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Nosotros y ellos

El señor de las moscas, la novela escrita en 1945 por quien luego sería premio Nobel William Golding, trata de un par de docenas de escolares británicos que quedan abandonados a su suerte en una isla tropical tras un accidente aéreo. El clima es templado y agradable; hay mucha comida y no hay personas mayores ni deberes escolares. Sin embargo, no resulta una excursión muy divertida. Cuando el pelo les ha crecido tanto como para hacerse una coleta, los niños comienzan a matarse unos a otros.[1]

Teniendo en cuenta el cuadro sanguinario de la historia humana y prehumana que he dibujado en el último capítulo, podrías pensar que estoy de acuerdo con la interpretación que hace Golding de la vida sin civilización. Pero no es así. Golding se equivocó por completo.

En efecto, cometió un buen número de errores y no todos ellos en el plano psicológico. Hace que los chicos usen las lentes para concentrar los rayos del sol y poder hacer fuego, pero esas gafas eran de un niño llamado Piggy y Piggy era miope. Solo las lentes de aumento, usadas para corregir la hipermetropía, pueden servir para encender un fuego. Hace que los niños más pequeños —los «pequeñajos» los llama— estén jugando todo el día, dejando de lado a los mayores; pero a los niños pequeños les fascinan los que son un poco más grandes que ellos y los buscarán constantemente, aunque no reciban muy buen trato por su parte.[2] Hace que Piggy hable con un acento de clase baja —él es el único con esa característica—, después de haber permanecido muchos meses en la isla. Durante ese tiempo, un niño real hubiera aprendido a hablar como sus compañeros.

Pero la equivocación más importante de Golding fue que los niños empezaran a matarse unos a otros. No el hecho de empezar a hacerlo, sino el modo como sucede. Hay dos líderes, Ralph y Jack. Ralph representa, en ese fuerte simbolismo de Golding, la ley y el orden. Jack representa la vida salvaje y el caos. Uno a uno, Jack va consiguiendo que todos los chicos se pongan de su lado, excepto Ralph, Piggy y un chico extraño llamado Simón. Simón muere, Piggy también, y la banda le está pisando los talones a Ralph cuando un grupo de adultos llega a la isla, justo a tiempo.

No soy la primera persona que le ha puesto objeciones a esa trama. Ashley Montagu, cuyos puntos de vista antibélicos y antiinstintivos fueron considerados en el capítulo anterior, se quejó hace más de veinte años de que El señor de las moscas fuera una novela poco o nada realista. Él citó un caso real de seis o siete niños melanesios que quedaron abandonados a su suerte en una isla durante siete meses y se llevaron la mar de bien. En la versión de Montagu de la novela, cuando los adultos aparecen al final y dictan sentencia, esta no debería ser: «Debería haber pensado que un grupo de chicos británicos —porque todos lo sois, ¿no es así?— debería mostrar mejor cuadro que este», sino que debería ser algo así como: «¡Bien hecho, tíos!».[3]

Pero Montagu también se equivocaba. El caso de los niños melanesios no es una comparación adecuada: ellos se conocían los unos a los otros de toda la vida —creían ser parte de una única familia extensa— y no eran más que seis o siete. En la isla de Golding había no menos de treinta niños y muchos de ellos no se conocían con anterioridad.

Si te encontraras en una isla con algunas personas a las que conoces desde hace tiempo y con otras que fueran extrañas, probablemente tenderías a relacionarte con las conocidas. Pero en la novela de Golding, los chicos que ya se conocen —porque eran miembros del coro escolar, dirigido (antes de que llegaran a la isla) por Jack— se dispersan inmediatamente y algunos de ellos se vuelven seguidores de Ralph.

Y no es así como hubiera ocurrido. El coro de Jack hubiera permanecido unido a él y los otros hubieran seguido a Ralph, o los niños de las mejores escuelas se habrían separado de los que asistían a las escuelas públicas y habrían acabado formando dos bandos, la condición sine qua non para que se declare la guerra. Los chicos podrían haberse liado a mamporros e incluso haber llegado al derramamiento de sangre, pero no se habría tratado de un grupo contra un individuo, sino de un grupo contra otro.

Golding, como el filósofo inglés Thomas Hobbes, cree que la vida sin civilización sería un mundo de luchas encarnizadas: cada uno a lo suyo y al último que se lo lleve el diablo. Montagu, como el filósofo francés Jean-Jacques Rousseau, cree que sería como una comuna hippie bien organizada: todos comparten el trabajo y el alimento y hay mucho tiempo libre para oler las flores. Yo creo que ambos están equivocados.

El que lo entendió bien fue Darwin: «Las tribus que ocupan territorios adyacentes están casi siempre en guerra entre ellas», observó, y sin embargo «un salvaje arriesgará su propia vida por salvar la de otro de su misma comunidad». «Los instintos sociales nunca se extienden a todos los individuos de la misma especie». Que veas a los humanos como asesinos o misericordiosos, egoístas o altruistas, depende de si observas su conducta hacia sus compañeros de grupo o hacia los miembros de otros grupos.[4]

EL EXPERIMENTO DE ROBBERS CAVE

¿Qué sucedería realmente si dejaras abandonados a su suerte en plena naturaleza salvaje a un par de docenas de escolares? En 1954 —el mismo año en que se publicó El señor de las moscas— un grupo de investigadores de la Universidad de Oklahoma decidió averiguarlo. El experimentó se planeó cuidadosamente por adelantado: se trataba de hacer un estudio de las relaciones de grupo.[5]

Los sujetos —veintidós de ellos, para ser exactos— fueron seleccionados deliberadamente como los más idóneos. Eran chicos blancos de religión protestante y todos de once años de edad. El coeficiente intelectual de todos ellos estaba por encima de la media, y también sus resultados escolares. Ninguno de ellos usaba gafas. Ninguno era obeso. Ninguno se había metido nunca en problemas. Ninguno era nuevo en la zona, por lo que todos hablaban con el mismo acento de Oklahoma. Y cada uno procedía de una escuela pública distinta de Oklahoma, por lo que ninguno de ellos se conocía con anterioridad.

Ese grupo homogéneo de veintidós chicos fue dividido en dos pequeños grupos de once. Cada grupo fue conducido, de forma separada, a un campamento de boy scouts en el parque estatal Robbers Cave, un área montañosa y densamente arbolada del sudeste de Oklahoma.

Los niños tenían la impresión de que iban a estar tres semanas de vacaciones en un campamento de verano. Sus experiencias en el campamento no eran aparentemente distintas de otras experiencias similares anteriores. A sus «monitores» les costó trabajo ocultar el hecho de que eran investigadores disfrazados que observaban y recogían de forma subrepticia las palabras y los actos de los chicos.

Cada uno de los grupos, los «Serpientes de cascabel» y los «Águilas» (ellos mismos escogieron esos nombres) ignoraba, al principio, la presencia del otro en el campamento. Habían llegado en diferentes autobuses, comían en el mismo comedor pero a diferentes horas, y sus alojamientos estaban en distintas zonas del campamento. El plan de los investigadores consistía en dejar pensar a cada grupo durante una semana que estaban solos en el campamento. Entonces les revelarían la presencia del otro grupo, los dejarían competir uno con otro y observarían los resultados. La competencia entre ambos se supone que había de conducir a la hostilidad. Pero los chicos iban bastante por delante de ellos. La hostilidad apareció incluso antes de que los dos grupos se encontraran directamente. La primera vez que los Serpientes de cascabel oyeron a los Águilas jugar a cierta distancia querían ya ir a encontrarse con ellos. Y los chicos estaban tan impacientes por competir con los otros —y eso fue una idea que salió de ellos, que los adultos no tuvieron que sugerírsela—, que los investigadores tuvieron dificultades para hacerles cumplir el programa de actividades.[6] La «fase 1» se supone que había de ser el estudio de la conducta dentro del grupo. La competencia entre grupos se supone que no debía comenzar hasta la «fase 2».

Los acontecimientos programados en la fase 2 eran actividades normales para chicos que están en un campamento de verano. Los dos grupos practicaban el béisbol, tiraban de la cuerda, buscaban tesoros, y competían por los premios. Los monitores actuaban como tales y trataban, además, de pasar lo más inadvertidos posible, interviniendo solo en caso de auténtica necesidad. Pero enseguida apareció la tirantez. Las descalificaciones ya se registraron en el primer encuentro oficial (un partido de béisbol) entre los Serpientes de cascabel y los Águilas. Antes del partido, los Serpientes de cascabel habían colgado su bandera en lo alto de la empalizada que delimitaba el campo —ellos pensaron que el campo de juego era «nuestro»— y después del partido los Águilas, que habían perdido, la rompieron y la quemaron. Los Serpientes de cascabel se sintieron ultrajados. Pronto los monitores tuvieron que empezar a interrumpir las peleas a puñetazos.

La cosa fue a peor. Después de que los Águilas hubieran ganado al juego de la soga, los Serpientes de cascabel asaltaron sus alojamientos una noche. Les dieron la vuelta a las camas, rompieron las redes protectoras contra los mosquitos y robaron —entre otras cosas— un par de vaqueros con los que hicieron una nueva bandera. Los Águilas se vengaron con una incursión atrevida a plena luz del día y también revolvieron los alojamientos de los Serpientes de cascabel. No esperaban encontrar allí, a aquella hora, a los moradores, pero, por si las moscas, llevaban palos y bates de béisbol. Cuando regresaron a su alojamiento construyeron una defensa contra futuros ataques: calcetines rellenos de piedras y un arsenal de piedras para ser usadas como proyectiles. Esos críos no estaban jugando a la guerra, precisamente. En muy poco tiempo habían pasado de las descalificaciones a los palos y las piedras.

Puedo imaginarme perfectamente el alivio de los investigadores cuando se acabó la fase 2 y pudieron pasar a la fase 3, en la cual el plan consistía en suspender las hostilidades y formar con los dos grupos guerreros uno solo y pacífico. Pero es mucho más fácil dividir a la gente que volver a unirla. Lo primero que intentaron los investigadores —llevando a los dos grupos a una situación no competitiva— no sirvió en modo alguno para reducir el antagonismo. Que Águilas y Serpientes de cascabel comieran juntos solo condujo a que se produjeran guerras de alimentos y a un enorme alboroto en el comedor. Fue necesario crear «objetivos extraordinarios»: un enemigo común demasiado grande como para que los grupos pudieran luchar contra él en solitario.

Los investigadores fueron inteligentes al urdir semejantes situaciones. Fingieron que había un problema con el sistema de servicios del campamento y se les dijo a los chicos que sospechaban que algunos vándalos, ajenos al campamento, los habían asaltado.

Había que revisar toda la cañería y se necesitó a todos los críos de los dos grupos para hacer el trabajo. Una camioneta de suministros se había averiado y no arrancaba, y como estaba cuesta arriba se necesitó la fuerza unida de los dos grupos para conseguir que se moviera. Los investigadores también alejaron a los niños de sus sitios familiares de acampada y se los llevaron a una nueva zona junto a un lago. Al final, una tregua sostenida había reemplazado a la guerra abierta de la fase 2. Pero si un Serpiente de cascabel hubiera pisado inadvertidamente el pie a un Águila, o si un Águila hubiera golpeado sobre el vendaje de la herida de un Serpiente de cascabel, sospecho que las hostilidades se hubieran reiniciado enseguida.

LA CALIDAD DEL GRUPO

El psicólogo social Muzafer Sherif, el director del equipo de investigación que llevó adelante el estudio de Robbers Cave, nunca ganó el premio Nobel por su trabajo —no se conceden premios Nobel en psicología o sociología—; pero su experimento sigue siendo citado en los libros de texto de sociología y psicología. No volvió a repetirse nunca, en parte porque sería peligroso y en parte porque no era necesario. El estudio de Sherif había conseguido sus objetivos de forma clara y convincente. Coge un grupo de chicos, permíteles desarrollar una identidad grupal y luego déjales descubrir que hay otro grupo que reclama ciertos derechos sobre un territorio que ellos consideraban «nuestro», el resultado inevitable es la hostilidad entre los grupos.

Pero aún quedaba bastante trabajo para futuros investigadores. ¿Qué pasa si los chicos no tienen tiempo para desarrollar esa identidad grupal? ¿Qué pasa si no tienen un territorio por el que luchar? En la naturaleza del sudeste de Oklahoma, Sherif y su equipo tuvieron que vérselas con serpientes, mosquitos y yedras venenosas, por no hablar de los calcetines llenos de piedras. El trabajo subsiguiente se llevó a cabo en la seguridad y la comodidad del laboratorio.

Los chicos que sirvieron como sujetos en los experimentos del psicólogo social Henri Tajfel eran chicos de catorce y quince años de una escuela de Bristol, en Inglaterra. Todos se conocían entre sí antes de que fueran, en grupos de ocho, al laboratorio de Tajfel. En el laboratorio se les pasó un test de «agudeza visual»: racimos de puntos fueron proyectados en una pantalla y se les pidió que calcularan el número de puntos de cada racimo. Después de hacer esa tarea, se les dijo a los chicos que algunas personas tendían a calcular por debajo, y otras por encima, el número de puntos. Entonces, después de que sus hojas de respuestas fueran ostensiblemente «puntuadas», los chicos fueron llevados de uno en uno a otra habitación y se les dijo, de forma privada, a qué grupo pertenecían, si al de los sobrestimadores o al de los subestimadores. En efecto, la asignación de grupo fue completamente aleatoria: a la mitad de los chicos se les asignó a un grupo y a la otra mitad al otro. Su actuación en el test de los puntos no tenía nada que ver con esa asignación.

El experimento real comenzó inmediatamente después de haberles dado esa información falsa. Cada chico fue instalado en una cabina individual y se le pasó una «hoja de recompensas» para que la rellenara. Se le pidió que decidiera cuánto dinero se le debería pagar a varios de sus compañeros por participar en el experimento. Los compañeros solo fueron identificados por el número y el grupo. Por ejemplo, un chico al que se le hubiera dicho que era un sobrestimador se le pediría que escogiera, entre una lista de varias opciones, cuánto dinero se le debería dar al «miembro número 61 del grupo sobrestimador» y cuánto al «miembro número 74 del grupo subestimador». Cualquiera que fuese su opción —eso se decía claramente en las instrucciones— ello no afectaría en nada a su propio pago.

Los chicos no sabían qué compañeros estaban en su propio grupo y cuáles en el otro. Tampoco conocían la identidad de las personas a las que les asignaban los pagos. Sin embargo, dieron más dinero a los miembros de su grupo que a los del otro. Parecían estar más motivados para pagar menos a los miembros del otro grupo y pagar más a los del propio.

Este experimento demostraba qué poco se necesitaba para evocar lo que Tajfel llamaba «grupalidad». No se requiere una historia de amistad con uno de los miembros del grupo o un conflicto con los miembros del otro. Tampoco se precisa un territorio por el que luchar. Ni diferencias visibles en la apariencia o en la conducta. Ni siquiera es necesario saber quiénes son tus compañeros de grupo. «Aparentemente —concluyó Tajfel— el mero hecho de la división en grupos es suficiente para disparar la conducta discriminatoria.»[7]

La gente se divide en grupos en un abrir y cerrar de ojos, sin ayuda ninguna de un investigador. El autobús que llevaba a los Serpientes de cascabel al campamento de verano de Robbers Cave tardó un poco más de lo previsto en pasar por uno de los puntos de recogida. Los cuatro chicos que habían estado esperando allí media hora ya habían formado un espíritu de grupo cuando llegó el autobús. Se sentaron juntos en el autobús y preguntaron si «nosotros los del lado sur» podían estar juntos en el campamento. Se necesitaron varios días de experiencias compartidas —un encuentro con una auténtica serpiente de cascabel, la necesidad de unir esfuerzos para levantar una tienda— para integrar a los del lado sur con el resto del grupo.[8]

En El señor de las moscas, el coro hace su aparición por primera vez cuando van marchando en formación, conducidos por Jack. Cada uno de ellos lleva «una gorra negra con una insignia de plata prendida en ella».[9] Antes del accidente aéreo que les dejó en la isla, estudiaban en una escuela de elite. En aquellos días (1950), los escolares británicos que asistían a escuelas de elite eran muy esnobs. Se podían identificar unos a otros por su acento y por las bufandas o las gorras, y miraban por encima del hombro a los escolares que asistían a las escuelas públicas.[10] Pero los chicos de la isla de Golding no se separan por clases sociales. Aquellos que asistían a la misma escuela no se unían. Desaparecieron todos los vestigios de su vida anterior: los chicos que habían sido miembros del coro nunca volvieron a cantar una nota.

Los Serpientes de cascabel y los Águilas no dejaron de lado su vida anterior. Todos ellos procedían de familias religiosas, y en el campamento de verano de Robbers Cave ambos grupos decidieron rezar una oración de gracias antes de las comidas. A pesar de la animadversión entre ambos grupos, los Serpientes de cascabel dieron tres hurras por los Águilas después de derrotarles en el partido de béisbol. Animar a los perdedores era, evidentemente, una tradición de las escuelas de Oklahoma.[11] Cuando se forman nuevos grupos, los miembros buscan, y por lo general preservan, aquello que tienen en común.

Es evidente que los novelistas no han de ser psicólogos sociales, pero sí se espera de ellos que sean buenos observadores de la conducta humana. Golding se equivocó de medio a medio. No estoy diciendo que no haya una violencia organizada: los grupos a veces atacan y matan a individuos. Pero usualmente la víctima es vista como uno de ellos. Y dentro de los grupos puede haber luchas por el poder y abusos, pero esas luchas intestinas pasan a un segundo plano cuando otro grupo —un enemigo potencial— aparece en el horizonte. Pienso que lo que hubiera sucedido en la isla de Golding es que los chicos se habrían dividido en dos grupos. Dentro de cada grupo habría sucedido más o menos lo mismo que entre los niños melanesios. Entre los grupos, por otro lado, hubiera ocurrido más o menos lo mismo que entre los Serpientes de cascabel y los Águilas, solo que sin monitores que se metieran en medio cuando llegaran las hostilidades.

EL MUNDO DIVIDIDO

«Cuando nombramos algo —dice el lingüista S. I. Hayakawa— estamos clasificando». Nombrar, clasificar, categorizar, encasillar y dividir a las personas o cosas en grupos —llámese como se llame— es algo que hacemos en todo momento, permanentemente.[12] Nuestros cerebros están construidos de esa manera. Sería muy ineficiente tener que aprender a tratar con cada objeto, cada animal o cada persona individualmente, por eso establecemos categorías —«coches», «vacas» y «políticos», por ejemplo—, y entonces podemos aplicar lo que aprendemos sobre un miembro de la categoría a otro miembro de la misma categoría. En tanto que japonés estadounidense que se convirtió después en político, Hayakawa no se privó de señalar los peligros de la categorización. «La vaca 1 no es la vaca 2», recordaba a sus lectores. Y «el político 1 no es el político 2».[13]

Hayakawa creía en la teoría —denominada «hipótesis Whorfian»— de que el modo como nosotros dividimos el mundo en categorías es absolutamente arbitrario, y que darle un nombre a una categoría es lo que lleva a nuestros cerebros a encasillar las cosas de un modo particular. Hay algo de verdad en esa teoría. Cuando Henri Tajfel le dijo a uno de los chicos de Bristol que él era un sobrestimador, en la mente de este apareció una categoría que no había existido antes de entrar en el laboratorio de Tajfel.

Sin embargo, como muchas otras «leyes» de la psicología, la hipótesis Whorfian no sirve para todas las personas todo el tiempo, ni siquiera para la mayoría de las personas en la mayoría de las ocasiones. El modo como compartimentamos el mundo en categorías no es, por lo general, en absoluto arbitrario. Eso es verdad para categorías que tienen fronteras borrosas y para las que las tienen bien perfiladas. Noche y día son tan diferentes como la noche y el día, aunque sea difícil decir dónde acaba uno y empieza el otro. Los niños aprenden rápida y fácilmente a dividir el día en noche y día y a usar esas palabras apropiadamente. A los niños occidentales les cuesta varios años aprender que las veinticuatro horas del día pueden ser divididas también en dos mitades de doce horas cada una, llamadas a.m. y p.m. La distinción a.m.-p.m. es artificial y poco convincente; la distinción noche-día es algo de lo que todos podemos ser conscientes incluso aunque no tengamos palabras para ella.[14]

La hipótesis Whorfian predice que los bebés y los animales no pueden categorizar porque no tienen las palabras para establecer esas categorías. Esta predicción ha sido rebatida contundentemente. Encasillar ha resultado ser una práctica tan fácil que hasta las palomas pueden llevarla a cabo. Pues sí, se han probado las habilidades clasificadoras de las palomas. Y sacaron un excelente.[15] Una paloma a la que se le ha enseñado a golpear con el pico en un botón cuando se le muestra una foto de una vaca, y en otro cuando se le enseña la foto de un coche, puede aplicar ese entrenamiento a vacas y coches que no haya visto antes.[*]

Lo que establece una categoría no es una palabra, sino un concepto. Para picar en el botón adecuado, la paloma ha de tener alguna especie de concepto de lo que es una vaca, de modo que cuando vea una imagen que no haya visto nunca antes, pueda casar la imagen de la fotografía con su concepto de vaca. La paloma no necesita conocer la palabra vaca para poder formarse el concepto de vaca. Los bebés de no más de tres meses pueden categorizar y, a partir de ahí, ser capaces de formar conceptos. Jean Piaget, el famoso psicólogo suizo del desarrollo, pensaba que ellos no podían, pero se equivocó. Al juzgar las habilidades de los bebés, Piaget fue un subestimador[16] ¿Cómo sabemos nosotros, pospiagetanos, que los bebés pueden formar conceptos? No, no les hacemos que aprieten botones con el pico. En lugar de eso les aburrimos. A los bebés se les aburre fácilmente, luego si les enseñamos montones de fotografías de vacas dejan de prestarnos atención enseguida. Si entonces sacamos la foto de un caballo y el bebé de repente parece interesarse de nuevo, sabemos que puede detectar la diferencia entre una vaca y un caballo.

Usando variaciones de esta técnica, se ha probado que los bebés más pequeños pueden indicar la diferencia entre coches y leones, entre coches y aviones y entre hombres y mujeres. También hay pruebas de que pueden indicar la diferencia entre adultos y niños: de los seis meses al año recelan de los adultos desconocidos, pero a los niños desconocidos se les concede el beneficio de la duda. Responden a las diferencias faciales entre adultos y niños, así como a las diferencias de talla. Si les enseñas un grupo de caras de adultos sobre cuerpos de niños, los bebés se sorprenden y se divierten.[17]

De las tres maneras como clasificamos a las personas, los bebés conocen dos —el sexo y la edad— antes de cumplir un año. La tercera es la raza, pero eso lleva ya bastante más tiempo. La raza es un concepto borroso, con fronteras arbitrariamente trazadas. Los niños no pueden decir siempre cuál es la raza de sus compañeros de clase solo con mirarlos (ni tampoco los adultos), y a veces el único modo de estar seguro es preguntar. Pero sobre el sexo nos encontramos en la misma situación.[18]

Arbitraria o no, la clasificación tiene efectos predecibles, y eso es lo que le preocupaba a S. I. Hayakawa. Refiriéndose a sí mismo en tercera persona, Hayakawa expresaba su disgusto por ser clasificado:

El escritor se ha pasado toda la vida, excepto una corta estancia en el extranjero, en Canadá y en Estados Unidos. Habla japonés a trancas y barrancas, con el vocabulario de un niño y acento estadounidense, y ni lo lee ni lo escribe. Sin embargo, como las clasificaciones parecen tener un cierto poder hipnótico sobre algunas personas, a él siempre le califican (o le acusan) de tener una «mente oriental».[19]

CONTRASTE Y ASIMILACIÓN

Lo que le molestaba a Hayakawa no era tanto el hecho de ser clasificado como «oriental» (un término respetable), como el que la gente esperara de él que tuviera todas las características atribuidas a los miembros de esa categoría. Esta es una de las consecuencias de la categorización: nos obliga a considerar que los elementos dentro de una categoría son más parecidos de lo que realmente son. Al mismo tiempo, nos fuerza a ver que los elementos de categorías diferentes son más diferentes de lo que en realidad son.[20]

Los elementos categorizables no necesariamente han de ser personas. Si consideramos, por ejemplo, las dos principales categorías de animales domésticos, el perro y el gato, los «perros» nos hacen pensar en cualidades que la mayor parte de perros comparte y que no poseen los gatos, y viceversa. Nos representamos el perro arquetípico —la lengua colgando, moviendo el rabo, deseando jugar con la pelota— y al gato arquetípico como ordenado y complacido. Si fuéramos a una exhibición canina y viéramos a los foxhounds, caniches, collies, chihuahuas y bull terriers, podríamos apreciar lo mucho que varían en apariencia y temperamento. Pero cuando las categorías son perros y gatos, nosotros vemos a los perros básicamente iguales y en nuestra mente se representan todas aquellas características que los distinguen de los gatos. La tendencia a ver dos categorías yuxtapuestas más distintas de lo que en realidad son es la fuente de lo que los psicólogos sociales llaman grupo de efectos contraste.[21]

Todo lo que se necesita para crear grupos de efectos contraste es dividir a la gente en dos grupos. Los grupos se ven a sí mismos como automáticamente distintos de los otros, con el resultado de que cualquier mínima diferencia entre ellos se volverá mucho mayor. Un caso interesante es cuando los grupos parten de una misma situación, porque no hay entre ellos diferencias con las que empezar, y ellos mismos las crean. Los chicos del campamento de verano de Robbers Cave fueron escogidos para ser lo más parecidos posible, por lo que los Serpientes de cascabel y los Águilas tuvieron que hallar maneras de diferenciarse. Lo hicieron poniendo el énfasis en diferentes aspectos de características que ya llevaron con ellos al campamento: unos antecedentes religiosos compartidos y la tendencia normal de los chicos a hablar de forma obscena entre ellos.

He aquí a los Águilas después de haber ganado el segundo partido de béisbol a los Serpientes de cascabel:

Mientras andaban por el camino, los Águilas hablaban sobre las razones de su victoria. Masón la atribuía a sus plegarias. Myers, asintiendo convencido, opinaba que los Serpientes de cascabel perdieron porque decían tacos todo el rato. Entonces gritó: «Eh, vosotros, chicos, no volváis a decir más palabrotas, y lo digo en serio». Todos los chicos estuvieron de acuerdo con esa línea argumental.[22]

Por lo tanto, los Serpientes de cascabel se convirtieron en el grupo malhablado y los Águilas dejaron de decir palabrotas y se convirtieron en el grupo rezador.[23] Los buenos chicos contra los malos chicos. Y sin embargo, ninguno de esos chicos se había significado por su bondad o por su maldad antes de que comenzara el experimento. Los investigadores querían, y habían hechos considerables esfuerzos por conseguirlos, veintidós chicos perfectamente normales.

La categorización provoca un incremento de las diferencias entre los grupos humanos, pero una reducción dentro de cada grupo en particular. La tendencia de los miembros del grupo a parecerse cada vez más es llamada asimilación. Los grupos humanos piden una cierta cantidad de conformidad. Esto es especialmente cierto cuando un grupo contrastado está en la vecindad, y especialmente cierto respecto de las características en la que ambos grupos difieren (o creen ellos mismos que difieren). En el campamento de verano de Robbers Cave, a los Serpientes de cascabel les gustaba pensar en sí mismos como tíos duros, no como mariquitas. A un Águila le estaba permitido (por compañeros Águilas) llorar si se torcía un tobillo o le sangraba una rodilla; pero de un Serpiente de cascabel se esperaba (sus compañeros lo esperaban) que soportara el dolor estoicamente. Los grupos de niños usan distintos métodos, a menudo bastante crueles, para reforzar sus reglas de conducta tácitas. Aquellos que no se avengan a ellas, o que sean distintos, de cualquier forma que sea, pueden ser excluidos o convertirse en el blanco de las burlas de los demás. «El clavo que golpea hacia arriba, será bajado a martillazos», dicen en Japón. Tendemos a pensar en la adolescencia cuando oímos la expresión «presión de los compañeros», pero la presión niveladora es mucho más intensa en la infancia. Hacia los diez años rara vez es necesario castigar al inconformista. Los adolescentes no se sienten presionados para nivelarse, ellos se sienten empujados, por deseo propio, a formar parte del grupo.[24]

Una famosa serie de experimentos sobre la conformidad con el grupo fue llevada a cabo a comienzos de los años cincuenta por el psicólogo social Solomon Asch utilizando a estudiantes universitarios como sujetos.[25] Un experimento típico comenzó con ocho jóvenes que se presentaron en el laboratorio, supuestamente para tomar parte en un estudio sobre juicios de percepción. Solo uno de los ocho era, de hecho, un sujeto; sin embargo, los otros estaban confabulados con el investigador, entrenados para representar un papel. Su papel consistía en sentarse alrededor de una mesa junto con el conejillo de indias —con el sujeto, quiero decir— y emitir juicios de percepción incorrectos con la más seria de las caras. Se les había pedido que no mostraran señales de diversión o sorpresa cuando los juicios del sujeto difirieran de los que a ellos se les había dicho que dijeran.

No todos los sujetos cedieron a su deseo de ajustarse al grupo; en efecto, la mayoría continuó dando respuestas correctas incluso cuando los otros siete estaban unidos contra él. El objetivo de esos experimentos no era demostrar que la gente puede derrumbarse bajo la amenaza de una humillación pública, sino mostrar que una persona pondrá antes en cuestión su propia opinión que la opinión unánime de sus compañeros. El sujeto no acusó a los otros de mentir o de conspirar contra él (aunque de hecho eso es lo que estaban haciendo). No pensó que hubiera algo equivocado con los otros jóvenes, sino que se trataba de él. «Empecé a dudar de que mi visión fuera la correcta» era un comentario típico.

DENTRO DEL GRUPO

Todos esos comentarios acerca de la conformidad con el grupo no significan que los grupos humanos estén formados por un puñado de clones. Ya dije en el capítulo anterior que una familia de clones sería imposible que ganara el premio al superviviente más apto; y lo mismo vale para un grupo de clones. Como las familias, los grupos están en mejor situación si sus miembros pueden ocupar una gran variedad de espacios. Deben ayudarse mutuamente en los momentos en que no pueden defenderse por separado, pero cuando no existe una amenaza externa cada uno debería ser capaz de contribuir al grupo a su manera. No todo el mundo en un grupo puede ser el líder. Así es, tener más de un líder puede provocar que el grupo se divida y se convierta en una presa fácil si en la casa de al lado hay un grupo mayor conducido por un único líder fuerte. En consecuencia, está dentro de la naturaleza de los grupos humanos, cuando no están dedicados a hostigarse mutuamente, hacer dentro del grupo un trabajo de un tipo llamado diferenciación. La diferenciación fue uno de los dos procesos —el otro es la asimilación— que los investigadores de Robbers Cave estudiaron durante la fase 1.

Una de las maneras como los grupos se diferencian a sí mismos es a través de las luchas entre los miembros individuales para conseguir dominio o adquirir poder social. La jerarquía dominante, u «orden del picotazo», se halla también entre los grupos de monos; pero me extenderé más sobre el particular en el próximo capítulo. La otra clase de diferenciación es peculiarmente humana. Se halla encerrada en esta cita de un libro de texto sobre psicología del desarrollo, de 1957:

La pandilla se hace rápidamente con una idiosincrasia de la apariencia, los modales, las habilidades o lo que sea, y a partir de ahí se trata a los niños según esos rasgos. El estereotipo gracias al cual la pandilla identifica al niño se expresa muy a menudo en los apodos: «huesudo», «tonelete», «cuatro ojos», «canelo», «profesor», «cojitranco».[26]

No había toneletes, cuatro ojos o cojitrancos entre los chicos de Robbers Cave, pero durante la semana anterior al contacto entre los grupos, los chicos ya habían empezado a hacerse un hueco propio. Uno de ellos, siempre disponible en cualquier grupo de chicos, y que siempre se acaba llenando, es el del papel de payaso. Los Serpientes de cascabel tenían un payaso llamado Mills:

Tras los partidos de béisbol, todos los miembros estuvieron de acuerdo en aceptar las decisiones del resto del grupo sobre los juegos, excepto Mills, que se apartó de una decisión en su propio beneficio. Durante el período de descanso Mills empezó a lanzar piñas y acabó subido a un árbol, mientras sus compañeros se las lanzaban a él y él gritaba: «¿Dónde están mis camaradas?». Un chico le respondió: «¡Mira nuestro líder!». (El papel de payaso solía convertirle en el centro de la atención general.)[27]

A otro Serpiente de cascabel, Myers, se le acabó pegando la etiqueta de exhibicionista porque fue el primero en nadar desnudo, un acto audaz que le sirvió para granjearse el apodo de «nudista».

¿QUÉ ES UN GRUPO?

Seguro que te has dado cuenta de que he dicho muchas cosas sobre los grupos sin que aún haya dicho qué es exactamente un grupo. Eso se debe a que la definición depende de la perspectiva teórica de quien lo defina. Yo me sumaré a una perspectiva teórica particular al definir el grupo como una categoría social, una casilla con gente dentro. A menudo, una categoría social lleva una etiqueta —japonés-estadounidense, serpiente de cascabel, mujer, niño, demócrata, licenciado, doctor—, pero no tiene por qué, porque una categoría se define con un concepto y este puede existir sin su etiqueta correspondiente. Esta definición sirve también para grupos animales. Si una paloma puede tener un concepto de una vaca, también puede tener un concepto de su grupo.

Los grupos pueden ser grandes o pequeños, pero por lo general tienen más de dos individuos. Normalmente, a dos personas no se las denomina grupo; el término técnico para dos personas es diada, como en «relación diádica». Por decirlo en términos coloquiales: dos es compañía, tres es multitud.

Los grupos humanos pueden producirse de muy variadas formas. Un investigador puede decirle a un niño que es un sobrestimador, e inmediatamente él se identificará con un grupo anónimo de gente llamado «sobrestimadores». Cinco personas se quedan encerradas en un ascensor. Si son rescatadas en un plazo de cinco minutos, son simplemente cinco personas; pero si pasa media hora se convierten en un grupo. Compartir el destino —en el sentido de «todos estamos metidos en esto»— es uno de los factores que crea grupalidad. Se ha de advertir que el grupo del ascensor no tiene nombre —las categorías sociales dependen de los conceptos, no de las etiquetas—, y adviértase también que la gente del ascensor no se comporta toda igual. Los ascensores parados también tienen el payaso de turno.

Uno de los grupos básicos y duraderos es la familia. En las sociedades tribales, cuando los pueblos se dividen y los dos grupos se hacen la guerra, las familias casi siempre se mantienen unidas, y las personas que tienen parientes en ambos lados se sienten desgarradas y reacias a luchar.[28] Una de las maneras como los pequeños grupos pueden fusionarse en grupos mayores es estableciendo alianzas familiares. Si el jefe de un pueblo da su hija en matrimonio al jefe de otro pueblo, entonces sus hijos tendrán abuelos en ambos lados. A veces ya es suficiente para evitar una guerra. Piensa en esto: si Romeo y Julieta hubieran vivido y hubieran tenido un hijo, los Montescos y los Capuletos podrían haberse reunido pacíficamente en el bautizo. Pero también podrían no haberlo hecho, claro.

Cuando los grupos se escinden, lo hacen en familias. En noviembre de 1846, una caravana guiada por un granjero llamado George Donner se quedó atrapada en un paso montañoso nevado en California. El grupo Donner, como se le acabó llamando, se quedó pronto sin comida. De las ochenta y siete personas que partieron, cuarenta murieron ese invierno o fueron asesinadas, y algunos de los cuerpos sirvieron de comida a los otros miembros del grupo. La tasa de mortalidad entre las mujeres era la mitad que entre los hombres, pero no fue el sentido caballeresco lo que las salvó: no había ninguna regla al estilo de «las mujeres y los niños primero» en el paso Donner. Lo que salvó a las mujeres fue el hecho de que todas ellas pertenecían a grupos familiares, mientras que muchos de los hombres eran solteros. De los dieciséis hombres sin compromiso que había en el grupo Donner —la mayoría de ellos saludables y en la flor de la vida— solo sobrevivieron tres. Según el biólogo evolucionista Jared Diamond: «El grupo Donner dejó claramente sentado que los miembros de la familia permanecen juntos y se ayudan unos a otros a expensas de los demás». Algunos de ellos sobrevivieron recurriendo al canibalismo, pero no comieron la carne de sus hermanas, hermanos, hijos, padres, maridos o esposas.[*]

TODO ESTÁ EN TU CABEZA

Los fenómenos básicos en las relaciones de grupo que hemos tocado en este capítulo —preferencia por el grupo de uno, hostilidad hacia el otro grupo, efectos contraste entre grupos y asimilación y diferenciación dentro del grupo— son tan evidentes, tan fáciles de demostrar en el laboratorio o mediante la observación del natural, que los psicólogos sociales pronto se vieron con poco trabajo por hacer, excepto barrer las migas. Fue el éxito de la psicología social, no su fracaso, lo que condujo a la decadencia de ese campo de estudio tras las brillantes investigaciones llevadas a cabo en los años cincuenta.

Vale, esa no fue la única razón para la decadencia de la psicología social. La otra razón fue la popularidad del conductismo de Skinner. En el departamento de psicología donde yo me licencié antes de que me expulsaran en 1961 (ver el prólogo), B. F. Skinner era el profesor más destacado, y la mayoría de los estudiantes graduados allí eran discípulos suyos. Allí no existía la psicología social, sino en un departamento llamado «Relaciones sociales». Nosotros, que estábamos en el auténtico departamento de psicología nos burlábamos despectivamente de los bobos de sociales.

Me ha costado treinta y tres años darme cuenta, pero mis compañeros y yo hacíamos muy mal al despreciarlos de aquel modo. La idea de Skinner era que él podía explicar la conducta observando la historia de refuerzos —las recompensas recibidas o no recibidas— del organismo individual. Él los llamaba «organismos» porque no veía diferencias importantes entre las especies: todas bailaban al mismo compás. El problema (y debería decir un problema) con un acercamiento semejante es que no puedes explicar la conducta de los individuos contemplándolos de forma aislada si se da el caso de que pertenecen a especies que han estado concebidas por la evolución para vivir en grupos. Los estudiantes de Skinner estudiaban cómo se comportan las palomas si las metes en una caja, les das un botón sobre el que picotear y les das unos pocos granos de maíz cuando picotean el botón. Pero las palomas no han sido creadas para vivir solas en cajas, sino en la compañía de otras palomas.

Algunos ornitólogos de Arizona cometieron el mismo error. Criaron ochenta y ocho loros de pico grueso, miembros de una especie en peligro de extinción, y los soltaron en un bosque de pinos donde se habían criado una vez. Murieron o desaparecieron todos los pájaros. En la vida salvaje, esos loros forman una bandada, pero los criados en cautividad no muestran el menor interés en buscar la compañía de sus iguales. Un pájaro solitario se convierte rápidamente en presa fácil para los halcones, y eso es lo que aparentemente les ocurrió a los loros de pico grueso criados en cautividad.[29]

Hoy, los skinnerianos están desapareciendo, como los loros de pico grueso, mientras que los psicólogos sociales proliferan como las palomas. Pero la psicología social ha cambiado: tiene mucho menos que ver con el comportamiento que con lo que ocurre en el interior de la mente. Los datos fundamentales ya han sido recogidos; y ahora lo que se necesita es el marco teórico en el que encuadrarlos. Elaborar teorías sobre las relaciones de grupo y argumentar su validez tiene ocupados, a día de hoy, a muchos psicólogos sociales.

He aquí algunas de las preguntas que esas teorías están destinadas a contestar: ¿Qué incita a la gente a favorecer a su propio grupo y a sentir hostilidad, al menos durante cierto tiempo, hacia otros grupos? ¿Qué les motiva para parecerse a sus compañeros de grupo, incluso aunque no haya ninguna presión uniformizadora, y para diferenciarse de los miembros de otros grupos? ¿Qué les motiva para distinguirse de sus compañeros de grupo, abrirse su propio espacio y luchar por el éxito individual y el reconocimiento? ¿Qué determina cuál de estos dos procesos contradictorios, asimilación y diferenciación, haya de prevalecer? ¿Y cómo decide la gente a qué grupo pertenece cuando tienen más de una opción? ¿Qué hizo que Mary Breen, una de las supervivientes del invierno en el paso Donner, pensara en sí misma más como miembro de la familia Breen que como miembro del grupo Donner?

La conducta grupal humana es muy compleja. Las personas en nuestra sociedad se identifican a sí mismas —autoclasificación, lo llama el psicólogo social australiano John Türner— con grupos muy distintos.[30] La descendiente en cuarta generación de Mary Breen podría clasificarse a sí misma, dependiendo de las circunstancias, como «una mujer», «una californiana», «una estadounidense», «una demócrata», «una estudiante en Berkeley», «una estudiante de la promoción de 2002» o como «miembro de la familia Breen». Los otros miembros de esos grupos no le han de parecer familiares; de hecho ni siquiera tiene que saber quiénes son. Ella puede cambiarse de un grupo a otro, dentro de su mente, sin moverse un centímetro; no tiene que trasladarse a Kahama para convertirse en una kahaman. Todas estas cosas hacen que la conducta de un grupo humano parezca muy distinta de la conducta grupal de animales no humanos. Hasta donde yo sé, ninguno lo ha intentado; pero parece bastante difícil evocar el sentimiento de grupo en un chimpancé susurrándole al oído: «Eres un sobrestimador».

Con todo, la conducta grupal humana es claramente algo que hemos heredado de nuestros ancestros primates. Como los loros de pico grueso, nosotros no estamos concebidos para vivir solos.

Las teorías sobre las relaciones grupales elaboradas por los psicólogos sociales son teorías acerca de lo que ocurre en el interior de la mente humana. Skinner se equivocó al asumir que la conducta humana puede ser explicada con los mismos mecanismos elementales que él usaba para explicar la conducta de las ratas y las palomas. Creo que los modernos psicólogos sociales cometen el error opuesto: construyen teorías de la conducta de grupo que no pueden ser aplicadas a los animales, incluso aunque muchas de esas mismas conductas se observen en los grupos animales. La teoría de John Turner, por ejemplo, dice que la razón por la que preferimos nuestro propio grupo y denigramos a otros es porque nos sentimos motivados a incrementar nuestra autoestima.[31] Pensar que nuestro propio grupo es mejor aumenta nuestra autoestima. Incluso si estás deseando admitir que el chimpancé tiene un deseo de autoestima, parece un motivo demasiado fútil para explicar el inmenso poder de la conducta grupal. ¡La gente mata y muere por sus grupos! Yo no creo que las emociones desatadas y la conducta bélica de los niños de once años en el campamento de verano de Robbers Cave estuvieran orientadas por un deseo de autoestima. Como elemento motivador, no es ni siquiera lo suficientemente fuerte como para que un niño de once años haga sus deberes.

Las motivaciones poderosas son aquellas que tienen que ver con la supervivencia o con la reproducción. Durante muchos millones de años (bastante antes de que nuestra propia especie hiciera su aparición en escena), los primates han vivido en grupos. Durante todo ese tiempo —excepto una pequeñísima parte de él— la supervivencia del individuo ha dependido de la supervivencia del grupo, y los miembros del grupo eran parientes cercanos. Un deseo de morir por otros que llevan tus genes tiene sentido en términos evolutivos. Muchos animales hacen cosas que parecen autosacrificios —los graznidos de un pájaro para alertar a sus compañeros, aunque ese aviso lo convierta en presa fácil de un depredador—, porque incluso aunque mueran, sus hermanos, hermanas, padres o hijos pueden salvarse. Los individuos pueden desaparecer, pero los genes que comparten con sus familiares se salvan y se transmiten.[32]

En un grupo humano de cazadores recolectores todo el mundo estaba relacionado entre sí, consanguíneamente o por matrimonio. Los grupos humanos ya han dejado de estar formados por personas relacionadas unas con otras, pero el motivador que potencia la conducta de grupo no parece haberse enterado. Bajo las florituras proporcionadas por nuestras recientemente adquiridas habilidades cognitivas hay raíces evolutivas muy profundas. El poder emocional de la grupalidad viene de una larga historia evolutiva en la que el grupo era nuestra única esperanza de supervivencia, además de que sus miembros eran nuestras hermanas, hermanos, hijos, padres, maridos o esposas.

RECONOCER A NUESTROS PARIENTES

Muchas clases de animales son capaces de lo que los biólogos llaman reconocimiento del parentesco. Esa capacidad les permite saber con qué miembros de su especie han de ser agradables o desagradables. Una avispa polistes, por ejemplo, decide mediante el olfato si otra polistes que busca ser admitida en el panal es una de las nuestras o de ellas. Si la recién llegada huele como nosotras, se le permite entrar. Las salamandras tigre pueden reconocer a sus propios hermanos, también a partir del olfato. Si las crías entre ejemplares que no son hermanos a menudo se convierten en caníbales. No les importa comerse a otras salamandras, pero no se comerán a sus propios hermanos y hermanas. El reconocimiento del parentesco a través de los olores se basa en un mecanismo bioquímico similar a aquel mediante el cual tu sistema inmunológico puede distinguir entre «yo» y «no yo».[33]

Los humanos reconocen el parentesco no mediante los olores, sino por la familiaridad. Una hermana o un hermano es alguien que ha crecido contigo. La gente no se casa con sus hermanos o hermanas, no porque vaya contra la ley, sino porque no quieren. Los israelíes que son criados en un kibbutz, donde los chicos y las chicas crecen juntos, y son tratados como hermanos y hermanas, no se casan unos con otros.[34]

Pero las personas, sin embargo, se sienten atraídas por otras que son parecidas a ellas mismas. Los maridos y las esposas son, por término medio, bastante más parecidos de lo que serían si Cupido lanzara sus flechas al azar. Las maneras como las parejas casadas tienden a parecerse entre sí incluyen la raza, la religión, la clase socioeconómica, el coeficiente intelectual, la educación, las actitudes, los rasgos de personalidad, la altura, la anchura de la nariz y la distancia entre los ojos. Las parejas casadas no se parecen a medida que envejecen, sino que son parecidas desde el primer momento.[35]

Las similitudes también sirven como base para la amistad. Incluso en la guardería, un niño se siente atraído por otros «como yo». En la primaria, los niños que son buenos amigos es probable que sean de la misma edad, el mismo sexo y raza, y que compartan los mismos intereses y valores.

Creo que la tendencia a sentirse atraído por personas que son parecidas a uno mismo tiene sus orígenes remotos en el reconocimiento del parentesco. Si fueras un cazador-recolector, alguien que se pareciera a ti y hablara tu misma lengua es más probable que fuera un miembro de tu grupo, posiblemente un pariente, que alguien que no se te pareciera y hablara una lengua que no pudieras comprender. Si tú eres un norteamericano educado, sabes que confiarás en alguien que se parezca a ti, que hable como tú y que piense como tú.[36]

Se desconfía instintivamente del extraño, tanto las crías humanas como las de la avispa polistes, porque quizá no sea portador de algo bueno. Si es un caníbal —el canibalismo se da en muchas especies, incluida la nuestra—, puede comerte, porque tú no eres su pariente. La primera reacción frente a un extraño, o frente a uno que se comporta extrañamente, es el miedo. El miedo se convierte en hostilidad porque tener miedo no es algo agradable. ¿Te acuerdas del chimpancé aquejado de polio que se arrastró a sí mismo de regreso hacia su grupo? Sus compañeros reaccionaron al principio con miedo y después airadamente: le atacaron. ¡Maldito seas por darnos semejante susto![37]

No necesitamos una explicación cognitiva especial de la hostilidad hacia otros grupos. La evolución proporciona una y sirve tanto para los animales como para las personas. El efecto de contraste grupal, que exagera las diferencias entre grupos, o las crea si no existen, no se halla (hasta donde yo sé) en los animales, pero es una consecuencia directa de la tendencia humana y animal a sentir hostilidad hacia otros grupos. Si algunos no te gustan y les temes, estás motivado para ser tan diferente de ellos como te sea posible. Los humanos —como criaturas adaptables que son— son bastante ingeniosos a la hora de encontrar maneras de distinguirse de los miembros de otros grupos.

CÓMO Y POR QUÉ NOS CLASIFICAMOS A NOSOTROS MISMOS

En el mundo moderno la afiliación al grupo aún implica el tipo de respuesta «son como yo, yo soy como ellos», es decir, la percepción de que, de algún modo, eres semejante a otras personas del grupo, que tú y ellos tenéis algo en común. Y eso que tenéis en común puede ser casi nada: vivir en el mismo estado, votar al mismo partido en las últimas elecciones, ser de la misma edad o del mismo sexo, ir a un campamento en el mismo autobús o quedarte encerrado en el mismo ascensor.

Las categorías sociales anidan unas dentro de otras como las capas de una cebolla, o se superponen, como una fuente de anillas de cebolla frita. El número de opciones que tiene una persona en nuestra moderna sociedad compleja es inconcebible. Antes ya dije que la descendiente en cuarta generación de Mary Breen podía clasificarse a sí misma como «californiana», «estadounidense», «demócrata», «mujer», «estudiante en Berkeley», «miembro de la promoción de 2002» o «miembro de la familia Breen». Sin embargo, otra alternativa abierta es la posibilidad de no clasificarse como nada de lo anterior, sino solamente como «yo, una persona única».[38] De las muchas autoclasificaciones a disposición de Mary VI, ¿cuál escogería? ¿Cuál dirigirá sus pensamientos, sentimientos y acciones? Me temo que ahora necesitamos volver la vista a los psicólogos sociales y sus teorías cognitivas especiales.

La aproximación teórica que más ha influido en mi propio pensamiento es la del psicólogo social australiano John Turner, a quien ya he mencionado con anterioridad en este capítulo. Turner estudió con Henri Tajfel, el inventor de los sobrestimadores y los subestimadores, y su teoría está basada en un trabajo teórico primerizo de Tajfel.

Lo que me gusta de la teoría de Turner es lo que tiene que ver con la autoclasificación. Turner dice que podemos clasificarnos a nosotros mismos de formas muy distintas y en una gran variedad de niveles, desde el «yo, una persona única», hasta categorías tan grandes como «un estadounidense» o incluso «un ser humano». La autoclasificación puede variar según los momentos: depende enormemente del contexto social, de dónde estamos y quién está con nosotros. Lo que nos empuja a autoclasificarnos de una manera y no de otra es la relativa importancia, en un momento dado, de varias categorías sociales.

Lo importante, lo preeminente, lo conspicuo, etc., es la cualidad que destaca en las cosas que nos llaman la atención. Pero se trata de un concepto escurridizo, difícil de definir sin caer en un razonamiento circular, el cual es un peligro siempre presente para los psicólogos académicos. ¿Por qué escogiste determinada autoclasificación? Porque era relevante. ¿Cómo sabemos que era relevante? Porque esa es la autoclasificación que escogiste.

Turner logra salir de ese círculo vicioso especificando una condición que convierte a una categoría social en preeminente: cuando una categoría que contraste con ella o que sea comparable esté simultáneamente presente. Así, la categoría social adulto no es importante cuando estás en una habitación llena de adultos; pero en cuanto entran los niños adquiere automáticamente relevancia. La categoría Serpiente de cascabel adquirió relevancia instantánea cuando los Serpientes descubrieron que había otro grupo de muchachos de once años que compartían con ellos los terrenos del campamento. Si ellos hubieran descubierto un grupo de niñas de once años en el otro lado del campamento, la categoría social relevante hubiera sido la de chicos.

Cuando una categoría social particular es relevante y tú te incluyes como miembro de ella, el grupo tiene sobre ti una poderosa influencia; y las semejanzas entre los miembros del grupo tienden a incrementarse; del mismo modo que tienden a ensancharse las diferencias con otros grupos.[39]

John Turner lo llama grupo psicológico; y un viejo término para ello es el de grupo referencial. Se trata del grupo con el que, en un momento dado, te identificas tú mismo. Así lo define Turner:[40]

Un grupo psicológico se define como aquel que es psicológicamente significativo para sus miembros, con el que ellos se relacionan subjetivamente para compararse socialmente y para la adquisición de normas y valores… de los que ellos toman sus reglas, principios y creencias acerca de las conductas y las actitudes apropiadas… y que influye en sus actitudes y su conducta.

Adquisición de normas y valores. Reglas, principios y creencias acerca de la conducta apropiada. Que influye en sus actitudes y conducta. ¡Pero eso se supone que es lo que las familias han de hacer con sus niños! ¡Esa es una descripción de la socialización!

A veces las familias socializan a sus hijos. Pero usualmente no lo hacen, y yo te diré por qué.

FAMILIAS Y OTROS GRUPOS

Dentro de los grupos de monos son frecuentes las disputas, que por lo general se resuelven rápidamente, en la medida que los animales individuales intentan mejorar o defender su posición en la jerarquía de poder. Los miembros del grupo, según observa el estudioso de los primates Frans de Waal, «son simultáneamente amigos y rivales, que se pelean por el alimento o las compañeras, pero sin embargo dependen unos de otros».[41]

Estas luchas dentro del grupo se acaban de repente cuando el grupo es amenazado por un depredador o por otro grupo de monos. Por decirlo en términos humanos, la amenaza exterior ha incrementado la importancia del grupo. La consecuencia —exactamente igual que en los grupos humanos— es que la diferenciación (en este caso la lucha por el poder) pasa a un segundo plano y el grupo se une para hacerle frente al enemigo común.[42]

Incluso los monos son lo bastante inteligentes como para usar la amenaza del enemigo común como un modo de reducir las tensiones internas del grupo. Frans de Waal ha visto cómo jóvenes babuinos resuelven una disputa amenazando conjuntamente a los miembros de otro grupo de babuinos y de chimpancés en un zoo lanzando gritos agresivos hacia la jaula de los guepardos, aunque no se viera a ninguno de ellos. «La necesidad de un enemigo común puede ser tan poderosa que incluso se fabrica un sustituto —dice De Waal—. Yo he visto a macacos de cola larga correr hacia la piscina para amenazar a sus propias imágenes en el agua: una docena de monos en tensión se unifican contra el “otro” grupo en la piscina».

A falta de un enemigo común, o de un objetivo común que puede ser conseguido solo si todo el mundo colaborarlos grupos tienden a dividirse en una colección de individuos o de grupos más reducidos. Cada una de las personas atrapadas en el ascensor se comporta de modo distinto, compitiendo por el liderazgo y adoptando papeles como el pesimista o el gracioso del grupo.

Al margen del grupo Donner, no había más gente en el paso Donner aquel invierno. Si se hubieran encontrado con otro grupo de pioneros o con una tribu hostil de indios americanos, se hubieran unido a ellos. La categoría social «grupo Donner» tenía poca relevancia porque la categorización requiere más de una categoría: se necesita un ellos, para crear un nosotros. Así pues, el grupo se dividió en familias. Si el clima no hubiera sido tan adverso y no hubieran estado todos tan hambrientos, el grupo Donner podría haberse dividido de un modo distinto: adultos y niños.

No hubo un grupo de niños que jugara en el paso Donner, pero eso se debió a que las circunstancias eran excepcionales. Normalmente, cuando los grupos o las familias se unen, los niños se buscan unos a otros fuera de los grupos. A veces la familia vuelve a dividirse —esto sucede en las sociedades cazadoras-recolectoras, cuando se disparan las tensiones internas o cuando la escasez de recursos hace difícil que los grandes grupos encuentren comida— y eso resulta duro para los niños. Los adultos son quienes toman la decisión de dividirse, no los niños. El etólogo Irenäus Eibl-Eibesfeldt describe cómo un par de hermanos bosquimanos se peleaban entre sí y explicaba que el grupo bosquimano se había dividido por aquel entonces en familias individuales, por lo que «el hermano mayor no podía encontrar una válvula de escape en el grupo de juego de niños en el que él hubiera estado normalmente».[43]

Los pioneros estadounidenses no siempre cruzaban el país en grandes grupos. La familia de Laura Ingalls Wilder, autora de La casa de la pradera, lo hizo sola: solo mamá, papá y sus tres hijas: Mary, Laura y Carrie. ¿Constituía «la familia Wilder» una categoría relevante para Laura? No, porque no había ninguna familia más con ellos. Para Laura, las categorías relevantes eran niñas y padres. Ella fue socializada, forzosamente, por su familia; pero «la familia Wilder» no se convirtió en una categoría relevante hasta que se asentaron en un sitio donde había otras familias.[44]

Dentro de su familia, Laura no aprendió a comportarse como sus padres. Aprendió de ellos cómo hacer muchas cosas, pero también aprendió que no se esperaba de ella que se comportara como sus padres, sino como lo que era, una niña. Las reglas para la conducta de los niños, por cierto, eran bastante diferentes de las de los mayores. Los libros de La casa de la pradera, que no se parecen en nada a la serie de televisión, proporcionan una vivida prueba de cómo los estilos de la paternidad cambian con el tiempo y de cómo diferentes estilos de paternidad pueden producir resultados igualmente satisfactorios.

El mundo en el que creció Laura Ingalls —el descrito en los libros, no en la serie de televisión— era diferente del nuestro en muchos aspectos. Pero las casas en las que vivimos hoy tienen una cosa en común con la pequeña casa aislada de la pradera: son un espacio privado, íntimo. En la intimidad de las casas modernas, la familia no es una categoría social relevante, porque es la única familia allí.

Cuando las personas se clasifican a sí mismas, siempre se ponen en casillas en las que están con otras personas como ellas, o sea, personas a las que perciben como iguales a ellas. Los niños no perciben a los adultos como iguales, no si hay otros niños cerca para hacer una distinción clara. Para un niño, un adulto puede ser también miembro de otra especie. Los adultos lo saben todo y pueden hacer todo lo que quieran. Sus cuerpos son enormemente grandes, fuertes y peludos, y se hinchan por extraños lugares. Aunque los adultos pueden correr, casi siempre se les ve sentados o de pie. Aunque pueden llorar, rara vez lo hacen. Son enteramente criaturas distintas.

A los niños modernos se les proporciona —por la ley de la escolaridad universal obligatoria— un grupo ya hecho de personas «como ellos»: sus compañeros de clase. Ellos se relacionan con sus familias solo cuando están en casa, y cuando están en casa la familia no es relevante porque es la única que hay. Cuando están en casa, las familias grandes se dividen entre niños y adultos, y las familias pequeñas se dividen en individualidades, cada una de las cuales busca el reconocimiento y un espacio propio.

Como el niño en el grupo de juegos de los cazadores-recolectores, los niños de las sociedades desarrolladas se socializan en grupos de niños. Ese es el grupo al que ellos ven como «psicológicamente significativo» para ellos, con el que ellos «se relacionan subjetivamente», y del que «extraen las reglas, principios y creencias acerca de las actitudes y la conducta apropiadas», como decía Turner.[45]

Yo llamo a mi teoría, por mor de un nombre mejor, «teoría de la socialización grupal». Pero, sin embargo, no todo tiene que ver con la socialización, sino también con el modo como las personalidades de los niños se moldean y cambian por las experiencias que tienen mientras crecen. Eso es lo que yo ofrezco en lugar de la concepción tradicional de la crianza y educación de los hijos. Te hablaré de ello en el próximo capítulo.

Einstein dijo una vez que la principal motivación para elaborar nuevas teorías es un «impulso hacia la unificación y la simplificación».[46] Hay teorías simples, unificadas, en psicología: la de Skinner es un perfecto ejemplo. Me temo que mi teoría, sin embargo, no es así. La mente del niño es demasiado compleja; no puede ser reducida al lecho de Procrusto de una simple teoría. Espero que juzgues mi teoría, no sobre la base de su simplicidad o la falta de ella, sino por su habilidad para explicar cosas que la concepción tradicional de que venimos hablando no puede explicar en modo alguno.