Los cuentos sobre las terribles semejanzas entre mellizos separados a poco de nacer y criados en diferentes casas han tenido mucho eco en la prensa escrita y en la imaginación popular. Esa fue la historia de los dos Jim: ambos se mordían las uñas, les encantaba la carpintería, conducían el mismo modelo Chevrolet, fumaban Salem y bebían Miller Lite; ambos pusieron a sus hijos James Alan y James Alian. Así apareció la historia en la prensa local, acompañada por una foto de los dos hombres con la misma cara y ambos luciendo cascos de bombero, pues ambos se habían hecho bomberos voluntarios. También estaba la historia de Jack Yufe y Oskar Stóhr, uno criado en Trinidad por su padre judío, y el otro en Alemania por su abuela católica. Cuando se reunieron, ambos llevaban el mismo tipo rectangular de gafas con montura metálica, un bigote corto y sendas camisas de doble bolsillo; ambos tenían la costumbre de leer las revistas empezando por el final y tirar de la cisterna antes de usar el inodoro; a los dos les encantaba asustar a la gente estornudando en los ascensores. Y también tenemos la historia de Amy y Beth, adoptadas en hogares diferentes —Amy una niña rechazada y Beth una niña adorada—, que sufrían de la misma e inusual combinación de carencias cognitivas y de personalidad.
Estas historias reales sobre mellizos criados en lugares separados son testimonio del poder de los genes. Sugieren que los genes pueden causar sorprendentes semejanzas en los rasgos de personalidad, incluso ante la evidencia de sustanciales diferencias en los entornos de crianza. Ello implica que los genes pueden controlar la conducta de un modo sutil e intrincado que no puede ser explicado a la luz de nuestros actuales conocimientos de los mecanismos genéticos y la neurofisiología cerebral.[1]
Pero la otra cara de la moneda rara vez se menciona. Ese otro lado es que los mellizos que son criados en la misma casa no son tan parecidos como uno creería que habrían de serlo. Dado lo semejantes que son los mellizos que han sido criados separados, puede que pienses que los criados en una misma casa habrían de ser tan iguales como dos copias de tus felicitaciones navideñas. En efecto, no son más semejantes que los criados de forma separada en distintos hogares. Aunque tienen muchas rarezas en común, también tienen pequeñas diferencias entre ellos.
¡No son más iguales que los criados en diferentes hogares! He ahí dos personas que no solo tienen exactamente los mismos genes, sino que han sido criados en un mismo hogar, al mismo tiempo y con los mismos padres, y sin embargo no tienen la misma personalidad. Una puede ser amigable (o tímida), y la otra más o menos así; una puede mirar antes de saltar, y la otra puede que ni siquiera salte; una puede estar en desacuerdo contigo, pero mantiene la calma, mientras que la otra se puede dejar llevar por todos los demonios: estoy hablando de mellizos. Estas personas son físicamente tan iguales que tendrías dificultades para saber quién es quién; pero dales un test de personalidad y escogerán diferentes respuestas. La correlación de los rasgos de personalidad (según ha sido evaluada por los tests de personalidad) es solo de un 0,50 para mellizos criados en el mismo hogar.[2]
CRECER EN EL MISMO HOGAR NO VUELVE A LOS NIÑOS MÁS PARECIDOS
En la Universidad de Minnesota, un grupo de genetistas conductistas lleva a cabo un proyecto de investigación denominado Estudio Minnesota de gemelos criados de forma separada. Cuando se localiza a gemelos adultos que han sido criados separados, se les compensa con viajes pagados a Minneapolis para efectuar una serie de tests psicológicos durante toda una semana; uno se pregunta si la segunda compensación serán dos semanas de realización de tests psicológicos. Como suele ocurrir, son pocos los mellizos que declinan la oferta. La oportunidad de encontrarse con el compañero de útero, posiblemente por primera vez desde que se cortaron los cordones umbilicales, es irresistible.
Entre los mellizos que se desplazaron a Minneapolis para someterse a los tests había una pareja conocida como «las gemelas risueñas». Aunque esas mujeres habían sido criadas en hogares distintos, y ambas describían a sus padres adoptivos como adustos y poco expresivos, se mostraban muy inclinadas a reír. En efecto, ninguna de ellas había conocido a nadie que se riera tanto como ellas hasta que se conocieron la una a la otra.[3]
Observando a «las gemelas risueñas» es fácil llegar a la conclusión de que la risa es genética. Pero ellas son solo un par de gemelas, y lo que hemos dicho acerca de ellas es una anécdota, no un dato. Por otro lado, los hogares de adopción en los que ambas fueron criadas no parecían diferir notablemente. Quizá ambas gemelas reían tanto de adultas porque ninguna de las dos se había reído lo suficiente durante la infancia. Verdaderamente no hay manera de determinar con certeza si esas gemelas eran tan risueñas a causa de la identidad de sus genes o porque ambas habían tenido experiencias que habían producido ese efecto sobre ellas. Aunque cualquier diferencia entre ellas tenía que ser producto del entorno —no podía ser genética porque ambas tenían los mismos genes—, las semejanzas pueden ser genéticas, debidas al entorno o a ambas causas.
Pero lo que las propias «gemelas risueñas» no podían hacer por sí mismas, sí que puede ser hecho por el rasgo que las distingue. Dale a los genetistas conductistas unas pocas docenas de pares de hermanos (biológicos o adoptivos, criados juntos o separados) y pueden decirte si la tendencia a reírse mucho —llamaré a este rasgo la «risibilidad»— es genética, producto del entorno o una combinación de ambos. La metodología de los genetistas conductistas se basa en una variación de la vieja cuestión: ¿Son los hijos adoptados más parecidos a sus padres adoptivos o a sus padres biológicos? Sustituyendo «hermanos» por «padres» eliminas las complicaciones de intentar comparar a personas de edades muy diferentes, pero en el fondo la idea es la misma. El método se basa en dos premisas fundamentales: que la gente que comparte genes debería parecerse más que la gente que no los comparte, y que la gente que comparte un mismo entorno en la infancia debería parecerse más que la que no lo comparte.
A partir de esas dos premisas podemos generar predicciones. Si la risibilidad es enteramente genética, esperaríamos hallar que los mellizos son muy similares en cuanto a risibilidad (aunque no exactamente iguales, pues un individuo varía de un día para otro en su facilidad para la risa), y que, por lo que a ello respecta, no hay ninguna diferencia en si fueron criados separados o no. Si la risibilidad es producto exclusivo del entorno, deberíamos descubrir que los mellizos criados juntos, los gemelos y los hermanos adoptivos son todos iguales en risibilidad, lo que no ocurre con las parejas criadas separadas, en distintos hogares. Finalmente, si la risibilidad se debe a una combinación de la herencia y el entorno —la mejor apuesta, ciertamente— esperaríamos encontrar que las personas que comparten los genes son en cierto modo iguales, que las personas que han sido criadas en el mismo hogar son en cierto modo iguales, y que las personas que comparten ambas cosas, los genes y el entorno, son las más parecidas.
¿No suena lógico? Prueba de nuevo. Si la risibilidad sigue el modelo de otros rasgos que han sido estudiados hasta ahora, la respuesta que descubrimos es ninguna de ellas.
Los inesperados resultados comenzaron a aparecer a mediados de los años setenta.[4] Hacia finales de los setenta se habían reunido bastantes datos como para poder decir que había algo que no funcionaba en las premisas básicas de los genetistas conductistas. No las premisas genéticas, desde luego; esas eran correctas. Las personas que comparten genes tienen personalidades más parecidas que las que no los comparten. La premisa acerca de compartir un entorno era la que no parecía funcionar adecuadamente. Estudio tras estudio se ponía de manifiesto que las parejas de personas que crecían en un mismo hogar no tenían una personalidad sensiblemente más parecida que las que crecían en hogares distintos. Y sin embargo los resultados no acababan de encajar tampoco en la predicción genética, pues los parientes genéticos no eran lo bastante parecidos, las correlaciones eran demasiado bajas. Algún otro factor además del genético estaba ejerciendo un efecto en las personalidades de los sujetos, pero no daba la impresión de que fueran los hogares en los que habían sido criados. O si se trataba del hogar, funcionaba de una manera inexplicable. No hacía a los hermanos más parecidos, sino menos parecidos.[5]
Quizá te preguntes por qué esos resultados eran inesperados. ¿Por qué deberían ser parecidos los niños que se crían en el mismo hogar? Si tus padres fueron adustos y poco expresivos, ¿no crees que tú o bien deberías haber salido a ellos o bien justo lo contrario? ¿Puedes imaginar una familia de padres desabridos y dos hijos que salgan opuestos el uno al otro: uno tan desabrido como los padres, y el otro un prodigio de alegría?
El problema es que a los investigadores que estudian el desarrollo del niño —incluyendo los genetistas conductistas— les gustaría creer que las actitudes y personalidades de los padres, además de los métodos educativos, tienen efectos predecibles sobre sus niños.[6] Los epidemiólogos tratan de predecir qué efectos tendrán sobre la salud física de las personas y su longevidad los hábitos de alimentación y el estilo de vida: los estudiosos del desarrollo intentan predecir qué efectos tendrán sobre la salud mental de sus hijos y sus personalidades las conductas y los métodos educativos de sus padres.
Los padres varían en sus actitudes hacia los niños y en sus ideas acerca de la vida familiar. En algunas familias el humor es considerado una virtud y la risa una recompensa: a los niños se les permite interrumpir o hacer algún comentario impertinente si es lo suficientemente divertido. Yo crecí en una familia como esas. En el instituto tenía una amiga llamada Eleanor cuya familia era bastante más intelectual que la mía (la mía no lo era en absoluto). Una tarde ella había comido en mi casa y después me dijo que hubiese preferido nacer en mi familia en vez de en la suya. Comer en casa de los Rich era divertido, con todo el mundo hablando al mismo tiempo, montones de gracias y miles de risas. Los padres de Eleanor eran puritanos y muy correctos; comer en su casa, decía ella, era muy aburrido. ¿No crees que una persona criada en mi familia debería puntuar más alto en un test de risibilidad que alguien criado en la de Eleanor? ¿No te parece que dos personas criadas en mi familia deberían ser más parecidas, por lo que hace a la risibilidad, que una criada en mi familia y otra criada en la de Eleanor?
Si crees que los niños pueden salir «de cualquier forma» —que pueden salir como sus padres o, igual de fácilmente, todo lo contrario—, entonces lo que estás diciendo es que los padres no tienen efectos predecibles sobre sus niños. Si mantienes una versión matizada de ese punto de vista —que la mayoría de los niños son influidos por sus padres, pero que ocasionalmente alguno se rebela y va en la dirección contraria—, entonces deberíamos esperar que se manifestara una tendencia dominante a que los hermanos fueran parecidos, pues la mayoría no se rebela. Si partimos de la base de que los niños son diferentes —un hermano puede haber nacido un Abbott y el otro un Costello—, no deberíamos esperar que reaccionaran exactamente del mismo modo hacia las actitudes y conductas de los padres. Sin embargo, por término medio, las personas criadas en una familia que premia las historias graciosas y la risa, deberían tener una mayor risibilidad que la gente criada en una familia de las del tipo nosotros-no-somos-gente-divertida.
Pero no fue eso lo que hallaron los genetistas conductistas. Observaron una amplia gama de rasgos de personalidad (aunque no, por lo que yo sé, la risibilidad) y los resultados fueron los mismos para casi todos ellos. Los datos mostraron que crecer en la misma casa y ser criado por los mismos padres tenía poco o ningún efecto en las personalidades adultas de los hermanos. Los hermanos criados juntos tienen personalidades parecidas solo hasta el grado en que son iguales genéticamente. A los genes que comparten pueden achacárseles todas las semejanzas que haya entre ellos; y no quedan semejanzas sobrantes que puedan ser explicadas por el entorno. Para algunas características psicológicas, en particular la inteligencia, existe la evidencia de un efecto transitorio del entorno hogareño durante la infancia: el coeficiente intelectual del hermano adoptivo preadolescente muestra una modesta correlación. Pero al acabar la adolescencia todas las semejanzas no genéticas se han desvanecido. Tanto para el coeficiente intelectual como para la personalidad, la correlación entre adultos adoptados criados en el mismo hogar ronda el cero.[7]
Los resultados de la investigación en psicología suelen ser, a menudo, bastante evanescentes. Los efectos interesantes que aparecen en un artículo, desaparecen en el siguiente. Pero los resultados de la genética conductista suelen ser lo que los estadísticos denominan «sólidos». Estudio tras estudio muestran lo mismo: casi todas las semejanzas entre hermanos adultos pueden ser atribuidas a que comparten los mismos genes. Hay muy pocas semejanzas que puedan ser atribuidas al hogar en el que todos crecieron.
Crecer en el mismo hogar, pues, no vuelve parecidos a los hermanos. Si realmente hay «padres tóxicos», no lo son para todos los niños; o no son tóxicos de la misma manera;[8] o, si ellos son tóxicos de la misma manera, cada hijo reacciona de forma diferente frente a esa toxicidad, incluso si se trata de mellizos. ¿Qué significa que los presumibles efectos tóxicos de los padres sean discernibles solamente en uno de los niños —el que acaba frecuentando la consulta del psicólogo clínico— y no en los otros?
ESCILA O CARIBDIS
En general, los investigadores de la socialización han dejado de lado los resultados perturbadores de los que han informado los genetistas conductistas. Entre los pocos que se hicieron eco se encuentra la profesora de Stanford Eleanor Maccoby, mencionada en el primer capítulo (la misma que admitió, años más tarde, que el primer estudio sobre socialización no había funcionado).
En 1983, Maccoby y su colega John Martin publicaron un largo y penetrante análisis sobre el área de investigación relativa a la socialización. Discutieron sobre los métodos de investigación, los resultados y las teorías. Hablaban de los efectos de los padres sobre los hijos y también de los efectos de los niños sobre los padres. Tras ochenta páginas de letra apretada acerca del tema, resumieron sus impresiones sobre ese campo de investigación en unos breves y enérgicos párrafos. Señalaron que las correlaciones halladas entre la conducta de los padres y las características de los niños no eran ni fuertes ni sistemáticas. Se preguntaban, a la vista de tantas medidas como se habían tomado, si las correlaciones que se habían producido habían ocurrido por azar. Y conducían la atención de sus lectores a los sorprendentes hallazgos procedentes del campo de la genética conductista: que los niños adoptados que crecen en el mismo hogar no tienen todos una personalidad parecida, y que incluso entre los hermanos biológicos las correlaciones son muy bajas.
A partir de lo endeble de los rasgos hallados en los estudios sobre socialización y los perturbadores resultados que emergían de los estudios de genética conductista, Maccoby y Martin sacaron las siguientes conclusiones:
Estos hallazgos implican seriamente que es mínimo el impacto del entorno físico que los padres pueden proporcionar a los niños, y que mínimo es también el impacto de las características de los padres que deben ser esencialmente las mismas para todos los niños de la familia: por ejemplo, la educación, o la calidad de la relación entre los esposos. En efecto, las implicaciones son o bien que la conducta de los padres no tiene ningún efecto, o bien que solamente los aspectos efectivos de los padres deben variar grandemente de un niño a otro dentro de la misma familia.[9]
O bien que los padres no tienen ningún efecto, o bien que tienen diferentes efectos sobre cada uno de los niños: estas eran las alternativas que Maccoby y Martin ofrecían. Ninguna de ellas era del gusto de los investigadores de la socialización. Era como decirles a los epidemiólogos que o bien el brécol y el ejercicio no tenían ningún efecto sobre la salud, o bien que a algunas personas las volvía más sanas y a otras más enfermas. Estamos de acuerdo en que el brécol y el ejercicio probablemente tienen diferentes efectos sobre gente distinta, pero al menos en la epidemiología hay sobre todo tendencias generales: comer verduras y hacer ejercicio parece que es bueno para la mayoría de las personas. En la investigación de la socialización, según Maccoby y Martin, ni siquiera estaba claro que hubiera tendencias generales.
Quiero analizar su afirmación con mayor detenimiento, porque tiene una importancia capital. «Estos hallazgos —decían ellos, y se referían a las débiles e inconsistentes tendencias halladas por los investigadores de la socialización, más las correlaciones, por debajo de lo esperado, que se producían entre hermanos criados juntos, halladas por los genetistas conductistas— implican que tiene muy poco impacto el entorno físico que los padres proporcionan a los niños; y hay muy poco impacto de las características de los padres, que deben ser esencialmente las mismas para todos los niños de la familia». Dicho de otro modo, la mayoría de las cosas que nosotros creíamos que tenían importantes efectos sobre los niños no la tienen. Si los padres trabajan o no, leen o no, beben o no, se pelean o no, permanecen casados o no, son el tipo de cosas que «deben ser esencialmente las mismas para todos los niños de la familia» y por lo tanto parecen tener poco impacto sobre ellos. De igual manera, si el entorno físico del hogar es un piso o una granja, espacioso o abarrotado, ordenado o desordenado, lleno de obras de arte o de objetos vulgares, ello es «esencialmente lo mismo para todos los niños de la familia» y, por tanto, parece tener poco impacto sobre ellos.
Con un firme trazo de pluma, Maccoby y Martin habían tachado la mayoría de las cosas de las que habían estado viviendo los investigadores de la socialización durante décadas. Con un segundo trazo, amenazaron con tachar el resto. Escoge tú mismo, decían: o bien el hogar y los padres no tienen efectos o bien las únicas cosas que tienen efectos son aquellas que difieren para cada niño en la familia. La primera alternativa significaría que el concepto tradicional sobre la crianza de los hijos está equivocado; la segunda solo ofrece alguna esperanza de poder rescatarlo.
Nadie escoge la primera alternativa. Nadie. Los estudiosos del desarrollo que prestan atención a lo que ocurre en todo su campo disciplinario, antes que a su pequeña parte dentro de él, defendieron la segunda alternativa de Maccoby y Martin. El resto desoyó su aviso de que el cielo se estaba cayendo a pedazos y siguió con sus labores de labranza.
La segunda alternativa de Maccoby y Martin dice que «los únicos aspectos efectivos de los padres deben variar enormemente de unos hijos a otros dentro de la misma familia». En otras palabras, los padres y el hogar aún importan, pero cada niño habita un entorno distinto dentro del hogar. Los estudiosos del desarrollo que optaron por este acercamiento al tema hablan de «diferencias del entorno dentro de la familia», queriendo decir con ello que los niños de una misma familia tienen experiencias que no comparten. Por ejemplo, los padres pueden preferir un niño a otro, por lo que el preferido puede crecer con unos padres cariñosos, mientras que el otro crece con unos padres indiferentes o que lo rechazan. O los padres pueden ser estrictos con un hijo y condescendientes con otro. O pueden etiquetar a uno como «el deportista» y a otro como «el cerebro». Las diferencias de entorno dentro de la familia pueden producirse también como resultado de las relaciones entre los propios niños. Uno crece con una hermana mayor mandona, la otra con un hermano menor fastidioso. El hogar es descrito no como un entorno homogéneo, sino como un racimo de pequeños entornos, cada uno de ellos habitados por un niño.
Se trata de una idea perfectamente razonable. No hay duda alguna de que tales microentornos existen; como tampoco la hay de que cada niño de la familia tiene experiencias distintas dentro del mismo hogar y diferentes relaciones con la otra gente que vive en él. Todo el mundo sabe que los padres no tratan a todos sus hijos por igual, ni siquiera aunque intenten hacerlo. Mamá siempre te ha querido más a ti, luego tú naturalmente saldrás mejor.
Pero inmediatamente tropezamos con problemas, porque el camino lleva directamente a un círculo vicioso de causas y efectos. ¿Cómo sabemos que mamá no te quiere más porque al principio tú eras mejor? ¿Eres inteligente porque te pusieron la etiqueta de «el cerebro» o te la pusieron porque eras muy inteligente? Si los padres tratan de forma distinta a cada uno de sus niños, ¿están ellos respondiendo a las diferencias existentes entre sus niños o las están provocando?
Para lograr salir de ese círculo, necesitamos poder mostrar que las actitudes de los padres no son simples reacciones a las características que sus niños ya tienen, características con las que nacieron. Necesitamos descubrir por qué un padre puede comportarse de modo diferente hacia dos niños, comportamiento que no puede ser atribuido a diferencias genéticas entre ellos. Entonces —y esta es la parte tramposa— necesitamos pruebas de que esas diferencias en el tratamiento paterno tienen de hecho efectos sobre los niños. Necesitamos pruebas de los efectos de la actitud de los padres respecto de los hijos, porque si todo lo que hemos conseguido son los efectos de los hijos sobre los padres, no habremos logrado demostrar que los padres tengan alguna influencia sobre cómo salen sus hijos.
ORDEN DE NACIMIENTO
Hay algo que consigue que los padres actúen de forma diferente frente a niños distintos y que no puede ser explicado en términos de características innatas de los niños: el orden de nacimiento. El primogénito y el segundogénito tienen iguales posibilidades en el sorteo en el que se reparten los genes, pero una vez que han nacido ellos mismos se encuentran en microentornos muy distintos. Tienen diferentes experiencias en el hogar, y esas experiencias pueden ser predichas con cierta seguridad en función del orden de su nacimiento. El primogénito recibe total atención de los padres durante al menos un año, y poco después, repentinamente, es «destronado» y tiene que competir con un rival;[10] el segundogénito tiene competencia desde el mismísimo comienzo. El primogénito es educado por padres nerviosos e inexpertos; el segundogénito por padres que saben (o así lo creen ellos) lo que están haciendo. Los padres le dan al primogénito más responsabilidad, lo reprenden más y le conceden menos independencia.
Si las personalidades de los niños se ven afectadas por cómo los tratan sus padres, y si los padres tratan a los primogénitos de forma diferente que a los últimos en llegar, entonces el orden de nacimiento debe dejar huellas en las personalidades de los niños, huellas que deberíamos poder detectar después de que hayan crecido. A esas huellas les llamamos efectos del orden de nacimiento. Hay un tema predilecto entre los escritores de psicología popular. He aquí, por ejemplo, a John Bradshaw, el gurú de las «familias desestructuradas», exponiendo los rasgos de personalidad distintivos de los primogénitos, segundogénitos y los nacidos en tercer lugar:
El primer niño tomará decisiones y tendrá valores iguales u opuestos a los del padre… Están orientados hacia los demás y son socialmente responsables. Los primogénitos a menudo tienen problemas a la hora de desarrollar su autoestima… Los segundogénitos entienden naturalmente las necesidades de mantenimiento emocional del sistema…, Enseguida optarán por tener una «agenda privada», pero no serán capaces de explicar claramente lo que sienten. A causa de eso, los segundogénitos parecen a menudo ingenuos y confundidos… Se muestran muy poco desarrollados, pero de hecho están desarrollados hacia dentro. Se sienten ambivalentes y tienen dificultades para elegir.
El problema que se les plantea a los psicólogos académicos es que no pueden ir por ahí haciendo afirmaciones como esas, excepto que haya pruebas que las respalden. Deberían ser capaces de mostrar que, por norma general, los primogénitos tienen realmente más problemas de autoestima que los segundogénitos o los nacidos en tercer lugar, y que estos se sienten realmente más ambivalentes que sus hermanos mayores. La puntuación de un test de personalidad debería servir al objetivo de poder mostrar, si es posible, que los primogénitos, segundogénitos y nacidos en tercer lugar difieren sistemáticamente unos de otros en las respuestas que dan.
Durante más de cincuenta años, psicólogos académicos de todas las creencias han estado buscando esas diferencias sistemáticas, buscando pruebas incontestables de que el orden de nacimiento influye en la personalidad. Tanto a los genetistas conductistas como a los investigadores de la socialización les encantaría encontrar esas pruebas. Para los genetistas conductistas, proporcionaría el modo de reconciliar sus perturbadores resultados con sus suposiciones (sí, los genetistas conductistas también creen en el poder del concepto tradicional de educación de los niños). Para los investigadores de la socialización, la recompensa es obvia: probaría que lo que sucede en casa tiene mucha importancia y efectos duraderos.
Montones y montones de datos relativos al orden de nacimiento han sido reunidos con el paso de los años, gran parte de ellos en forma de resultados de tests de personalidad. Miles de sujetos han indicado, en la parte de arriba de la página, su posición en la familia en la que crecieron y, en la parte de abajo, si tenían confianza en sus habilidades o tenían dificultades a la hora de expresar sus sentimientos u odiaban la necesidad de tener que tomar decisiones. Cientos de investigadores han reunido esas páginas y han analizado los datos que contienen. Aunque sea triste decirlo, la empresa ha sido una pérdida de tiempo y de papel. En 1990, Judy Dunn y Robert Plomin —ella es una de las autoridades mundiales en las relaciones fraternales y él uno de los principales expertos en genética conductista— examinaron a fondo, y sospecho que con intensidad, los datos del orden de nacimiento. Esta fue su conclusión:
Cuando se someten a discusión las diferencias en la conducta de los padres hacia sus distintos niños, a menudo el primer asunto que nos viene a la mente es el orden de nacimiento de los niños. Se asume con cierta frecuencia que los padres tratan sistemáticamente a su primogénito de forma distinta al benjamín. En cierto sentido, tales diferencias no son relevantes. Eso se debe a que las diferencias individuales en la personalidad y la psicopatología del total de la población —las diferencias de resultados que estamos tratando de explicar— no están unidas claramente al orden de nacimiento de los individuos. Aunque esta evidencia va en contra de las queridas convicciones que yo tengo, el juicio de aquellos que han examinado cuidadosamente un gran número de estudios es que el orden de nacimiento desempeña apenas un pequeñísimo papel en el drama de las diferencias entre hermanos… Si no hay diferencias sistemáticas en la personalidad según el orden de nacimiento, entonces cualesquiera diferencias en la conducta de los padres que estén asociadas con el orden de nacimiento no pueden ser muy significativas para el resultado posterior del desarrollo de las personas.[11]
Dunn y Plomin se referían a «todos aquellos que han examinado cuidadosamente un gran número de estudios». Entre esos cuidadosos examinadores destacan principalmente los infatigables investigadores suizos Cécile Ernst y Jules Angst. Así es, Ernst y Angst, no me los estoy inventando.
En su hercúlea revisión de la investigación referida al orden de nacimiento, Ernst y Angst examinaron todos los estudios que pudieron encontrar sobre la personalidad y el orden de nacimiento; estudios publicados en cualquier parte entre 1946 y 1980. Los datos consistían en observaciones directas de la conducta de los sujetos; valoraciones de sus padres, hermanos y profesores; y resultados de varios tests de personalidad. Juntando todos esos datos, Ernst y Angst esperaban poder verificar la hipótesis de que la «personalidad varía con el orden de nacimiento, que hay una “personalidad de primogénito”».[12]
No lo pudieron verificar. Lo que Ernst y Angst encontraron, en primer lugar, fue que la mayoría de los estudios que pretendían demostrar los efectos del orden de nacimiento tenían defectos irredimibles. En la mayoría de los casos los investigadores habían fracasado a la hora de tener en cuenta las diferencias en el tamaño de la familia y el estatus socioeconómico, variables que están correlacionadas y que pueden influir en los resultados. Ernst y Angst eliminaron esos estudios defectuosos, juntaron lo que les quedó, y ¿qué encontraron? Pues que no había ningún efecto sistemático del orden de nacimiento sobre la personalidad. La mayoría de los estudios arrojaban resultados con efectos no significativos. Cuando tenían un valor, los efectos normalmente afectaban a un subconjunto de sujetos —chicas, pero no chicos; familias reducidas, no amplias—, pero eran modelos sin pies ni cabeza.
Para cerciorarse de que no se les había pasado nada por alto, Ernst y Angst hicieron un estudio propio. Fue un estudio inmenso, para lo que es normal y corriente en las ciencias sociales: les pasaron tests de personalidad a 7582 residentes en Zurich, de edad universitaria. Se midieron doce aspectos diferentes de la personalidad: sociabilidad, extroversión, agresividad, excitabilidad, nerviosismo, neurosis, depresión, inhibición, relajación, masculinidad, dominación y franqueza. (Pues no, no midieron la risibilidad…)
Los resultados no ofrecieron ningún consuelo a los creyentes en la eficacia del entorno familiar. Entre los sujetos que procedían de familias de dos hijos, no había diferencias significativas entre el primogénito y el segundogénito en ninguno de los rasgos de personalidad evaluados. Entre los sujetos que procedían de familias con tres o más hijos, había una ligera diferencia, casi por chiripa: el benjamín tenía unos resultados más bajos en masculinidad. (Cuando se miden tantas variables, una diferencia mínima es probable que aparezca por azar.)[13]
Ernst y Angst resumieron los resultados de sus esfuerzos del siguiente modo: «Una variable ambiental —el orden de nacimiento— que es considerada altamente relevante, queda desacreditada como herramienta para predecir la personalidad y la conducta. Esto puede significar que la mayoría de nuestras opiniones en el campo de la psicología dinámica tendrán que ser revisadas».[14]
Pero la creencia en la importancia de la influencia del orden de nacimiento no muere fácilmente: es una de esas cosas a las que se les puede golpear una y otra vez y acaba enderezándose siempre y volviendo a su posición inicial, una y otra vez. El más reciente intento por revivir la idea procede del historiador de la ciencia Frank Sulloway. En su libro Rebeldes de nacimiento, Sulloway defiende que las innovaciones en el pensamiento científico, religioso y político pertenecen siempre a los hermanos pequeños frente a los primogénitos. Ello se debe a que los nacidos en los últimos lugares tienen más desarrollada la cualidad que él denomina «receptividad a la experiencia». Los pensamientos innovadores, me percato, no son necesariamente producidos por los nacidos en último lugar: Galileo, Newton, Einstein, Luther, Freud y Mao Zedong fueron todos ellos primogénitos. Pero cuando se trata de aceptar las ideas nuevas de los otros, parece (según se deduce de los datos que ofrece Sulloway en su libro) que los primogénitos son bastante reacios. Desde la temprana infancia, dice Sulloway, están profundamente interesados en el statu quo. Excepto que se lleven fatal con los padres, o por otras razones que él enumera, los primogénitos no tienen motivación ninguna para rebelarse. No tienen el menor deseo de ponerle bastones a las ruedas de un carro del que consiguen bastante más que por su propia cuenta. Cualquier cosa que se reparta, y muy principalmente la atención de los padres, ellos siempre están ahí los primeros para conseguirlo. Todo lo que han de hacer para mantener su privilegiada posición es decir «sí, mamá» y «sí, papá». Como el espacio del obediente ya ha sido ocupado, los hermanos más jóvenes deben buscar otro papel en la familia. Por eso, los nacidos en los últimos lugares son los que se rebelan. Cuando adultos, esos nacidos en los últimos lugares son los más propensos a adoptar lo que Sulloway denomina puntos de vista «heterodoxos» (en tanto que opuestos a la ortodoxia social).[15]
Quizá yo tengo algún prejuicio contra la teoría de Sulloway porque yo misma soy una primogénita con puntos de vista heterodoxos. Sulloway, que es de los últimos entre sus hermanos, se muestra muy duro con los primogénitos: en sus libros son descritos como egoístas, intolerantes, celosos, estrechos de miras, agresivos y dominantes. Caín, como él señala más de una vez, era un primogénito. Sulloway se identifica claramente con Abel.
Sintiéndome dolida por ese papel de agresora dominante, he tratado de sacarle la mejor parte. Mi crítica a Rebeldes de nacimiento se encuentra al final de este libro, en el apéndice número 1. Sulloway reexaminó los estudios revisados por Ernst y Angst y sacó diferentes conclusiones para apoyar su teoría. Pero a mí me parece que ese segundo análisis es poco convincente. Y Sulloway no menciona el hecho de que Ernst y Angst hicieron su propio estudio —cuidadosamente elaborado y considerablemente mayor que todos los que habían revisado— y no encontraron efectos de interés en el orden de nacimiento de los hermanos. Particularmente no hallaron diferencia alguna entre los primogénitos y los últimos hermanos en cuanto a receptividad.
Los efectos del orden de nacimiento son como las cosas que crees ver por el rabillo del ojo y que desaparecen cuando las observas más de cerca. Siguen apareciendo, pero solo porque la gente las sigue buscando, y siguen analizando y reanalizando los datos hasta que las encuentran. Solían aparecer más frecuentemente en los antiguos y reducidos estudios que en los nuevos y más amplios. Solían aparecer más frecuentemente cuando las personalidades de los sujetos eran juzgadas por sus padres o hermanos, un hallazgo al que volveré en el próximo capítulo.
El cariño y la atención de los padres no se distribuye de una manera uniforme; en eso Sulloway tiene razón. En su libro él cita el hallazgo relativo a que dos tercios de las madres con dos hijos admitían ante los investigadores que se mostraban más favorables a un hijo que al otro. Lo que él no menciona es que la gran mayoría de esas madres no imparciales dedicaban su atención y su afecto al hijo más joven. Ese resultado fue avalado por un estudio posterior en el que el 50% de las madres y los padres que fueron entrevistados admitían que preferían a uno sobre el otro. De esos padres, el 87% de las madres y el 85% de los padres preferían al más joven.[16]
Contrariamente a las nociones de Sulloway y contrariamente, quizá, a sus propios recuerdos de infancia, es a menudo el hijo más joven, y no el mayor, el que se lleva la parte del león del afecto y de la atención de los padres. Y esto es verdad en todo el mundo. En sitios donde aún se usan métodos educativos de carácter tradicional (los describiré en el capítulo 5) se mima a los bebés y a los tres años son destronados sin aviso ni disculpa cuando nace otro hermano. El hermano mayor puede heredar el reino, la casa o la granja familiar, pero eso no significa que mamá siempre lo haya querido más que a nadie. Bueno, quizá sí que lo quiso más que a nadie, pero era porque había sido el primero.
Tendré más que decir sobre la teoría de Sulloway en el próximo capítulo. Ahora mismo el tema es el orden del nacimiento y, al respecto, dejaré que esos sinceros investigadores suizos, Ernst y Angst, tengan la última palabra (las cursivas son suyas):
La investigación sobre el orden de nacimiento parece simple, desde el momento en que la posición en la relación consanguínea y la extensión de esa relación se definen fácilmente. El ordenador recibe números ordinales, y entonces es fácil hallar una explicación plausible a posteriori para cualquier mínima diferencia en las variables relacionadas. Si, por ejemplo, a los hermanos menores les caracteriza una mayor ansiedad que a los nacidos en otro punto de la escala, quizá eso se deba a que durante muchos años ellos han sido los más débiles de la familia. Si se advierte que los primogénitos resultan ser los más tímidos, ello se debe a que han sido tratados de modo inadecuado por una madre inexperta. Si, por otro lado, los niños que ocupan los lugares centrales en el orden de nacimiento muestran la máxima ansiedad, ello se debe a que han sido olvidados por sus padres, al no ser ni los primogénitos, ni los benjamines. Con un poco de imaginación incluso es posible descubrir explicaciones para la máxima ansiedad en una segunda niña entre cuatro y así ad infinitum. Este tipo de investigación es una pérdida total de tiempo y de dinero.[17]
ESTILOS DE PADRES
Los genetistas conductistas aceptaron el consejo de Ernst y Angst y han abandonado lo del orden de nacimiento. Pero lo han abandonado a regañadientes, porque hubiera sido un modo idóneo para salir de su dilema. Ellos ya sabían que la conducta de los padres puede variar, que los padres actúan de forma diferente hacia sus hijos. Lo que ellos necesitaban era un modo de demostrar que esas variaciones en los padres no son una respuesta simple a las características preexistentes de los niños (efectos de los niños sobre los padres), sino que tienen efectos mesurables (efectos de los padres sobre los hijos) sobre las personalidades de los niños. Los efectos producidos por el orden de nacimiento podría haber hecho eso posible. Si las diferentes conductas paternas, tales como favorecer a un hijo frente a otro, tuvieran realmente una influencia en las personalidades de los niños, las consecuencias deberían haber aparecido en los estudios sobre el orden del nacimiento, porque los padres favorecen en mayor medida al hijo menor. La mayoría de los estudios, sin embargo —especialmente los más extensos y recientes, hechos con mayor cuidado—, no hallan diferencias entre las personalidades adultas de los primogénitos y de los benjamines. La única conclusión lógica que puede derivarse de esos resultados es que las diferencias microambientales, tales como el favoritismo de los padres, no tienen efectos reales sobre la personalidad del niño; carencia de efectos que sigue detectándose en la edad adulta.
La primera alternativa de Maccoby y Martin fue que los padres no causaban ningún efecto sobre sus hijos. La segunda fue que los aspectos de la paternidad que tienen algún efecto deben variar de un hijo a otro dentro de la familia. Los efectos del orden de nacimiento constituían la clase de prueba que hubiera podido apoyar la segunda alternativa. El fracaso a la hora de encontrar pruebas convincentes del efecto del orden de nacimiento ha dejado esta hipótesis a merced del viento.
Desde que Maccoby y Martin ofrecieron su alternativa Escila-Caribdis, no se ha intentado conseguir una tercera alternativa. Los estudios de genética conductista continúan mostrando que el hogar familiar tiene pocos, si es que tiene alguno… efectos duraderos sobre las personas que crecen en él. Si hay algún tipo de efecto a largo plazo, será de carácter individual para cada hermano y absolutamente impredecible, porque no aparece en los estudios en los cuales se combinan los datos de cierto número de personas. Por supuesto que si tenemos en cuenta un caso personal, particular, es fácil conseguir una historia que nos hable de cómo el entorno del hogar (una madre crítica y exigente, un padre ineficaz) ha conformado la personalidad del niño y ha producido una crianza llena de confusiones que aún se observan en el presente. Ese tipo de especulación a posteriori es la especialidad de los biógrafos.
Como los genetistas conductistas (y a diferencia de los biógrafos), los investigadores de la socialización han continuado produciendo datos. Muchos de ellos aún siguen haciendo los mismos estudios que ya hicieron antes Maccoby y Martin, estudios concebidos para encontrar diferencias entre los métodos de educación seguidos por los padres y para vincular esas diferencias al funcionamiento social, emocional e intelectual de los niños. Estos investigadores aún están buscando los efectos de las diferencias entre familias, no diferencias de microentornos dentro de las familias. Considero que es necesario examinar este tipo de investigación más estrechamente, puesto que aparecen en cada libro de texto sobre psicología del desarrollo, incluso, ¡ay!, en el mío propio.[18]
En 1967, la psicóloga del desarrollo Diana Baumrind definió tres diferentes estilos paternos. Los denominó Autoritario, Permisivo y Ecuánime; pero a mí siempre me han parecido confusos esos términos, por lo que los denominaré Demasiado Duro, Demasiado Blando y Correcto.[19]
Los padres demasiado duros son mandones e inflexibles: establecen normas y exigen que se cumplan escrupulosamente, con castigo físico incluido, si es necesario. Son el tipo de gente del «cierra la boca y haz lo que se te ordena». Los padres demasiado blandos son justamente lo contrario: no les dicen a los niños que hagan cosas, se las piden. ¿Reglas? ¿Qué reglas? Lo importante, creen ellos, es darles muchísimo cariño a sus hijos.
La tercera opción es la de los padres correctos. Tú ya sabes cómo son esos padres, los he descrito en el capítulo anterior cuando hablaba de los consumidores de brécol. Los padres correctos les dan a sus hijos cariño y apoyo, pero establecen límites y los hacen cumplir. Persuaden a sus hijos de que se comporten adecuadamente razonando con ellos, antes que usando el castigo físico. Las reglas no están escritas en piedra; esos padres tienen en cuenta las opiniones y deseos de sus hijos. Resumiendo, los padres correctos son exactamente lo que las clases medias estadounidenses descendientes de europeos piensan que deberían ser los padres a principios del presente siglo.
Baumrind y sus seguidores han producido decenas de estudios en todos los cuales se defiende lo mismo: que los hijos de los padres correctos salen mejores. Sin embargo, las palabras son más convincentes que los números. Si examinas detalladamente las estadísticas y los datos, descubrirás un montón del tipo de análisis creativo de los datos que he descrito en el capítulo anterior. Tomas un montón de medidas de los padres y un montón de medidas de los hijos, de modo que tengas buenas oportunidades de conseguir correlaciones significativas. Y si tal vez no las consigues, puedes recurrir al método del divide y vencerás. Observas a los chicos y a las chicas de forma separada, como a los padres y a las madres. Miras a las familias blancas y de otras razas de forma separada. A menudo, los efectos benevolentes de los padres correctos son diferentes para los chicos y las chicas, como para los padres y las madres. Con frecuencia, los efectos benevolentes de los padres correctos solo se hallan en los niños blancos.[20]
Pero todo esto no es más que una nimiedad. Considerados como un todo, esos estudios muestran una modesta pero razonable tendencia a la idea de que los buenos padres tienen buenos hijos. Los niños de los padres correctos tienden a llevarse mejor con otros niños y otros adultos y a sacar mejores resultados en la escuela. Se meten en muchos menos problemas cuando son adolescentes y organizan su vida de un modo competente, ligeramente más competente, por lo general, que los niños de los padres demasiado duros y demasiado blandos.
El problema de esos descubrimientos es que entran en conflicto con los datos de la genética conductista. Recuerda que los investigadores del estilo de los padres buscan diferencias entre familias, de qué manera la familia Smith es diferente a la familia Jones. Habitualmente solo consideran un hijo por familia, un Smith y un Jones. Los genetistas conductistas, por otro lado, consideran dos hijos por familia, ¿y qué es lo que encuentran? Pues que apenas hay diferencia en que un niño crezca en la familia Smith o en la familia Jones. Los dos niños Smith tienen personalidades similares solo si son hermanos biológicos. Si son niños adoptados, no importa si ambos viven en casa de los Smith o uno de ellos vive con los Jones, en ningún caso son parecidos.
Las implicaciones de los hallazgos de la genética conductista son inevitables. O bien el estilo educativo seguido por los padres no tiene efectos sobre la personalidad de los niños (primera opción de Maccoby y Martin), o los padres no tienen un estilo educativo coherente (llamaré a esta opción 2a), o sí lo tienen pero tiene diferentes efectos sobre cada uno de los niños (opción 2b). Ninguna de esas opciones es compatible con los puntos de vista de los investigadores sobre el tipo de padres, ni siquiera la opción 2b. Si ser un padre correcto hace que algunos niños sean mejores y otros peores, ¿qué sentido tiene estudiar los estilos de educación de los hijos?
Yo no creo que los padres tengan un estilo educativo coherente, excepto que tengan niños coherentes. Yo he tenido dos hijas muy diferentes —una de ellas es adoptada, pero puede suceder lo mismo con hermanos biológicos— y he usado dos estilos educativos muy diferentes. Mi marido y yo rara vez hemos adoptado reglas estrictas con nuestra primera hija; normalmente no lo necesitábamos. Con nuestra segunda hija hemos tenido todo tipo de reglas, y ninguna de ellas ha dado resultado. ¿Razonar con ella? Dame un respiro. A menudo hemos acabado usando con ella el «cierra la boca y haz lo que se te ordena». Pero eso tampoco funcionaba. Al final prácticamente nos dimos por vencidos. De algún modo todos lo hacemos cuando atraviesan la adolescencia.
Si los padres ajustan su estilo educativo a las características de los niños, entonces Baumrind y sus colegas pueden medir los efectos de los hijos sobre los padres, antes que lo contrario. No se trataría, pues, de que los buenos padres produzcan buenos hijos, sino de que los buenos hijos producirían buenos padres. Si los padres no ajustan su estilo educativo para que encaje con el niño, entonces Baumrind y sus colegas puede que estén midiendo los efectos genéticos, antes que los efectos del entorno. No se trata de que la buena paternidad produzca buenos niños, sino de que los buenos padres producen buenos niños.
Esto es lo que yo pienso: las clases medias estadounidenses descendientes de europeos intentan usar el estilo de paternidad correcta porque es el estilo que recibe la aprobación de su cultura. Si no recurren a él es porque tienen problemas o los tienen los niños. Si tienen problemas, puede deberse a que tienen características personales desfavorables que pueden traspasar a sus hijos genéticamente. Si el niño tiene problemas —un temperamento difícil, por ejemplo—, el estilo correcto de paternidad puede que no funcione y los padres pueden acabar cambiando al método demasiado duro. Así, entre los estadounidenses de ascendientes europeos, los padres que usan el estilo demasiado duro son los que tienen más probabilidades de tener niños con problemas. Eso es exactamente lo que buscan los investigadores del estilo de paternidad.
En otros grupos étnicos —notablemente los estadounidenses procedentes de Asia o los descendientes de africanos— las normas culturales difieren. Los chinoamericanos, por ejemplo, tienden a usar el estilo demasiado duro —el estilo que Baumrind llamaba Autoritario— no porque los niños sean difíciles, sino porque es el estilo favorecido por su cultura. Entre los americanos asiáticos y africanos, por tanto, los padres que usan un estilo educativo demasiado duro no deberían ser quienes principalmente tuvieran niños problemáticos.
Y otra vez: eso es exactamente lo que los investigadores hallan.[21]
Lo que descubren, en efecto, es que los padres americanos asiáticos son los más propensos a usar el estilo demasiado duro y los menos a usar el estilo correcto. Y, sin embargo, entre los niños americanos asiáticos se encuentran los más competentes niños estadounidenses. Aunque este descubrimiento contradice su teoría, los investigadores sobre el estilo de paternidad continúan impertérritos.
Y no son solo ellos, otros psicólogos del desarrollo hacen lo mismo. Los datos que entran en conflicto con las creencias tradicionales sobre la crianza y educación de los hijos son desdeñados; y los datos ambiguos se interpretan a favor de esa creencia tradicional.
OTRAS DIFERENCIAS ENTRE FAMILIAS
Las diferencias entre familias son a menudo una función de las características paternas que son en parte genéticas, lo cual significa que muchos de los resultados de los que nos informan los investigadores sobre el desarrollo pueden ser debidos a la transmisión genética de rasgos de padres a hijos. Cuando a los padres les cuesta trabajo manejar sus propias vidas o llevarse bien con los demás, sus niños están sujetos a un doble peligro, porque corren el riesgo de heredar genes desfavorables, y, por otro lado, por tener una vida familiar desgraciada. Si esos niños no salen bien, sus problemas son achacados, casi siempre, a la mala vida familiar que tienen, pero la verdadera causa podrían ser sus genes desfavorables. En la mayoría de los casos resulta imposible decir a qué se debe.
Examinemos, en consecuencia, unas cuantas diferencias entre familias que no dependen de las características favorables o desfavorables de los padres. Los padres toman algunas decisiones sobre su tipo de vida que no están relacionadas con el éxito o el fracaso que tienen a la hora de manejar sus propias vidas.
Por ejemplo, un tema clásico en la psicología del desarrollo es si los niños de madres trabajadoras difieren en personalidad o conducta de aquellos cuyas madres se quedan en casa. Hace una generación, las madres permanecían en casa a no ser que sus maridos no pudieran sacar lo necesario para vivir decentemente; y entonces la mayoría de los psicólogos del desarrollo creía que los hijos de madres trabajadoras corrían un serio riesgo de padecer disfunciones psicológicas. Pero ahora que las madres trabajadoras lo son casi todas, los hijos de estas son virtualmente indistinguibles de los de esa minoría de madres que se quedan en casa. Un psicólogo del desarrollo a quien se le pidió que escribiera un ensayo sobre los efectos del empleo materno sobre los niños dijo que «se advertían muy pocas diferencias», y acabó escribiendo principalmente de los efectos sobre los propios padres.
Un tema relacionado es el relativo a los efectos de las instituciones adonde se lleva a los niños mientras las madres trabajan. Cuando solamente las familias con problemas llevaban a sus niños a las guarderías, se pensó que esos cuidados institucionales eran malos para los niños pequeños. Hoy en día las guarderías son usadas tanto por las personas sin problemas económicos como por personas que sí los tienen, y no parece que importe demasiado si los bebés o los preescolares se pasan la mayor parte del día allí o en sus casas. En un ensayo de 1997, una psicóloga del desarrollo se hacía esta pregunta: «¿Sufren los niños perjuicios a largo plazo por esos cuidados no maternales?». Recientes estudios, afirmaba, «han demostrado que la respuesta es no». Incluso la variación en la calidad de las guarderías tiene menos importancia de lo que se podría pensar: «La sorprendente conclusión de la información ofrecida por la investigación es que la variación en la calidad de los cuidados, medida por expertos, demuestra que tienen poco o nulo impacto en el desarrollo de la mayoría de los niños».
Los investigadores han estudiado también los efectos de los hogares que se distinguen por la composición de la familia y por sus estilos de vida. Todavía hay un buen número de familias con la estructura tradicional de los padres y los hijos; pero hay un número cada vez mayor de planteamientos familiares menos convencionales. Cuando el arreglo poco convencional se produce sin desearlo —el resultado de un matrimonio fallido, o un fallo al casarse— se incrementa el riesgo de que los niños experimenten esos fallos en sus propias vidas (trato de la difícil situación de los niños tras un divorcio o con solo un padre en el capítulo 13). Pero cuando el arreglo no convencional procede de una decisión consciente sobre un estilo de vida, no se aprecia ninguna diferencia en cómo salen los niños. Los investigadores de California han estado estudiando una muestra de familias poco convencionales desde mediados de los años setenta. Algunos de los padres son hippies y viven en comunas; otros tienen «matrimonios abiertos»; y otras son madres solteras al estilo de Murphy Brown. Los niños son tan brillantes, sanos y bien adaptados como los niños que viven en familias convencionales.[22]
Otro tipo de planteamiento poco convencional es el de los niños criados por madres lesbianas o padres homosexuales.[23] Tampoco en este caso se advierten diferencias: los niños con dos padres del mismo sexo están tan bien adaptados como los niños con padres de distinto sexo. No parece que haya nada inusual acerca de su desarrollo sexual: las chicas son tan femeninas como las otras, y los chicos tan masculinos como los demás. Los investigadores no han encontrado hasta ahora ningún incremento en la tendencia de los niños con padres homosexuales para convertirse ellos mismos también en homosexuales, pero es demasiado pronto para hacer predicciones a largo plazo. Las pruebas de los estudios genéticos demuestran que los genes pueden tener un papel clave en la orientación del papel sexual, y si eso es así, deberíamos esperar que la homosexualidad se diera con mayor frecuencia entre los hijos biológicos de los homosexuales. Los psicólogos han dejado de considerar esto, desde luego, como un signo de inadaptación.[24]
Muchos de los niños de las familias convencionales son «accidentes»: más del 50% de los embarazos en Estados Unidos son no deseados. Pero hay otras familias —y el número cada vez es mayor— cuyos hijos son concebidos, no sin grandes dificultades, con la ayuda de las modernas técnicas reproductoras. Esos niños deben su existencia a técnicas como la de la fecundación in vitro. Según un estudio reciente, sus padres proporcionan una clase superior de paternidad. Pero los niños en sí no son diferentes de los demás: «No se ha hallado ningún grupo de diferencias en ninguna de las medidas tomadas sobre sus emociones, su conducta o las relaciones con sus padres».[25]
Un estudio reciente ha contemplado la existencia de tres tipos distintos de familias anticonvencionales al tiempo —sin padres, con madres lesbianas y las creadas a través de las modernas técnicas de reproducción— examinando a niños concebidos mediante una donación de semen. Algunas de las madres eran lesbianas, otras heterosexuales; algunas eran solteras, otras tenían compañeros. Los hijos de todas esas madres estaban bien adaptados y se comportaban muy bien —tanto es así, que su conducta y adaptación estaban por encima de la media—, y los investigadores no encontraron diferencias entre ellos que estuvieran basadas en la composición familiar. Los que no tenían padres lo hacían tan bien como los que sí los tenían.[26]
Entre las muchas diferencias familiares que tienen un impacto sobre la vida en casa de los niños, seguramente la principal es la presencia o ausencia de hermanos. El niño único tiene una vida muy distinta de la del niño con hermanos. Su relación con los padres es bastante más intensa. Carga con todas las preocupaciones, la responsabilidad y los reproches que suelen caer sobre los mayores, más la atención y el afecto que se les dedica a los benjamines. En el pasado, cuando la mayoría de las familias tenían al menos dos hijos y la desviación de ese modelo era normalmente una señal de que algo había ido mal, el hijo único tenía mala reputación. Pero ahora la gente se casa más tarde y tiene menos niños. Los estudios hechos a lo largo de los últimos quince años no han encontrado diferencias sólidas entre los hijos únicos y los niños con dos o más hermanos. Aparecen pequeñas diferencias, pero a veces benefician al hijo único y a veces al niño con hermanos.[27]
Buscando la clave
Los niños que crecen en diferentes familias es probable que tengan diferentes entornos hogareños. Algunos tienen hermanos, otros no. Algunos tienen dos padres de sexos opuestos que están casados el uno con el otro; otros no. Algunos son cuidados únicamente por sus madres; otros no. Estas grandes diferencias entre las familias no tienen efectos predecibles sobre los niños criados en esos hogares, lo cual es un descubrimiento que concuerda con los datos de la genética conductista. Diferencias menos claras entre las familias —digamos, por ejemplo, el estilo de crianza de los hijos— se supone que sí tienen efectos predecibles; pero, como señalaron Maccoby y Martin, los efectos detectados son débiles y pueden ser tenidos en cuenta de otras maneras.
Todo lo anterior nos lleva de nuevo a la segunda opción de Maccoby y Martin: que los únicos aspectos de la paternidad que tienen efectos son aquellos que difieren para cada niño de la familia. Pero si las diferencias principales entre las familias no tienen efectos predecibles, ¿deberíamos pensar que las pequeñas diferencias dentro del hogar sí que lo hacen? ¿Tiene sentido decir que lo que importa es si mamá te quería como a nadie, que no importa si mamá estaba en casa o trabajando, si era casada o soltera, homosexual o heterosexual?
La idea de que cada niño crece en un microentorno único dentro del hogar se supone que ha sido el camino de salida por el que han optado los genetistas conductistas para salir del embrollo en el que se habían metido. La herencia no puede justificarlo todo: los estudios muestran que solo la mitad de la variación en los rasgos de la personalidad puede adscribirse a diferencias genéticas entre los individuos. La otra mitad, en consecuencia, ha de deberse al entorno, que es para ellos, como para todos los demás, esa pieza básica del concepto tradicional de crianza y educación de los hijos. Solamente un genetista conductista, David Rowe, de la Universidad de Arizona, señaló que los padres no son la referencia permanente y el fin último de la vida de los niños, y que estos tienen otros entornos que el del hogar, entornos que incluso podrían ser más importantes. Los otros siguieron buscando dentro de casa, como quien busca una llave perdida: «¡Tiene que estar por aquí, en cualquier lado!».[28]
Quizá tú también estés pensando lo mismo: «¡Tiene que estar por ahí, en cualquier lado!». Todo el mundo sabe que los padres sí que marcan la diferencia. ¡Cinco mil psicólogos no pueden estar equivocados! ¿Qué pasa con todas esas pruebas que indican que las familias desestructuradas producen hijos con serias disfunciones? Pero los genes también importan, y los niños pueden heredar de sus padres los rasgos que contribuyen, o causan, la desestructuración familiar. (Examinaré con más detenimiento esas familias en el capítulo 13. No se trata solo de los genes, está claro).
No son solo los genes. Tú crees en el poder del entorno del hogar porque has visto las pruebas con tus propios ojos. Padres que lo ignoran todo acerca de la paternidad y de sus terribles hijos. El temperamento explosivo de un niño que ha sido recompensado por pescarse rabietas. La baja autoestima de una niña a la que sus padres le gritan constantemente. El nerviosismo de un niño cuyos padres son incongruentes. Y las enormes diferencias de personalidad entre las personas que crecen en culturas diferentes. Mi trabajo no es fácil. Tengo que encontrar explicaciones alternativas para todas las cosas que tú has observado que te llevan a la certidumbre de que los padres tienen efectos duraderos sobre sus hijos.
Thomas Bouchard, un genetista conductista de la Universidad de Minnesota, es uno de los investigadores que trabaja en el proyecto Estudio Minnesota sobre los gemelos criados separados. En 1994, admitió en la revista Science que seguía siendo un gran misterio cómo influye en la personalidad adulta el entorno de la infancia.[29] Quizá un misterio aún mayor lo sea el porqué los psicólogos han permanecido durante tanto tiempo anclados a la noción de que las personalidades de las personas se forman por una combinación entre la naturaleza y la educación. La naturaleza —el ADN que recibimos de nuestros padres— ha mostrado que tiene sus efectos, pero que ella sola no explica toda la historia. La educación —todo lo que los padres hacen por nosotros— no ha mostrado que tenga efectos, a pesar de los heroicos esfuerzos que se han hecho en su nombre.
Es la hora de buscar una alternativa que no sea ninguna de las anteriores.