6
Naturaleza humana

La palabra naturaleza, cuando se la contrasta con crianza, tiene dos significados perfectamente distinguibles. El primero se usa cuando la pregunta que se formula es: ¿Por qué varía la gente? Si, por ejemplo, un chico tiene un vocabulario mayor y tiene más facilidad verbal que otros niños de su edad, podemos preguntarnos si su habilidad verbal superior es debida a su «naturaleza» o a su «crianza»: ¿la heredó de su padre, creador de crucigramas, y de su madre, profesora de Lengua; o es consecuencia de haber crecido en un entorno verbalmente estimulante?

El segundo significado tiene que ver con las semejanzas entre nosotros: ¿Por qué somos las personas tan iguales? Por ejemplo, todos los niños que nacen con un cerebro normal —y muchos que no— aprenden a comunicarse a través del lenguaje. Podemos preguntar si esta propensión a adquirir el lenguaje es debida a la «naturaleza» o a la «crianza»: ¿se trata de un signo distintivo de nuestra especie o es el resultado de las experiencias que los niños normales invariablemente tienen mientras se desarrollan?

Hoy en día, «naturaleza y crianza» se usan para señalar las diferencias entre nosotros. Pero en los primeros tiempos de la psicología del desarrollo, la atención se centraba preferentemente en las semejanzas. Hacia 1930, los psicólogos del desarrollo no solían hacer distinciones precisas entre el entorno de un niño y el de otro, y usaban esas distinciones para explicar por qué el primero se diferenciaba del segundo. Estaban interesados en estudiar los universales del desarrollo humano, tales como la adquisición del lenguaje. Si los humanos jóvenes adquieren un lenguaje y los monos no (esto fue bastante antes de que se le ocurriera a nadie intentar enseñar a un mono el lenguaje de signos), ¿ello se debe a que el lenguaje es parte de la naturaleza humana, pero no de la del mono? ¿O se debe a que los hombres crecen en un entorno humano y los monos en un entorno de primates?

Lo que los primeros estudiosos del desarrollo querían saber era si los niños adquirirían las habilidades que consideramos característicamente humanas si no fueran criados en un entorno humano. Pero incluso en aquellos tiempos, cuando los investigadores podían hacer experimentos por los que hoy serían despedidos antes de que sus labios pudieran llegar a pronunciar la palabra «posesión», no era fácil conseguir una docena de niños saludables con los que poder experimentar.[*] En consecuencia, Winthrop Kellogg, un profesor de psicología de la Universidad de Indiana, se inventó un experimento más modesto: propuso criar un mono en un entorno humano. Con la cooperación de su esposa Luella, criaría a un niño y a un chimpancé juntos, tratándolos a los dos como niños, para ver si un chimpancé, criado bajo ciertas condiciones, sería capaz de desarrollar habilidades humanas.

El experimento y los resultados figuran en un libro publicado en 1933, The Ape and the Child. El nombre de Luella figura inmediatamente después del de su marido en la portada del libro. Pero el profesor de psicología era Winthrop, y gracias a él se hizo el experimento. Lo que no me explico es cómo pudo convencer a Luella para prestarse al experimento. Me pregunto si sabía en lo que se metía. ¿Se dio cuenta de que Gua, el chimpancé, no sería el único sujeto del experimento, que el otro sería su propio hijo Donald?

DONALD DE LOS MONOS

Donald tenía diez meses y Gua siete y medio cuando esta vino a vivir con los Kellogg en 1931. Desde el primer momento fue tratada como un bebé humano, es decir, del modo como se trataba a los bebés en los años treinta. Los Kellogg la vistieron y le pusieron los zapatos rígidos que llevaban los bebés en aquellos días. No fue enjaulada ni atada, lo que significaba que había que vigilarla a cada instante excepto cuando estaba dormida (pero lo mismo servía para Donald). Se le enseñó a usar el orinal. Se le cepillaron los dientes. Comía lo mismo que Donald y tenía los mismos baberos y pijamas. Hay una fotografía en el álbum de los Kellogg en la que Donald y Gua están sentados juntos, y vestidos con pijamas con peúcos. Donald tiene el ceño fruncido; los labios de Gua están curvados hacia arriba en lo que parece una tímida sonrisa. Están cogidos de la mano.[1]

Al margen de la diferencia de carácter recogida en esa foto reveladora, los dos constituían una pareja bien avenida. Los chimpancés se desarrollan más rápidamente que los humanos en la infancia, pero Donald tenía dos años y medio más y eso ayudó a equilibrar las cosas. Jugaban juntos como hermanos, se perseguían el uno al otro por entre los muebles, riendo y chillando. Donald tenía un andador, grande y pesado, y uno de sus deportes favoritos, según sus padres, era «lanzarse sobre la mona con ese camión de gran tonelaje y reírse mientras ella intentaba escaparse de ser arrollada, muy a menudo sin éxito». Pero Gua no le guardaba rencor y disfrutaba con ese juego de atropellos. En efecto, los dos se llevaban mejor que la mayoría de los hermanos. Si uno de los dos lloraba, el otro lo consolaba con golpecitos en la espalda. Si Gua se levantaba antes que Donald de la siesta, «era difícil apartarlo de la puerta de la habitación del niño».

Gua era más divertida que un barril lleno de Donalds.[2] Cuando los Kellogg le hacían cosquillas o la columpiaban, se reía como un bebé humano. Si hacían lo mismo con Donald, este se ponía a llorar. Gua era más expresiva y afectuosa (demostraba su afecto con abrazos y con besos) y cooperaba más. Mientras se la vestía, la mona —pero no el chico— metía los brazos por las mangas e inclinaba la cabeza para dejar que le colocaran el babero. Si hacía algo malo y se le regañaba por ello, emitía unos gritos de queja, como disculpándose, y se arrojaba a los brazos de quien la regañaba, ofreciendo un «beso de reconciliación», y emitía un suspiro de alivio cuando se le aceptaba.

Al afrontar los desafíos de la vida civilizada, Gua a menudo lo captaba mejor que el imperturbable Donald. Iba más adelantada en lo de obedecer órdenes, aprender a comer con una cuchara y dar una señal de aviso cuando necesitaba usar el orinal (desafortunadamente, sin embargo, su entrenamiento para controlar sus necesidades nunca llegó a ser completamente fiable). La mona igualaba o superaba al niño en la mayoría de las pruebas que el doctor Kellogg se inventaba: era tan apta como Donald para discurrir cómo usar un utensilio en forma de azada para atraer una manzana hacia ella, y aprendió más rápidamente a usar una silla para alcanzar una galleta suspendida del techo. Cuando se desplazó la silla a un nuevo punto de partida, de tal modo que había que empujarla para alcanzar la galleta, Donald continuó empujándola en la misma dirección que antes, mientras que Gua mantuvo la vista en la galleta y reclamó el premio.

Hubo una cosa, sin embargo, en la que el niño era claramente superior: Donald era un mejor imitador. ¿Te sorprende? Según Frans de Waal, un alemán estudioso de los primates, que se ha pasado varios años observando a los chimpancés y a sus visitantes humanos en el zoo de Holanda, «Al contrario de lo que se cree, los humanos imitan más a los monos que al revés».[3]

Este era claramente el caso de Donald y Gua. «Era casi siempre Gua, en efecto, quien organizaba la búsqueda de nuevos juguetes con los que jugar y de nuevos juegos, mientras que el niño estaba inclinado a adoptar el papel de imitador o seguidor». Así, Donald adquirió el molesto hábito de Gua de morder la pared. También hizo suya buena parte del lenguaje del chimpancé, como el grito para la comida, por ejemplo. ¿Cómo se sentiría Luella Kellogg, me pregunto, cuando su hijo de catorce meses corriera hacia ella con una naranja en las manos y gruñendo «uhuh, uhuh, uhuh»?

Por término medio el niño norteamericano puede producir más de cincuenta palabras a los diecinueve meses, y está empezando a unirlas para formar frases.[4] A los diecinueve meses, Donald solo podía decir tres palabras en inglés.[*] En ese momento se acabó el experimento y Gua fue devuelta al zoo.

Los Kellogg habían intentado entrenar a un mono como si fuera un ser humano. En vez de eso, parecía que Gua estaba entrenando a su hijo para convertirse en un mono. Su experimento nos dice más acerca de la naturaleza humana que de la de los chimpancés; pero también nos dice que hay muy pocas diferencias destacables entre ambas, al menos en los primeros diecinueve meses de vida. En este capítulo veremos algunas de las diferencias entre la naturaleza humana y la del chimpancé que surgen pasados los diecinueve meses, y también algunas semejanzas que permanecen.

Dije al principio del libro que mi respuesta sobre por qué los niños salen como salen —la teoría que te ofrezco para reemplazar las creencias tradicionales sobre la crianza y educación de los hijos— se basa en una reflexión sobre con qué tipo de mente está equipado el niño, lo cual requiere, a su vez, una breve consideración de la historia de la evolución de las especies. Y ahora es cuando vamos a echarle un vistazo a esa historia. Vamos a hacer un viaje, interesado y de placer, a través de la evolución. De camino expondré algunas reflexiones, bastante más especulativas que cualesquiera otras que aparecen en el libro. Y es que si otros escritores pueden especular sobre la historia de la evolución de nuestras especies, ¿por qué no iba yo a poder hacerlo? Estate tranquilo: mi teoría no se apoya en esas especulaciones.

ADIVINOS

¿Hubiera Donald aprendido a hablar inglés si Gua no hubiese vuelto al zoo? Por supuesto que sí. En el capítulo 4 describí a niños cuyos padres son inmigrantes recientes en Estados Unidos o también sordos profundos. Esos niños no hablan inglés en sus casas: lo adquieren fuera de ella. Lo mismo le hubiera sucedido a Donald. Si él no hubiera aprendido el inglés para comunicarse con sus padres, lo hubiera aprendido para comunicarse con los otros niños del barrio. Cuando su mundo social se hubiera ensanchado para incluir otros compañeros de juegos además de Gua, habría descubierto que en el mundo de fuera de su casa nadie hablaba el chimpancé.

Pero el lenguaje es solo una de las cosas que distinguen a los humanos de los monos. Hay otras diferencias igualmente importantes e interesantes que están comenzando a desarrollarse justo a la edad de diecinueve meses. Durante los últimos años, los psicólogos que han estudiado la capacidad cognitiva de los niños están fascinados por algo a lo que ellos llaman «teoría de la mente».[5]

Según esos investigadores, los niños tienen una teoría de la mente alrededor de los cuatro años de edad. Es decir, saben que tienen una mente y creen que las otras personas también. Sus propias mentes están amuebladas con pensamientos y creencias, y suponen que también las de los otros lo están. También saben que esos pensamientos y creencias no son necesariamente verdaderos, que es posible tener creencias equivocadas. Comprenden, en efecto, que cae dentro de su poder la posibilidad de dar una información errónea a los otros y provocar que estos tengan una creencia equivocada. La comprensión de ese hecho es lo que les capacita, por primera vez, para mentir intencionadamente.

La complejidad de la teoría de la mente continúa avanzando a medida que los niños crecen. Nosotros, los adultos, comprendemos que la conducta de las personas está determinada por sus sentimientos y sus pensamientos acerca de las cosas, antes que por las cosas mismas, y que para predecir qué hará alguien has de saber qué piensa y qué siente. Algunos de nosotros somos verdaderos expertos en imaginar lo que otras personas piensan y sienten, pero incluso a los simples aficionados se les da bastante bien, porque normalmente la gente no hace ningún esfuerzo para ocultar el contenido de su mente a los demás. Así es, suelen hablar de sus pensamientos y de sus sentimientos en todo momento. Una de las cosas que hace el lenguaje es darnos una línea telefónica directa con el cerebro de los demás, convirtiendo en algo muy sencillo imaginarse qué piensan o dejan de pensar. Por otro lado, si alguien desea engañarnos, el lenguaje también les facilita enormemente la labor.

La teoría de la mente, sin embargo, no empieza con las líneas telefónicas. Comienza con las ventanas, esas ventanas del alma que son los ojos. Nuestra habilidad para leer las mentes comienza a desarrollarse en la más temprana infancia, cuando miramos por primera vez a nuestros padres a los ojos. Los bebés comienzan el contacto visual con sus padres cuando tienen unas seis semanas. Un bebé normal puede decir muy pronto —tanto que debe de tratarse de una habilidad innata— cuándo lo está mirando alguien. Lo manifiesta al sonreír cuando su madre lo mira, y girando la cara si ella continúa mirándolo durante mucho rato. El contacto visual prolongado les hace sentirse incómodos a los bebés.

A finales de su primer año de vida, el bebé puede decir también adonde mira alguien cuando no le están mirando a él. El hecho de observar la cara de su madre cuando ella está mirando algún objeto familiar ayuda al bebé a decidir si se acerca al objeto o lo evita. Si ella tiene una expresión de preocupación, lo evitará. Mirar la cara de su madre mientras habla con una persona que no le es familiar ayuda al bebé a decidir si el extraño es una persona amiga o enemiga. Si el extraño mira demasiado intensamente al niño antes de que él haya tenido la oportunidad de hacerse a la idea, el niño probablemente girará la cara. Si en ese momento el extraño intenta cogerlo, es probable que el niño se resista y llore.[6]

Hacia el año y medio, el niño mira a su madre para ver a qué mira cuando ella le dice una palabra; asume que la palabra designa al objeto que ella está mirando. Cuando él señala algo, comprueba si su madre lo mira. Señalar para atraer la atención de otra persona hacia algo es una característica típicamente humana. Los chimpancés que han sido criados en un entorno de primates no lo hacen, e incluso entre los que fueron criados en un entorno humano es raro que se de el caso. Según Herbert Terrace, un psicólogo que ha investigado la habilidad de los jóvenes chimpancés para comunicarse con el lenguaje de signos:[7]

… es destacable la ausencia en la reacción frente a un objeto por parte de los monos niño de ese placer intenso que un niño humano expresa al contemplar un objeto y compartir su percepción del mismo con sus padres… No hay prueba que sugiera que el mono niño busque comunicar, ya sea con otros monos o con su padre humano sustituto, que simplemente se ha percatado de la existencia de un objeto.[8]

A los tres o cuatro años de edad, los niños usan la dirección de la mirada de una persona más la expresión de su cara como indicadores de qué es lo que le pasa a esa persona por la cabeza. Si, por ejemplo, la persona mira hambrienta hacia una barrita de chocolate, el niño de cuatro años deducirá que la persona en cuestión está considerando si comérsela o no. Si tiene una mirada vacía en su cara y no está mirando hacia ninguna parte en particular, un niño de cuatro años dirá que está pensando. Damos tan por supuestas estas habilidades adivinatorias, que hasta hace poco los psicólogos del desarrollo no han reparado en ellas. Y todavía más recientemente se han percatado de que algunos niños no las tienen. Los niños autistas no parecen darse cuenta de que los ojos son las ventanas del alma. En efecto, no parecen darse cuenta de que las otras personas tienen alma. En otras palabras, los niños autistas carecen de una teoría de la mente. El psicólogo británico Simón Baron-Cohen llama a esa carencia «ceguera mental». Eso es lo que convierte a los autistas en verdaderos lisiados sociales.[9]

Annette Karmiloff-Smith, otra psicóloga británica del desarrollo con un apellido con guión, compara el autismo con una rara enfermedad mental llamada síndrome de Williams.[10] Los niños que nacen con ese síndrome tienen un conjunto característico de rasgos faciales y carencias intelectuales. Las narices respingonas y los carrillos hinchados les dan un llamativo aspecto de duendecillos. Pero sus cerebros son un 20% más pequeños que los de los niños normales de su misma edad, y su coeficiente intelectual es bastante inferior. Esos niños no pueden atarse los zapatos, no pueden dibujar ni hacer los cálculos aritméticos más simples. Por otro lado, Karmiloff-Smith y sus colegas informaron de que son niños con gran capacidad verbal y muy amistosos, y que se llevan muy bien con los otros niños. Aunque son retrasados, los niños con síndrome de Williams no carecen de una teoría de la mente. Son sensibles a las emociones de los otros y pueden juzgar las intenciones de los demás mirándoles a la cara y a los ojos. A diferencia de los niños autistas, los niños con síndrome de Williams pueden decir cuándo una persona está bromeando o siendo sarcástica.

Los niños con síndrome de Williams lo tienen y los autistas no: Karmiloff-Smith lo llama un «módulo social», una zona del cerebro especializada en tratar con los estímulos sociales y la conducta social. La razón por la que los autistas tienen tantos problemas con el lenguaje (incluso aunque aprenden a hablar son unos comunicadores muy deficientes) es porque no comprenden que su objetivo consiste en meter los pensamientos en las mentes de otras personas y conseguir que salgan de las mentes de esas otras personas.

LA VIDA EN UN ENTORNO DE PRIMATES

Los chimpancés no son como los autistas, sino que se parecen más a los niños con síndrome de Williams. Gua era muy sensible a las expresiones faciales de sus padres sustitutos y a la dirección de sus miradas. Ella podía cerciorarse primero de si la estaban mirando antes de hacer algo desagradable y dejar de hacerlo si ellos fruncían el ceño. Cualquier animal que se haya adaptado por la evolución a vivir con los otros animales de su clase necesita algún tipo de módulo social. Los chimpancés tienen una vida social que es casi tan compleja como la nuestra.

Observa a los chimpancés en su hábitat natural, como lo hizo la admirable Jane Goodall, y verás —al menos esa será tu primera impresión— un grupo de individuos susceptible de sentir y bien avenido.[11] Los pequeños juegan risueñamente unos con otros; los mayores se rascan unos a otros y charlan ociosamente. Pequeños grupos van y vienen, formándose y reformándose una y otra vez al cambiar los miembros del grupo. Dos individuos que hace rato que no se han visto se saludan con besos y grandes abrazos. Cuando están nerviosos, los chimpancés se estrechan la mano o se dan pequeños golpecitos de apoyo en la espalda. Si uno de ellos se las arregla para cazar un cervatillo o un bebé babuino, los otros rodean al cazador triunfante con las manos estiradas, y cada uno de ellos tiene muchas posibilidades de recibir una ración de los despojos.

Cierto que hay luchas por el poder, pero rara vez son mortales y usualmente acaban cuando el perdedor le pide perdón al ganador y este graciosamente se lo concede. Incluso el sexo suscita sorprendentemente poca animosidad. Las hembras les dicen que sí a casi todos los que se lo piden. Aunque a veces un animal de alto rango puede intentar restringir el acceso a una hembra en particular, no siempre tiene éxito: lo más normal es que todo lo que pueda esperar es ser el primero en recibir sus favores. Goodall ha descrito lo que sucedió en la comunidad de chimpancés que ella estaba observado cuando una hembra muy popular llamada Fio estaba en celo: los machos se turnaban con más empujones que entre los usuarios del metro de Nueva York.[12]

En esas circunstancias, nadie sabe quién es el padre de quién. Los chimpancés machos no desempeñan ningún papel en la crianza de los hijos, pero generalmente tienen una actitud benevolente, aunque distante, hacia los miembros más jóvenes de la comunidad. Las madres, por otro lado, tienen relaciones muy estrechas con sus retoños y esas relaciones pueden durar toda una vida. Las hembras de los chimpancés, como las humanas, varían mucho en sus grados de espíritu maternal, pero la mayoría son madres indulgentes. Las relaciones fraternales también tienden a ser estrechas y duraderas, y si un joven chimpancé pierde a su madre, puede ser adoptado por una hermana mayor, incluso en algunos casos por un macho.

Hay un límite, con todo, para esa actitud de buena convivencia: se extiende solo a los miembros de su propia comunidad. Una comunidad de chimpancés está constituida por una población de entre treinta y cincuenta miembros que habitan en un territorio particular. Aunque la comunidad entera nunca se congrega en un sitio en un momento dado, todos se conocen entre sí (muchos son parientes) y un extraño es inmediatamente reconocido como tal.

Los chimpancés no aceptan a los extraños. Un animal sin filiación o de otra comunidad que tenga la mala suerte de meterse por error en su territorio es probable que sea atacado, excepto que se trate de una hembra en celo. Una hembra que lleve un bebé y que no esté en celo seguramente será atacada, y a su bebé lo matarán y probablemente se lo comerán.

Los chimpancés tampoco aceptan lo extraño. Una epidemia de polio afectó a la comunidad de chimpancés que Goodall observaba y un viejo macho llamado McGregor acabó parcialmente paralizado por la enfermedad. Cuando se reintegró al grupo (tras algunas jornadas solo en el bosque), arrastrando las piernas tras de sí, sus antiguos compañeros no se mostraban muy contentos de volver a verlo. Al principio tenían miedo de él. Después, el miedo se convirtió en hostilidad, y uno de los machos sanos lo atacó, golpeando en la espalda doblada del animal mientras este se encogía de miedo. Cuando otro macho corrió hacia McGregor blandiendo una larga rama, Goodall no pudo soportarlo más y se decidió a intervenir. Aunque los otros chimpancés se habían acostumbrado de hecho a la extraña conducta de McGregor, nunca volvieron a aceptarlo como miembro de pleno derecho, y no fue bien recibido en esa importante función social de la vida de los chimpancés, rascar y ser rascado.[13]

Socialmente, los chimpancés son muy parecidos a nosotros: tienen nuestros defectos y nuestras virtudes. Como los humanos, dividen el mundo en «nosotros» y «ellos». Incluso un animal familiar puede ser atacado si ya no pertenece al «nosotros» y se ha convertido en uno de «ellos». Los ataques más violentos de los que Goodall fue testigo se perpetraron sobre individuos que no eran completamente extraños para los agresores. Las víctimas eran miembros de un nuevo grupo, la comunidad kahaman, que se había separado de una mayor, la comunidad kasakela, después de muchos años de estrecha asociación. Durante un tiempo los individuos de ambas comunidades continuaban relacionándose sobre unas bases amistosas, pero en un momento dado dejaron de hacerlo y empezaron a evitarse unos a otros y, si se encontraban por casualidad (ocupaban territorios contiguos y casi solapados), daban muestras de beligerancia.[14]

Un año después de que los dos grupos hubieran dejado de ser amigos, la comunidad kasakela inició el primero de una serie de ataques contra la comunidad kahaman. Comenzaron cuando una partida de unos ocho chimpancés kasakela se dirigieron hacia la parte sur del territorio de los kahaman, desplazándose rápida y silenciosamente por los árboles (normalmente los chimpancés son muy ruidosos). De repente se encontraron con Godi [un kahaman], que estaba comiendo en un árbol. Bajó y huyó. Humphrey, Jomeo y Figan [todos ellos kasakelan] le pisaban los talones corriendo en columna de a tres, los otros los seguían. Humphrey cogió la pierna de Godi, lo tiró al suelo, se sentó sobre su cabeza y le cogió sus piernas con ambas manos, sujetándolo contra el suelo. Humphrey permaneció en esa posición mientras los otros machos atacaban, por lo que Godi no tenía ninguna posibilidad de escapar o de defenderse.[15]

Después de arrojar una gran roca contra el chimpancé mortalmente herido, los kasakelan se fueron a casa. Nunca se volvió a ver a Godi, y probablemente murió a causa de las heridas.

Del mismo modo, dando toda la impresión de una malicia premeditada, los chimpancés kasakela cazaron uno por uno a los otros kahaman. Las hembras jóvenes y adultas tampoco se salvaron. Solamente las hembras núbiles se salvaron y pasaron a formar parte de la comunidad kasakela. Me acuerdo de la historia de Josué en el Antiguo Testamento. Cuando él y sus tropas asaltaron la ciudad de Jericó mataron a todos los hombres, mujeres y niños, y solo se salvó la prostituta Rahab.[16]

AMOR Y GUERRA

«No hay tal cosa como el instinto de guerrear», dijo Ashley Montagu en 1976. La palabra guerra estaba desacreditada en esa época —a la gente se la exhortaba a hacer el amor en su lugar, como si ambas fueran incompatibles—, pero la palabra que Montagu odiaba realmente era instinto. Ahora, tras un largo período de tiempo en que ha estado pasada de moda, la palabra regresa de nuevo. El psicolingüista Steven Pinker incluso la ha usado en el título de su excelente libro The Language Instinct. Quizá sea posible considerar de nuevo la hipótesis de que los humanos tenemos un instinto para guerrear y que lo hemos heredado de nuestros ancestros primates.[17]

Jane Goodall se toma muy en serio esa hipótesis y, aunque no lo dice con esas mismas palabras —ella usa «preadaptación» en lugar de «instinto»—, la considera claramente defendible. Goodall señala que los chimpancés tienen todos ellos la «preadaptación» necesaria para permitir que emerja la guerra, incluida la vida del grupo, la territorialidad, las habilidades cazadoras y una profunda aversión a los extraños.[18] Además, sostiene ella, los chimpancés machos se sienten intensamente atraídos por las escenas de violencia intergrupal; parece que estén «inherentemente dispuestos para encontrar atractiva la agresión, y en particular la agresión dirigida contra los vecinos». Goodall cree que tales rasgos podrían formar una base biológica que subyace en las más que complejas formas de guerra practicadas por nuestra propia especie. Lo que Jericó es a Hiroshima, kahama es a Jericó.

Algunos teóricos se ven sorprendidos por la aparente contradicción existente entre los hombres como monos asesinos y los hombres como animales sociales. A Charles Darwin, por ejemplo, no le molestaba esa contradicción:

Todo el mundo admite que el hombre es un ser social. Lo vemos por lo que le disgusta la soledad, y en su deseo de proyección social más allá de su propia familia. El confinamiento solitario es uno de los castigos más severos que se le pueden infligir… No constituye una objeción contra la sociabilidad del hombre salvaje el que las tribus que habitan en territorios limítrofes estén casi siempre en guerra, pues los instintos sociales no se extienden nunca a todos los individuos de la especie.[19]

No, nunca a todos los individuos de una especie, sino solo a los miembros del propio grupo de uno mismo, su tribu, comunidad, nación o grupo étnico. El mandamiento «no matarás», recién bajado del monte Sinaí, no pareció estorbarle a Josué para llevar adelante la matanza de los habitantes de Jericó, Ai, Maqueda, Libnah, Laquis y Eglon. La idea de que Dios podía prohibirle matar no se le pasó jamás por la cabeza.

La historia recoge muchas guerras, desde Jericó y Troya hasta Bosnia y Ruanda, y las pruebas arqueológicas demuestran que hacer la guerra y aniquilar a nuestros enemigos son cosas que sabemos hacer desde mucho antes que supiéramos cómo dejar memoria escrita de nuestras victorias. La guerra entre grupos, dice el biólogo evolucionista Jared Diamond, «ha sido parte de nuestra herencia humana y prehumana durante millones de años».[20]

Richard Wrangham, estudioso de los primates, está de acuerdo. Él cree que nuestra especie desciende de un ancestro primate que se parecía bastante al chimpancé moderno y se comportaba como él, chimpancé que, a su vez, desciende del mismo ancestro común. De ese ancestro, los hombres y los chimpancés heredaron su estilo de vida similar. Ambas especies viven (o suelen vivir) en comunidades defendidas por coaliciones de machos nacidos en ellas; las hembras tradicionalmente se trasladan a otra comunidad cuando alcanzan la edad reproductora. Y en ambas especies la coalición de machos no solo defiende el territorio, sino que también lanza ataques contra sus vecinos. La pauta de atacar a los vecinos de uno puede haberse iniciado como un deseo de disponer de más territorio o de más hembras, pero una vez que se inició acabó perpetuándose y el motivo original perdió toda su importancia. Una vez que se inició, había ya un nuevo motivo para matar a los vecinos de uno: matémosles antes de que ellos nos maten a nosotros.[21]

Seis millones de años de evolución nos separan de ese ancestro parecido al chimpancé, y durante ellos —todos, salvo una pequeñísima parte de ese tiempo— hemos vivido del mismo modo: en pequeñas comunidades compuestas por nuestros parientes más cercanos (en el caso de los hombres) o los parientes de nuestro compañero (en el caso de las mujeres). Hemos dependido de los otros miembros del grupo para estar protegidos: no hemos sido diseñados para vivir solos. Cuando había carne disponible —porque nuestro apetito de carne desplazó pronto el recurso a los vegetales— probablemente se compartía con todos los miembros del grupo.

Y durante esos seis millones de años hemos luchado con nuestros vecinos. Las comunidades con éxito aumentaban de tamaño, se dividían en dos y, antes o después, acaban guerreando la una contra la otra. A veces, una de ellas vencía y borraba del mapa a la otra. «De todos nuestros signos distintivos —dice Jared Diamond—, el único que se deriva directamente de nuestros ancestros animales es el genocidio.»[22]

Pero nosotros no solo somos monos asesinos; también somos gente agradable. Darwin señaló que si un salvaje arriesga su vida y la pierde, se convierte de repente, en sus términos, en alguien no idóneo y, por lo tanto, se precisa una explicación de su conducta.[23] Esa explicación consiste en que el hombre que arriesga su vida para salvar a su grupo puede, en consecuencia, estar preservando las vidas de sus hermanos, hermanas e hijos, gente con la que comparte el 50% de sus genes. Si definimos la idoneidad en términos del éxito de los genes para propagarse, antes que en términos del éxito de los individuos por vivir hasta una avanzadísima edad, el altruismo hacia nuestros parientes más cercanos tiene sentido.[24]

Puede que hayas oído hablar de todo eso como de la teoría del «gen egoísta», y quizá has sacado la conclusión de que los productos de la evolución están inclinados a ser egoístas. De hecho, ese ha sido el desafortunado efecto que ha tenido, incluso entre sus inventores. «Ten presente —declaró el biólogo Richard Dawkins— que si deseas, como lo deseo yo, construir una sociedad en la cual los individuos cooperen generosa y desinteresadamente en aras del bien común, poca o ninguna ayuda puedes esperar de la naturaleza biológica. Enseñamos la generosidad y el altruismo, porque nacemos egoístas.»[25] Pero los genes egoístas no implican organismos egoístas: un gen puede ser perfectamente egoísta y sin embargo contener las instrucciones para construir un perfecto altruista, si eso es lo que necesita para tener éxito bajo las condiciones que han permitido la evolución del gen.

Es evidente que no somos unos perfectos altruistas, del mismo modo que no somos unos perfectos monos asesinos. Somos un poco de cada, y por eso escritores como Ashley Montagu pueden vernos como niños crecidos, mientras que escritores como Richard Wrangham nos ven como nacidos para matar. Todo depende de si se considera nuestra conducta hacia los miembros de nuestro propio grupo o hacia los miembros de otros grupos. Hemos nacido para ser agradables con nuestros compañeros de grupo, porque durante millones de años nuestras vidas y las vidas de nuestros niños dependen de ellos. Y somos hostiles de nacimiento hacia los miembros de otros grupos, porque seis millones de años de historia nos han enseñado a tener cuidado con ellos.

En el grueso de la batalla, nuestros compañeros de grupo eran nuestros aliados, nuestros camaradas de armas. Entre batallas, competíamos con ellos por la comida y por el acceso a las compañeras más deseables. Pero tanto en los buenos como en los malos tiempos cooperábamos con ellos —llámalo altruismo si quieres— porque la cooperación tenía el valor de la supervivencia a largo plazo. Te ayudo hoy si tú me ayudas mañana. Semejante sistema favorece que florezcan también los tramposos, los que cogen pero no dan nada a cambio. Pero las mentes son buenas para otras cosas, además de para hacer herramientas y armas. A través de los años hemos aprendido a descubrir a los tramposos. De hecho, también aprendemos a avisar a nuestros amigos para que se protejan de ellos. Mientras tanto, Los tramposos se volvían más listos. Al tiempo que nosotros desarrollábamos métodos para detectar a los tramposos, estos inventaban métodos para despistar nuestros sistemas de detección. Eso condujo, a su vez, a desarrollar métodos para detectar los despistadores de los detectores de embusteros. «Una carrera de armamento cognitivo», lo llamó alguien.[26]

Pero los embusteros constituían una amenaza pequeña: un daño aún mayor se escondía al otro lado de la colina, donde el enemigo recontaba sus fuerzas. Tal como lo dice Jane Goodall:

La práctica temprana de la guerra puede haber ejercido una presión selectiva sobre el desarrollo de la inteligencia y un considerable incremento de la cooperación entre los miembros del grupo. Se trataría de un proceso en escala: cuanto mayor fuera la inteligencia, la cooperación y el coraje de un grupo, mayores serían las exigencias respecto de sus enemigos.[27]

Cuando se aclaró el cielo sobre Jericó, los embusteros estaban tan muertos como los cooperantes. Los cobardes tanto como los luchadores. La evolución le concede el premio a los vencedores en esas guerras. Por mucho que deploremos sus tácticas, son quienes se convirtieron en nuestros ancestros.

EVOLUCIÓN DE LOS HOMÍNIDOS

Nuestros ancestros abandonaron la compañía de los modernos chimpancés en un momento dado hace alrededor de seis millones de años.[28] No es un período muy largo en términos de evolución; compartimos el 98,4% de nuestro ADN con el chimpancé común, Pan troglodytes. Las diferencias de ADN entre humanos y chimpancés es menor que la existente entre dos especies de pájaros tan estrechamente relacionados como las oropéndolas de ojo rojo y las oropéndolas de ojo blanco.[29]

Pero no se necesitan muchos genes para producir una nueva especie; unos pocos cambios de la receta en unos puntos cruciales pueden producir resultados marcadamente diferentes. Nuestra calvicie, por ejemplo, probablemente sea el resultado de cambios en unos cuantos genes, y puede que hayan ocurrido en un período relativamente corto dentro de la evolución. Los humanos tienen tantos folículos capilares como los monos, pero la mayoría de ellos solo produce cabellos muy rudimentarios. Se ha producido una mutación que ha provocado que a todos los miembros de una familia de México les crezca el pelo por toda la cara, incluso hasta en los párpados. Eso se ha debido, evidentemente, a un único gen.[30]

Caminar erectos es otra de las características humanas que pueden haberse desarrollado rápidamente. El Australopitecus afarensisLucy y su especie— tenía un cerebro levemente mayor que el de un chimpancé, y sin embargo caminaba completamente erecto. Eso ocurrió en África hace tres millones y medio de años.

Fue con el Homo habilis, hace dos millones y medio de años, cuando las cosas comenzaron a ponerse interesantes. El Homo habilis tenía un cerebro considerablemente superior al de cualquier primate anterior. Esa especie recibió el nombre por su habilidad para construir y usar herramientas, pero (hasta lo que alcanzamos a saber) sus miembros no fueron los primeros en utilizar herramientas. El chimpancé usa las piedras como armas y para partir nueces, y usa palos debidamente preparados para buscar insectos en los nidos de termitas.

El siguiente paso fue el Homo erectus, de hace un millón y medio de años. Algunos libros lo presentan como descendiente del habilis, pero la cuestión es bastante más complicada, porque muchas especies de homínidos y prehomínidos salieron de África y entraron en ella durante esos seis millones de años. No resulta fácil deducir, sobre la base de unos cuantos huesos, qué especies descendían de cuáles y cuáles estaban condenadas a extinguirse, que, como se vio después, eran la mayoría.

El Homo erectus no tuvo ese destino; se trataba de un homínido con bastante éxito que se extendió, saliendo de África, por Oriente Próximo, Europa y Asia. Sobrevivió, al norte y al sur del Sáhara, durante más de un millón de años. Eventualmente fue sustituido en África por una forma arcaica de Homo sapiens, y después, hace entre 100.000 y 150.000 años, por la forma moderna del Homo sapiens, a veces llamada Homo sapiens sapiens. Mi suposición es que ese cambio ocurrió hace unos 130.000 años, durante una breve época cálida, el último período interglaciar anterior al que estamos disfrutando ahora.

No mucho después de haberse hecho acreedor a ese sapiens extra, los ancestros de los modernos europeos y asiáticos abandonaron África y se dirigieron hacia el norte, dentro de Oriente Próximo.

Cuando llegaron a su destino se encontraron con que aquellas tierras las ocupaba ya otro homínido: el Neanderthal, descendiente de la rama norteña del Homo erectus, y ahora diseminado por gran parte de Europa y de Oriente Próximo. Por esa época comenzó una nueva glaciación, por lo que debimos permanecer en la zona relativamente cálida de esta región durante largo tiempo, compartiéndolo —y supongo que no de forma amistosa— con los neanderthales. Entonces sucedió algo misterioso: Jared Diamond lo llama «el gran salto hacia adelante» y el antropólogo Marvin Harris, el «despegue cultural».[31] Fuera cual fuese la causa, sus resultados se manifestaron enseguida: con la ayuda de una tecnología muy mejorada, nuestra especie se extendió por toda Europa y Asia al tiempo que los neanderthales dejaban de existir. Estos habían vivido allí durante 75.000 años durante la era glacial, y de repente, justo cuando el tiempo mejora y se hace más cálido, desaparecen. Mmmm…

Eso nos convirtió en los vencedores, el único homínido para hacer y deshacer. Nuestros parientes más cercanos que sobrevivieron son el gorila, el chimpancé y el bonobo, todos ellos restringidos a pequeñas extensiones en remotas partes de África, y el orangután, hallado solo en las islas de Borneo y Sumatra. Los demás desaparecieron. Durante un período de tiempo relativamente corto —cerca de seis millones de años— pasamos de ser monos a convertirnos en humanos, y detrás de nosotros dejamos un rastro de polvo y cenizas. No hicimos prisioneros.

Déjame decirte cómo creo yo que sucedió todo. Comenzó cuando una comunidad de monos se hizo demasiado grande y se dividió en dos. Las dos comunidades hija (como las llaman los biólogos) ocupaban territorios limítrofes y antes o después estallaron las hostilidades entre ellas. En efecto, la hostilidad puede haber precedido a la ruptura y conducir a que esta se volviera recurrente.

Cuando los grupos humanos se dividen, hay muchas posibilidades de que los grupos hija se vuelvan enemigos, si es que no lo son ya. Como los antropólogos han observado, «el enemigo mortal de un pueblo es el grupo del cual se ha separado recientemente».[32] Pueden darse treguas ocasionales para poder comerciar o concertar matrimonios, pero el más pequeño malentendido disparará los rencores y volverán a tirarse el uno a la garganta del otro. Los grupos no necesitan una razón para odiar a otros grupos: el solo hecho de que ellos son ellos y nosotros nosotros ya basta. Y en cualquier caso, siempre hay un territorio por el que combatir. Josué barrió todas aquellas ciudades porque, decía él, Dios le había prometido aquella tierra a su gente. Pero no se trataba meramente de una expedición de conquista de territorio: también había odio. El rey de cada ciudad conquistada era capturado y colgado de un árbol después (en algunos casos) de haberle torturado.[33]

Sin embargo, Josué es un personaje comparativamente reciente, pues vivió solo 3500 años después de que los hombres desarrollaran la agricultura en esa parte del mundo. Durante la mayor parte de los seis millones de años de la evolución que separa nuestra línea de la de los chimpancés hemos tenido una ajetreada existencia como cazadores y recolectores. Las sociedades cazadoras y recolectoras tienen la reputación de ser pacíficas y nómadas, sin un territorio por el que luchar ni el deseo en sí de luchar. Pero según el etólogo Irenäus Eibl-Eibesfeldt, ese es otro mito idílico. Él informa de que la gran mayoría de grupos cazadores-recolectores supervivientes no son ni pacíficos ni ajenos a la territorialidad. Es verdad que unos pocos grupos han abandonado la guerra (quizá porque han dejado de tener un territorio por el que luchar), pero de 99 grupos cazadores-recolectores que han sido estudiados, «ni un solo grupo sostiene que no haya sabido nunca qué es la guerra».[34]

Odiamos lo que tememos porque no nos gusta estar asustados. Como Eibl-Eibesfeldt señala, cuando los bebés humanos tienen unos seis meses comienzan su vida, en todas las sociedades, teniéndole miedo a los extraños. Hacia esa edad, en una pequeña sociedad cazadora-recolectora, han tenido realmente la oportunidad de conocer a casi todos los miembros de la comunidad, por lo que un extraño es motivo para la preocupación. ¿Para qué está aquí? ¿Me quiere robar? ¿Quiere convertirme en un esclavo? ¿Acaso quiere comerme? El bebé mira a su madre para buscar pistas; si le parece que ella piensa que el extraño no entraña peligro, el bebé se tranquiliza. Eibl-Eibesfeldt denomina a la reacción del niño frente a los extraños «xenofobia infantil» y la considera el primer signo de una predisposición innata a ver el mundo en términos de nosotros frente a ellos.[35]

Mucha gente cree que a los niños ha de enseñárseles a odiar. Eibl-Eibesfeldt no piensa así, ni yo tampoco. Odiar a los miembros de otros grupos es parte de la naturaleza humana (y de la del chimpancé), la parte más repugnante. Lo que se les debe enseñar a los niños es a no odiar. No hemos nacido egoístas, como piensa Dawkins; pero sí que hemos nacido xenófobos.

FORMACIÓN Y PSEUDOFORMACIÓN DE ESPECIES

La evolución, según el biólogo Stephen Jay Gould, no opera por acumulación lenta y gradual de pequeños cambios. Las especies son estables, a veces durante millones de años, y entonces desaparecen y son reemplazadas, de forma bastante abrupta, por otras especies. Lo que conduce a la aparición de una especie es el hecho de que una pequeña subpoblación de otra especie se divida y deje de mezclarse con la especie padre, normalmente por aislamiento geográfico. Entonces ese pequeño grupo desarrolla diferentes características de la especie padre, y si los cambios son más afortunados que la especie de la que procede, conseguirá el galardón de «la mejor adaptada» y la reemplazará.[36]

No siempre es necesario que el grupo más pequeño esté aislado geográficamente del más numeroso, pues puede haber otros motivos que impidan esos cruces entre ambos grupos. Hay dos especies de saltamontes que coexisten en Europa, son semejantes y son capaces de mezclarse bajo ciertas condiciones de laboratorio. Se consideran diferentes especies porque en la naturaleza salvaje no se reproducen entre ellas. La razón por la que no se cruzan es porque tienen cantos diferentes. Esa mínima diferencia de comportamiento las mantiene separadas.[37]

Cuando un grupo de monos o de humanos se divide, lo hace generalmente según unas líneas de asociación previas, pues los individuos tienden a integrarse en el lado en el que tienen más parientes y amigos. Pero inevitablemente habrá algunos que tengan parientes y amigos en ambos lados y puedan ir a cualquiera de ellos. Cuando la comunidad chimpancé de Jane Goodall se dividió en dos, ella se preguntaba qué fue lo que impulsó a un viejo macho llamado Goliat a unirse a la suerte de los kahaman, una decisión que le costó la vida.

No sé cuáles fueron las razones de Goliat, pero cuando los grupos humanos se dividen, los individuos tienden a escoger el lado con el que se sienten más compatibles: los iguales se buscan. En el caso de grupos compuestos por familias, como las comunidades humanas, la mayoría de los individuos no tiene opción sobre a qué lado ha de ir, excepto aquellos que deciden irse al lado con el que tienen más en común. En muchos casos el resultado será una diferencia estadística entre los grupos hijos. Podría haber alguna diferencia menor en cuanto al comportamiento entre los miembros de ambos grupos, o alguna diferencia menor en apariencia. Y también podría no haberlas.

Entre los humanos, la hostilidad entre los grupos conduce a la exageración de cualesquiera diferencias preexistentes entre los grupos, o a la creación de diferencias en el caso de que no haya ninguna por la que empezar. Puedes haber pensado que era exactamente al revés, que las diferencias conducen a la hostilidad; pero yo creo que se trata más bien de que la hostilidad conduce a la búsqueda de diferencias. Cada grupo se siente motivado para distinguirse a sí mismo del otro, porque si alguien no te gusta intentas ser lo más diferente posible. En consecuencia, los dos grupos divididos desarrollarán diferentes costumbres y diferentes principios sobre la belleza masculina y la femenina. Adoptarán diferentes formas de vestirse y de adornarse, la mejor señal para distinguir a un amigo de un enemigo en caso de urgencia. Pueden incluso desarrollar nuevas lenguas. Eibl-Eibesfeldt observó que:

… los humanos muestran una poderosa inclinación a formar subgrupos que se distinguirían a sí mismos de los otros mediante un dialecto y otras características subgrupales que les conducirían a formar nuevas culturas… Vivir en grupos que se desmarcan a sí mismos de los otros es un rasgo básico de la naturaleza humana.[38]

Este proceso se denomina pseudoformación de especie. Si esa pseudoformación fuera un rasgo básico de la naturaleza prehumana, podría haber conducido a una espectacular aceleración de la evolución. Los grupos se dividen, se distinguen a sí mismos de los demás y se lanzan a la guerra. La guerra pone fin a la reproducción entre miembros de grupos distintos y entonces se producen las precondiciones para una verdadera formación de la especie. Si uno de los grupos hijo resulta que tiene más éxito haciendo la guerra, puede borrar del mapa al otro. También puede, por supuesto, dejarlo fuera de competición, pero eso es un poco más lento.

Nueva Guinea proporciona un modelo de cómo pudo haber ocurrido. Cuando los exploradores europeos se abrieron paso hacia el interior de Nueva Guinea, descubrieron que era una verdadera Torre de Babel. Casi mil lenguas distintas, la mayoría de ellas ininteligibles entre sí, se hablaban en un área del tamaño de la península Ibérica. Jared Diamond describe cómo era la isla antes de que el hombre llegara a ella:

Aventurarse a salir del propio territorio para encontrar otros seres humanos, incluso aunque vivieran a pocos kilómetros de distancia, equivalía al suicidio… Tal aislamiento alimentó una gran diversidad genética. Cada valle de Nueva Guinea no solo tiene su propia lengua y su cultura, sino también sus propias anormalidades genéticas y enfermedades locales.[39]

Así, una tribu de Nueva Guinea tenía la tasa más alta de leprosos, otra de sordomudos o hermafroditas, otra de envejecimiento prematuro o de pubertad retrasada. Las diferencias genéticas entre las tribus, probablemente debidas a mutaciones en uno o dos genes, explicaban esas diferencias. Son pequeñas diferencias, pero los grupos no llevaban separados mucho tiempo.

Con el tiempo, los grupos separados se volvieron más y más distintos. En algunos animales las diferencias se acumulan lentamente y al azar —deriva genética, lo llaman los biólogos—, pero en el género Homo el proceso quizá no sea en absoluto azaroso y pueda ser acelerado por la pseudoformación de especies. Las diferencias visibles entre las poblaciones europeas —por ejemplo, entre el rubio de los escandinavos y el moreno de los italianos— se desarrolló tan rápidamente que es muy improbable que se deba solamente a los beneficios saludables de ser rubio o moreno. Lo más probable es que contribuyeran lo suyo las preferencias sexuales: las primeras personas de cabello claro en una población puede que hayan aparecido por casualidad, pero si se las buscó como compañeros, sus descendientes proliferarían. De hecho, tales rasgos podían servir como señales para distinguir el nosotros del ellos.

Así creo yo que se desarrolló nuestra calvicie. Pienso que fue un cambio evolutivo tardío y relativamente rápido: no pudo ocurrir antes de que la rama norteña del Homo erectus (aquella que dio paso al hombre de Neanderthal) dejara de cruzarse con la rama sureña (nuestros ancestros). Quizá no haya ocurrido hasta el tiempo en que adquirimos aquel sapiens extra, hará unos 13.000 años. El cambio bien puede haber comenzado por una pseudoformación de especie: una división entre un grupo de homínidos con menos pelo, y que progresivamente se fue volviendo más calvo a medida que el pelo corporal resultaba poco atractivo entre ellos, y otro grupo que siguió siendo tan peludo como los otros monos. La falta de pelo no implicaba beneficio alguno, simplemente servía para distinguir un nosotros y un ellos. Una vez que esta distinción estaba bien clara, el siguiente paso habría sido ir a la guerra contra los peludos y barrerlos del mapa.

LA MISTERIOSA DESAPARICIÓN DE LOS NEANDERTHALES

Puede que pienses que me estaba refiriendo a la desaparición de los neanderthales, pero no lo estaba haciendo. Hablaba acerca de cosas que sucedieron (o que podrían haber sucedido) enteramente en África y que condujeron a la aparición de los humanos anatómicamente modernos y a la desaparición de grupos estrechamente relacionados con ellos. Lo que ocurrió en Europa cuando el Homo sapiens sapiens llegó allí fue otra cosa distinta. Las dos especies —humanos modernos y neanderthales— se habían desarrollado por separado, bajo condiciones muy distintas. Los neanderthales se habían adaptado al tiempo frío y los humanos al cálido. Lo que tenían en común era un gran cerebro y devoción por la carne. Pero diferían en al menos dos importantes aspectos. Los neanderthales no tenían probablemente nuestra habilidad verbal (no parece que dispusieran del tipo adecuado de boca y garganta para tener un lenguaje) y, por otro lado, se cubrían con pesadas vestiduras de pieles.

Sí, me has oído bien: un pesado abrigo de pieles. A los biólogos evolucionistas y a los paleontólogos les gusta jugar a vestir mentalmente al hombre de Neanderthal con un terno, dejarlo libre por las calles de Londres o de Manhattan y esperar a ver si alguien se da cuenta. El problema es que ellos olvidan afeitarle, por lo que todo el mundo se percataría de su presencia. ¡Se le dispararía un tranquilizante y lo devolverían al zoo! Los biólogos evolucionistas y los paleontólogos, como cualquier otro, se han dejado impresionar por esos dibujos artísticos que muestran a todos nuestros homínidos en una hilera, cada vez menos peludos según avanzamos hasta nuestra especie.

No había modo alguno de sobrevivir en la época glacial en Europa sin un pesado abrigo de piel: no podían coser. Nada de trajes ni de parkas. Se ha sugerido que usaban las pieles de los animales para protegerse contra el frío, pero ¿has intentado alguna vez ir de caza durante una tormenta de nieve con solo una piel de ciervo echada por los hombros? Ellos tenían que salir a cazar casi cada día, pues no hay pruebas de que pudieran almacenar para el futuro, y tampoco había muchas frutas ni vegetales en la Europa glacial. Nuestras propias especies no eran más tontas que los neanderthales, pero no pudimos demostrarlo con éxito hasta que no inventamos la aguja de coser. Habíamos olvidado nuestra antipatía hacia los homínidos peludos cuando alcanzamos Oriente Próximo y localizamos a los neanderthales. No pensamos que fueran personas que nos parecieran repulsivas: pensamos que eran animales: presas. No dijimos: «¡Qué asco!», sino: «¡Hummm!». Y ellos, sin duda, pensaron lo mismo de nosotros. Los neanderthales desaparecieron, junto con los otros grandes y sabrosos mamíferos que habitaban en Europa y en el Nuevo Mundo antes de que llegáramos allí, porque fuimos mejores depredadores que ellos.

ESTE ES EL CEREBRO QUE HA CONSTRUIDO LA EVOLUCIÓN

Han pasado seis millones de años desde que nuestros ancestros se apartaron de los ancestros del chimpancé. La mayor parte de ese tiempo la hemos pasado sobre la tierra, no sobre los árboles. Lo pasamos también llevándonos bien con los miembros de nuestro propio grupo y luchando contra los miembros de otros grupos. Lo pasamos aguzando nuestra habilidad para detectar a los tramposos y para despistar a los detectores de tramposos.

Vivimos, durante la mayor parte de ese tiempo, en pequeños grupos de cazadores y recolectores. Cuando un grupo tenía éxito se hacía más grande, se dividía en dos y entonces el grupo hijo que tenía más éxito exterminaba o dejaba fuera de competición al que tenía menos éxito. Eso sucedía una y otra vez, permanentemente.

Lo que esos seis millones de años nos han proporcionado es un cerebro gigante, una bendición ambigua. Es un prodigioso consumidor de energía, convierte el nacimiento en un riesgo e inmoviliza a nuestros niños durante la mayor parte de un año como si les pusiera una cadena con una bola de hierro. Su fragilidad y su tamaño lo convierten en un objetivo goloso cada vez que se escapa algún golpe.

Pero se han de considerar sus ventajas. Los chimpancés de Jane Goodall tenían que ir eliminando a los miembros de la comunidad vecina de uno en uno, pero Josué pudo exterminar a los habitantes de ciudades enteras de una sola pasada. Y eso no era fácil, porque la mayoría de las ciudades estaban amuralladas. El truco de las trompetas solo funcionó una vez, en Jericó. Josué tuvo que abrir brechas en los muros de las otras ciudades sin la ayuda de la intervención celestial. En Ai usó la astucia. Envió una pequeña fuerza a atacar la ciudad mientras que el grueso del ejército esperaba emboscado. El pequeño destacamento atacó y luego se retiró, y la gente de Ai salió tras ellos, creyendo que habían derrotado a sus enemigos y que solo quedaba administrarles el golpe de gracia. Dejaron la ciudad abierta y desprotegida a sus espaldas y corrieron directamente a caer en la emboscada donde les esperaba Josué.[40]

La astucia es una de las cosas que se nos da bien, y eso nos lleva de vuelta a la teoría de la mente. Josué fue capaz de adivinar qué harían los habitantes de Ai porque pudo imaginar su proceso mental. El sabía que podían ser engañados e inventó un plan complejo para engañarlos. Otra ventaja crucial fue su habilidad para comunicarles el plan a sus generales.

El hecho de que él mandara un gran ejército, por supuesto, no fue en contra de su causa. Pero eso también fue un tipo de logro cognitivo.[41] Para los miembros de una comunidad chimpancé, nosotros incluye solo a los individuos a los que se reconoce. Un individuo no familiar es considerado automáticamente uno de ellos. En la época de Josué, los grupos humanos se habían hecho tan grandes que no todo el mundo se conocía; el grupo se había convertido en un concepto, una idea. Cuando Josué se encontró con un extraño fuera de los muros de Jericó, tuvo que preguntarle: ¿Eres de los nuestros o nuestro adversario?, ¿eres uno de nosotros, o de ellos?[42] La habilidad para formar grupos mayores que los adversarios de uno es un avance cognitivo que tiene compensaciones obvias. Uno se pregunta cuál hubiera sido el resultado si Jericó, Ai, Maqueda, Libna, Laquis y Eglon hubieran sido capaces de aliarse contra Josué. Pero había una razón que explicaba por qué esas ciudades estaban amuralladas: para guardar a los ciudadanos de cada una de ellas del ataque de los de las otras ciudades.

Aunque los chimpancés no han podido dar ese salto cognitivo implícito en el hecho de considerar a un extraño uno de los nuestros, muchas de nuestras otras habilidades existen, de forma embrionaria, en esas especies. Incluso la astucia. Jane Goodall fue testigo de numerosas ocasiones en las que los chimpancés usaron el engaño para conseguir algo que querían. Estaba, por ejemplo, el incidente de Figan y el plátano. Durante los primeros años que Goodall pasó en Tanzania, ella solía poner cajas llenas de plátanos para atraer a los chimpancés. Por lo general, los machos de alto rango se comerían la mayoría de ellos. Para animar a las hembras y a los machos más jóvenes a conseguir su parte, ella escondía los plátanos entre los árboles. Un día, un joven chimpancé llamado Figan localizó un plátano en un árbol, suspendido justo encima de un macho de alto rango. Si Figan hubiera pretendido cogerlo, el gran macho se lo hubiera quitado en el acto. En vez de eso, Figan se colocó en un sitio desde el que no podía observar el plátano y esperó. Tan pronto como el gran macho se movió, Figan cogió el plátano. Merced a sentarse en un sitio desde el que no podía observar el objeto de su deseo, se aseguró de que no revelaría su secreto a través de la mirada.[43]

Los chimpancés no son como los niños autistas; son conscientes de la importancia de los ojos. Después de una lucha entre compañeros de grupo, según el estudioso de los primates Frans de Waal, los dos animales deben establecer un contacto visual antes de poder besarse y hacer las paces. «Es como si los chimpancés no confiaran en las intenciones del otro si no se miran a los ojos.»[44]

¿Tienen los chimpancés una teoría de la mente? No es una pregunta fácil de responder, porque una teoría de la mente no es un todo o nada. Los niños la desarrollan a través del tiempo, durante sus primeros años de vida. La cuestión de si, y hasta qué punto, también se desarrolla en los chimpancés es un asunto sometido a debate actualmente. Pero se puede asegurar que los chimpancés no son los iguales, en el departamento de la teoría de la mente, de los niños de cuatro años. Si se parecen más a los humanos de tres o de dos años de edad no es algo tan importante como el hecho de que hay diferencias reales entre las dos especies. Esas diferencias son innatas, debidas a la naturaleza. Incluso un chimpancé criado en un entorno humano no será nunca tan buen adivino de los pensamientos de los demás como un niño de cuatro años.[45]

En los seis millones de años de evolución que nos separan de los chimpancés, no hemos conseguido crear un módulo social, pues ya lo teníamos cuando surgimos como especie. Lo que hemos conseguido en esos seis millones de años fueron nuevas y mejores maneras de usar nuestros módulos sociales. Casi todo lo que ganamos fue el resultado de nuestra adaptación al estilo de vida del grupo. Tomemos el lenguaje, por ejemplo. ¿Para qué sirve una lengua si no tienes a nadie con quien hablarla? La habilidad para la comunicación es algo tan valioso para los animales que viven en grupos sociales que incluso las abejas han desarrollado un método de transmitir información entre ellas. Quizá hubiera sido diferente el resultado para los kahaman si Godi hubiera podido regresar, a trancas y barrancas, junto a sus compañeros, gritando: «¡Que vienen los kasakelan! ¡Que vienen los kasakelan!». El mensaje quizá no hubiera podido salvar a Godi, pero sí a su grupo.

El cerebro humano es, ante todo, una herramienta para tratar con el entorno social. Tratar con el entorno físico es un aspecto secundario. La psicóloga evolucionista Linnda Caporael señala que tenemos un modo defectuoso de tratar con las cosas ambiguas o problemáticas: intentamos relacionarnos con ellas socialmente. Lo personalizamos. No tratamos a los seres humanos como a máquinas, sino que tratamos a las máquinas como a seres humanos. Decimos a nuestro coche: «¡Arranca, maldito!». Esperamos de los ordenadores que sean amigables. Y cuando nos enfrentamos a un fenómeno que no comprendemos o no podemos controlar, lo atribuimos a entidades llamadas Dios o Naturaleza, a las que les adjudicamos motivaciones sociales humanas como la venganza, los celos y la compasión.[46]

PADRES, HIJOS Y EVOLUCIÓN

Una de las finalidades que se le han atribuido al lenguaje es la de ser transmisor de cultura, presumiblemente, según la concepción tradicional de la crianza y la educación de los hijos, de padres a hijos. Sin embargo, como ya hemos visto en el capítulo anterior, en la mayoría de las culturas los padres no enseñan a sus hijos con palabras. El lenguaje no es imprescindible para criar con éxito a los niños. Los niños de las parejas sordas a veces no aprenden el lenguaje de los signos y no pueden, por lo tanto, comunicarse con sus padres excepto de las maneras más rudimentarias, pero salen adelante.[47] Los mamíferos se han encargado de criar a sus hijos durante millones de años sin la ayuda del lenguaje.

La concepción tradicional que venimos criticando implica que los niños han nacido con cerebros en blanco y que es responsabilidad de los padres rellenarlos. Obviamente, los niños aprenden cosas de sus padres. Pero no aprenden solamente de ellos. Aunque buena parte de lo que los niños necesitan conocer se aprende después de que han nacido, hay buenas razones evolucionistas para no permitir a los padres que monopolicen ese aprendizaje. Se me ocurren cuatro razones por las que no es de gran interés a largo plazo para los niños el dejarse influir poderosamente por sus padres.

La primera, como el genetista conductista David Rowe ha señalado, es que una predisposición para aprender solo de sus padres apartaría a los hijos de seleccionar innovaciones útiles aportadas por otros miembros de su comunidad.[48] Como los jóvenes animales, no los viejos, son los más idóneos para aportar innovaciones útiles (ya volveré sobre este punto en el capítulo 9), es una ventaja de los niños aprender de sus compañeros, además de sus mayores. Es probable que lo que aprendan de sus compañeros esté más de acuerdo con los tiempos y más adaptado a su situación actual.

La segunda razón tiene que ver con la variedad. El modo más fácil de producir jóvenes que sean como sus padres es clonarlos, y algunas especies de plantas y de animales utilizan ese método. La clonación es bastante eficiente. Noé podría haber llenado el arca en la mitad de tiempo si se hubiera especializado en especies que se producen por clonación: solo hubiera necesitado un ejemplar de cada especie. Cada clon es exactamente igual que sus hermanos, por lo que algo que mate a uno de ellos —un microorganismo letal, por ejemplo—, los mataría a todos. La reproducción sexual se originó porque introducía variedad entre los hijos (cada combinación de óvulo y esperma produce una única combinación de genes) y, en consecuencia, capacita a los grandes organismos a mantenerse un paso por delante de los más pequeños que los acosan. Sin embargo, la variedad entre las crías tiene también otras ventajas. Al cambiar los tiempos, se incrementa la posibilidad de que alguna de las crías se adapte mejor a las nuevas condiciones y pueda sobrevivir. En épocas difíciles, aumenta el número de espacios que pueden habitar los miembros de la familia. Y tanto en los buenos como en los malos tiempos, la variedad dentro de la familia puede proporcionar un amplio abanico de habilidades y un conocimiento más extenso que serán útiles para la familia en su totalidad.

Como los otros animales a los que Noé invitó a subir al arca, los humanos han heredado muchas de las características del comportamiento de sus padres. Si los padres tuvieran el poder de influir a sus niños tanto a través del entorno como genéticamente, los niños serían demasiado parecidos a sus padres y demasiado parecidos entre sí. Serían como pequeños clones.

La tercera razón por la que no tiene sentido, desde la perspectiva evolucionista, diseñar a los niños para ser programados por sus padres es que los niños no pueden contar con el hecho de tener padres. Lamentamos que los niños sean criados hoy en hogares monoparentales y comparamos esta situación con los tiempos felices de hace cincuenta años, cuando los padres venían en parejas como las del arca. Pero tener dos padres, uno de cada sexo, no era algo que los niños en tiempos ancestrales pudieran dar por sentado. El antropólogo Napoleon Chagnon informa de que entre la tribu de los yanomami —indios de la Amazonia que habitan en la selva tropical de Brasil y Venezuela— la probabilidad de que un niño de diez años viva con sus padres biológicos es solo de una entre tres. Aunque la tasa de divorcio es relativamente baja entre los yanomami —Chagnon estima que se divorcia el 20% de los matrimonios—, la tasa de mortalidad es bastante alta.[49] En una sociedad tribal, las posibilidades de supervivencia de un niño se reducen drásticamente si pierde a alguno de sus padres, pero no decae hasta cero. Si los niños necesitaran padres para aprender lo que deben aprender, perder a alguno de los padres hubiera sido una segura condena a muerte bajo nuestras ancestrales condiciones de vida.

La última de las razones tiene que ver con la rivalidad de intereses entre padres e hijos. Como ha señalado el biólogo evolucionista Robert Trivers, lo que es mejor para los padres no lo es necesariamente para los hijos. Pensemos, por ejemplo, en el destete. Una madre puede querer destetar a su hijo para poder prepararse para tener otro hijo, pero el niño lo que quiere es ser criado a pecho tanto tiempo como sea posible, y el futuro hermano que se vaya al infierno. Trivers utiliza el conflicto de intereses para explicar el hecho de que los niños a menudo comienzan a actuar aniñadamente después de que haya nacido un hermano menor. Se ha observado que los simios hacen lo mismo. Como el cuidado de los padres tiende a centrarse en el más joven y vulnerable, el crío que actúa aniñadamente puede persuadir a sus padres de que le den más de lo que le toca. El crío que pueda mostrar una necesidad más convincente será al que alimentarán en primer lugar.

En otras palabras, los intereses de los padres pueden no coincidir con los de los hijos. Quizá a los padres les gustaría que sus hijas permanecieran con ellos cuando estos se hagan mayores para que los cuiden, o que actuaran como una niñera para los hijos del hermano, o que se casaran con un hombre rico que les pagara una buena dote; pero seguro que ellas tienen otros pensamientos. Trivers llega a la conclusión de que la mejor política del hijo es preocuparse de sus propios asuntos al tiempo que intenta llevarse bien con sus padres:

El hijo no puede confiar en sus padres para que lo guíen desinteresadamente. Uno espera que el crío sea programado para resistir alguna manipulación paternal, mientras está abierto a otras formas. Cuando el padre le impone un sistema arbitrario de refuerzos (castigo y recompensa) para manipular al hijo y que actúe en contra de sus propios intereses, la selección [natural] favorecerá que el hijo se resista a tales programas de refuerzo. Al principio puede cumplir con ellos, pero al mismo tiempo buscará caminos alternativos para expresar y satisfacer sus intereses particulares.[50]

En muchos casos, como señala el historiador de la ciencia Frank Sulloway, el conflicto entre padres e hijos puede acabar convirtiéndose en un conflicto entre hermanos: cada hijo quiere más de lo que le toca en el reparto de los recursos familiares; mientras que los padres quieren repartir esos recursos según un criterio de rentabilidad. Así, según Sulloway, los hermanos son rivales naturales, encerrados en una darwiniana lucha por la supervivencia. Su modelo de las relaciones fraternales es el del alcatraz de pies azules, una especie en la que el polluelo más grande del nido reduce la competición por la atención de los padres picoteando al más pequeño hasta matarlo.[51]

Pero hemos recorrido un largo camino desde ese tipo de relaciones. Un modelo más informativo nos lo proporciona nuestro pariente más cercano: el chimpancé. Según Jane Goodall, dos chimpancés machos nacidos de la misma madre con una diferencia de unos cinco o seis años (el intervalo habitual en estas especies) serán compañeros de juegos en la infancia y aliados en la edad adulta. Cuando el más joven es todavía pequeño, su hermano mayor le protegerá y será amable con él; el juego se endurecerá a medida que se hagan mayores. Eventualmente se puede dar el caso de que llegue un momento en que el hermano menor desafíe la actitud dominante del mayor; pero una vez que ese asunto se ha resuelto, es probable que su relación vuelva a ser igual de amistosa que antes. Tales amistades son de enorme importancia para los chimpancés machos, porque los hermanos generalmente se apoyan unos a otros en los conflictos de dominación con otros machos. «Se lo diré a mi hermano mayor y ya verás» no es una amenaza ociosa entre los primates.[52]

Cuando los Kellogg decidieron criar un chimpancé en un «entorno civilizado», sabían que estaban poniendo a Gua en un entorno que la evolución no había concebido para ella. Probablemente nunca lo hubiera tenido así, pero Donald tampoco había sido concebido para tenerlo. Ambos, Donald y Gua, fueron concebidos para las selvas y las tierras africanas, no para vivir en una casa en Indiana con las paredes empapeladas. Estamos muy equivocados si pensamos que podemos contemplar la primitiva naturaleza humana cuando vemos a nuestros niños luchar por el mando a distancia.

Nuestros ancestros se pasaron seis millones de años —salvo una pequeñísima porción de ese tiempo— siendo cazadores-recolectores y viviendo en pequeños grupos nómadas. Sobrevivieron venciendo a un entorno hostil, cuyo mayor peligro era la horda enemiga. La vida de los niños de los cazadores-recolectores dependía más de la supervivencia del grupo que de la de los propios padres, porque incluso si los padres morían, ellos tenían la posibilidad de sobrevivir si el grupo lo hacía. Su mejor esperanza para triunfar era convertirse en un miembro valioso para el grupo lo más rápida y convincentemente que pudieran hacerlo. Una vez que pasaban la época del destete, pertenecían al grupo, más que a sus padres. Sus expectativas de futuro no dependían de que sus padres los quisieran, sino de llevarse bien con los otros miembros del grupo; en particular con los miembros de su propia generación, aquellos con los que convivirían el resto de sus días.

La mente del niño —la del niño moderno— es producto de esos seis millones de años de historia evolutiva. En el próximo capítulo veremos cómo se manifiesta en la conducta social del niño.