, sino que fue secuestrada durante una incursión en la aldea enemiga. Ella, la cautiva, es ahora la esposa trofeo, o una de las esposas trofeo, de un guerrero victorioso. Pero ignora muchas de las costumbres de su nueva tribu y habla un dialecto diferente. La hija recibiría un mal consejo si se animara a copiar la conducta social y el dialecto de la madre.[41]
Cuando los niños imitan a sus padres, no lo hacen a ciegas, sino con muchísimo cuidado. Lo hacen solo cuando piensan que el padre se comporta normal o típicamente, es decir, del mismo modo que se comportan las otras personas de su comunidad. Devienen conscientes de tales cosas a una edad sorprendentemente temprana. Un colega mío, nacido en Alemania, me dijo que su hija de cuatro años rehusaba hablar alemán con él en Estados Unidos, pero que le gustaba hacerlo cuando estaban en Alemania. Los niños también deciden, a temprana edad, que las mujeres y los hombres hacen diferentes cosas. Una de mis hijas, cuando tenía cinco años, me dijo que se suponía que los padres no debían cocinar.[42]
—¿Y se supone que las madres no han de usar ni la sierra ni el martillo? —le pregunté yo.
—Pues sí —dijo, aunque tuvo la delicadeza de quedarse cortada. En casa, su padre hacía la mitad de la cocina y su madre usaba en idéntica medida la sierra y el martillo.
Los chicos probablemente reciben esas ideas de la televisión y de los cuentos. Pero comprueban su propiedad en los juegos de imaginación que comparten con sus amigos en los centros preescolares. Cuando los niños juegan a las casitas o a bomberos, no pretenden ser sus padres (ni siquiera aunque se de el caso de que papá sea bombero): los papeles son estereotipos, trazados con brocha gorda y aprobados por un comité de niños. Semejantes juegos son menos comunes entre los niños de las sociedades tradicionales donde no existe la intimidad y todo el mundo sabe qué hacen o dejan de hacer los demás.[43] En los sitios donde casi todas las mujeres hacen lo mismo, y otro tanto pasa con los hombres, no hay ninguna necesidad de que los niños se reúnan en comité para discutir el trabajo que le toca a cada cual.
Los niños son criaturas adaptables. Un chico que viva con sus padres en un lugar donde no haya otros niños, por fuerza habrá de modelar su conducta siguiendo la de los padres. Si esa criatura fuera criada por monos, como Tarzán,[*] o por lobos, como un par de niñas halladas en la guarida de unos lobos en la India,[44] se comportaría, con la mejor de sus habilidades, como un mono o como un lobo. Pero por lo general se puede escoger. Los niños suelen tener un número de modelos potenciales y no todos se comportan igual, por lo que ¿de quién habrán de imitar la conducta?
Donald Kellogg, cuya infancia describí en el capítulo 6, no fue criado por monos, sino que fue criado, durante casi un año entero, con una mona. Gua volvió al zoo cuando los padres de Donald se dieron cuenta de que la mona influía más en Donald que al revés. A los diecinueve meses, Donald solo podía decir tres palabras en inglés, pero se comunicaba estupendamente con el chimpancé. ¿Por qué Donald imitaba preferentemente el lenguaje del chimpancé en vez de la lengua de sus padres?
Yo pienso que Donald tenía ya un rudimentario sentido de las categorías sociales. Él percibió —correctamente— que él y Gua estaban dentro de la misma categoría social, la que se basaba en la edad. Los bebés pueden categorizar, como ya dije en el capítulo anterior. Clasifican a la gente por la edad y por el sexo antes de tener un año. Quizá tienen ya alguna sospecha de cuál es la categoría a la que ellos mismos pertenecen. Si los monos y los simios pueden hacerlo, ¿por qué no un niño humano de un año de edad?
Donald y Gua eran como hermanos. Los Kellogg los trataban igual, los vestían con idénticas ropas, los alimentaban con las mismas comidas y los sometían a la misma disciplina. Cuando tienen la oportunidad, los jóvenes imitan preferentemente ciertos modelos, y el de los hermanos mayores está entre sus favoritos. Gua era, de hecho, un par de meses más joven que Donald, pero los chimpancés maduran más rápidamente. Para Donald, pues, Gua era como un hermano mayor.[45]
Piensa en los niños polinesios, que tienen que aprender diferentes conjuntos de reglas sociales. ¿Cómo aprenden las reglas relacionándose con los adultos? Ciertamente, no escuchando lecciones de sus padres sobre la etiqueta polinesia. En las culturas tradicionales, los padres enseñan muy pocas lecciones y proporcionan escasas líneas de actuación. Básicamente, se reprende a los niños o se les da algún cachete si hacen algo mal. Se espera de ellos que aprendan mediante la observación, y así lo hacen. B. F. Skinner dijo que el organismo tenía que ser recompensado para poder aprender, pero los niños pueden aprender sin que se les recompense y, de igual modo, sin que se les castigue. Pueden aprender observando a otros como ellos y viendo qué les ocurre. Un niño no ha de quemarse las manos en la estufa para aprender que no debe tocarla. Lo único que debe hacer es observar qué le pasa a su hermano cuando la toca. Un niño polinesio puede aprender las reglas de conducta observando a niños un poco mayores que él. Y esos niños, a su vez, contemplan a otros mayores que ellos.[46]
El otro día, mi cuñada estaba cortando un pimiento rojo y le ofreció un trozo a mi sobrino. Este se lo llevó a la boca. Su hermana pequeña dijo enseguida: «¡Yo también quiero!». Entonces mi sobrino comprobó que no le gustaba y pidió permiso para escupirlo. Mi sobrina cambió de idea al instante. Sin haberlo probado, decidió también que no le gustaban los pimientos rojos.
A sus padres les encantan los pimientos rojos. Pero eso le daba igual a mi sobrina: lo único que le importaba era si le gustaba o no a su hermano. Un psicólogo del desarrollo llamado Leann Birch se percató de que los niños de preescolar —una edad con muchos tiquismiquis para las comidas— no podían ser engatusados por sus padres para que comieran lo que les disgustaba, o lo que ellos pensaban que no les gustaba. La propaganda y la persuasión de los padres no funcionaban: el niño seguía sin transigir. Solo hay un modo de conseguir que un preescolar aprenda a degustar un alimento que rechaza: sentarlo en una mesa con un grupo de niños a los que sí les guste y servírselo a todos.[47]
Los modelos preferidos de los preescolares son los otros niños. A la edad de tres o cuatro años ya han empezado a amoldar su propia conducta a la de los compañeros de parvulario y, lo que es más importante, han comenzado a trasladar esa conducta desde la escuela a casa. La manera más fácil de comprobarlo es oírlos: enseguida imitan el acento y los giros expresivos de sus compañeros. La hija de un psicolingüista británico «hablaba inglés negro como un nativo» tras haber estado cuatro meses en una guardería en Oakland, California.[48] No todos los niños de la guardería eran negros, pero sí los niños con quienes jugaba. Aunque este niño probablemente pasaba más tiempo con su madre inglesa que con sus compañeros de juego afroamericanos, era el acento de estos, y no el de la madre, el que estaba influyendo en su manera de hablar.
«NOSOTROS» FRENTE A «TÚ Y YO»
En el capítulo anterior describí el experimento del psicólogo social Henri Tajfel en el que se les decía a los niños que eran sobrestimadores o subestimadores. Eso es todo lo que se necesitó para que un chico favoreciera a su propio grupo frente a otro. Tajfel acuñó la palabra «grupalidad» para referirse a ese sentimiento de adhesión a los compañeros del propio grupo.[49]
John Turner, que estudió con Tajfel, continuó su labor para especificar algunas de las características de la grupalidad. A la gente no le tiene que gustar todos los miembros de su grupo. De hecho, ni siquiera tiene que conocer a todos los miembros de su grupo.
Y tampoco importa que no conozca a ningún miembro de su grupo. Lo único que has de saber es que tú y ellos estáis en la misma categoría social. Es cuestión de autoclasificación:
—Soy un X.
—No soy un Y.
A partir de estas simples premisas, nuestra historia evolutiva nos ha predispuesto para deducir un corolario la mar de simple: preferimos los X a los Y. Como resultado del proceso de categorización llegamos también a la conclusión de que somos semejantes a los otros X y diferentes de los Y. Esas actividades mentales se producen a un nivel que no es accesible a la mente consciente, pero que tienen consecuencias harto visibles: a través del proceso de asimilación nos volvemos semejantes a los otros miembros del grupo; las diferencias entre un grupo y otro se exageran merced a los efectos de contraste; y, bajo ciertas condiciones, surge la hostilidad hacia el otro grupo, el efecto «nosotros contra ellos».
Lo que estoy describiendo no es tanto un fenómeno general como relaciones entre individuos. La capacidad para formar relaciones diádicas la tenemos desde que nacemos. La grupalidad tarda bastante más en desarrollarse. Las relaciones diádicas se basan en aspectos como la dependencia, el amor, el odio y el disfrute de la compañía de los demás. La grupalidad se fundamenta en el reconocimiento de las similitudes básicas: somos parecidos en cierto modo, compartimos un destino o estamos juntos en el mismo bote. Las relaciones diádicas implican a dos personas; tres es multitud. La grupalidad implica casi siempre a más de dos personas, sin ningún límite de número por arriba. Si esta descripción parece presentar la grupalidad como una suerte de fenómeno meramente intelectual, no te equivoques: implica emociones profundas e intensas. A lo largo del tiempo, en la historia de nuestra especie, ha habido mucha más gente que ha muerto por su grupo que por sus relaciones personales.
En el capítulo 6 te hablé del «módulo social», la parte del cerebro que no funciona adecuadamente en los niños autistas. De igual manera, uno podría hablar del «sistema visual», el sistema que no funciona adecuadamente en los niños ciegos. Pero el sistema visual tiene una serie de componentes separados, y puede que algunos no funcionen y otros sí. Hay personas con daños cerebrales que pueden ver dónde están las cosas, pero no qué son esas cosas; y otros que tienen el problema contrario. Hay personas que pueden identificar visualmente objetos pero no rostros; y personas que ven perfectamente con cada ojo pero que no pueden unir ambas visiones para formar una imagen tridimensional. Lo que denominamos sistema visual está compuesto, en realidad, por un número de subsistemas que son más o menos independientes, requieren diferentes clases de estímulos y generan diferentes clases de respuesta; son subsistemas que se ensamblan de formas distintas y en diferentes momentos durante el primer desarrollo.[50]
Lo mismo, creo yo, es aplicable al módulo social. Está compuesto de al menos dos subsistemas: uno que está especializado en las relaciones diádicas —el que está a nuestra disposición desde que nacemos—; y otro que está especializado en las cosas de grupo, y que tarda más en ensamblarse.
La grupalidad y las relaciones personales no solo funcionan independientemente, sino que pueden funcionar oponiéndose la una a las otras. Siempre solía preguntarme por qué era un insulto el que alguien dijera: «Algunos de mis mejores amigos son judíos». La explicación está en que el hablante está haciendo una distinción entre amistad —una relación personal— y sus sentimientos hacia un grupo. Le pueden gustar sus amigos sin que le guste el grupo al que pertenecen, y ese es ciertamente el caso de esa frase.
La grupalidad y las relaciones personales a veces plantean exigencias conflictivas. En época de guerra, por ejemplo, la gente a veces tiene que escoger entre permanecer con sus seres queridos o dejarlos para ir a defender a su grupo. Las distintas personas resuelven de forma diferente esos dilemas.
Según mi teoría, es la zona mental de la grupalidad lo que capacita a los niños para ser socializados y para que su personalidad sea modificada por el entorno. La grupalidad siempre aparece cuando hay cambios a largo plazo en la conducta de los niños. La zona implicada en las relaciones personales puede suscitar emociones muy poderosas, pero produce solo cambios temporales en la conducta.
TEORÍA DE LA SOCIALIZACIÓN GRUPAL
La cuestión central de este libro es la siguiente: ¿Cómo se socializan los niños, cómo aprenden a comportarse como miembros normales y aceptables de la sociedad a la que pertenecen? ¿Qué transforma el material en bruto del temperamento del niño en el producto acabado de la personalidad del adulto? Pueden parecerte preguntas que apenas están relacionadas y, en efecto, constituyen materias de escuelas de psicología distintas y poco o nada relacionadas entre sí; pero desde mi punto de vista son las dos caras de una misma moneda. Para los niños, la socialización consiste principalmente en aprender cómo deben comportarse cuando se hallan en compañía de otras personas. En una especie social como la nuestra, la mayor parte de la conducta es una conducta social.[51] Yo estoy sentada aquí a solas, pero sin embargo estoy comprometida en una conducta social. Si no llegaras nunca a leer lo que estoy tecleando en mi ordenador, ¿qué sentido tendría?
Los niños han de aprender a comportarse de un modo apropiado para la sociedad en la que viven. El problema es que la gente de su sociedad no se comporta toda del mismo modo. En cada sociedad, la gente se comporta de forma diferente según sean niños, adultos, hombres, mujeres, solteros, casados, príncipes o mendigos. Lo primero que los niños han de hacer es resolver qué tipo de personas son, a qué categoría social pertenecen. Después han de aprender a conducirse como los otros miembros de su categoría social.
Saber a qué categoría social pertenecen es lo más fácil. Incluso una niña de tres años puede decirte, en caso de que estés equivocado por su traje unisex o su nombre ambiguo: «¡Que no soy un niño, soy una niña!». Ella también sabe que es una niña, y se divertirá mucho si tú finges confundirla con una adulta, del mismo modo que se enfadará si la llamas bebé. La edad y el sexo son las únicas categorías que importan en este momento. La raza no le importa a un niño de tres años. La hija del psicolingüista británico no le prestó atención, o no le importó, al hecho de que sus compañeros de juego favoritos en el parvulario tuvieran la piel más oscura que ella.[52]
La hija del psicolingüista acabó hablando como sus compañeros afroamericanos porque, desde muy temprana edad, los niños ajustan su conducta a la de los otros miembros del grupo, otros a los que se percibe que son «como yo». Si es así, puede que te hayas preguntado entonces cómo aprenden los críos a comportarse. La respuesta es que los grupos de niños se gobiernan por la regla de la mayoría: aquel que llega a un grupo con una conducta diferente de la de la mayoría es el que ha de cambiarla. Los niños afroamericanos aprendieron a hablar en casa o en su barrio, y cuando llegaron al parvulario hallaron a muchos otros niños que hablaban de la misma manera. La hija del psicolingüista británico descubrió que era un grupo de una sola persona: nadie hablaba como ella. Luego fue ella la que tuvo que cambiar, no sus compañeros. Así, se diría, es como se supone que la gente como yo ha de hablar. Por supuesto que en realidad ella no diría algo así. Para los niños, la socialización es sobre todo un proceso inconsciente.
Mi teoría sobre cómo se socializan los niños y cómo se modifica la personalidad durante el desarrollo se llama «teoría de la socialización grupal». Al menos así es como la denominé en mi artículo de la Psychological Review. No acaba de gustarme mucho el nombre por dos razones. La primera, porque mi teoría tiene que ver con el desarrollo de la personalidad, no solo con la socialización. Y la segunda, porque la palabra «socialización» induce al equívoco, porque sugiere algo que se les hace a los niños. Pero de lo que yo estoy hablando es de algo que los niños hacen por ellos mismos.[53]
Los niños sacan sus ideas sobre cómo comportarse mediante la identificación con un grupo y la adopción de sus actitudes, comportamientos, formas de hablar, estilos de vestirse y modos de adornarse. La mayoría lo hace automáticamente y deseosa de hacerlo: quieren ser como sus compañeros.[54] En el caso de que se les ocurran algunas ideas particulares, sus compañeros están prestos a recordarles el peaje que se paga por ser diferentes. Los niños en edad escolar, sobre todo, son implacables en su persecución de quienes son diferentes: al clavo que sobresale se le remacha a martillazos. Esos martillazos consiguen a veces que el niño se de cuenta de lo que está haciendo mal, y le incitan a recapacitar y cambiar de conducta. El psicolingüista Peter Reich aún se estremece cuando recuerda una experiencia infantil en una convención nacional de boy scouts. Él se había criado en Chicago, donde la palabra Washington se pronuncia Warshington. Los boy scouts de otras partes del país se acercaban a él, le pedían que dijera el nombre de la capital y se «partían de risa» apenas lo habían oído. «Aún puedo recordar —cuenta Reich— lo mucho que practiqué para cambiar la pronunciación de esa y otras palabras que marcaban mi dialecto.»[55]
La risa es el arma favorita del grupo, y se usa en todo el mundo para mantener a raya a los inconformistas.[56] Aquellos para quienes reírse solos no es ningún problema, aquellos que no saben en qué se equivocan y que no están dispuestos a conformarse con las reglas del grupo sufren un destino peor: la expulsión del grupo. Ese fue mi destino durante cuatro años.
Te preguntarás cómo pude ser expulsada de un grupo cuando las chicas usualmente no se juntan en grupos. Las niñas en edad escolar suelen tener amigas, no grupos: se dividen en parejas o tríos. He confundido el asunto al usar la palabra grupo para dar a entender tanto un grupo de juego —un grupo de niños reales que juegan juntos—, como una categoría social. Y el significado relevante en este contexto es el de categoría social, lo que John Turner denominó «grupo psicológico» y otros teóricos anteriores llamaron «grupo de referencia». Aunque como alumna de quinto curso no me relacionaba en absoluto con las otras chicas de mi curso, me sentía, sin embargo, identificada con ellas. Eran mi grupo psicológico y ellas me rechazaron, de ahí que, en ese sentido, fuera expulsada del grupo.[57]
Mi ausencia de ese grupo significó que no tuve ninguna oportunidad de influir en ellas. Sin embargo, ellas sí que eran capaces de influir en mí. De hecho, no tienes que relacionarte con los miembros de tu grupo psicológico para que puedan influir en ti. Yo también era una chica de quinto curso, y aunque las otras no me dirigieran la palabra, yo las observaba atentamente. No era tan atractivo como ser miembro partícipe del grupo, pero mejor era eso que nada.
El grupo de compañeros puede que no acepte al niño, pero eso no impide que el niño se identifique con ellos. A los seis años, un niño estadounidense llamado Daja Meston fue abandonado en un monasterio tibetano por sus padres, dos hippies que se habían pasado esos seis años vagando por Europa y Asia. El niño permaneció en el monasterio hasta que tuvo quince años; se preparaba para ser monje budista; todos los demás niños eran tibetanos. A Daja se le veía completamente fuera de lugar: demasiado alto y demasiado blanco. No tenía amigos íntimos y sus compañeros se burlaban de él por ser diferente. Pero ellos eran su grupo psicológico y él acabo socializándose junto a ellos. Ahora Daja vive en Estados Unidos, casado con una mujer tibetana a la que conoció en aquel país. Su apariencia es equívoca, le dice a una entrevistadora: «Un cuerpo blanco que alberga a un tibetano».[58]
Daja se identificó con sus compañeros en el monasterio porque no tenía otra opción. Para él estaba claro, aunque no lo estuviera para los demás, que todos estaban en la misma categoría social; de ahí que se convirtiera en un tibetano como ellos: aprendió a comportarse, hablar y pensar como un tibetano. Si él hubiera sido aceptado por sus compañeros, probablemente se hubiera convertido en una clase distinta de tibetano (un punto sobre el que volveré más adelante); pero, aceptado o rechazado, él estaba obligado a convertirse en un tibetano.
Yo no creo que Daja, de haber tenido amigos íntimos en el monasterio, se hubiera convertido en una clase distinta de tibetano. Su estancia allí hubiera sido considerablemente más feliz, pero la amistad (o la carencia de ella) no deja señales indelebles en la personalidad. La identificación con un grupo, y la aceptación o el rechazo del grupo, sí que dejan señales permanentes en la personalidad. Los investigadores han estudiado los efectos a largo plazo de las amistades escolares (o la ausencia de ellas), y los efectos a largo plazo de la aceptación o el rechazo de los compañeros. Descubrieron que la aceptación o el rechazo de los compañeros estaban asociados al «ajuste al estatus vital dominante» en la edad adulta; tener o no tener amigos en la escuela, no.[59]
La amistad es una relación diádica. Uno puede tener vocación para la amistad aunque no lo tenga para granjearse la atención o el respeto del grupo. Los niños que tienen un estatus de poco relieve en el grupo de compañeros, o que simplemente carecen de él, a menudo disfrutan de amistades excelentes. Durante mi estancia en el barrio pijo solo tuve una amiga. Estaba tres años por detrás de mí en la escuela, tenía dos menos que yo y vivía en la casa de al lado. Hasta lo que se me alcanza, nuestra amistad desigual no tuvo efectos a largo plazo sobre ninguna de las dos. Los niños acomodan su conducta a la de sus amigos del mismo modo que acomodan su comportamiento a los principios de su grupo de compañeros, pero respecto de las amistades esos acomodamientos son de corta duración y específicos para cada relación, y están dirigidos por esa parte de la mente especializada en modelos de actuación (la zona de relaciones interpersonales, no la zona de la grupalidad). A veces la amistad parece tener efectos a largo plazo, pero eso se debe a que la mayoría de las amistades de los niños lo son en el marco de su mismo grupo psicológico.[60]
CHICAS CONTRA CHICOS
Los grupos psicológicos más importantes durante la infancia son las categorías de género. Incluso los niños de tres años se identifican como niños o niñas, y prefieren jugar, por lo general, con otros niños de su mismo sexo. Hacia los cinco años, suelen jugar en grupos que están divididos por el sexo. Son capaces de dividirse así porque las sociedades urbanizadas como las nuestras proporcionan suficientes niños de la misma edad, de ahí que puedan escoger. En casa o en el barrio, donde hay menos niños, jugarán con quien puedan hacerlo. Incluso con un chimpancé.[61]
Una de las razones por la que los niños y las niñas prefieren jugar con compañeros de su mismo sexo es que desde el parvulario en adelante tienen diferentes estilos de juego. Naturalmente suelen tender hacia aquellos que comparten su mismo interés por los juegos. Pero no creo que se trate solo de una cuestión de diferentes intereses, sino también de una cuestión de autoclasificación, de verse a sí mismos como miembros de un grupo particular. Como están en él, su grupo es lo que más les gusta.[62]
Y como están en él, quieren ser como los otros miembros de su grupo y no como los de otro grupo distinto. Las niñas quieren ser como otras niñas, no como los niños; y los niños otro tanto de lo mismo, pero al revés. La hija de una colega, de cuatro años, se niega a llevar lo que habían sido sus zapatillas deportivas favoritas porque una de sus amigas le había dicho que eran «zapatillas de chico». Otro padre oyó de pasada cómo una niña le decía a su stegosaurio de juguete que solo los chicos pueden jugar con pistolas, una idea, según él, que solo puede haberla adquirido en el parvulario.[63] Siendo filosóficamente opuesto tanto al sexismo como a las pistolas, el padre estaba algo más que preocupado:
Intenté explicarle a mi hija que a) los niños y las niñas pueden jugar con pistolas; b) que estas no me gustaban, independientemente de quién jugara con ellas; y c) que aunque fuera una chica, ella podría tener una pistola, pero que a mí no me gustaba que ella jugara con pistolas.
Excelente intentona, papi. Pero relájate: no es tu opinión lo que verdaderamente le importa a tu pequeña. A la hija de cuatro años de mi colega no le importa si sus padres piensan que no pasa nada por llevar las zapatillas de siempre. Sus opiniones sobre el asunto no se basan en lo que les oye decir a sus padres. Estos nunca han dicho, por ejemplo, que «los chicos son asquerosos» o que «él no puede jugar con nosotras porque es un chico». Y una conducta discriminadora sexualmente, como la de jugar con las pistolas, no es algo que los niños cojan, como un virus, de los padres de su mismo sexo. Incluso en Estados Unidos, los padres de la mayoría de los niños no juegan con pistolas. Ni tampoco las madres de la mayoría de las niñas juegan a la rayuela o a la comba.[64]
Para los niños mayores, las reglas de conducta más rígidas tienen que ver con el modo como se espera que actúen hacia los miembros del sexo opuesto. Una chica de once años les explicó a algunos investigadores lo que hubiera pasado si ella hubiera roto los tabúes de su grupo al sentarse junto a un chico en la escuela. «Dejarían de ser mis amigas —dijo—, me despreciarían». Sería «como hacerse pis encima» les dijo a los investigadores. «Se estarían metiendo contigo por eso durante meses. Pero si te pusieras los zapatos al revés, solo se reirían durante unos pocos días.»[65]
Hacia la mitad del período de la infancia otras cosas —como el color de la piel, por ejemplo— se vuelven cada vez más importantes, pero nunca tanto como la distinción de sexo.[66] Una socióloga que pasó algún tiempo observando a alumnos de sexto curso en una escuela integrada racialmente, se percató de que era raro que un niño se sentara a comer en la mesa junto a otro de distinta raza; pero lo que no se había visto en la vida era que un chico se sentara junto a alguien del sexo opuesto. Los estudiantes, informó la socióloga, prefieren arriesgarse a soportar la ira de sus profesores antes que unirse a un grupo del sexo «inapropiado»:
El señor Little instruyó a sus estudiantes para que formaran grupos de tres personas para un experimento científico. Ninguno de los grupos que se hicieron era mixto. El señor Little comprobó que había un grupo de cuatro chicos y le dijo a uno de sus miembros, Juan, que era negro, «Ve a trabajar con Diane» (el grupo de Diane lo formaban dos chicas negras). Juan se negó, moviendo enérgicamente la cabeza: «¡No, no quiero!». El señor Little le dijo tranquilamente, pero con voz cortante: «Entonces quítate el delantal y vuelve a tu aula». Juan permaneció de pie, absolutamente quieto y sin responder. Después de un silencio intenso, el señor Little dijo: «Está bien, lo haré yo por ti». Se acercó a Juan, le desató el delantal y le expulsó del laboratorio.[67]
Quizá al señor Little le hubiera ido mejor con Juan si hubiera sabido que, para los chicos de su edad, sentarse junto a alguien del sexo opuesto es tan desastroso como mearse encima.
Como las chicas y los chicos forman grupos separados por el sexo durante la mitad de la infancia, la socialización se basa en él. Un chico no se socializa para comportarse como un estadounidense, sino como un chico estadounidense, y ella como una chica estadounidense. Las normas de conducta son diferentes en ambos grupos. La timidez, por ejemplo, es aceptable en un grupo de chicas, pero inaceptable en uno de chicos. Por otro lado, la exuberancia excesiva y el escándalo están mal vistos por ambos sexos: el ideal de las sociedades occidentales es comportarse «fríamente».[68]
Algunos investigadores de Suecia han seguido a un grupo de niños desde los dieciocho meses hasta los dieciséis años. Unos cuantos de esos niños comenzaron siendo tímidos; otros cuantos justo lo contrario: expansivos y desinhibidos. Esas características no cambiaron mucho entre los dieciocho meses y los seis años, pero desde los seis hasta los dieciséis sucedieron dos cosas: los individuos expansivos de ambos sexos se calmaron y se hicieron más moderados en su conducta, y los chicos que habían comenzado siendo tímidos ya no se distinguían del resto.[69] Las chicas tímidas no cambiaron; pero sí, y mucho, los chicos tímidos. La timidez es aceptable entre las chicas, pero inaceptable entre los chicos, y uno que actúa de ese modo —¿te acuerdas de Mark en el capítulo 2?— será el hazmerreír y el objeto de las burlas y los abusos de sus compañeros hasta que aprenda a superar ese defecto.
Yo lo he podido comprobar en mi propia familia. Mi hermano era un chico como Mark y yo era una chica como Audrey. Éramos hermanos biológicos, con los mismos padres, pero no nos parecíamos en nada. De niño, mi hermano le tenía miedo a todo, especialmente a los extraños y a los ruidos estruendosos. Los truenos de las tormentas le horrorizaban (y a mí me encantaban). Mi madre le protegía, mi padre se enfadaba con él, pero no tenían mayor influencia sobre él que la que tenían sobre mí misma. Cuando mi hermano inició el primer curso aún era un chico tímido. Pero cuando tenía unos doce años, ese chico al que le habían asustado las tormentas estaba haciendo experimentos con pólvora en compañía de sus amigos. Y estuvo a punto de matarse. Como adulto, mi hermano es lanzado, tranquilo y discreto. Un típico hombre de Arizona.
Mis compañeras me enseñaron justo la lección contraria. Mi hermano se volvió más atrevido y yo más inhibida. Después de pasar por el fuego refinador de la infancia, mi hermano y yo nos parecemos bastante más de lo que nos podíamos parecer de niños, que era más bien poco.
NOSOTROS CONTRA ELLOS
La mayor complicación de la autoclasificación es la tendencia a que nos desagrade la categoría en la que no estamos. La hostilidad intergrupal no es el resultado inevitable de la categorización en dos grupos, sino en uno común.
Un niño juega con la niña que vive al lado cuando no hay nadie más con quien jugar, pero clava un letrero que reza «¡Chicas no!» en la puerta del club que forma con sus compañeros masculinos. A veces y en ciertos lugares donde las categorías sociales principales son chicos y chicas, la hostilidad hacia los miembros del sexo opuesto se detecta en el parvulario y se incrementa durante los años de la primaria. Durante cinco años de coeducación, desde el parvulario hasta el cuarto curso de primaria, la valoración de cuánto le gustan a una chica sus compañeros masculinos, y a un chico sus compañeras femeninas tiene tendencia a la baja. Un investigador preguntó a algunos chicos que le nombraran (de forma privada) las chicas que les disgustaban de su clase. Varios de ellos rehusaron contestar, informa el investigador. «Les disgustaban todas las chicas de la clase», le dijeron.[70]
A la mayoría de los chicos no les disgustan, realmente, todas las chicas, ni a la mayoría de las chicas le disgustan todos los chicos. Al mismo tiempo que se producen esas enemistades intergrupales que se manifiestan en burlas en el patio de recreo o en la crisis de Juan en el laboratorio de ciencias, los niños de ambos sexos están enamorándose de personas individuales del sexo opuesto. ¡Algunos de los chicos incluso tienen novias! Ah, pero eso son simples relaciones individuales, algo muy distinto. Juan y Diane pueden ser amigos en cualquier lado, pero no en el aula. La categoría de género es demasiado relevante en una clase de sexto de primaria.[71]
Pero la categoría de género no es la única relevante durante la infancia. Está también la categoría de edad: los niños contra los adultos. Excepto que hayas tenido una vida muy protegida, no hay duda de que serás consciente de la animosidad existente entre los adultos y los adolescentes, pero no estoy hablando aquí de los adolescentes, sino de los niños, incluso de niños pequeños.
Los niños dependen de los adultos. Quieren a muchos de ellos en sus vidas, y a veces incluso quieren a sus profesores. Pero eso son relaciones individuales. Cuando están en un contexto social que evoca su grupalidad, y las categorías relevantes son adultos y niños, podrás observar, si sabes a dónde mirar, señales de los efectos nosotros-contra-ellos incluso a la tierna edad de cuatro años. He aquí la descripción que hace el sociólogo William Corsaro de los niños en un parvulario público italiano:
En el proceso de resistencia a las reglas de los adultos, los niños desarrollan un sentido de comunidad y una identidad de grupo. [Yo lo hubiera dicho al revés.] La resistencia de los niños a las reglas de los adultos puede verse como una rutina, porque se produce cada día en el parvulario y según un patrón fácilmente identificable para los miembros del grupo. Tal actividad es a veces grandemente exagerada (por ejemplo, hacer muecas a espaldas del profesor o correr de un lado para otro) o es precedida por «llamadas a la atención» de otros niños (tales como «mira lo que tengo», en referencia a la posesión de un objeto prohibido, o «mira lo que hago», para llamar la atención sobre una actividad prohibida).[72]
Detecto en esta descripción no solo el efecto nosotros-contra-ellos, sino también el efecto de contraste de grupo. Los niños ven a los adultos como seres serios y sedentarios, por lo que cuando las categorías sociales relevantes son niños y adultos —como puede ser, por ejemplo, cuando el profesor es demasiado mandón—, los niños se vuelven más tontos y activos. Demuestran su lealtad a su grupo de edad haciendo muecas y corriendo de un lado para otro.
A medida que los niños se hacen mayores, demostrar la lealtad a su grupo de edad se vuelve cada vez más importante. Siempre me divierte ver a los preadolescentes paseando con sus familias por un centro comercial. Caminan diez pasos por delante o por detrás de sus padres. En caso de que algún compañero pueda verlos, ellos quieren dejar las cosas bien claras: no van con esa gente; no son uno de ellos. Esto no tiene nada que ver con el hecho de querer o no a sus padres. Algunos de sus mejores amigos son adultos.
SEGUIR AL LÍDER
Aunque las señales de la grupalidad son visibles ya en el parvulario, y aunque incluso una criatura de cuatro años puede oscilar entre verse a sí misma como una chiquilla o como una chica (dependiendo de si la edad o el sexo son las categorías relevantes), los aspectos positivos del espíritu grupal humano no aparecen hasta la mitad de la infancia. En esos años de primaria es cuando suceden las cosas más importantes: los chicos se socializan de forma permanente y sus personalidades sufren transformaciones definitivas. Y sin embargo es también el período más desdeñado por los psicólogos. Sigmund Freud lo llamó el «período latente», una época en la que no sucede gran cosa. Y eso te indica cuánto sabía él.
Los avances sociales e intelectuales que se producen sobre los siete años se reconocen universalmente. Los padres de muchas sociedades creen que esta es la edad en que los niños entran en el «uso de la razón». Los niños chewong no son los únicos que se despiden de sus padres a esta edad. En Europa, durante la Edad Media, se invitaba a salir a los hijos cuando tenían siete u ocho años. Los hijos de los ricos servían como pajes en las casas de los nobles; los de los pobres, como aprendices o como sirvientes domésticos. Esa tradición no se ha extinguido completamente: incluso hoy es frecuente que los hijos de los padres de clase alta británicos envíen a sus hijos a un internado a la edad de ocho años.[73]
Durante la mitad de la infancia, los niños se vuelven más parecidos, más semejantes a sus compañeros del mismo sexo. Aprenden cómo comportarse en público: no golpear (las chicas), no llorar (si son chicos), actuar respetuosamente con los mayores (si son chicas), pero no excesivamente (si son chicos). Algunas de sus manifestaciones más ásperas, desterradas de sus personalidades como conductas sociales inaceptables para los compañeros de su mismo sexo, dejan su lugar a conductas más apropiadas. Los nuevos comportamientos se vuelven habituales —se interiorizan, si así lo prefieres— y acaban formando parte de su personalidad pública. Esa personalidad pública es la que el niño adopta cuando no está en casa; es la que se desarrollará en una personalidad adulta.
Pero la asimilación —asumir las normas del grupo— es solo una parte de la historia. La otra es la diferenciación. Al mismo tiempo que los niños se van pareciendo más a sus compañeros en ciertos sentidos, también se vuelven menos parecidos en otros. Algunas de las características que poseen cuando entran en la mitad de la infancia acaban exagerándose, en vez de atenuarse, como resultado de sus experiencias en el grupo de compañeros.
¿Cómo pueden darse procesos tan contradictorios en el mismo período temporal? Para dar una respuesta he de remitirme de nuevo a la teoría de John Turner. Turner escribe acerca de los adultos, no de los niños; pero yo creo que a la edad de ocho años la mayoría de los humanos son capaces de realizar la especie de gimnasia mental que él describe.
Según Turner, la gente a veces se clasifica a sí misma como «nosotros» y a veces como «yo», dependiendo del contexto social. Cuando la grupalidad es relevante, se ven a sí mismos como miembros del grupo que, en ese momento, esté en el candelero. Cuando la grupalidad no es relevante, se ven a sí mismos como individuos únicos, sui generis. Pero la mayor parte del tiempo no están en ninguno de esos dos extremos, sino que andan oscilando (mentalmente) en ese terreno intermedio entre el «nosotros» y el «yo». Por lo tanto, durante ese tiempo son susceptibles de tener tanto el deseo de asimilarse como el de diferenciarse. La solución más corriente es asimilarse en ciertos sentidos y descubrir algunas maneras de ser diferentes.[74]
Por supuesto que la mejor forma de ser diferente es ser mejor. Pero, «mejor» tiene diferentes significados en distintos grupos. En los grupos de chicos, en la mayor parte del mundo, significa ser más grande, más duro, y capaz de hacer que los otros hagan lo que tú quieras. En los grupos de chicas, en la mayor parte del mundo, significa ser más bonita, más amable y ser capaz de conseguir gustarles a los demás.[75]
Hasta el momento he hablado como si cada niño del grupo tuviera idéntico poder para influir en los demás: la regla del gobierno de la mayoría implica una persona, un voto. Pero dentro de un grupo algunos son más iguales que otros. Una de las cosas que les interesó a los investigadores del estudio de Robbers Cave (descrito en el capítulo anterior) era cómo los grupos —los grupos de chicos, claro— escogían a sus líderes. Entre los Serpientes de cascabel, un chico llamado Brown era el más grande y el más fuerte, y durante los primeros días en el campamento los demás lo miraban realmente como a su líder. El liderazgo en un grupo de chicos, como en un grupo de chimpancés, a menudo se convierte en una cuestión de ver quién domina a quién. Pero los chicos, al fin y al cabo, no son chimpancés. Brown perdió estatus dentro del grupo porque era demasiado agresivo y mandón. «Estamos cansados de hacer las cosas que él deja sin hacer», se quejó uno de los más pequeños. Así pues, Brown perdió el favor del grupo y fue reemplazado por Mills, quien demostró que era capaz de liderar con más tacto, con más delicadeza.[76]
Los músculos de hierro no hacen a un líder, ni siquiera en un grupo de chicos. La fuerza de la personalidad, la imaginación, la inteligencia, la habilidad atlética, el sentido del humor y una apariencia agradable pueden hacer ganar muchos votos. Los chicos agresivos tienden a ser poco populares entre sus compañeros, incluso pueden llegar a ser rechazados por ellos. No todos los chicos agresivos son, sin embargo, impopulares, y hay algunos de ellos que caen muy bien a muchos. Sospecho que los chicos pueden tolerar la agresividad si se aplica con discernimiento. El que es rechazado es el que no sigue las reglas, el que se encoleriza de forma impredecible y el que se empecina en objetivos inapropiados.[77]
Los investigadores de Robbers Cave hablaban acerca de las «jerarquías dominantes», el infame «orden del picotazo», pero ese término se usa menos en nuestros días; en parte porque las cosas no siempre son tan claras como la palabra jerarquía podría sugerir, en parte porque la palabra dominante implica una acción unidireccional. Incluso los investigadores de Robbers Cave reconocieron que el liderazgo entre los humanos es más una cuestión de ser elegidos que de sentir la vocación. Ellos analizaron el liderazgo observando a qué chico se dirigían a la hora de hacer sugerencias.
Un término más nuevo y adecuado es «estructura de atención». ¿A qué chicos prestaron atención los miembros del grupo? ¿A cuáles miraban cuando no estaban seguros de lo que debían hacer? Alguien que ocupe un elevado lugar en la estructura de atención tiene privilegios que solo hacen soñar con ellos a los que ocupan los lugares más bajos. Él o ella pueden ser innovadores, no solo simples seguidores. Los castigos por ser diferentes se imponen normalmente a aquellos que ocupan los lugares intermedios en la estructura de atención. Los que están en los lugares superiores no tienen que imitar a nadie: ellos son los imitados.[78]
A diferencia de las jerarquías dominantes, las estructuras de atención son tan visibles en los grupos de chicos como en los de chicas; quizá incluso más, porque lo que se acaba imitando no es solo la conducta, sino también aspectos como el vestido o el peinado. Las que ocupan los lugares altos entre las chicas son quienes deciden, por ejemplo, cuándo cambiar el vestuario de invierno por el de verano. Si las chicas que ocupan la parte inferior de la estructura de atención aparecen por la escuela llevando jerséis cuando las de la parte superior del escalafón ya han cambiado a la manga corta, se puede decir que acaban de dar un embarazoso faux pas. Cambiar antes de que lo hagan las líderes sería también algo embarazoso.[79] Supongo que acertar de lleno implica pasar bastantes horas al teléfono.
Donde los grupos están compuestos por niños de la misma edad, como suelen serlo en nuestra sociedad, los que tienden a tener el mayor estatus son los más maduros.[80] Esto se remonta a los grupos de edades mezcladas de nuestros ancestros cazadores-recolectores, en los cuales los niños mayores cuidaban de los más pequeños y estos aprendían cómo comportarse observando a los mayores. En cuanto a los chicos, eso se remonta incluso más lejos, a nuestros ancestros primates. Los jóvenes machos chimpancés no pueden aprender las reglas de la conducta apropiada de un chimpancé observando a sus padres, porque ellos, hasta donde pueden saber, no tienen padres. Y no pueden aprender las reglas de conducta apropiadas de un chimpancé macho observando a la madre. Quizá por esas razones, los jóvenes chimpancés machos están fuertemente atraídos por los individuos adultos y los buscan aun cuando pueden recibir algún empujón y alguna bofetada por parte de aquellos. Lo mismo vale para los jóvenes humanos. El niño pequeño busca la compañía de los chicos mayores, incluso aunque estos sean en exceso rudos con él.[81]
Los chicos mayores tienen un estatus superior al de los jóvenes, y esa es la razón por la que los niños que son maduros para su edad tienden a tener un estatus superior entre sus compañeros de edad y amigos de mayor edad, mientras que los de estatus inferior suelen tener amigos más jóvenes. Durante los años en que fui rechazada por mis compañeras de clase, mi única amiga era dos años menor que yo. Yo fui rechazada por mis compañeras en parte porque yo era muy joven para la clase y muy pequeña para mi edad. Parecía una niña más pequeña y sin duda actuaba como tal, por lo que no tenía ningún estatus entre mis compañeras. La madurez para los niños es como el dinero para los adultos: puede hacerte ganar o perder popularidad independientemente de cualquier otra consideración. El chico feo rico consigue una mujer tan deseable como la consigue el chico pobre bien parecido.[82]
Yo creo que el estatus alto o bajo en el grupo de compañeros tiene efectos permanentes en la personalidad. Los niños que son impopulares entre sus compañeros tienden a tener una baja autoestima, y yo pienso que los sentimientos de inseguridad nunca se van del todo, que duran toda la vida.[83] Has sido juzgado por un jurado de iguales y se te ha declarado culpable. Jamás superas algo así. Yo por lo menos no he podido.
No es fácil probar, sin embargo, que las inseguridades adultas (o cualesquiera otros problemas psicológicos) tienen su origen en experiencias de los grupos de compañeros infantiles. Inevitablemente son causa o efecto de incertidumbres.[84] Digamos que un chico llamado Ralphie es impopular entre sus compañeros y que, de adulto, se convierte en un ser con serios problemas psicológicos. ¿Son sus problemas de adulto el resultado de haber sido rechazado cuando era un niño, o bien había algo malo en él desde un principio? Quizá era impopular entre sus compañeros porque estos percibieron algo raro en él, en su personalidad. Quizá sus padres también se dieron cuenta de ello, y tal vez no fueron demasiado amables con él tampoco. Si Ralphie está tan confundido de adulto, ¿se debe a que sus compañeros lo rechazaron, a que lo rechazaron sus padres o a que lo que estuviera mal en él no mejoró en modo alguno?
Yo he descubierto algunas pruebas de que son, en efecto, las experiencias en el grupo de compañeros las responsables de problemas ulteriores: implican a niños que son pequeños para su edad, ya sea porque maduran más lentamente o porque están destinados a ser adultos pequeños. Los niños pequeños, especialmente si son chicos, tienden a tener un estatus bajo entre sus compañeros. Su talla es la única razón para que sean rechazados por sus compañeros. Y no lo es en absoluto para esperar que puedan ser rechazados por los padres. Es más, los padres tienden a proteger más a los niños de menor talla. Y sin embargo, los niños de talla pequeña son más propensos que los altos a sufrir de baja autoestima y a albergar otros problemas psicológicos.[85]
Aunque puedan superar su pequeñez, sus otros problemas no son tan fáciles de superar. Un investigador hizo un seguimiento de dos grupos de chicos hasta la edad adulta: los que maduran lenta o rápidamente. Los que lo hacen lentamente eran más pequeños de lo normal para su edad durante la infancia y la adolescencia, pero de adultos se ponían casi a la par, pues, por término medio, apenas eran un par de centímetros más bajos que los que maduraban rápidamente. Pero las diferencias de personalidad persistían.[86] Los que maduraban pronto tendían a tener confianza en sí mismos y a sentirse seguros; varios de ellos se convirtieron en ejecutivos de éxito. Los que maduraban lentamente estaban menos seguros de ellos mismos, eran más inclinados a la susceptibilidad y a buscar la atención de los demás.
En los lugares del mundo donde aún existen grupos de juego mixtos, los asuntos de talla y estatus no son importantes. Un niño comienza siendo el más joven y el más pequeño de su grupo de juego, pero gradualmente va ascendiendo en el escalafón. Tiene la sensación de ser empujado hacia arriba por todo el mundo y, más tarde, tiene la experiencia de que otros niños más jóvenes y pequeños le miran desde abajo. Los niños en las sociedades urbanizadas no tienen esas experiencias. En casa siguen siendo los mayores o los pequeños entre sus hermanos. En la escuela es probable que permanezcan durante bastantes años, si tienen suerte, en lo alto del tótem y, si no, en la base.[87]
CONÓCETE A TI MISMO
En algún momento, alrededor de los siete u ocho años, los niños comienzan a compararse a sí mismos con sus compañeros de un modo que nunca antes lo habían hecho. Pregúntale a un grupo de niños en un parvulario: «¿Quién es el niño más fuerte de esta clase?», y todos ellos darán un salto y gritarán: «¡Yo, yo!». A los ocho son más espabilados: señalarán al chico más grande, o al más agresivo, y dirán: «Él».
Lo que esos niños de ocho años han hecho está infinitamente más allá de la capacidad de un chimpancé: han construido un modelo interno de funcionamiento, no tanto a partir de las personas significativas de su vida, como de sí mismos. Y pueden comparar este modelo —su autoimagen— con algo bastante abstracto: el grupo como un todo. Un chimpancé sabe perfectamente a qué miembros de su grupo puede pegar y a cuáles ha de someterse, y del mismo modo lo sabe un niño en un parvulario. Pero dudo mucho de que incluso el chimpancé jefe sepa que lo es. Lo único que sabe es que, si tú sabes lo que te conviene, te irá mejor si te apartas de su camino.
Cuando los niños aprenden cosas sobre sí mismos es hacia la mitad de la infancia. Lo fuertes que son. Lo guapos que son. Lo rápidos que son. Lo inteligentes que son. El modo de hacerlo es comparándose a sí mismos con aquellos con quienes comparten una categoría social, los otros que son «como yo» en el grupo.[88]
«La comparación social» es el término técnico adecuado para referirse al conocimiento de uno mismo mediante la comparación con los otros. «¡Si hubiera algún poder que nos diera el regalo de vernos como nos ven los otros!», dijo el poeta Robert Burns. Pero ¿qué pasa si los otros nos ven como seres aburridos, bichos raros o simplemente unos cenizos? No le quiero mirar el diente al caballo regalado, pero vernos como los otros nos ven no es siempre un buen negocio.[89]
Afortunadamente, tiene algo que lo salva: nosotros escogemos con qué grupo nos queremos comparar. Un chico duro de cuarto curso puede considerarse a sí mismo así si él lo es más que la mayoría de su curso. No tiene por qué compararse con los de quinto y sexto curso.
Si descubre que no es el chico más duro de la clase, hay una considerable cantidad de papeles a su disposición para escoger alguno que no haya sido ya cogido. El del gracioso del grupo, por ejemplo. La mitad de la infancia es el momento en que los chicos son encasillados en papeles que pueden durarles ya para el resto de la vida. Escogen esos papeles o son propuestos —o forzados— para ellos por los demás. Cuando ocurre, los rasgos con los que se inicia un chico en un papel concreto tienden a ser exagerados. Los graciosos, son graciosísimos; los listos, listísimos. El humor y el intelecto se han convertido en sus especialidades respectivas.
Todo esto es excelente para aquellos que son diferentes a propósito o de una manera que le parece aceptable al grupo. Pero ¿qué pasa con los niños desafortunados que son diferentes y no pueden hacer nada por remediarlo? La niña con audífono. El niño demasiado alto y demasiado blanco. Cuando un chimpancé sufrió la polio y volvió, arrastrándose, a reunirse con su grupo, los miembros de este lo atacaron. La antipatía hacia los extraños se transforma fácilmente en antipatía hacia lo extraño. Si eres diferente, no eres uno de nosotros.[90]
A medida que los niños se hacen mayores se vuelven más conscientes de los modos como la gente se diferencia entre sí. Son muchas las cosas que sirven de fundamento para dividirse en grupos separados y más pequeños. Las amistades entre niños de diferentes razas o de diferentes grupos socioeconómicos van siendo menos comunes que en los años de la escuela elemental. Los que tienen buen rendimiento académico suelen agruparse con quienes también lo tienen, los alborotadores con otros de su condición. Hacia quinto curso, los niños se asocian entre sí en grupos que van de tres a nueve miembros, los cuales se empeñan en diferenciarse a sí mismos de los otros grupos. Dentro de ellos, mientras tanto, los miembros se van volviendo más y más parecidos los unos a los otros.[91]
El estudioso del desarrollo Thomas Kinderman estudió algunas de esas camarillas en una clase de quinto curso y descubrió que los niños que pertenecían al mismo grupo tenían similares actitudes hacia los deberes. Bueno, eso no es demasiado sorprendente: los niños probablemente pertenecían a la misma pandilla porque tenían actitudes semejantes. Pero en quinto curso las pandillas aún no se han consolidado: los niños pueden cambiarse de unas a otras. Eso le proporcionó a Kinderman la oportunidad de estudiar lo que sucede cuando un niño entra o sale de un grupo de empollones. Y lo que descubrió fue que las actitudes de los niños hacia los deberes cambiaban si ellos cambiaban de un grupo a otro a lo largo del curso. Si un chico entra en una pandilla de empollones, es probable que su actitud hacia el trabajo académico mejore y que empeore si sale. Los hallazgos de Kinderman demuestran que las actitudes de los niños hacia los logros escolares están muy influidas por su pertenencia a este o aquel grupo. Los cambios que él midió no han podido deberse a cambios en la inteligencia de los niños o en las actitudes de sus padres, dado lo difícil que es invertir el sentido de la marcha de un curso escolar.[92]
A medida que los niños se hacen mayores, tienen más libertad para escoger la compañía que quieren. De esa manera los rasgos con que ellos se inician se vuelven más exagerados. Un chico brillante es más apto para unirse a una pandilla de empollones; un chico no tan brillante, a otra distinta. La influencia de sus compañeros motiva al chico brillante a sacar buenos resultados escolares, por lo que se vuelve aún más brillante. Es un círculo vicioso que, en esas circunstancias, no es vicioso en absoluto. Cambios así se dan una y otra vez a lo largo del desarrollo. Los psicólogos tienen un nombre para ello: «Efecto Mateo»; lo llaman así en referencia al pasaje bíblico del Nuevo Testamento en el que se recoge lo siguiente: «A aquel que tiene, más le será concedido, y vivirá en la abundancia».[93] ¿Quién dijo que la vida es justa?
A veces lo es, sin embargo. Durante cuatro años de mi infancia fui rechazada por mis compañeras. Por aquellos dolorosos años he sido recompensada con creces. Si aquellas «señoritas» del barrio pijo me hubieran aceptado, probablemente me hubiera convertido en una de ellas.