A mediados de la década de los cincuenta, un par de investigadores estadounidenses estaban estudiando los métodos de crianza de los habitantes de Jalapur, un pueblo en una remota zona del norte de la India. Un día le preguntaron a una madre de Jalapur qué tipo de hombre creía ella que sería su hijo cuando creciera. La mujer se encogió de hombros y respondió: «Está escrito en su destino, lo que yo desee no importa».
En aquellos años, y durante muchos siglos antes, el futuro de un bebé nacido en una familia agrícola de la India rural estaba casi enteramente determinado por su salud y su sexo; si sobrevivía, un niño podría convertirse en granjero, una chica en la esposa de un granjero. En Jalapur, observaron los investigadores, los bebés no eran «objeto de ansiedad», como lo son en Estados Unidos, por ejemplo. Y no lo eran porque los padres de Jalapur no tenían la sensación de que pudieran cometer en la crianza de un hijo una equivocación que pudiera poner en peligro las posibilidades del niño de alcanzar el éxito en el futuro.[1]
Las creencias de las gentes acerca de cuánto (o de si) los padres influyen en el desarrollo de sus hijos, así como sus puntos de vista acerca de cómo son los críos y cómo deben ser tratados, varían en el tiempo y en el espacio. La actitud fatalista de la madre de Jalapur, que nos suena raramente pasiva para nuestra mentalidad actual, fue en un tiempo una actitud común en el mundo oriental. Según el sociólogo danés Lars Dencik, la idea de que la niñez desempeña un papel importante en la determinación del «destino» de uno mismo es relativamente nueva:
El significado de la infancia para el destino vital de una persona se ha convertido en una suerte de dogma ideológico de nuestra época moderna. Hace unas cuantas generaciones, sin embargo, era considerada justo lo contrario: la gente llegaba a ser lo que era precisamente a causa de su «destino». La vida adulta estaba predestinada por la herencia y otros factores irreversibles. La niñez no era la fase de la vida de una persona a la que se le hubiera de prestar mucha atención, ni tampoco suscitaba esa molesta ansiedad que vemos a nuestro alrededor hoy en día. Por el contrario, los niños se exponían a ser descuidados, a que se abusara de ellos o sufrieran malos tratos, sin que nadie pensara que eso hubiera de suscitar ninguna polémica, y sin que se tuviera una especial mala conciencia por ello o sentimientos de culpa. La culpa consciente, que nos acusa de no prestar suficiente atención a los intereses del niño, y que tanto afecta a los padres y a quienes los cuidan en general, es en efecto un sentimiento nuevo y único, específico de nuestra época.[2]
Nos sentimos obligados a prestar atención a los intereses del niño por dos razones: la primera, porque se ve a los niños como seres individuales portadores de derechos propios, incluyendo el de recibir un buen trato; y la segunda, a causa de ese «dogma ideológico» al que se refería Dencik, y que dice que las vidas adultas de las personas están determinadas en gran parte por las experiencias de la infancia. Los que sostienen ese dogma también están inclinados a creer que cierta clase de experiencias —digamos todas aquellas que afectan a los padres— son particularmente importantes para determinar el curso futuro de la vida de un niño. Esa creencia es, por descontado, idéntica a la concepción tradicional sobre la crianza y educación de los hijos.
Esa concepción tradicional está vinculada a un modelo específico de familia y de crianza de los hijos que es común, aunque no universal, a las sociedades occidentales de nuestro tiempo. Ese modelo presupone que el niño ha de ser criado en un núcleo familiar integrado por una madre, un padre y uno o más hermanos. Los padres son los «cuidadores primarios» y se espera de ellos que derramen todo su afecto y su atención sobre los hijos, además de administrarles la disciplina que se necesite. Todo esto se verifica en la intimidad del hogar, un hogar que puede ser visitado por amigos y parientes pero en el que habitan solamente los miembros de la familia nuclear, con la única excepción permitida de uno o dos abuelos. Como afirma la historiadora de la familia Tamara Hareven, «la familia moderna es íntima, nuclear, hogareña y centrada en los niños».
UNA BREVE HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA
El niño europeo o estadounidense de finales del siglo XX tiene dos vidas que raramente se solapan: una vida hogareña y otra fuera del hogar. La del hogar es privada; la otra, pública; y en ambas se requieren diferentes formas de conducta. Muestras de emoción que son aceptables en casa, se mirarían mal fuera de ella.[3] Se da por supuesto que los niños de primaria no lloran en público, ni tienen rabietas ni expresan sus emociones. Lo que se consideraría una pequeña falta en casa —vomitar en el suelo, digamos, u orinarse encima—, se convierte en un desastre en la escuela. Llevar la ropa apropiada, un peinado a la moda y comportarse con unos modales adecuados son aspectos mucho más importantes fuera de casa que dentro de ella.
Dentro del hogar, a los miembros de la familia les está permitido —y en efecto se espera que sea así— ser menos formales y más libres para expresar sus emociones. Pero la vida casera de las personas transcurre tras las puertas cerradas del hogar, y nadie sabe realmente qué ocurre tras las puertas cerradas de las casas de las otras personas. Los niños no saben cómo se comportan los padres y los hermanos de sus amigos cuando no hay visitas en casa. Puede que ni sepan los detalles íntimos de las vidas de sus propios hermanos. Las familias modernas son pequeñas y las casas son grandes, y a los padres les gusta dar una habitación propia a cada hijo. La intimidad se contempla como un derecho básico, inalienable e incluso constitucionalmente protegido.
Pero la intimidad es un concepto moderno. La distinción entre «vida privada» y «vida pública» es bastante reciente.[4] Incluso «hogar» es un concepto moderno. Hace trescientos o cuatrocientos años, las casas eran muy distintas de las actuales. No había un espacio separado para el trabajo: la casa era también el lugar de trabajo, además del sitio donde la gente comía, dormía, hablaba, luchaba y hacía el amor.
Hace trescientos años, una pareja noruega llamados Frederik y Marthe Brun vivían en un pequeño pueblo cerca de Oslo. La descripción de su casa, hecha por el historiador Witld Rybczynski, nos permite entrever cómo era la vida de una familia en la Europa de aquel tiempo. Frederik Brun era encuadernador; tenía un negocio próspero y su casa era relativamente grande, para aquel tiempo y aquel lugar, casi del tamaño de un pequeño búngalo moderno. Le servía como lugar de trabajo y tienda, y proporcionaba alojamiento a quince personas: Frederik, Marthe, sus ocho hijos, tres empleados varones y dos criadas. Otras personas —parientes, vecinos, clientes— entraban y salían. Frederik y Marthe no tenían una cama propia: la compartían con sus tres hijos pequeños. La cama estaba situada en la habitación principal de la casa, una habitación grande en la planta baja, que se usaba también para las comidas y para recibir a los invitados. Los niños mayores, dos chicos y tres chicas, dormían en dos camas en una habitación más pequeña en el piso superior.[5]
Los Brun no echaban en falta su intimidad porque nunca la habían tenido. Estar solos no era una situación normal para nuestros antepasados. Hoy en día dejamos a los bebés en sus cunas y salimos de la habitación sorprendiéndonos de por qué algunos de ellos gritan en señal de protesta. Lo que nos deberíamos preguntar es cómo es posible que algunos de ellos lo consientan. Que la mayoría de los bebés acepten quedarse solos es un testimonio de la adaptabilidad de nuestra especie. Hasta hace relativamente poco, según el calendario de la evolución, nuestros ancestros vivían de la caza y la recolección, y a un bebé nunca se le dejaba solo excepto que fuera abandonado. Había que estar en guardia frente a los depredadores, vigilar las hogueras y también qué podían llevarse a la boca,[*] por lo que habían de cargar con los bebés hasta que ellos pudieran caminar por sí solos y tuvieran suficiente sentido como para evitar los peligros más evidentes. Por la noche dormían con sus madres.
Incluso hoy, los bebés, en la mayoría de partes del mundo, duermen en la misma habitación, y a menudo en la misma cama, que sus madres.[6]
Algunos investigadores que han estudiado los hábitos de crianza de los hijos en una comunidad maya de Guatemala dijeron a las madres mayas que en Estados Unidos se ponía a dormir a los niños en una habitación separada. Las madres mayas se horrorizaron.
Una madre respondió: «Pero hay alguien más con ellos allí, ¿no?». Cuando se le dijo que a veces están solos en la habitación, la madre se quedó boquiabierta y manifestó su compasión por los bebés norteamericanos. Otra madre respondió con la incredulidad y la perplejidad, preguntó si a los bebés no les importaba y añadió que para ella sería dolorosísimo tener que hacer algo así. Las respuestas de los padres mayas daban a entender claramente que ellos contemplaban la práctica de poner a los niños a dormir en otra habitación como algo equivalente al abandono de las responsabilidades para con ellos.[7]
Cuando un niño maya es expulsado de la cama de su madre para hacerle sitio a otro más pequeño, dormirá con su padre o su abuela o un hermano mayor. Los mayas consideran una penalidad tener que dormir solos.
Para las personas criadas en culturas tradicionales, el modo como los occidentales crían a sus hijos es «antinatural». Nosotros justificamos nuestros métodos diciendo que queremos que nuestros hijos sean independientes, y, en efecto, nuestros niños parecen bastante independientes. Pero no hay ninguna prueba de que el hecho de dormir solos sea lo que los vuelve independientes. Lo hacemos así porque creemos que los niños deben ser independientes. Los métodos de crianza de los hijos son producto de una cultura, no necesariamente el testigo con el que se transmite la cultura de una generación a la siguiente (volveré sobre este asunto en el capítulo 9).
DECIRLE A LA GENTE CÓMO HA DE CRIAR A SUS HIJOS
Nos gusta que nuestros niños sean independientes, y sin embargo queremos tenerlos estrechamente atados a nosotros por lazos emocionales. El amor entre padres e hijos se ha convertido en algo sagrado, exaltado en innumerables películas y anuncios de televisión que presentan a los niños corriendo hacia los brazos abiertos de los padres, o a los padres mirando enternecidos a sus criaturas (que están probablemente durmiendo o, en los anuncios, comiendo). Amor de madre, amor de padre, ¡seguramente no son artefactos culturales! ¡Seguramente son universales!
La verdad es que la mayoría de los padres siente un profundo afecto por sus retoños. Pero la intensa actitud sentimental hacia los niños que vemos hoy en día en nuestra sociedad es relativamente reciente. Durante gran parte de la historia humana, en muchas partes del mundo, la infancia ha sido un período de penalidades y peligros, en lugar de una época de seguridad y alegría. Los niños se consideraban propiedades de los padres, y sus padres (o padrastros) podían hacer lo que les diera la gana con ellos. Los bebés y los niños podían ser desdeñados, maltratados, vendidos o abandonados, y esos eran los destinos de muchos.
Casi todo dependía de dónde y cuándo nacían. La historia de la infancia no representa una ascensión continua: tiene sus altibajos. Para los niños europeos, probablemente la peor época fue desde la Edad Media hasta el siglo XVIII. Juliet Schor, una profesora de económicas en Harvard, ha descrito cuáles eran las prácticas habituales de los padres en aquellas épocas.
En su mayoría, no eran los padres quienes se cuidaban de los niños. Los ricos no tenían nada que hacer con sus retoños hasta que hubieran crecido. Los niños se ponían al cuidado de nodrizas, a pesar de las muchas pruebas de abandono y las escasas posibilidades de supervivencia… En todas las clases sociales, los bebés y los niños eran desatendidos sistemáticamente durante largos períodos de tiempo. Para que no se convirtieran en una molestia, los bebés eran envueltos en pañales, con las piernas completamente inmovilizadas, durante los primeros meses de su vida.[8]
Las cosas fueron mejor para los niños europeos y estadounidenses durante el siglo XIX. Cuando el hombre empezó a trabajar en labores que lo apartaban de casa durante casi todo el día, el hogar se convirtió en un lugar privado, un refugio del mundo, en vez de en un lugar de negocios. Se empezó a ver a la familia como una unidad que se mantenía cohesionada por el mutuo afecto en vez de por consideraciones de tipo económico. Durante esa época, la salud general mejoró mucho y más niños sobrevivían y llegaban a la edad adulta.[9] Esos cambios, que se dieron antes en los hogares de los acaudalados que en los de los pobres, supusieron un aumento del interés por los niños. Los niños empezaron a ser valorados más por sí mismos y menos en función de lo que ellos significaban como mano de obra para la economía familiar.
Con los hombres trabajando fuera de casa, se veía cada vez más claramente que el papel de la mujer consistía en atender a las necesidades de la familia. En particular, se les concedió la total responsabilidad del bienestar de las criaturas. También eso fue un cambio: durante casi toda la historia europea, fueron los hombres quienes tenían la última palabra en este dominio, como en la mayoría de los otros. Hasta tan tarde como 1794, según la socióloga alemana Yvonne Schütze, la ley común prusiana concedía al padre el derecho a determinar durante cuánto tiempo debía la esposa amamantar a su criatura.[10]
Ni siquiera dejaron los hombres de meter baza así que la crianza de los hijos se convirtió en un área de experiencia casi exclusiva de la mujer. Hay una larga lista de hombres blancos muertos que se encargaron (mientras estaban vivos) de decir a la gente cómo debían criar a sus hijos. La lista se extiende bastante hacia atrás en el tiempo. Incluye, por ejemplo, un sacerdote puritano del siglo XVII que informó a sus feligreses estadounidenses de que todos los niños poseían «una testarudez y firmeza mental que procedía del orgullo natural» que debía «ser quebrado y doblegado».[11] Incluye, por supuesto, al filósofo francés Jean-Jacques Rousseau, que tenía un mensaje muy diferente para su público del siglo XVIII: que todos los niños nacen buenos y permanecen en ese estado si no se les toca demasiado. Rousseau, por cierto, no tuvo hijos propios, es decir, no crió ninguno propio. Los que tuvo con su amante de muchos años fueron depositados, uno a uno, con su conocimiento y aprobación, en las puertas de un hospicio. Puede que hubieran nacido buenos, pero no lo hicieron con mucha suerte, desde luego.
Según Yvonne Schütze, fue Rousseau quien suscitó el interés de los europeos por los niños en cuanto que objeto de especulación filosófica. Fue él quien aportó la idea de que una crianza racional se debería basar en la naturaleza esencial del niño, la cual podía ser determinada a través del pensamiento abstracto. Filósofos y médicos, padres y predicadores compitieron entre sí para traducir sus ideas abstractas en sugerencias concretas. Durante cierto tiempo esos consejos fueron bastante liberales, pero en cuanto se volvió una actividad común publicar panfletos y manuales de consejos dirigidos directamente a las madres, la corriente cambió de nuevo. Los consejos dados a finales del siglo XVIII y en las primeras décadas del XIX tendían a ser bastante severos. Y las mujeres —en particular las de las clases ilustradas— leían esos panfletos y manuales y seguían sus consejos.
Por ejemplo, los médicos avisaban, durante ese período, del peligro de sobrealimentar a los niños, y las madres hacían suyos esos avisos. Sir Anthony Glyn, rememorando la vida en Inglaterra de su generación y de la anterior, hablaba de las comidas espartanas ofrecidas a los niños británicos a principios del siglo XIX. En Estados Unidos, un libro muy popular en la época del cambio de siglo fue el de Luther Emmett Holt, On the Care and Feeding ofchildren (Sobre el cuidado y la alimentación de los niños), que igualmente recomendaba limitar la dieta de los niños. La madre que ha seguido los consejos del último gran consejero, el doctor Spock, se adheriría a los puntos de vista del doctor Holt. De niño, a Benjamín Spock le prohibieron comer plátanos, entre otras cosas. Se ha dicho que Benjamín estaba «esquelético» cuando dejó su casa para trasladarse a Andover a la edad de dieciséis años.[12]
Otra idea expuesta por los médicos fue el miedo a que los cuerpos de los niños se doblaran, a no ser que se les aplicaran tratamientos o prótesis especiales para mantenerlos derechos. Una mujer alemana que vivió en el siglo XVIII describió cómo ese «miedo epidémico» a que acabara doblada afectó a su propia madre y a las de sus amigas.
El hecho de que nuestra postura fuera derecha y que no hubiera nada manifiestamente equivocado en nosotras no convencía en absoluto a nuestras madres… A varias de mis amigas les dieron unas máquinas fabulosas que habían de llevar en sus casas, y por las noches eran atadas a camas ortopédicas… Finalmente se estableció que mientras que tenía un esqueleto impecable, mi hombro derecho era más fuerte que el izquierdo, y que cada día debía colgarme de una barra horizontal, estirarme en el suelo de espaldas durante una hora y cada quince días aplicárseme de seis a ocho sanguijuelas en el hombro sospechoso.[13]
El miedo dominante fue el de echar a perder a un hijo. Se suponía que las madres debían amar a sus hijos, pero no hacerles saber cuánto los amaban, pues se creía que el exceso de afecto y atención era malo para ellos. En aquella época, explica Yvonne Schütze, el amor de la madre había de expresarse «en el control de la propia madre, necesario para reprimir cualquier necesidad propia de mostrar ternura. No se suponía que, por su parte, el niño tuviera necesidad alguna de ternura». A las madres alemanas se les avisaba de que no cogieran al niño cuando llorara, si no querían convertirlo en el «tirano de la casa».[14]
La escuela de los consejos severos alcanzó su momento culminante no en Alemania, sino en Estados Unidos, en un libro escrito por John B. Watson; sí, el mismo John Watson que proponía que se le diera una docena de niños sanos. Como nadie se los dio, escogió decirle a la gente cómo había de criar a sus hijos.
Hay un modo razonable de tratar a los niños. Hazlo como si fueran jóvenes adultos. Vístelos, báñalos, con cuidado y cautela. Que tu conducta sea siempre objetiva y amablemente firme. No los abraces ni los beses nunca, ni les dejes sentarse en tu regazo. Si te ves obligado, bésalos una vez en la frente cuando te dicen buenas noches. Estréchales la mano por la mañana. Dales una pequeña palmadita en la cabeza si han hecho un trabajo extraordinario o una tarea difícil. Pruébalo. En una semana verás lo fácil que es ser perfectamente objetivo con tus hijos y, al mismo tiempo, afectuoso. Te sentirás absolutamente avergonzado del modo sensiblero y sentimentaloide como los habías estado tratando.[15]
Según Schütze, Watson constituyó «el primer intento de supervisar científicamente la relación psicológica entre la madre y el hijo». Los consejos anteriores se habían concentrado en el bienestar físico de los niños o en enseñarles modales o en darles una educación religiosa. Ahora las madres eran responsables no solo de proteger a sus hijos contra la posibilidad de que se les doblaran, las malas digestiones, la grosería o el ateísmo; sino también de protegerlos frente a los miedos, el autoritarismo, los fracasos y la infelicidad. Y como si toda esa responsabilidad añadida no fuera suficiente, por aquellos mismos años las madres podían ser censuradas no solo por lo que hicieran o dejaran de hacer por sus niños, sino también —muchas gracias, doctor Freud— por sus sentimientos inconscientes y sus motivaciones. «La madre de la segunda mitad del siglo XX —dice Schütze— puede hacer frente a sus obligaciones hasta caer rendida, y sin embargo es culpable si no tiene un sentimiento de enriquecimiento personal, o incluso si alberga sentimientos negativos inconscientes.»[16]
De esa madre, a diferencia de la de la primera mitad, se espera que ame a sus hijos de todo corazón y que lo demuestre de una forma desinhibida. Si no lo hace así, o si su cariño está lastrado por la más leve sombra de «inconscientes sentimientos negativos», algo saldrá definitivamente mal con ese hijo. El corolario es que si algo malo pasa con el crío, la culpa es de la madre.[17]
Algunos consejeros habituales, y parte de ellos son mujeres,[*] les dicen a los padres que sus hijos requieren un «amor incondicional». Mariane Neifert, que se llama a sí misma «Doctora Mami», le da un giro de 180° a los consejos de John Watson:
No dejes de hacerles llegar diariamente mensajes no verbales de amor y aceptación a través del contacto ocular, las caricias y los abrazos. Todos los niños necesitan una expresión física de tu amor, no importa lo mayores que sean.[18]
Obviamente, el doctor Watson y la doctora Neifert no pueden tener ambos razón. ¿Necesitan los niños afecto físico o no lo necesitan? ¿Podemos responder a cuestiones como estas por medios científicos, como sostenía Watson?
El problema es que los científicos son producto de la misma cultura que alumbró a la doctora Neifert. No, por supuesto que no voy a defender que la ciencia está «socialmente construida» y que no podemos ver la realidad directamente o falsearla sin prejuicios introducidos por los puntos de vista de nuestra cultura. Personalmente creo que la realidad es real y que la ciencia es un excelente medio de averiguar cómo funciona. Pero la educación y crianza de los hijos no es física. La investigación que se hace y las interpretaciones que se hacen de ella son indudablemente el producto de nuestros puntos de vista, culturalmente condicionados, acerca de la infancia y la paternidad, puntos de vista que cambian, a veces radicalmente, de una generación a otra. A causa de que la infancia y la paternidad son temas intrínsecamente emocionales, puede que sea imposible falsar teorías acerca de ellas de la forma desapasionada como se falsean teorías acerca de los neutrinos y los quarks.
Considera, por ejemplo, la investigación sobre algo llamado «lazo madre-hijo». A principios de la década de los setenta, los médicos Marshall Klaus y John Kennell publicaron una serie de artículos y libros sobre los efectos del contacto íntimo entre madres y recién nacidos en la primera hora después del parto. Sostenían que las madres a las que se les permitía mantener el contacto piel con piel durante un corto período de tiempo inmediatamente posterior al alumbramiento establecían un lazo con sus bebés, en otras palabras, se enamoraban locamente de ellos. Contrariamente, las madres cuyos bebés les eran retirados y llevados al nido, y que perdían, por lo tanto, la experiencia emocional producida por el contacto físico inmediato, eran menos proclives a darles a sus bebés el amor incondicional que ellos requieren, y más proclives a descuidarlos o abusar de ellos.[19]
La noción de esa ligazón prendió como un bosque en verano. Revolucionó los procedimientos hospitalarios. Autoridades que, una generación anterior, hubieran atribuido los problemas de los niños a que se les había «mimado» demasiado, los atribuían ahora al contacto insuficiente entre la madre y el niño en las primeras horas tras el parto. La idea se extendió rápidamente a otros países. Yvonne Schütze nos habla de un encuentro con una madre alemana que insistía en que sus problemas con su hija se debían a que no se le había permitido establecer ese lazo con ella inmediatamente después de haberla alumbrado, nueve años antes.[20]
Un pediatra británico avisaba:
Un bebé normal debe ser puesto inmediatamente en brazos de la madre… El niño debe yacer desnudo y sin lavar en contacto con los pechos de su madre… Los padres y el bebé recién nacido deben quedarse solos durante al menos una hora… Los estudios sobre animales acerca de los efectos de los cortos períodos de separación de la madre y los retoños han mostrado unas consecuencias desastrosas: el rechazo e incluso el asesinato de la criatura.
La historia de la investigación acerca de esa ligazón ha sido revisada con todo detalle por la psicóloga Diane Eyer, y yo no intentaré repetir sus esfuerzos. Según Eyer:
A principios de los ochenta, la investigación sobre el lazo entre la madre y el recién nacido había sido desdeñada por gran parte de la comunidad científica basándose en que había sido mal concebida y ejecutada. Sin embargo, muchos pediatras y asistentes sociales consideran el lazo maternal posparto como un modo de prevenir los abusos infantiles. Mientras que el énfasis en ese lazo inmediatamente posterior al alumbramiento parece haber disminuido, el concepto ha continuado floreciendo ideológicamente: la proximidad de las mujeres a sus niños (lo deseen o no) aún se ve como una fórmula para prevenir posteriores problemas del niño.[21]
Eyer es abiertamente optimista cuando dice que el énfasis en ese lazo parece haber disminuido. Mi hija menor (sí, la misma que nos ha dado a sus padres una vida difícil) dio a luz a su hija —mi primer nieto— en marzo de 1996. Rechazó la anestesia durante la última fase del parto porque quería estar plenamente consciente y despierta en el momento inmediatamente posterior a la salida; ella no quería nada para poder establecer ese lazo.
El nacimiento de mi nieto me hizo ver cómo han cambiado los tiempos. Cuando yo me ocupaba de mis propias hijas, allá por los sesenta, me sentía culpable de cogerlas si lloraban. Me habían enseñado en la facultad, por el mismísimo B. F. Skinner, que hacer eso «reforzaría» su llanto y lo alargaría. Ya no creo en eso, pero estaba completamente preparada para asegurar a mi hija que yo no iba a echar a perder a Jennifer cogiéndola siempre que llorase. Pero ese consejo resultó, como todos los no pedidos, innecesario. En su lugar, me descubrí a mí misma asegurándole a mi hija que no le haría ningún daño al bebé el estar llorando, ocasionalmente, algunos minutos.
PARTO «NATURAL»
La investigación sobre el lazo madre-hijo se extendió tan rápidamente porque apareció en el momento oportuno: un tiempo en el que la ideología proclamaba que se había de buscar una familia más «natural», un tiempo, irónicamente, en el que las mujeres se rebelaban contra los científicos y médicos varones que les decían lo que tenían que hacer.[22] Klaus y Kenell son, creo yo, médicos blancos. Sin embargo, sus ideas acerca de ese lazo eran en cierto sentido «naturales», porque se basaban en el modelo animal, específicamente en las cabras. Si a una cabra se la separa de su cabritillo durante un corto período de tiempo justo después del parto, ella lo rechazará al reunirse con él. Si se le permite pasar cierto tiempo con la cría y luego se le separa de ella durante una o dos horas, la cabra lo aceptará. Esa observación llevó a Klaus y Kennell a la hipótesis de que existe un «período sensible» inmediatamente posterior al alumbramiento que tiene bases hormonales.[23]
La trampa es que no todos los mamíferos se comportan como las cabras. Incluso especies más cercanas a la nuestra pueden diferir en función de la presencia o ausencia del período sensible posparto. Algunas especies de ciervos aceptarán un cervatillo desconocido, mientras que otros no. Pero yo no creo que el concepto popular de ese lazo se base en las cabras. Lo más probable es que esté basado en una idealización de la madre «natural» en una sociedad «primitiva»: el buen salvaje, la cazadora-recolectora que se pone en cuclillas y alumbra a su bebé sin ningún alboroto en el bosque o en el campo, que corta el cordón umbilical con sus dientes, limpia la cara de su bebé con unas cuantas hojas, se lo acerca a los pechos y continúa recogiendo raíces y bayas.
No lo creas. El alumbramiento no es así. En primer lugar, es doloroso y difícil para las mujeres en todas las sociedades, y para las mujeres de las sociedades preindustriales era un riesgo directo. En el África subsahariana de hoy las probabilidades de que una mujer muera a consecuencia del embarazo o del nacimiento es de una entre trece.[24]
Segundo, a causa de la dificultad y el riesgo, es raro que las mujeres den a luz solas. (Las únicas excepciones son una o dos sociedades en las que las madres con experiencia a veces dan a luz por sí mismas y se las admira por su tenacidad; sin embargo, esto no sucede con el primer alumbramiento). Tradicionalmente, una mujer que se pone de parto es asistida por una o varias mujeres, que es lo más usual, quienes la animan durante la tarea y le cogen la criatura cuando nace. Dar a luz no es, por lo general, una actividad solitaria para las mujeres, y probablemente nunca lo ha sido. Ni tampoco es lo usual que la madre se quede sola con la criatura después del nacimiento.[25]
En cuanto a la práctica de poner inmediatamente el bebé junto al pecho de la madre, se hace en algunas sociedades tradicionales, pero no en todas. He aquí una descripción de un alumbramiento entre los efe, un pueblo de reducida estatura (antiguamente llamados pigmeos) que habitan en el bosque Ituri de la República Democrática del Congo (antiguamente llamada Zaire):
La comadrona se arrodilla frente a la mujer que está de parto, lista para ayudar a nacer al niño… Una vez nacido, el niño es colocado sobre una alfombrilla de hojas de plátano y palmera… El niño es entonces bañado en agua fría para provocarle el llanto… Después de serle cortado el cordón umbilical (usualmente por la comadrona), el niño es sacado brevemente al exterior para que lo vean los hombres de la tribu. Cuando vuelve a la cabaña, el recién nacido pasa de unas mujeres a otras, quienes pueden amamantarlo, sean o no lactantes. Las madres no se quedan inmediatamente con sus hijos porque creen que si es la madre la primera que coge al niño le sobrevendrá un mal. En consecuencia, lo común es que el recién nacido pase varias horas junto a las mujeres de la tribu antes de que le sea entregado a su madre.[26]
Lo que es «antinatural» acerca de nuestros métodos de dar a luz no es el modo de tratar al bebé, que varía ampliamente de uno a otro lugar y de una época a otra, sino la presencia del padre en el instante del alumbramiento. El nacimiento ha sido tradicionalmente un acontecimiento al que han asistido solo las mujeres. Pero en nuestra sociedad el padre está allí, debido a la idea de que el padre debe ser testigo —que él debería querer ser testigo— del «milagro del nacimiento».
CRIANZA Y EDUCACIÓN «NATURALES»
Durante más de trescientos años, los autoproclamados expertos, en Europa y Norteamérica, les han estado diciendo a las mujeres cómo debían criar a sus hijos. No han sido consejos que hayan caído en saco roto. En efecto, está claro que las mujeres —particularmente aquellas que tienen una educación— han hecho suyos esos consejos. Cuando los médicos advertían de la posibilidad de que los niños acabaran doblados, las madres permitían que sus hijos estuvieran atados a máquinas infernales día y noche. Cuando los médicos avisaban del peligro de la sobrealimentación, los niños andaban hambrientos en medio de la abundancia. La pregunta se suscita enseguida: ¿las mujeres hubieran hecho todas esas cosas sin los consejos de los eminentes médicos? Si no hubiera habido libros ni folletos que les dijeran cómo debían criarlos, ¿no los hubieran criado como la naturaleza les hubiera empujado a hacerlo?[27]
Pero ¿cómo nos orienta la naturaleza para criar a nuestros hijos? Las culturas que carecen de lengua escrita tienen una amplia variedad de métodos de crianza que van desde lo benigno hasta lo no tan benigno. He aquí, por ejemplo, una descripción de cómo se suele alimentar a los bebés en la tribu de los nyansongo, de Kenia:
Tradicionalmente, los niños nyansongo eran alimentados con unas gachas de mijo desde el nacimiento o pocos días después, como un suplemento de la leche materna. Las gachas se les administraban a la fuerza: poniendo la mano contra el labio superior, la madre vertía las gachas y luego le tapaba las narices para que se viera obligado a chupar de las gachas en su esfuerzo por inhalar aire.[28]
Aunque tales prácticas varían de una cultura a otra y de una a otra generación dentro de la misma cultura —a los bebés nyansongo ya no se les alimenta así—,[29] es imposible distinguir rasgos comunes. Te comentaré cuáles son mis impresiones sobre la infancia en una tribu tradicional y en la sociedad de un pequeño pueblo, basándome para ello en mis lecturas antropológicas.
LA INFANCIA EN LA SOCIEDAD TRADICIONAL
Aunque el nacimiento es un acontecimiento importante en cualquier sitio, no siempre es bien recibido. A veces, la primera decisión que se ha de tomar no es cómo llamar al niño, sino la de quedárselo o no. Si el niño anterior aún no ha sido destetado, los tiempos son difíciles o el niño llega con alguna tara, la madre puede decidir abandonarlo. Por lo general, tales decisiones se toman enseguida, antes de que nadie tenga la oportunidad de vincularse estrechamente con el recién nacido. Y son decisiones que no se toman desapasionadamente, sino con tristeza y pesar.[30]
Una vez que se ha tomado la decisión de aceptar al bebé, lo más probable es que se cuide muy bien de él. Se le presta atención cuando llora, por lo general varias veces cada hora, y nunca se le deja solo. Durante el día, su madre lo lleva atado a ella, en la cadera o en la espalda; por la noche, duerme junto a ella. El padre también puede dormir con ellos, pero no siempre ocurre así. En algunas sociedades los hombres tienen dormitorios separados, y en muchas les está permitido tener más de una esposa. (La mayoría de los hombres, sin embargo, no se pueden permitir más de una).
Cuando el bebé está despierto suele ser el centro de atención. Las niñas pequeñas —sus hermanas, sus primas y sus tías— compiten entre ellas para sostenerlo en brazos. Los hombres adultos, especialmente su padre, se paran para hacerle alguna gracia. Todo el mundo quiere a los bebés. Bueno, todo el mundo menos el hermano, al que le ha usurpado el sitio en los brazos de la madre.
Su propio lugar es posible que no le sea usurpado en al menos dos años, porque dar el pecho con frecuencia y una dieta baja en calorías hacen improbable que su madre pueda concebir antes de ese tiempo. Generalmente, a los niños se les alimenta con el pecho materno hasta casi los tres años de edad. Cuando les salen los dientes también se les dan alimentos sólidos, masticados previamente por la madre si es necesario.
Se les retira el pecho, por lo común de forma abrupta, cuando la madre se da cuenta de que se ha vuelto a quedar embarazada. Si al niño no le gusta —y rara vez le gusta—, se le engatusa, se le deja de lado, se ríen de él o se le golpea cuando protesta, depende de dónde y cuándo haya tenido la suerte de nacer.
Con la llegada del nuevo bebé, el otro niño, ya cerca de los tres años, pierde su sitio en brazos de la madre definitivamente y el nuevo niño se convierte en el centro de atención. En nuestra sociedad, a los niños se les prepara cuidadosamente para ese «destronamiento», y los padres, que se sienten culpables por ello, fingen un mayor interés por el hermano mayor del que de hecho sienten. No queremos que el mayor albergue ningún resentimiento contra el pequeño. En las sociedades tradicionales, el mayor rara vez tiene una introducción tan suave a la fraternidad. El destronamiento es real y lo más probable es que se presente sin previo aviso: el niño se presenta como un fait accompli y ha de tomárselo lo mejor que pueda. Naturalmente, él siente resentimiento hacia el bebé, e incluso puede tener la tentación de golpearle o arañarle. Esa demostración de rivalidad fraternal se trata con gran suavidad en algunas sociedades: la madre se limita a retirar la mano del mayor. En otras, el mayor puede ser golpeado solo por mirar mal al bebé, pues se cree que los deseos asesinos del niño, se actúe en función de ellos o no, pueden dañar al bebé.[31]
Cuando el niño de dos años y medio o tres es expulsado de los brazos de su madre, lo típico es que sea ofrecido a los cuidados de un hermano mayor. En muchos casos se trata justamente del que le precede, el mismo a quien desplazó, que quizá no tenga más de cinco o seis años. El mayor carga con el pequeño cuando sale a jugar con otros niños del barrio. Los niños con los que juega son sus hermanos, primos y tíos. Las casas en la mayoría de las sociedades tradicionales forman racimos, y dentro de cada uno todo el mundo se relaciona entre sí.
Incluso aunque ya pueda caminar, el niño pequeño que se lleva al grupo de juegos sigue siendo, a todos los efectos, un bebé. Mientras estaba en brazos de su madre tenía una activa vida social y existía una preocupación por sus necesidades físicas, pero prácticamente no se le enseñó nada. Los padres en las sociedades tradicionales no creen que los bebés entiendan lo que se dice de ellos; por lo tanto no le hablan. Ni intentan enseñarle a hablar. De ahí que el niño aprenda muy poco la lengua antes de los dos o tres años, mucho menos que un niño occidental de la misma edad. El psicólogo del desarrollo James Youniss ha señalado lo extraño que resulta para los principios de la clase media estadounidense que, en muchas sociedades, los padres parecen perder interés por sus niños justo cuando estos comienzan a adquirir el lenguaje.[32]
El niño de dos años y medio o tres es incapaz al principio de participar activamente en los juegos. Según cuál sea el juego que se practica, puede que se le permita participar como una especie de muñeca viviente o simplemente se le deje mirar. A la edad de tres años y medio, más o menos, se convierte en un participante plenamente integrado. Según el etólogo alemán Irenaüs Eibl-Eibesfeldt:
Los niños de tres años son capaces de unirse a un grupo de juego, y es en tales grupos donde los niños verdaderamente se crían. Los mayores les explican las reglas del juego y regañarán a aquellos que no las respeten, bien sea quitando algo a algún otro o bien siendo agresivos…
Inicialmente, los niños mayores se comportan de forma tolerante con los más pequeños, aunque de hecho les señalan limitaciones a su conducta. Jugando en el grupo de los niños, sus miembros aprenden qué molesta a los demás y cuáles son las reglas que deben obedecer. Esto sucede en la mayoría de las culturas en las que la gente vive en pequeñas comunidades.[33]
Los chicos en particular pasan la mayor parte del tiempo con sus compañeros y muy poco tiempo en casa. En un pequeño pueblo de la isla de Okinawa, una madre se quejaba a los investigadores de que su hijo de cinco años iba a casa solamente para engullir su cuenco de arroz y salir pitando de nuevo, porque sus amigos le estaban esperando. En los pueblos africanos, donde a los niños mayores se les responsabiliza de la vigilancia del ganado, los más jóvenes se pegan a los grupos y un trabajo aburrido se convierte en una oportunidad para jugar, fuera de la vista de los adultos.[34]
Hablo aquí de sociedades que tienen en la agricultura o la ganadería una fuente de alimento más o menos estable y que, por lo tanto, tienen una mayor densidad de población que los cazadores-recolectores. En tales sociedades siempre hay suficientes niños como para formar un grupo de juego, e incluso bastantes como para dividirlo en dos: un grupo de niños y otro de niñas; o en tres: los niños mayores, las niñas mayores y un grupo mezclado, de niños y niñas más jóvenes que, a su vez, han de cuidar de los más pequeños. La división por edades y sexo se da espontáneamente siempre que haya suficientes niños como para que sea posible.
Las niñas tienden a jugar más cerca de casa que los chicos, y es más probable que tengan hermanos más pequeños a los que cuidar, porque las madres en la mayoría de las sociedades —probablemente en todas— prefieren a las niñas como niñeras. Pero los chicos se ven forzados a hacerlo si no hay niñas disponibles, y se toman el trabajo muy en serio. En uno de los libros de Jane Goodall sobre los chimpancés, hay una foto de un hombre africano con la cara severamente mutilada, resultado de una herida que sufrió cuando era niño. Había estado cuidando de su hermano pequeño cuando una chimpancé salió del bosque y secuestró al pequeño.[*] El niño tenía solo seis años, pero salió corriendo tras el formidable animal. La chimpancé dejó caer al bebé y atacó al chico. El bebé sobrevivió.[35]
Junto con la responsabilidad por el bienestar del hermano menor aparece también el derecho a dominar. A los hermanos mayores se les concede completa autoridad para controlar y disciplinar a los más pequeños, y no tiene ningún sentido que los pequeños se quejen de cómo los tratan los hermanos mayores, porque, a no ser que puedan mostrar terribles heridas, sus quejas serán desoídas. En las sociedades tradicionales se considera natural que los niños mayores dominen a los pequeños.[36] Esto sucede en todo el mundo, y automáticamente cuando los adultos no intervienen. Los adultos no intervienen a no ser que las cosas se les escapen de las manos, y eso es bastante raro. A veces los niños mayores se burlan de los pequeños, o los castigan demasiado, pero en general suelen llevarse bastante bien. Los niños comparten la comida con sus hermanos más pequeños sin que se les diga, y los defienden cuando otros intentan meterse con ellos.
Los padres en nuestra sociedad actual intentan a toda costa que los hermanos se quieran mutuamente, pero lo único que consiguen son altercados casi permanentes. Los padres de las sociedades tradicionales no hacen ningún esfuerzo en ese sentido, y acaban consiguiéndolo. Hay dos razones que explican, a mi modo de ver, esas diferencias.
La primera es que en las sociedades tradicionales los niños no tienen mucho que disputarse. La costumbre de prestarle toda la atención al recién nacido es muy dura para el niño que se ve desalojado de los brazos de su madre, pero significa que todos los niños de la familia —excepto el bebé— están en la misma situación y en el mismo bando. No compiten por conseguir la atención de sus padres porque eso no funciona. Tampoco compiten por los juguetes, porque no los hay. Los niños en esas sociedades juegan con cosas como palos, piedras y hojas, y tienen mucho de todo eso a su alrededor. Los niños estadounidenses se pelean mucho por objetos que no existen en las sociedades tradicionales.
La segunda es que los padres estadounidenses no se dan cuenta, o no aceptan, que es natural que los niños mayores dominen a los pequeños. Como los padres piensan que sus niños deberían ser iguales, intentan que el mayor no domine al menor y la consecuencia es que el mayor acaba albergando un fuerte resentimiento contra el menor. Solo poniendo su poder del lado del menor pueden evitar los padres la dominación del mayor; pero eso le hace creer al mayor que los padres favorecen al pequeño. En efecto, como ya dije en el capítulo 3, los padres suelen favorecer al pequeño, pero por alguna misteriosa razón esperan que el mayor no se de cuenta de ello.[37]
En las sociedades desarrolladas, la rivalidad fraternal se considera una parte inevitable de la vida familiar. Pero el tipo de rivalidad fraternal que estamos acostumbrados a ver, la que se prolonga hasta que los chicos van a la universidad, y a veces incluso hasta más lejos, no es universal. En las sociedades tradicionales las rivalidades fraternales tienden a tener una vida muy corta; se acaban así que los hermanos han salido de la infancia y han dejado de competir por la atención de la madre. Las relaciones entre los hermanos tienden a ser íntimas y duraderas. Tú hermano es tu más fiel aliado. Será quien se ponga de tu lado a la hora de defender tu pueblo.
DISCIPLINA Y ENTRENAMIENTO
Los padres en las sociedades tradicionales no se preocupan por qué digan los expertos y menos aún por los efectos a largo plazo de sus métodos de crianza y educación. Nunca han leído nada de B. F. Skinner y usan los castigos, antes que los refuerzos positivos, para conseguir que los niños se comporten. Los padres hacen pocos o ningún elogio en esas sociedades. Cuando un niño hace algo mal, le pegan (el castigo físico está extendido en todas las sociedades, incluida la nuestra) o se burlan de él, o le amenazan con historias de fantasmas, diablos extranjeros o animales salvajes. A menudo no se da ninguna explicación por el castigo, y lo que se castiga es el resultado de la conducta del niño —un cuenco roto, por ejemplo—, antes que sus buenas o malas intenciones.
Los niños de nuestra sociedad tienen que oír una larga lista de interminables explicaciones acerca de cómo deben hacer algo o por qué han hecho mal algo. Las explicaciones verbales son mucho menos comunes en las sociedades sin cultura escrita. Entre los zinacantecos de México, las niñas aprenden a tejer mirando cómo lo hacen las mujeres mayores. A los norteamericanos no les parece muy adecuado ese método educativo. Una estudiante universitaria de Estados Unidos describe así sus experiencias con una «profesora» zinacanteca:
Cuando empecé a aprender a tejer en el telar de Tonik, una vieja zinacanteca, comencé a ponerme nerviosa cuando tras dos meses de lo que yo denominaba observación y ella aprendizaje aún no había tocado el telar. A menudo solía requerir verbalmente mi atención acerca de una oscura cuestión técnica; y en otras ocasiones, cuando acababa determinado paso, decía: «Ya me has visto hacerlo. Ya lo has aprendido». Deseaba responderle a gritos: «¡No, no he aprendido! Porque no lo he intentado por mí misma». Sin embargo, era ella quien habría de decidir cuándo estaría yo preparada para tocar un telar; y mi falta de tacto inicial provocaba comentarios como: «¡Cabeza de pollo!», «¡No me has observado! ¡No has aprendido!».[38]
Lo que más necesitan saber los niños, para poder vivir en una sociedad sin cultura escrita, es aprender por imitación. Observan a sus padres o a sus hermanos mayores haciendo una tarea e intentan imitarlos. Si lo hacen mal, se ríen de ellos cuando son pequeños, y los regañan o los castigan si son mayores. Cuando lo hacen bien, son recompensados mediante la adjudicación de esa tarea.[39]
CRIAR A LOS HIJOS CON Y SIN SENTIMIENTOS DE CULPA
Criar a los hijos es más fácil cuando se hace sin sentimientos de culpa y sin tener que pensar acerca de los efectos a largo plazo que pueden tener tus acciones sobre la frágil psique de los niños. Más fácil desde el punto de vista de los padres, desde luego. Desde el de los hijos da exactamente igual. La gente de las sociedades sin cultura escrita hace cosas horribles a los niños, pero también se lo hace la de las sociedades letradas. En ambos casos los padres pretenden que están educando a sus hijos según la naturaleza les empuja a ello: en ambos casos están criándolos de acuerdo con las reglas de la cultura o la subcultura a la que pertenecen. En nuestra cultura, una de las reglas es: escucha a los expertos.
Uno de mis peores recuerdos de la maternidad tiene que ver con algo que sucedió cuando mi hija mayor tenía tres años. Era su primer día de parvulario. Era una niña tranquila, y en cierta forma tímida, que no tenía experiencia alguna de estar fuera de casa sin la compañía de uno de sus padres. La llevé a la clase del parvulario y, pasado un rato, se interesó por lo que hacían las otras niñas y se alejó. Casi al momento, una profesora se me acercó y me pidió que me fuera. «Estará muy bien, no se preocupe», me dijo la profesora. Yo salí, y cerraron la puerta tras de mí. Entonces oí cómo mi niña se abalanzaba contra la puerta, golpeándola y llorando. Yo oí cómo la profesora le hablaba, pero el aporreo y los gritos continuaban. Quería volver a entrar, pero la profesora me había dicho que no lo hiciera. Y no lo hice. Permanecí allí cerca, oyendo los desgarradores gritos de mi hija, que sufría tanto como yo misma.
A mi hija le fue muy bien en el parvulario, pero yo nunca he olvidado cómo se me ocurrió escuchar a la profesora —una mujer solo un poco mayor que yo— en vez de ceder a mi poderoso deseo de regresar, entrar, cogerla, sostenerla hasta que dejara de llorar y permanecer allí con ella hasta que aceptara verme salir. Escuché a la profesora porque ella era una autoridad y me hizo sentir que sabía más que yo acerca de lo que era mejor para mi hija.
En nuestra sociedad escuchamos a los expertos. Hoy, esos expertos nos dicen que los niños necesitan muchísima atención y no menos amor. Cuando nuestros niños hacen algo mal, se supone que hemos de razonar con ellos, no golpearlos. Se supone que hemos de prevenirlos contra peligros como las drogas o el sexo y, en el caso de que nuestros consejos les resbalen, se supone que hemos de seguir cuidadosamente la pista de por dónde andan y de qué están haciendo. Si a ellos les va mal a pesar de todos nuestros esfuerzos, seguro que debemos haber fallado a la hora de seguir esas instrucciones, o las hemos aplicado de un modo insuficientemente responsable.
Los padres en Norteamérica y en Europa —particularmente los educados y los adinerados— leen los consejos de los expertos y hacen todo lo que pueden por seguirlos. Estos mismos padres también participan —y permiten a sus hijos que lo hagan también— en las investigaciones concebidas para probar que esos consejos son correctos. Y toda esta estructura circular y precaria descansa sobre un conjunto de suposiciones acerca de los niños y los padres que son peculiares de nuestra cultura y de nuestra época. Un conjunto de suposiciones escritas en la arena.