Los cuentos tradicionales que han llegado hasta nosotros desde tiempos antiguos describen a menudo la figura de un héroe o heroína que fue maltratado en su casa, aunque luego la abandona y alcanza el éxito. Piensa en la historia de Cenicienta. En el libro que yo tenía cuando era una niña, la historia comienza así:
Había una vez un hombre que se casó en segundas nupcias con una mujer que era al tiempo vanidosa y egoísta. Esta mujer tenía dos hijas que eran tan presumidas y egoístas como su madre. El hombre tenía también una hija, pero esta era dulce, amable y nada vanidosa.[1]
Esta dulce y amable hija era, por supuesto, Cenicienta. A diferencia de la película de Disney, esta versión describe a las innombradas hermanastras como dos chicas hermosas. Sus personalidades eran lo desagradable. A ese respecto, se parecían mucho a la madre. Cenicienta, presumiblemente, había heredado la dulzura de su madre, que ya estaba muerta. Las madres muertas no eran un fenómeno raro en la antigüedad; había tantas familias rotas por la muerte como las hay hoy por el divorcio.[2]
En un cuento de hadas los acontecimientos están condensados. Cenicienta sufrió largos años de abusos por parte de su madrastra y sus hermanastras. Ella no tenía recursos: su padre no quiso o no pudo defender sus derechos, y no había leyes u organismos en aquellos días que protegieran a los niños contra los malos tratos. Debió aprender desde el primer momento que lo mejor era pasar lo más inadvertida posible, hacer lo que se le ordenara y aceptar los insultos verbales y físicos sin protestar. Y entonces…, entonces llegó el baile, el hada madrina y el príncipe.
El pueblo que nos legó este cuento nos pide que aceptemos las siguientes premisas: que Cenicienta fue capaz de ir al baile y no ser reconocida por sus hermanastras; que a pesar de los años de degradación y humillaciones ella fue capaz de atraer y mantener la atención de un chico sofisticado como el príncipe; que el príncipe no la reconoció cuando la vio de nuevo en su propia casa vestida con las ropas de trabajo de cada día; y que nunca dudó de que Cenicienta sería capaz de cumplir con los deberes de una princesa y, más tarde, los de una reina.
¿Absurdo? Quizá no. Todo funciona si aceptas una idea bien simple: que los niños desarrollan diferentes yoes, diferentes personas, en diferentes entornos. Cenicienta aprendió cuando aún era bastante pequeña que era mejor actuar mansamente cuando su madrastra estaba cerca, y mostrarse desaliñada para evitar que se manifestaran sus celos. Pero de vez en cuando, como las otras niñas que no están cerradas con llave y candado, podría salir de la casa y reunirse con algunas amigas.[3]
Fuera de su casa las cosas eran diferentes. Fuera de ella nadie la insultaba o la trataba como una esclava, y descubrió que podía hacer amigas (incluso la amable vecina a quien ella más tarde se referirá como su hada madrina) presentándose bien arreglada. Sus hermanastras no la reconocieron en el baile no porque fuera vestida de un modo diferente, sino porque sus modales eran muy diferentes, así como la expresión de su rostro, su postura y el modo como andaba y hablaba. Ellas nunca habían visto quién era ella fuera de la casa.
Y el príncipe, por supuesto, nunca había visto quién era ella dentro de la casa, por eso no la reconoció cuando llamó a su puerta buscando a la chica a la que se le cayó el zapato. Estaba encantadora en el baile, aunque le faltaba algo de sofisticación. Pero eso, pensó él, tenía fácil remedio.[*]
Tener más de una personalidad no es algo anormal. William James, hermano del novelista Henry James, fue el primer psicólogo que lo señaló. Hace unos cien años, William describió la múltiple personalidad en adolescentes y adultos normales, es decir, en hombres adultos y adolescentes.
Hablando en propiedad, un hombre tiene tantos yoes sociales como individuos hay que lo reconocen y guardan una imagen de él en sus mentes… Pero como los individuos que cargan con esas imágenes se ordenan naturalmente en clases, podemos prácticamente decir que él tiene tantos yoes sociales diferentes como grupos distintos de personas hay cuya opinión le interesa. Por lo general muestra un lado distinto de sí mismo a cada uno de los diferentes grupos. Muchos jóvenes que se muestran recatados delante de sus padres y profesores, juran y se pavonean como piratas entre sus «duros» amigos. No podemos mostrarnos a nuestros hijos como a nuestros compañeros de club; a nuestros clientes como a los obreros a los que empleamos; a nuestros patronos como a nuestros íntimos amigos. De todo esto se deriva una división del hombre en varios yoes; y puede tratarse de una división discordante, como si uno temiera que sus conocidos lo conocieran como es en otra parte; aunque quizá puede haber una división del trabajo perfectamente armoniosa, y entonces sea uno tierno con sus hijos, y duro con los soldados o los prisioneros que tenga bajo su mando.[4]
En otras palabras, y por traducir las observaciones de James a una terminología actual, la gente se comporta de forma diferente en diferentes contextos sociales. Los teóricos contemporáneos de la personalidad no lo discuten. Sobre lo que ellos polemizan es sobre si hay una personalidad «real» bajo todas esas máscaras. Si un hombre puede ser tierno en un contexto y severo en otro, ¿quién es él en realidad? Si tres hombres diferentes pueden ser tiernos con sus hijos y severos con sus prisioneros, ¿no será la situación lo que determina la personalidad y no el hombre?[5]
El pasaje de William James pertenece a su libro Principios de la psicología, el primer libro de texto de psicología estadounidense, publicado en 1890. (Yo poseo un ejemplar de esa edición, pero está demasiado estropeado como para tener ningún valor). Como la psicología era una ciencia que estaba empezando, James tuvo todo el terreno a su disposición durante cierto tiempo, y fue haciendo calas por todos lados. Habló acerca de la personalidad, la cognición, el lenguaje, la sensación, la percepción y el desarrollo de los niños. Fue James quien dijo —incorrectamente, como hemos visto después— que el mundo del niño recién nacido era «un gran estallido de confusión».[6]
Hoy en día, esos campos de la psicología están completamente separados, presididos todos ellos por especialistas que rara vez leen artículos que se salgan de su propio campo una vez que han salido de la facultad. No es probable que los viejos razonamientos acerca de la personalidad de los adultos atraigan el interés de los investigadores de la socialización. La palabra «yoes» no figura en el vocabulario de la mayoría de los genetistas conductistas.
Lo cual es una pena, porque yo creo que es de gran interés. Pienso, en efecto, que la observación de James acerca de que la gente se comporta de forma distinta en situaciones sociales diferentes, y las subsiguientes discusiones acerca de por qué sucede eso y si hay una personalidad «real» bajo esas manifestaciones, contiene importantes claves para uno de los grandes misterios del desarrollo de la personalidad.
He aquí el misterio: hay pruebas (hablé de ello en los capítulos 2 y 3) de que los padres no pueden modificar la personalidad con la que ha nacido su hijo, al menos no de forma que pueda ser detectada una vez que el niño ha crecido. Si eso es verdad, ¿cómo todo el mundo ha llegado a tener la seguridad de que los padres tienen importantes efectos sobre la personalidad del niño?
DIFERENTES LUGARES, CARAS DISTINTAS
A diferencia de Las tres caras de Eva, la mayoría de las personas no tienen múltiples personalidades que no puedan relacionar sus recuerdos entre sí. La gente normal se conduce de forma distinta en diferentes contextos sociales, pero lleva consigo, de un contexto a otro, todos sus recuerdos. Sin embargo, si aprende algo en una situación, no necesariamente utiliza ese conocimiento en otra situación distinta.
En efecto, hay una fuerte tendencia a no transferir el conocimiento o la formación a nuevas situaciones. Según el teórico del aprendizaje Douglas Detterman, no hay pruebas convincentes de que la gente espontáneamente transfiera lo que ha aprendido en una situación a otra nueva, excepto que esta recuerde mucho a la anterior. Detterman señala que la falta de generalización puede favorecer más la adaptación que el exceso de ella.[7] Resulta más seguro asumir que una nueva situación tiene reglas nuevas, y que uno debe determinar cuáles son, que progresar rápida y despreocupadamente como si aún estuvieran vigentes las viejas reglas.
Así es como parece que están formados los bebés. La psicóloga del desarrollo Carolyn Rovee-Collier y sus colegas han hecho una serie de experimentos sobre la habilidad para aprender de los bebés. Los bebés descansan en una cuna mientras contemplan un móvil que gira sobre ellos. Se ata una cinta a uno de sus tobillos de tal manera que cuando mueven el pie, el móvil se balancea. Los bebés de seis meses lo cazan rápidamente: están encantados de descubrir que pueden controlar el movimiento del móvil golpeando con su pie. Además, recuerdan el juego dos semanas después. Pero si se cambia algún detalle del experimento —si una pareja de los monigotes que cuelgan del móvil es reemplazada por otros nuevos y ligeramente distintos, o si el protector de la cuna es sustituido por otro con un modelo distinto, o si la propia cuna es colocada en otra habitación— los bebés mirarán al móvil sin tener ninguna clave, como si no hubieran visto en la vida semejante artefacto. Evidentemente, los bebés están equipados con un mecanismo de aprendizaje que viene con una etiqueta de aviso: lo que aprendas en un contexto no necesariamente funcionará en otro.[8]
Es verdad: lo que aprendes en un contexto no necesariamente te servirá para otro. Un niño que llora en casa consigue —si tiene suerte— llamar la atención y despertar la simpatía. En el parvulario, un niño que llora mucho es marginado por sus compañeros; en la primaria se burlan de él.[9] Una niña que actúa como una bebita, con mucha monería, para su papá, consigue una reacción muy diferente de sus compañeras. Los niños a los que se les ríen sus comentarios inteligentes en casa, acaban en el despacho del director si no son capaces de refrenar la lengua en las clases. En casa, la rueda que chirría recibe el lubricante; fuera, el clavo que molesta acaba recibiendo martillazos. O viceversa, como en el caso de Cenicienta.
Al igual que Cenicienta, la mayoría de los niños tienen al menos dos entornos distintos: el hogar y el mundo fuera del hogar. Cada uno tiene sus propias reglas de comportamiento, sus propios castigos y sus recompensas. Lo que convertía en inusual la situación de Cenicienta era que sus dos entornos —y de ahí sus dos personalidades— divergían inusualmente. Pero los niños de las familias estadounidenses de clase media también se comportan de forma diferente dentro de casa y fuera de ella. Yo recuerdo cuando mis hijas iban a la escuela de primaria y mi marido y yo solíamos ir a las reuniones con sus profesores. Año tras año podíamos ver a muchos padres hablando con el profesor de sus hijos y moviendo la cabeza en forma desaprobatoria. «Pero ¿qué está diciendo de mi hijo?», decían, haciendo casi una broma. Pues a veces el profesor parecía estar hablando de un niño que era un extraño para ellos. Con mayor frecuencia, el chico solía tener un comportamiento mejor del que ellos conocían: «¡Es que es tan terco en casa!», «¡En casa no para de hablar en ningún momento!».
Los niños —incluso los de preescolar— tienen una extraordinaria habilidad para cambiar de una personalidad a otra. Quizá pueden hacerlo con más facilidad que la gente mayor. ¿Has oído a un par de niñas de cuatro años jugar a las casitas?[10]
STEPHIE (con su voz normal, a Caitlin): Yo seré la mamá.
STEPHIE (con la voz melosa de mamá): Está bien, cariño, bébete el biberón y sé una buena nena.
STEPHIE (susurrando): ¿Cómo que no te gusta?
CAITLIN (con voz de bebé): ¡No quiedo ed bibe!
STEPHIE (con la voz melosa de mamá): Bébetelo, corazón. ¡Te sentará bien!
Stephie representa tres papeles aquí: autor/productor, director e interpreta el papel de Mamá. A medida que va cambiando de uno a otro adquiere un tono distinto de voz.
CONTEXTO Y CONDUCTA
La «botella» con la que Stephie pretendía alimentar a Caitlin era un cilindro de madera. Los psicólogos del desarrollo están interesados en este tipo de fingimientos, pues parece constituir una avanzada forma simbólica de conducta, y sin embargo aparece muy pronto, antes de los dos años de edad.[11] Se ha escrito mucho acerca de las influencias del entorno que favorecen la aparición del fingimiento antes o después; y no es sorprendente que la atención se haya centrado en el papel de la madre de los niños. Los investigadores han descubierto que un niño participa en tipos más avanzados de fantasía cuando la madre participa en ellas con el niño.
Pero hay una trampa. Greta Fein y Mary Fryer, especialistas en juegos de niños, estudiaron la investigación y llegaron a la conclusión de que, aunque los niños juegan en un nivel más avanzado cuando lo hacen con sus madres, «la hipótesis de que las madres contribuyen a la complejidad posterior de los juegos no tiene ningún apoyo». Cuando la madre anima al niño a participar en fantasías elaboradas, el niño puede hacerlo; pero después, cuando el niño juega solo con un amigo, apenas importa qué tipo de juegos hacía con su madre.[12]
Otros psicólogos del desarrollo atacaron esa posición. Fein y Fryer respondieron diciendo que ellas «no intentaban menospreciar la importancia de los adultos en las vidas de los niños pequeños» y que no se habían dado cuenta con anterioridad de «lo profunda que es la creencia» en la omnipotencia de los padres. Pero ellas se mantienen firmes. Las pruebas indican que las madres influyen en el juego de los niños solamente mientras ambos juegan juntos. «Cuando la teoría no funciona —aconsejan Fein y Fryer—, hay que revisarla o cambiarla». Eso es exactamente lo que yo pienso.
Aprender a hacer cosas con mamá está bien y es bueno, pero el niño no transfiere automáticamente ese aprendizaje a otros contextos. Es una norma inteligente, porque lo que se ha aprendido con mamá puede revelarse inútil en otros contextos, o peor que inútil. Piensa, por ejemplo, en el caso de un bebé al que llamaré Andrew. La madre de Andrew sufría una depresión posparto, un padecimiento que no es infrecuente en los meses inmediatamente posteriores al parto. Era capaz de alimentar a Andrew y de cambiarle los pañales, pero no jugaba con él ni le sonreía a menudo. Cuando cumplió los tres meses, Andrew también mostraba señales de depresión. Cuando estaba con su madre apenas sonreía, y era menos activo de lo que los bebés de su edad suelen serlo: tenía la cara seria y se movía en silencio. Afortunadamente, Andrew no se pasaba todo el día con su madre, sino que también estaba en una guardería, y su cuidadora no estaba deprimida. Si hubieras visto a Andrew con su cuidadora, hubieras visto a un bebé diferente: sonriente y activo. Las caras sombrías y los movimientos ensordecidos que son comunes en los bebés de madres deprimidas son «consecuencia específica de su relación con sus madres deprimidas», según los investigadores que han estudiado a bebés como Andrew.[13]
Los diferentes comportamientos en contextos sociales distintos también se han advertido en niños mayores, en niños que ya caminan. Los investigadores han estudiado cómo los niños se comportan en casa (pidiéndoles a sus madres que rellenaran cuestionarios) y cómo se comportan en las guarderías (observándolos o preguntándoles a sus cuidadoras) y han descubierto que las dos descripciones de la conducta de los niños no coinciden. «Existe la posibilidad de que la conducta del bebé difiera sistemáticamente en el hogar y en la guardería», admite uno de los investigadores.[14]
HERMANOS Y HERMANAS
Damos por sentado que lo que los niños aprenden en la relación con sus madres puede no ayudarles a llevarse mejor con sus compañeros en el parvulario, pero ¿lo que aprenden en el trato con sus hermanos es transferible? Tú pensarías que sí, y yo hubiera pensado lo mismo. Pero si se piensa en ello dos veces, los niños probablemente entran con mejor pie si se pelean con sus compañeros. El niño que domina a sus hermanos menores en casa, puede ser el más pequeño de su clase en la escuela; el hermano menor dominado puede acabar siendo el mayor y más fuerte de la suya. He aquí lo que un grupo de investigadores tiene que decir al respecto:
No hay pruebas de diferencias individuales en las relaciones fraternales que se trasladan a las relaciones con los compañeros… Ni siquiera el segundogénito, que ha tenido la experiencia de estar dominado durante años por el hermano mayor, adopta un papel dominante con un compañero.[15]
Y he aquí lo que dice otro:
Pocas asociaciones significativas se hallaron entre las relaciones fraternales de los niños y las relaciones de camaradería… Los niños que se observó que eran competitivos y controladores con sus hermanos resultó, según sus madres, que tenían amistades muy positivas. Los niños cuyas madres informaban que tenían relaciones hostiles con sus hermanos, recibían una alta puntuación en amistades estrechas… En efecto, no deberíamos esperar que una relación competitiva y controladora respecto a los hermanos esté asociada con una conducta negativa y problemática con los compañeros.[16]
Excepto que tengan un gemelo, las relaciones de los niños con sus hermanos son desiguales. En la mayoría de los casos el mayor es el líder, y el más joven el seguidor. El mayor intenta dominar, y el más joven evitar la dominación. Las relaciones entre compañeros son distintas. Los compañeros son más iguales y a menudo más compatibles que los hermanos. Entre los niños estadounidenses, el conflicto y la hostilidad se dan más frecuentemente entre hermanos que entre compañeros.[17]
El conflicto entre los hermanos es el tema del libro de Frank Sulloway, Rebeldes de nacimiento, del que ya he hecho mención en el capítulo anterior. Según el punto de vista de Sulloway, los hermanos han nacido para ser rivales, y han de luchar para conseguir la mejor parte o, en el caso de los primogénitos, algo más que la mejor parte de los recursos familiares y del cariño de los padres. Los niños hacen esto, dice él, especializándose en diferentes cosas: si un espacio de la familia ya está ocupado, el siguiente hijo debe buscar el modo como ganarse la atención y la aprobación de los padres.[18]
No estoy en desacuerdo con esa teoría. Ni dudo tan siquiera de que a menudo la gente arrastra las rivalidades con ella hasta la vida adulta e incluso hasta la tumba. Mi tía Gladys y mi tío Ben se odiaron el uno el otro durante toda la vida. Lo que sí dudo es de que la gente lleve las emociones y las conductas que adquiere en sus relaciones fraternales a otras relaciones. Con alguien que no fuera mi tío Ben, mi tía Gladys era tan dulce y amable como la Cenicienta de mi libro de la infancia.
Las pautas de conducta que se adquieren en las relaciones fraternales ni nos ayudan ni nos entorpecen en nuestras relaciones con otras personas. No dejan señales indelebles en nuestra personalidad. Si lo hicieran, los investigadores serían capaces de ver sus efectos en los tests de personalidad que les pasan a los adultos: primogénitos y benjamines tendrían algo más que diferentes personalidades en la edad adulta. Como ya señalé en el capítulo anterior (véase además el Apéndice 1), los efectos del orden de nacimiento no aparecen en la mayoría de los estudios sobre la personalidad adulta. Aparecen, sin embargo, en la mayoría de estudios de una clase en particular: aquella en la que las personalidades de los sujetos son enjuiciadas por los padres o los hermanos. Cuando se les pide a los padres que describan a sus hijos, es muy probable que digan que su primogénito es más serio, metódico, responsable e inquieto que los nacidos después de él. Cuando a un hermano o a una hermana más jóvenes se les pide que describan al primogénito, la palabra que suele aparecer es «mandón». Conseguimos un retrato del modo como el sujeto se comporta en el hogar.[19]
En el hogar hay efectos del orden de nacimiento, eso es incuestionable, y creo que se debe a que es muy difícil atentar contra la fe que tiene la gente en que existen. Si observas a la gente con sus padres o sus hermanos, ves las diferencias que esperas ver. Los mayores parecen más serios, responsables y mandones. Los jóvenes se conducen de un modo más despreocupado. Pero así es como actúan cuando están juntos. Esas pautas de conducta no son cruces con las que tengamos que cargar durante toda la vida. Ni siquiera las llevamos al parvulario.
NO ABANDONAR NUNCA EL HOGAR SIN ELLO
Mi ejemplo favorito del fracaso a la hora de transferir una conducta de un contexto a otro tiene que ver con ser quisquilloso para comer, una queja muy común entre los padres de los niños pequeños. Tú pensarías que un mal comedor en un escenario concreto lo sería igualmente en otro distinto, ¿no es cierto? Sí, ha sido estudiado, y no, los investigadores han descubierto que no. Un tercio de los niños en una muestra sueca eran malos comedores en casa o en la escuela, pero solo un 8% lo era en ambos sitios.[20]
Ya, ya, ¿y qué pasa con ese 8%? Es verdad, he de admitir que te he estado engañando: la correlación entre las conductas en casa y en la escuela puede ser baja, pero no es cero. Mencioné otro ejemplo en el capítulo 2: los niños que se comportaban de forma odiosa con sus padres, pero no con sus compañeros, o viceversa. La correlación entre esas conductas odiosas en ambos escenarios era solo del 0,19%, lo cual significa que si ves cómo un niño se comporta con sus padres serías incapaz de predecir correctamente cómo se comportaría con sus compañeros. Sin embargo, la correlación no era cero; en efecto, estadísticamente era significativa.[21]
Significativa, pero sorprendentemente baja. Sorprendente porque, después de todo, se trataba del mismo niño en ambos contextos, el mismo niño con los mismos genes. Sabemos, por la investigación de la genética conductista, que rasgos de personalidad como la agresividad o la antipatía son heredables hasta en un 50%. Eso significa que una porción considerable de la personalidad de un niño (el porcentaje exacto no es importante) es innata, no adquirida a través de la experiencia. Los niños que tienen una tendencia definida a ser desagradables llevan esa tendencia consigo donde quiera que vayan, de un contexto social a otro.[22] Lo que hemos aprendido puede relacionarse con el contexto donde lo hemos adquirido; pero no podemos desprendernos de aquello con lo que hemos nacido.[23] El niño que es un mal comedor tanto en casa como en la escuela puede tener alergias a los alimentos o un delicado sistema digestivo. Así pues, el hecho de que algunos niños sean quisquillosos tanto en casa como en la escuela, y que algunos niños sean desagradables tanto con sus padres como con sus compañeros podría deberse a efectos genéticos directos.
Los efectos genéticos indirectos —los efectos de los efectos de los genes— pueden conducirnos también a transferir la conducta de un contexto a otro. El caso de Cenicienta era inusual: su encanto la ponía en peligro siempre que estaba a poca distancia de su madrastra. Solo en el mundo exterior a la casa era su encanto una ventaja. La mayoría de las niñas encantadoras descubren que su belleza es una ventaja donde quiera que vayan.[24] La mayoría de las niñas del montón descubren que serlo es una desventaja en cualquier contexto social. Quizá algunos de los niños que son odiosos con los padres y con los compañeros sean niños con escaso atractivo físico que han desistido de la idea de ser amables, porque no funciona con nadie. O quizá nacieron con esa predisposición desagradable que convierte sus relaciones con los demás en algo problemático. Un temperamento desagradable puede ser una fuente de problemas directa e indirectamente: directamente porque hace que el chico responda desfavorablemente a otras personas; indirectamente porque hace que otras personas respondan desfavorablemente a esos niños.[25]
CAMBIO DE CÓDIGO
La transferencia de una pauta de conducta de un contexto a otro, debido a los efectos genéticos, es, para mí, un inconveniente enojoso a la hora de desarrollar mi argumentación, porque yo estoy tratando de convencerte de que los niños aprenden por separado, en cada uno de los contextos, cómo comportarse en ellos. Pero la conducta social es complicada. Está determinada en parte por las características con las que nacen las personas, y en parte por las experiencias que tienen tras haber nacido. La parte innata les acompaña donde quiera que vayan y tiende a difuminar las distinciones entre contextos sociales. Para resolver este problema, prestaré atención a una conducta social que se adquiere enteramente a través de la experiencia: el lenguaje.
Quizá debería matizar esa afirmación. El lenguaje se adquiere a través de la experiencia; pero sin embargo es algo innato. Es una de las cosas que heredamos de nuestros ancestros, pero no varía entre los miembros normales de nuestra especie, como los pulmones y los ojos o la habilidad para caminar de forma erecta. Cada bebé nace con un cerebro normal que está equipado con la habilidad y el deseo de aprender una lengua. Lo único que determina el entorno es cuál será el lenguaje que se haya de aprender.[26]
En Norteamérica y en Europa damos por supuesto que debemos enseñar a nuestros bebés cómo comunicarse a través del lenguaje. En efecto, consideramos que esa es una de las tareas más importantes de los padres. Comenzamos las lecciones de enseñanza de la lengua muy temprano: comenzamos a hablarles a nuestros hijos apenas acaban de salir del útero, si es que no lo hacemos antes. Animamos todas sus manifestaciones orales y celebramos enormemente sus «mamás» y «papás». Les hacemos preguntas y esperamos sus respuestas; si no responden, contestamos nosotros mismos a las preguntas. Si cometen un error gramatical, rehacemos sus frases y se las construimos bien. Les hablamos con frases cortas y claras acerca de aquello que les interesa.
Animados de ese modo, por no decir aguijoneados, nuestros bebés empiezan a hablar cuando apenas han cumplido un año, y hablan con frases sencillas cuando apenas tienen los dos. A la edad de cuatro años son ya hablantes bastante competentes.
Ahora te pido que imagines a un niño que sale de su casa por primera vez a la edad de cuatro años y que descubre —como le pasó a Cenicienta— que fuera todo es diferente. En ese caso, lo diferente es que todo el mundo habla una lengua que él no puede entender y que nadie puede entender el lenguaje de él. ¿Se sorprenderá? Probablemente no, a juzgar por la reacción de los bebés que aprendieron a hacer girar el móvil al mover un pie. Si cambias el protector de la cuna ya están en un mundo diferente. Ellos asumen que ese mundo nuevo tiene nuevas reglas que, sin embargo, han de ser aprendidas.
Los niños de padres inmigrantes, como los niños de la pareja rusa que dirigía la pensión en Cambridge (descrita en el capítulo 1), están exactamente en esa situación. Aprenden cosas en casa —sobre una lengua, pero también otras cosas— que resultan ser inútiles fuera del hogar. Imperturbables, aprenden las reglas de su otro mundo. Aprenden, si es necesario, incluso una nueva lengua.
Los niños tienen un gran deseo de comunicarse con otros niños, y ese deseo sirve de poderoso incentivo para aprender una nueva lengua. Un psicolingüista cuenta la historia de un niño estadounidense de cuatro años, hospitalizado en Montréal, que intentaba hablar con su compañera de habitación. Cuando sus repetidos intentos de dirigirse a ella en inglés se revelaron inútiles, intentó comunicarse con ella usando las pocas palabras que sabía en francés, apenas unas cuantas sílabas sin sentido: «Aga dudú bubú petit garçon?». Un padre italiano que vivía en Finlandia con su mujer, sueco-hablante, y su hijo cuenta cuando llevó a su hijo de tres años a un parque y el niño quiso jugar con unos niños que hablaban en finés. Corrió a su encuentro gritando las únicas palabras de finés que había aprendido: «Yksi, kaksi, kolme… yksi, kaksi, kolme», que significa «uno, dos, tres».[27]
Estas aproximaciones alocadas son practicadas principalmente por los niños pequeños; los mayores es más probable que inicien la relación con una estrategia tipo «cuanto menos hables, menos te equivocas o antes sales del paso». Los investigadores estudiaron a un niño de siete años —le llamaré Joseph— que se trasladó con sus padres desde Polonia a la zona rural de Missouri. En la escuela, Joseph escuchaba muy quieto durante varios meses, observando a los otros niños para encontrar la clave de lo que la profesora estaba diciendo. Con los niños de su barrio se atrevía más a cometer errores y empezó a practicar su inglés con ellos casi inmediatamente. Al principio, el habla de Joseph sonaba como el de un bebé —«yo hoy escuela»—, pero en el plazo de unos pocos meses ya hablaba un inglés aceptable y, al cabo de dos años, lo usaba como un nativo, con apenas un ligero acento. Acento que, de hecho, acabó desapareciendo; incluso aunque él seguía hablando polaco en su casa.[*][28]
Es muy usual que los hijos de los inmigrantes usen su primera lengua en casa y la segunda fuera de ella. Dales un plazo de un año en el nuevo país y cambiarán de una a otra lengua tan fácilmente como yo paso de un programa a otro en mi ordenador. Salen de casa, conectan el inglés. Vuelven a casa, encienden el polaco. Los psicolingüistas lo llaman el cambio de código.
Las personalidades alternas de Cenicienta son un ejemplo de otra clase de cambio de código. Sale de la casa, se muestra hermosa y actúa de forma encantadora. Vuelve a la casa, parece del montón, y actúa humildemente. Si ella hubiera hablado una lengua dentro de su casa y otra fuera, como lo hacía Joseph, eso no hubiera sido sino una diferencia más entre la casa y el exterior. Dominar el bilingüismo es probablemente más fácil para un niño que cambiar de parecer encantadora a parecer del montón.
El cambio de código es algo parecido a tener dos almacenes separados en la mente, cada uno de los cuales contendría lo que se aprende en un contexto social particular. Según Paul Kolers, un psicolingüista que ha estudiado el bilingüismo en los adultos, el acceso a determinado almacén puede requerir un cambio al lenguaje usado en ese contexto. Como ejemplo, él menciona a un colega suyo que se había trasladado desde Francia a Estados Unidos a la edad de doce años. Ese hombre hacía la aritmética en francés y el cálculo en inglés. «Las actividades mentales y la información aprendida en un contexto no están necesariamente disponibles para ser usadas en otro distinto —explica Kolers—. A menudo tienen que ser aprendidas de nuevo en un segundo contexto, aunque quizá con menor esfuerzo y en menor tiempo.»[29]
No es solo el aprendizaje libresco lo que se guarda en almacenes separados. «Mucha gente bilingüe —informa Kolers— dice que piensa de forma diferente y responde con emociones diferentes ante la misma experiencia en sus dos lenguas». Si usan exclusivamente una lengua en casa y la otra exclusivamente fuera de ella, el lenguaje del hogar se vincula a los pensamientos y emociones vividos en el hogar; la otra, a los pensamientos y emociones vividos fuera de casa. En casa, Cenicienta pensaba de sí misma que no tenía ningún valor; fuera de casa pensaba que podría hacer amigos e influir en la gente. Una Cenicienta bilingüe podría estar fregando suelos si el príncipe se hubiera dirigido a ella con la lengua que usaba en casa con su madrastra.
Los teóricos de la personalidad no le prestan mucha atención al lenguaje. Y sin embargo el lenguaje, el acento y el vocabulario son aspectos de la conducta social, exactamente igual que rasgos de personalidad tales como la agresividad o la simpatía. Al igual que otros aspectos de la conducta social, el lenguaje que usa una persona es sensible al contexto, y esto es válido tanto para las personas bilingües como para las monolingües. William James dijo que una persona «muestra un lado diferente de sí misma» en cada contexto social distinto, y dio como ejemplo el de los jóvenes que reniegan como piratas cuando están con sus amigos y luego son «la mar de recatados con sus padres y sus profesores». Un estudiante de instituto contaba esta anécdota acerca de una de sus compañeras:
Una chica de mi escuela iba caminando por el vestíbulo y recordó que se había olvidado de algo. «¡Oh, Dios!», exclamó. Pero así que miró a su alrededor y vio a sus amigas, dijo: «¡Ho… stias!…, quiero decir».[30]
Los padres y los profesores de la chica realizan semejantes adaptaciones de su conducta verbal. No usan el mismo vocabulario o la misma estructura de frase cuando están hablando a una adolescente que cuando están hablando a un niño de dos años.
Y lo mismo sucede si hablan con el mecánico del coche o con su médico.
Aunque es una conducta social, el lenguaje tiene la ventaja de estar libre de complicaciones genéticas que son una auténtica plaga en otras clases de conductas sociales. La tendencia a ser agradable o agresivo es en parte genética, pero la tendencia a hablar polaco en vez de inglés o a usar tacos con alguna gente y no con otra depende absolutamente del entorno.[31]
LENGUAJE Y CONTEXTO SOCIAL
El cambio de código es un ejemplo extremo; la mayoría de los almacenes mentales de los niños tienen alguna pérdida. Después de todo, llevan sus recuerdos con ellos allá donde vayan, de uno a otro contexto. Un niño que sale de su casa a los cuatro años y descubre que la gente fuera de casa habla el lenguaje que él ha aprendido en casa no lo tiene que aprender de nuevo, aunque se puede mostrar cauto antes de usarlo por primera vez fuera de casa. Para la mayoría de los niños, el entorno del hogar y el entorno exterior no tienen paredes de acero que los separen. Los padres van a la escuela para ver a sus hijos actuar en representaciones y para entrevistarse con los profesores. Los niños revelan facetas de la vida de su casa cuando hacen redacciones como: «Mis vacaciones de verano». Y también invitan a los amigos de la escuela a sus fiestas de cumpleaños, en casa.
Cuando William James hablaba de la «división del hombre en varios yoes», sostenía que había dos tipos de divisiones: armoniosa, como la ejemplificada por el hombre que es tierno con sus niños, pero severo con sus prisioneros; y discordante, «en la que uno tiene miedo de dejar que un grupo de conocidos sepan cómo es él en otros sitios». La división de Cenicienta era discordante: tenía miedo de que su madrastra la viera tal como se manifestaba fuera de casa. Algunos psicólogos y psiquiatras creen que los abusos y malos tratos severos en la infancia pueden conducir a padecer el síndrome de la personalidad múltiple, el fenómeno de «las tres caras de Eva». Las conexiones entre los almacenes mentales se rompen, o no llegan a formarse, y cada personalidad acumula sus propios recuerdos y fracasa a la hora de compartirlos con las otras personalidades.[32]
La mayoría de los niños no se arriesgan a ser castigados si ellos revelan parte de su conducta fuera de casa a sus padres. Pero es común que los niños actúen como si fueran a recibir un terrible castigo si revelan aspectos de su vida en familia fuera de casa. Philip Roth, en su novela El lamento de Portnoy, cuenta una anécdota que tiene todos los visos de ser autobiográfica. Alexander Portnoy —el hijo de la primera generación de judíos estadounidenses que habla inglés abundantemente, salpicado con palabras yiddish— describe un incidente de su infancia:
Yo era ya el niño mimado del primer curso, y en cada competición escolar se esperaba que ganara sin ningún esfuerzo, cuando una profesora me pidió una vez que identificara una imagen de lo que yo sabía perfectamente que mi madre llamaba una «espátula». Pero por nada del mundo fui capaz de acordarme de la palabra en inglés. Tartamudeando y sofocado, me senté derrotado en mi silla, no tan sorprendido como mi profesora, pero sí muy agitado, en un estado que recordaba al tormento, en ese caso particular de algo tan monumental como un utensilio de cocina.[33]
Alexander pensó que «espátula» era una palabra yiddish —una palabra hogareña, una palabra familiar—, y él prefería pasar cualquier vergüenza antes que usarla en público. Yo tuve una experiencia similar en cuarto curso cuando use la palabra meñique para referirme a mi dedo pequeño. La chica con quien estaba hablando (no una amiga íntima) me preguntó: «¿Qué has dicho?», y a mí me entró el pánico. Había cometido un error fatal: meñique debía de ser una palabra familiar. La chica volvió a preguntar: «¿Qué dijiste?». «Nada», murmuré yo. Ella insistió más y yo me avergoncé más y más, pero me negué a decirle lo que había dicho. Años más tarde me di cuenta de que ella también debía de estar insegura acerca del estatus de la palabra meñique, y estaba intentando averiguar si era una palabra de uso legítimo fuera del hogar.
Joseph hablaba en polaco con sus padres y en inglés con sus profesores, sus compañeros de clase y sus amigos. Pero a veces sus amigos iban a su casa para jugar con él y él les hablaba en inglés, así se introdujo el inglés en ese espacio familiar. O quizá, como le ocurría a Alexander Portnoy, le avergonzaba usar la lengua de su casa fuera de ella, por lo que cuando iba a comprar con sus padres se dirigía a ellos en inglés. Comience como comience, los niños de los inmigrantes a países angloparlantes acaban llevando el inglés a sus casas y hablándolo a sus padres. Así describe cómo se comunicaba con su madre el hijo de unos emigrantes coreanos: «Ella solía hablarme en coreano y yo le contestaba en inglés». Y un antropólogo explica por qué los judíos inmigrantes de la Europa oriental fracasaban a la hora de transmitir sus lenguas a sus hijos: «Hablaban en yiddish a sus niños y los niños contestaban en inglés».[34] Lo mismo sucede, a menor escala, en hogares en los que todos hablan inglés: yo me he hartado de escuchar cómo se quejan muchos estadounidenses nativos de que sus hijos vuelvan a casa hablando con el acento grosero y descuidado de sus compañeros.
Si los padres inmigrantes insisten en que sus hijos se dirijan a ellos en su lengua nativa —es decir, en la lengua nativa de los padres—, los niños lo hacen; pero su nivel de comunicación en esa lengua será siempre muy infantil. Sin embargo, su habilidad para comunicarse en la lengua de fuera de casa continuará creciendo. Este es el testimonio de una joven chinoamericana, hija de inmigrantes, que fue a Harvard:
Nunca he hablado de literatura o de filosofía con mis padres. Hablábamos acerca de la salud, el tiempo o de la comida de ese día; todo en cantonés, pues ellos no hablan inglés. Mientras estuve en Harvard, me quedé sin palabras para comunicarme con mis padres. Literalmente no disponía de vocabulario en cantonés para explicarles los cursos que hacía ni cuál era mi campo de especialización.[35]
Muchos padres inmigrantes ven cómo sus niños pierden la lengua y la cultura de su lugar de origen y tratan por todos los medios de evitarlo. El periódico local recogió una historia acerca de una mujer de Bengala Oeste, en la India, que abrió una escuela de lenguaje bengalí para sus hijos y los de otros inmigrantes de la misma lengua.
Como muchos inmigrantes, Bagchi desea que sus niños comprendan su pasado cultural. Para conseguirlo, cree ella, los niños deben ser hablantes fluidos de bengalí, la lengua nativa de sus padres y una de las quince lenguas habladas en la India. Pero aprender una lengua no es fácil si estudias solamente unas horas a la semana. La escuela, la televisión y los grupos de compañeros facilitan la inmersión de los niños en el inglés, y a pesar de los mejores esfuerzos de ambos, padres e hijos, resulta un gran desafío convertirse en hablantes fluidos del idioma de los padres. «Sueñan en inglés, no en bengalí», dice Bagchi al describir a los niños bengalíes nacidos en Estados Unidos.[36]
Sueñan en inglés. Es decir, no hay diferencia alguna en si la primera lengua que aprendieron de sus padres fue el inglés o el bengalí. El inglés se ha convertido en su «lengua nativa». Joseph solo habló polaco durante sus siete primeros años de vida, pero si él continúa en Estados Unidos, su «lengua nativa» no será el polaco. Cuando sea adulto, pensará en inglés, soñará en inglés y contará en inglés. Puede que hasta haya olvidado el polaco por completo.
Los padres no tienen que enseñar a sus hijos la lengua de su comunidad. Por duro que parezca, los padres no tienen que enseñar a sus hijos ninguna lengua en particular. Las lecciones lingüísticas que impartimos a nuestros bebés y a nuestros niños son una peculiaridad de nuestra cultura. En partes del mundo donde la gente vive siguiendo los viejos esquemas tradicionales de vida, los padres no dan ningún tipo de lecciones, y apenas conversan con sus niños. Consideran que aprender la lengua es tarea de los hijos, no de los padres. Según el psicolingüista Steven Pinker, las madres en muchas sociedades «no les hablan a sus hijos prelingüísticos, excepto para ciertas peticiones o reprimendas. Pero eso no es razonable. Después de todo, los niños pequeños no pueden entender ni una palabra de lo que dices. Luego, ¿por qué perder el tiempo en soliloquios?».
Comparados con los niños occidentales, los niños de dos años en esas sociedades tradicionales parecen sufrir un gran retraso en su desarrollo lingüístico, pero al final el resultado es el mismo: todos los niños acaban siendo practicantes competentes de su lengua.[37]
Estás pensando que sí, pero también en que aunque la madre no le hable al niño, el bebé la oye hablando con otra gente. Es verdad. Pero incluso es prescindible. Hay una vieja historia, narrada por el historiador griego Herodoto, acerca de un rey que quería descubrir qué lengua hablaría un niño si se le dejara a su aire. Hizo que un par de niños fueran criados en una solitaria cabaña por un pastor y le dio a este órdenes precisas para que nadie hablara con ellos ni ellos oyeran la voz de nadie. Dos años después, visitó a los niños y ellos corrieron a su encuentro diciendo algo que sonaba como bekos, que es la palabra frigia para pan. El rey llegó a la conclusión de que el frigio debía de haber sido el primer lenguaje del mundo.[38]
¿Te chocaría saber que en Estados Unidos hay miles de niños que son criados de esa forma? No, no se trata de un experimento. Son bebés nacidos en parejas que padecen sordera total. La mayoría de sordos se casan con otros sordos, pero más del 90% de los niños nacidos de esas uniones oyen perfectamente. Esos bebés se pierden algunas de las experiencias que consideramos cruciales para el normal desarrollo de un niño. Nadie acude cuando lloran por miedo o de dolor. Nadie les anima a proferir sus grititos ni celebra sus «mamás» y «papás». Hoy en día, la mayoría de padres sordos usan el lenguaje de los signos para comunicarse con sus hijos que sí oyen; pero hubo un período en que no se veía bien el uso del lenguaje de signos, y durante ese período los padres sordos no se comunicaban con sus niños pequeños de ningún modo, excepto los más rudimentarios. Y sin embargo esos niños no sufrieron ningún daño irreversible. A pesar del hecho de que no podían aprender la lengua de sus padres, acabaron siendo competentes hablantes del inglés. No les preguntes cómo lo aprendieron; no pueden recordarlo y la mayoría de ellos considera que es una pregunta ofensiva. Tengo para mí que lo aprendieron del mismo modo que Joseph.[39]
Es difícil que los investigadores de la socialización estudien familias en las cuales los padres hablen polaco o bengalí, y mucho menos familias en las que los padres se comunican solo a través de los signos. No les preocupa cómo y dónde adquieren los niños su lengua, porque es una constante: todos los padres de los estudios hablan inglés, y los niños también, así que los investigadores dan por sentado que los niños deben haberlo aprendido de sus padres. Presunciones de ese estilo las hacen extensivas a otros aspectos de la socialización. Se equivocan respecto del lenguaje y yo creo que también en lo referente a otros aspectos de la socialización. El bilingüismo es simplemente el más conspicuo marcador de la socialización en un contexto específico, una socialización que está íntimamente vinculada a él.
UN LUGAR PARA CADA COSA Y CADA COSA EN SU LUGAR
Como sugiere la historia de la espátula, los niños parecen estar motivados para mantener separadas sus dos vidas. Los malos tratos a los niños suelen pasar inadvertidos a menudo porque a los niños no les gusta hablar de ello cuando están fuera de casa. No quieren que nadie sepa que su casa es distinta, que su madrastra les pega y les obliga a barrer el suelo. Inversamente, a veces los niños en edad escolar no suelen decirles a sus padres que han sido víctimas de algún abuso en el patio de recreo. Yo fui una marginada social durante cuatro años en mi infancia —ninguna de mis compañeras quería dirigirme la palabra— y mis padres no lo supieron jamás.
Pero la motivación para mantener la vida familiar sin filtraciones de ningún tipo es superior a la de mantener el mundo exterior también sin filtraciones, y es especialmente superior en aquellos que tienen la sospecha de que sus hogares no son del todo normales en algún aspecto. Si la madre bebe, los padres se tiran los trastos o el padre es inválido, los niños no quieren en modo alguno que nadie lo sepa. Los hijos de los inmigrantes podrían no invitar a sus compañeros a casa a jugar con ellos. El niño cuyos padres se ganan mejor la vida que sus vecinos puede que guarde tan ansiosamente ese secreto como el hijo de los padres que se la ganan peor: lo que odian es ser diferentes de sus compañeros.
A fin de saber lo que ha de ser ocultado, los niños necesitan algún tipo de aprendizaje para saber si sus hogares caen o no dentro de la normalidad. Un modo de hacerlo es la televisión; sin embargo, eso solo funciona si las familias que ellos ven en la televisión no son demasiado distintas de las familias que ven en su vecindario. Si las diferencias son demasiado grandes, entonces los niños deben basar sus conceptos de lo que es una familia normal en lo que aprenden de sus amigos y sus compañeros de escuela.
Conseguir información de los amigos y compañeros puede ser difícil. Los esfuerzos mutuos de un par de niños por averiguar algo acerca de las familias respectivas pueden fracasar porque ambos temen que tienen algo que esconder, que es lo que me sucedió a mí cuando usé la palabra meñique con mi compañera. Pero los niños tienen una manera muy inteligente de sortear este problema: juegan a las casitas. Jugando a las casitas los niños pueden desarrollar, en común, una idea de cómo es una familia normal y, al mismo tiempo, limitar los riesgos: después de todo, no es más que un juego.
¿Has escuchado alguna vez a los niños jugar a las casitas o a algún juego de representación similar? Las familias que describen parecen sacadas directamente de Médico de familia. ¡Puros estereotipos! Un psicólogo del desarrollo grabó este anuncio hecho por un pequeño cuando representaba la figura del padre: «Vale, ya he acabado con el trabajo, cariño. He traído a casa mil dólares». La chica que representaba a la madre estaba encantada. Pero un pequeño que quería preparar la cena recibió el firme aviso de su compañera de juegos: «Los papás no cocinan». Otra niña insistía en que las chicas tenían que ser enfermeras —solo los chicos podían ser médicos—, aunque su propia madre era médico.[40]
Aparte de ser sexistas, los padres representados en el juego de las casitas son curiosamente benignos. Pueden pelear entre sí y regañar a su «pequeña», pero rara vez van más allá de eso. No es que los niños rehúyan las representaciones de la violencia, antes al contrario. Como los investigadores lona y Peter Opie observaron: «En estos juegos se secuestra a los niños para comérselos, y la mutilación es aceptada casi como un lugar común».[41] Pero en los juegos de violencia fingida, los villanos son brujas, monstruos o ladrones, y los niños mismos a menudo pretenden ser huérfanos, lo cual explica por qué papá y mamá no están cerca para protegerlos. Si sus padres reales los dejan de lado o abusan de ellos, es precisamente lo último que quieren que sepan sus amigos.
Los niños quieren desesperadamente ser normales, y parte de esa normalidad es tener unos padres normales. Si sus padres son distintos, del modo que sea —y casi todos tienden a ser diferentes de alguna manera—, los niños tienden a ocultar esa diferencia embarazosa a sus compañeros. El escritor de humor Dave Barry ha captado muy bien ese sentimiento:
Después de los comedores, estábamos fuera de la escuela, de pie, esperando a que nuestros padres vinieran a recogernos. Cuando mi padre apareció, llevando su sombrero tipo caniche y conduciendo su Nash Metropolitan —un coche ridículamente diminuto que recuerda a esos coches que hay en las grandes superficies y que funcionan con monedas, excepto que el Metropolitan parece más estúpido y tiene menos motor aún— yo me quería fundir. Era igual que si me recogiera un platillo volante pilotado por un alienígena extravagante, con múltiples tentáculos y babeante que llevara puesto un sombrero ruso. Estaba horrorizado por lo que mis compañeros pudieran pensar de mi padre. Nunca se me había ocurrido pensar que ellos ni siquiera se hubieran fijado en él, porque estaban demasiado horrorizados por sus propios coches.[42]
Los padres pertenecen al hogar y cuando salen de él ponen nerviosos a los niños. Al margen de lo embarazoso del asunto, a los niños se les hace duro saber en qué contexto están y qué reglas se supone que han de seguir. Ellos no son conscientes de ello, por supuesto; el contexto casi siempre afecta a la conducta a un nivel que no es accesible, por lo general, a la mente consciente. Hasta que no se llega a la adolescencia o a la edad adulta, no se da uno cuenta del modo como su conducta varía en función del contexto social en que se halle. Quizá haya personas con las que no te guste estar porque a ti no te gusta tu propio modo de actuar cuando estás con ellas.
Los jóvenes descritos por William James eran «bastante recatados delante de los padres y de los profesores», pero se comportaban de modo muy distinto cuando estaban entre ellos. Actúan según les han enseñado a hacerlo sus padres y profesores, pero solo en los contextos en que ambos, padres y profesores, están incluidos. Es difícil enseñar a tu perro a no dormir en el sofá cuando tú no estás por allí cerca, porque lo que le estás enseñando es que se aleje del sofá cuando tú estás presente. Cuando tú no estás en casa, nadie le da ningún golpe por subirse al sofá.[43]
Hace setenta años, un par de adelantados en el campo de la psicología del desarrollo probaron la capacidad de los niños para resistir la tentación. Les daban a los niños las posibilidades de engañar o de robar en una variedad de escenarios: en casa, en el aula, en una competición atlética; solo o en presencia de compañeros. Descubrieron que los niños que eran honrados en un contexto no lo eran necesariamente en otros. El niño que era honrado en casa, podía mentir o engañar en el aula o en el campo de atletismo.[44]
Cuando los niños o los adolescentes se comportan mal fuera de sus casas, se habla de ellos como seres insociables y se censura a sus padres por ello. Según la creencia tradicional en la crianza y educación de los hijos, es trabajo de los padres socializar al niño. Pero si el niño fracasa a la hora de transferir a otros contextos sociales lo que sus padres le enseñan, la culpa no es de sus padres.
¿LE GUSTA MANIFESTARSE A LA PERSONALIDAD REAL?
Los bebés nacen con ciertas características, ciertas tendencias a comportarse de uno u otro modo. Puede que tengan una tendencia, por encima de la media, a ser físicamente más activos, buscar la compañía de los demás o enfadarse. Esas tendencias innatas son incorporadas y modificadas por el entorno, es decir, por cada uno de los entornos del niño, separadamente.
La personalidad tiene dos componentes: un componente innato y otro ambiental. La parte innata te acompaña siempre donde quiera que vayas e influye, hasta cierto punto, en tu conducta en cada contexto. El componente ambiental es específico del contexto en el que lo adquieres. Si tus padres te hacen sentirte despreciable, esos sentimientos están asociados con el contexto social en el que tus padres te hicieron sentirte así. Los sentimientos de minusvalía se asociarán con contextos de fuera del hogar si la gente con la que te has encontrado fuera de casa te ha hecho sentirte también así.
La estabilidad de la persona a través de los contextos sociales depende en parte de lo semejantes o diferentes que hayan sido los distintos contextos de una persona. Los dos contextos sociales de Cenicienta eran inusualmente divergentes, por lo que hubo una variación mayor de la normal en su personalidad. Pero alguien que la encontrara después de que el príncipe la llevara de nuevo al castillo ignoraría eso. Verían solo su personalidad fuera del hogar.
Los psicólogos que estudian la personalidad adulta suelen evaluarla comúnmente mediante un test de personalidad que reparten entre los sujetos, una lista estandarizada de afirmaciones autodescriptivas, con cada una de las cuales el sujeto debe estar de acuerdo o en desacuerdo. En la mayoría de los casos los sujetos son estudiantes de universidad y el test se pasa en un aula o en un laboratorio universitario. Así pues, lo que el test está midiendo es la personalidad de los alumnos de universidad, junto con algunos pensamientos o emociones asociados con esa clase en particular o ese laboratorio. Si se les vuelve a dar el mismo test meses más tarde, para medir la coherencia a lo largo del tiempo, se vuelve a repartir de nuevo en un aula o en el laboratorio, por lo general los mismos. El sujeto puede estar de mejor o peor humor esta vez, pero básicamente es la misma personalidad, con las mismas emociones y pensamientos asociados, de ahí que los resultados sean razonablemente coherentes.
El psicólogo de la personalidad James Council dio a los estudiantes de universidad un test concebido para medir su habilidad para dejarse absorber por actividades imaginativas. Después trató de hipnotizarlos. Los sujetos que alcanzaron mayor puntuación sobre la concentración fueron más fácilmente hipnotizados, pero solo si él los intentaba hipnotizar en la misma aula donde habían hecho el test sobre la concentración. Cuando el test se pasó en una habitación y el hipnotismo se hizo en otra, no se dio una correlación significativa entre los dos. En un segundo experimento, Council les pidió a los sujetos que llenaran un cuestionario sobre experiencias traumáticas de infancia, como abusos sexuales o malos tratos físicos. Luego, inmediatamente después, hicieron un test de personalidad concebido para buscar señales de problemas emocionales. Había una significativa correlación entre los informes sobre los traumas de infancia y las señales de problemas emocionales. Pero cuando Council probó lo mismo con un grupo diferente de sujetos, dándoles primero el test de personalidad, esa correlación desapareció. Hacer un test sobre los traumas evocaba pensamientos y sentimientos desagradables, y se asociaban con el lugar donde se hacía el test. Los efectos de esos pensamientos y emociones desagradables podían ser detectados en un test de personalidad si se les pasaba después del test sobre los traumas infantiles y en el mismo escenario. Council cree que esos «efectos del contexto» ponen en cuestión «la validez de una buena parte de la investigación sobre la personalidad».
Digamos que deseas demostrar que los traumas de infancia llevan a problemas emocionales en la edad adulta. Un modo de hacerlo es seguir el método usado por Council: recordarles a los sujetos el trauma y entonces, inmediatamente después y en la misma habitación, pasarles el test de personalidad. Pero incluso un método mejor es llevarles al lugar donde experimentaron el trauma y hacerles pasar el test de personalidad allí. Lo que demostrarás, sin embargo, no será el poder de los traumas infantiles para confundir las mentes de las personas, sino el poder del contexto.
Cuando los genetistas conductistas estudian la personalidad adulta, les pasan los tests a sus sujetos en aulas o laboratorios. Les parece que los hogares en los que esos sujetos han crecido tienen poco o ningún efecto sobre las personalidades adultas. Si los genetistas conductistas quieren encontrar efectos del entorno hogareño, deberían llevar a sus sujetos a los hogares en que han crecido y pasarles el test en ellos. Pero lo que demostrarán no será el poder de la niñez del hombre para influir en la personalidad del adulto, sino el poder del contexto.
Si nunca vuelves a casa, la personalidad que adquiriste allí puede haberse perdido para siempre. Después de que Cenicienta se casara con el príncipe ella nunca volvió a la casa de su madrastra. Su personalidad autorreprimida de la casa de su madrastra quedó atrás para siempre, junto con la escoba y los harapos.
La mayoría de la gente suele volver a casa. Y en el momento en que atraviesan la puerta de entrada y oyen la voz de su madre desde la cocina: «¿Eres tú, cielo?», la vieja personalidad que pensaron que habían superado regresa de nuevo para apoderarse de ellos. En el mundo exterior son hombres y mujeres que han alcanzado el éxito, y el reconocimiento social; pero vuelve a sentarlos en el comedor familiar y enseguida estarán discutiendo y gritando otra vez, exactamente igual que antes, cuando tenían la costumbre de hacerlo. No es de extrañar que tanta gente odie regresar a casa por vacaciones.
CARNE DE MITO
Una de las razones por las que tiendes a no creerme cuando yo te digo que la creencia tradicional en la crianza y educación de los hijos es un mito es que hay muchas pruebas para demostrarlo. ¡Si es que tú puedes ver con tus propios ojos que los padres tienen un efecto sobre sus hijos! Y los investigadores de la socialización han reunido montañas de datos para probarlo.
Sí, pero ¿dónde lo viste y dónde los reunieron? Tienes razón en que los padres tienen un efecto sobre los hijos, pero ¿qué pruebas tienes de que esos efectos perduran cuando los padres ya no están cerca? El niño que se comporta de forma desagradable y odiosa en presencia de sus padres, puede ser la mar de recatado ante sus compañeros de clase y sus profesores.
Gran parte de las pruebas usadas por los investigadores de la socialización para apoyar su creencia en la concepción tradicional de la crianza de los hijos consisten en la observación de la conducta de los niños delante de sus padres, o se basa en cuestionarios acerca de la conducta de los hijos rellenados por las madres. Los investigadores quieren demostrar efectos del entorno hogareño —tras un divorcio, por ejemplo—, y entonces observan a los niños en la casa, un hogar donde han sucedido recientemente un montón de cosas desagradables. Peor aún, les piden a los padres —en modo alguno observadores a los que tú llamarías imparciales, especialmente tras la confusión de un divorcio— que rellenen cuestionarios acerca de la conducta de los niños. Con toda probabilidad, esos métodos muestran a menudo que los hijos de padres divorciados están en peor forma que aquellos cuyos padres siguen casados. Si las observaciones se hacen fuera de casa, lejos de los padres, las diferencias entre los hijos de divorciados y de no divorciados se reducen al mínimo, hasta desaparecer casi por completo. (Sin embargo, algunas diferencias persisten y pueden ser detectadas en la edad adulta. Volveré sobre este tema de los hijos de padres divorciados en el capítulo 13.)[45]
Los efectos del contexto son un serio problema para la psicología del desarrollo. Producen correlaciones que no significan lo que los investigadores creen que significan o lo que ellos quieren que signifiquen. Las correlaciones pueden aparecer tanto en el laboratorio como en casa. Los niños mayores y los adolescentes son entrevistados a menudo o se les pide que rellenen cuestionarios en las aulas de la escuela o en el laboratorio. Este es un método que siguen a menudo los investigadores sobre el estilo de paternidad: les dan a los niños un test de personalidad o un cuestionario acerca de los tipos de problemas en los que se han visto envueltos últimamente y otro cuestionario preguntándoles cómo les tratan sus padres.[46] Ahora no solo tenemos un efecto del contexto (porque los niños llenan ambos cuestionarios en el mismo escenario), sino también lo que podríamos llamar un «efecto persona»: la misma persona que te está diciendo que se fumó cuatro porros esa semana y que cateó un examen de mates, te está diciendo también lo gilipollas que son sus padres. Un equipo de investigadores comprobó a sus sujetos. Les dieron a los adolescentes un cuestionario en el que les preguntaron acerca de los métodos educativos seguidos por sus padres; y el mismo cuestionario se les pasó a los padres. La correlación entre los resultados de los padres y los de los hijos era solo del 0,07. Dicho de otra manera, no había acuerdo de ninguna clase.[47] Y, sin embargo, los investigadores de la socialización aceptan plenamente las descripciones de los niños (y las de los padres) de lo que sucede en sus casas y usan datos de ese tipo como apoyo para sus teorías.
La investigación de la socialización ha demostrado algo de modo claro e irrefutable: la conducta de los padres hacia un hijo afecta sobre todo a cómo se comporta el hijo en presencia de los padres o en contextos que están asociados con ellos. Hasta aquí ningún problema, también yo estoy de acuerdo con eso. La conducta de los padres también afecta al modo como los hijos sienten acerca de sus padres. Cuando un padre favorece a un hijo frente a otro, no solo provoca que haya malos sentimientos entre los niños, sino que provoca que el hijo no favorecido albergue sentimientos parecidos hacia el padre. Esos sentimientos pueden durar toda una vida.[48]
Hay cientos de libros que dan consejos a los padres, libros que te dicen lo que estás haciendo mal y cómo puedes hacer mejor tu tarea de criar a los hijos. Descubre uno que sea bueno y quizá te ayude a explicarte por qué los niños se comportan como lo hacen cuando están en casa. Mi objetivo es explicar qué es lo que los hace comportarse del modo que lo hacen en el mundo fuera del hogar, ese mundo en el que pasarán el resto de sus vidas.