Desde el principio, la psicología académica ha estado marcada por una gran división. De un lado, aquellos que creían en la naturaleza o que estaban interesados principalmente en todo lo que es hereditario. Del otro, los que creían en la educación o que estaban interesados prioritariamente en las cosas que se adquieren a través de la experiencia. En nada están tan distanciados los unos de los otros como en la psicología del desarrollo. Los investigadores de la socialización caen del lado de los que creen en la educación. El lado de la naturaleza es el campo de los genetistas conductistas.
Ambos se ganan la vida enseñando a los estudiantes en las universidades y haciendo investigación. Su estatus depende del éxito de sus investigaciones y de la cantidad y calidad de sus publicaciones. Son especialistas: ninguno de los miembros de los dos bandos gasta mucho tiempo leyendo lo que han escrito los otros. En parte porque saben que no estarán de acuerdo, y en parte porque no tienen tiempo para hacerlo. En general, el estamento universitario lee la mayor parte de las publicaciones de su propia área y quizá de algunas áreas estrechamente relacionadas con la suya.
Mi situación es completamente diferente. No enseño en la universidad y no se me pide que lleve adelante un programa de investigación en un área especializada. Se supone que una escritora de libros de texto ha de tener una visión equilibrada, por lo que durante los años que paso escribiendo y revisando un libro de texto y preparándome para escribir otro, leo libros y artículos escritos desde muy diferentes puntos de vista. Eso me da una perspectiva que la mayoría de los psicólogos universitarios no posee: una visión panorámica, a vista de pájaro, sobre todo el campo de estudio. A veces las cosas que no son visibles a corta distancia pueden serlo si nos retiramos a una distancia prudente.
En este capítulo y en el próximo revelaré lo que he aprendido de mi inspección a vista de pájaro de la investigación sobre la socialización y de la genética conductista. Te diré lo que han descubierto los investigadores, lo que dicen acerca de esos descubrimientos y en qué están equivocados en eso que dicen.
Si no eres uno de ellos, puedes preguntarte por qué debemos preocuparnos por lo que un grupo de profesores universitarios haya dicho. La razón es que su investigación y el modo como la interpretan son el bagaje para casi todos los consejos sobre la crianza de los hijos que puedes leer en los periódicos, en las revistas especializadas o aprender de boca de tu pediatra. Casi toda la información del tema que Hillary Rodham Clinton da los lectores en su libro It Takes a Village se basa en la investigación llevada a cabo por esos profesores universitarios. Sí, en efecto, Hillary hizo sus deberes.
La suposición tradicional sobre la crianza de los hijos —la idea de que los padres son lo más importante en el entorno de los niños, que pueden, en consecuencia, determinar en muy alto grado el modo como acaban saliendo los niños— es un producto de la psicología universitaria. Aunque se ha extendido por toda nuestra cultura, no tiene un origen popular. En efecto, como verás en el capítulo 5, las gentes no solían creer en ello.
LOS EFECTOS DE COMER BRÉCOL
La investigación de la socialización consiste en el estudio científico de los efectos del entorno —en particular los efectos de los métodos de crianza de los padres o su conducta hacia los niños— sobre el desarrollo psicológico de los niños. Se trata de una ciencia porque usa algunos métodos científicos, pero no es, ni por asomo, una ciencia experimental. Para hacer un experimento es necesario introducir una variación y observar sus efectos sobre otra cosa. Desde el momento en que los investigadores de la socialización no tienen, por norma, ningún control sobre el modo como los padres crían a sus hijos, no pueden hacer ningún experimento. En su lugar, sacan partido de la existencia de variaciones en las conductas paternas. Dejan que las cosas varíen naturalmente y, mediante la recolección sistemática de datos, intentan averiguar qué cosas varían al tiempo. Dicho de otro modo, realizan estudios sobre correlaciones.
Seguramente estás familiarizado con otros tipos de estudios semejantes, los que pertenecen al campo de la epidemiología. Los epidemiólogos estudian los factores ambientales que contribuyen a la salud o a la enfermedad de las personas. Los métodos que usan para reunir y analizar información son similares a los usados en la investigación de la socialización y padecen los mismos problemas. Me desviaré un momento por el campo de la epidemiología porque el paralelismo entre los dos campos es muy ilustrativo.[1]
Pongamos que somos epidemiólogos y que queremos hacer un estudio sobre la relación entre el consumo de brécol y la salud. Nuestro método será sencillo: preguntaremos a un gran número de personas de mediana edad cuánto brécol consumen y entonces, cinco años después, comprobaremos cuántos de ellos siguen vivos. Usamos estar vivo simplemente como una medida de buena salud; básicamente, la gente que vive está más sana que la muerta.
Cinco años después descubrimos la relación entre el brécol consumido y la supervivencia según se muestra en el cuadro que sigue. (Por favor, advierte que estos resultados son totalmente ficticios, me los he inventado yo).
Metemos estos resultados en un ordenador. El ordenador nos dice que comer brécol no tiene un efecto significativo sobre la longevidad de todos los sujetos (no hay mucha diferencia entre 99,98 y 97), o sobre la longevidad de las mujeres. Pero si consideramos el caso de los hombres, la relación entre el consumo de brécol y la longevidad es «estadísticamente significativa». Eso significa que es improbable —aunque no imposible— que la diferencia que hemos hallado sea simplemente una chiripa, una coincidencia afortunada. También significa que podemos transcribir los resultados, publicarlos y solicitar una ayuda económica para estudiar la relación entre el consumo de coliflor y la salud.
Nuestro estudio aparece en una revista epidemiológica. Se da el caso de que un periodista lo lee. Al día siguiente aparece el siguiente titular en el diario: SEGÚN UN ESTUDIO, COMER BRÉCOL HACE QUE LOS HOMBRES VIVAN MÁS.
Pero ¿es verdad? ¿Muestra el estudio que comer brécol causa que los sujetos masculinos vivan más? Los hombres que comen brécol puede que coman un montón de zanahorias y coles de bruselas. Puede que coman menos carne o menos helados que los que rechazan el brécol. Quizá hacen más ejercicio, son más propensos a abrocharse el cinturón de seguridad o fuman menos. Cualquiera de esos otros factores del estilo de vida, o todos ellos al mismo tiempo, pueden ser responsables de las vidas más largas de los consumidores de brécol. Comer brécol puede que no tenga nada que ver con ello. Consumir brécol puede que haya estado acortando la vida de los sujetos analizados, pero ese efecto queda compensado por los efectos beneficiosos de las otras cosas que hacen los consumidores de brécol.
Otra complicación es que el consumo de brécol puede estar relacionado con el estatus matrimonial: los hombres casados comen más brécol que los solteros. Es un hecho bien conocido que, por término medio, los hombres casados viven más que los solteros. Luego quizá se deba a estar casados el que los comedores de brécol vivan más, no al brécol. Por otro lado, quizá sea el consumo de brécol lo que hace que los hombres casados vivan más.
Definitivamente, es difícil llegar a ninguna conclusión respecto de la correlación entre el consumo de brécol y una vida más larga.
Y también resulta meridianamente claro que la gente saca conclusiones de ese tipo de correlaciones. Incluso si escrupulosamente sugerimos en nuestro artículo que hay otras interpretaciones posibles de nuestros resultados, es improbable que nuestras advertencias aparezcan en el artículo de prensa o, y es lo que más importa, en las mentes de otros epidemiólogos que lean nuestro artículo de la revista especializada.
Ya ves, los epidemiólogos no investigan solamente con el propósito de conseguir fondos del Consejo de la Coliflor, sino que tienen miras más altas. Su objetivo es mostrar que las decisiones que tomamos sobre nuestro estilo de vida determinará si seguiremos vivos el día de mañana. A los investigadores de este campo les es difícil tener amplitud de miras, pues parten de un juicio preconcebido: la idea de que hay buenos y malos estilos de vida, y que la gente que tiene un buen estilo de vida será más saludable que aquella otra que no. Todos conocemos cuáles son las reglas para tener un estilo de vida saludable: comer muchos vegetales, evitar las grasas, hacer ejercicio diariamente, no fumar, etc. Los epidemiólogos miden la bondad de los estilos de vida de sus sujetos y la bondad de su salud; su objetivo es mostrar que un estilo de vida mejor conduce a disfrutar de mejor salud.
Los investigadores de la socialización también parten de una idea preconcebida: la de que hay buenos métodos de educación de los hijos, y que los padres que los emplean tendrán mejores hijos que aquellos que los tienen malos. Igual que conocemos las reglas para tener un estilo de vida saludable, conocemos también las reglas para un buen estilo de educación de los hijos: darles mucho amor y mucho apoyo; establecer límites y hacerlos respetar firme pero justamente; no usar el castigo físico o hacer comentarios despectivos; ser constante; etc. También tenemos una idea bastante clara de qué es lo que buscamos en un niño: un «buen» niño es alegre y cooperativo; es razonablemente obediente, pero no hasta el punto de convertirse en un robot; no es demasiado lanzado, pero tampoco excesivamente tímido; le va bien en la escuela, tiene muchos amigos y no golpea a nadie sin tener un buen motivo.
En ambas clases de estudios, los investigadores reúnen los datos sobre la base de la bondad del estilo (de vida o de educación de los hijos) y del resultado presumible (salud o niños). En ambas clases de estudios, el objetivo es mostrar que si haces lo que se debe obtendrás el resultado deseado. En ambas, los resultados aparecen en forma de correlaciones, y las correlaciones son intrínsecamente ambiguas.
Con todas mis disculpas hacia los epidemiólogos —mi crítica a su trabajo no implica que debas dejar de comer brécol y vuelvas a una vida perezosa y autoindulgente—, volveré de nuevo a los investigadores de la socialización. Digamos que decidimos hacer un estudio correlacional sobre los factores ambientales que incrementan la inteligencia de los niños. Partimos de la hipótesis de que los padres que proporcionan a sus hijos un entorno intelectualmente estimulante tienen hijos más inteligentes, y comenzamos la búsqueda de datos para demostrar (traducción: intentar probar) nuestra hipótesis. Necesitaremos una medida de lo estimulante que sea el entorno, además de una medida de la inteligencia de los niños. Para medir el ambiente de modo sencillo utilizaremos el número de libros infantiles que hay en el hogar; y para medir la inteligencia de los niños, los registros del coeficiente intelectual. (Estas medidas son solo estimaciones aproximadas de las cualidades en las que estamos realmente interesados; pero son apropiadas porque no tienen que convertirse en números: ya lo son).
Lo que estamos intentando hacer es explicar la variación en los resultados del coeficiente intelectual de los niños —el hecho de que algunos niños lo tengan alto, otros bajo y otros un término medio— en términos de otra variable: el número de libros infantiles que hay en la casa. Si nuestra hipótesis es correcta descubriremos que los niños que viven en casas en las que hay muchos libros tienen un coeficiente intelectual alto; que lo tienen bajo aquellos en cuyas casas no hay libros; y mediano aquellos en los que hay solo algunos libros. Dicho de otro modo, esperamos encontrar una correlación positiva entre coeficiente intelectual y la presencia de libros en una casa.
Si la correlación fuera perfecta (una correlación de 1,00), seríamos capaces de predecir el coeficiente intelectual de cada niño con toda precisión, solo por el hecho de conocer el número de libros que hay en su casa; pero las correlaciones en la vida real nunca son perfectas, y nos tenemos que contentar con correlaciones de 0,70, 0,50 e incluso 0,30. Cuanto más alta sea la correlación, más acertadamente podremos predecir el coeficiente intelectual de los niños mediante el conocimiento de los libros que tienen en sus casas. Igualmente, cuanto más alta sea, resulta estadísticamente más significativa. Pero incluso una baja correlación puede ser estadísticamente significativa si el número de sujetos es lo suficientemente grande. Hace poco me tropecé con un trabajo que informaba de una correlación significativa de 0,19, basada en el estudio de 374 sujetos. Se trataba de una correlación entre lo a menudo que los niños se mostraban hostiles hacia sus padres o sin deseos de colaborar con ellos y lo a menudo que esos mismos niños hacían lo mismo con sus compañeros. Una correlación de 0,19, incluso aunque sea significativa en sentido estadístico, no deja de ser algo inútil. Con una correlación tan baja, conocer una variable no te dice nada acerca del otro. Saber lo repugnante que un crío determinado haya sido con sus padres, no te dirá nada acerca de un comportamiento semejante con sus compañeros.[2]
Suele ser infrecuente para un estudio sobre la socialización tener una base de 374 sujetos. Por otro lado, la mayoría de los estudios sobre socialización reúnen bastantes más datos de sus sujetos de los que conseguimos nosotros para nuestro estudio sobre el coeficiente intelectual y los libros que hay en una casa: hay, usualmente, varias medidas del entorno familiar y varias medidas de cada niño. Significa un poco más de trabajo, pero merece la pena. Si reunimos, pongamos por caso, cinco medidas diferentes de cada hogar y cinco medidas diferentes de la inteligencia del niño, podemos casarlas hasta de veinticinco maneras distintas, produciendo veinticinco correlaciones posibles. Solo por azar es posible que una o dos sean significativas. ¿Qué ocurre si ninguna de ellas lo es? No hay nada que temer, no todo está perdido: podemos dividir los datos y examinarlos de nuevo, como hicimos con el estudio del brécol. Si se consideran de forma separada los niños y las niñas, se dobla de inmediato el número de correlaciones, lo cual nos da un 50% de posibilidades de éxito, en vez del 25% anterior. Considerar separadamente a los padres y a las madres es también otra posibilidad que se puede probar. «Divide y vencerás» es el nombre que le pongo yo a ese método. Funciona como la adquisición de billetes de lotería: si compras el doble, tienes el doble de posibilidades de ganar.
Aunque la técnica del divide y vencerás produce a menudo resultados publicables, criticarlos puede ser todo un desafío. He aquí un informe de un estudio de socialización tal como apareció publicado:
La total expresividad de las madres, la positiva expresividad de las madres y la negativa expresividad de las mismas se correlacionaban positivamente con la aceptación de las compañeras de las chicas, pero no con la aceptación de sus compañeros. Inversamente, la total expresividad del padre y su negativa expresividad se correlacionaban positivamente con la aceptación de los chicos, pero no con la aceptación de las chicas. La expresividad positiva de los padres no se relacionaba con la aceptación de los chicos, sino con la de las chicas.
La expresividad emocional de los padres se correlacionaba significativamente con las medidas de conducta de sus compañeros y de los maestros. La total expresividad materna era asociada, por parte de los chicos, con una mayor conducta prosocial y menos casos problemáticos. En relación con la expresividad maternal positiva y negativa emergió un modelo congruente de resultados. Y un modelo diferente emergió en relación con la expresividad emocional paterna. La mayor expresividad total paterna fue asociada, por los chicos, con menor agresión, menor timidez y conducta más prosocial. Para las chicas, esa actitud paterna la asociaron con menor agresión, mayor conducta prosocial y menos casos problemáticos. Emergió un modelo congruente de resultados en relación con la expresividad paterna negativa y positiva, con una excepción: una correlación positiva entre la negativa expresividad de los padres y la timidez de las chicas.
Estos hallazgos revelan conexiones entre la expresividad emocional de los padres dentro del contexto familiar y la competencia social de los niños.[3]
La proliferación de este tipo de informes condujo a dos prominentes psicólogos del desarrollo a una larga y meditada revisión de la investigación sobre la socialización «si el número de correlaciones significativas excedía el número que puede esperarse que se produzca por azar». Si una correlación es significativa en un estudio por casualidad, no es probable que sea significativa en el siguiente. Los modelos complejos de resultados, como los que acabo de citar, generalmente no se presentan en todos los estudios.[4]
Y sin embargo, no creo que los resultados de los estudios sobre socialización sean todos atribuibles a la casualidad, la suerte, los análisis inteligentes de los datos y el fallo a la hora de informar de los resultados negativos. Hay dos clases de correlaciones que aparecen lo bastante a menudo como para convencerme de que son reales. No son correlaciones fuertes —ese tipo de correlaciones apenas se descubre en esta clase de investigaciones—, pero nos muestran rasgos coherentes estudio tras estudio. He aquí el resumen de esos rasgos:
1.ª generalización: Los padres que saben qué hacer con sus vidas y que se llevan bien con los demás tienden a tener hijos que saben gobernar sus vidas y se llevan bien con los demás. Los padres que tienen problemas a la hora de manejar sus vidas, sus hogares o sus relaciones personales tienden a tener niños con idénticos problemas.
2.ª generalización: Los niños que son tratados con afecto y con respeto tienden a manejar mejor sus vidas y sus relaciones personales que aquellos otros a los que se trata severamente.
Ese ruido pertenece a un coro de investigadores de la socialización gritando al unísono: «¡Sí!». Les encantan esas generalizaciones; las consideran una prueba de sus convicciones. Para ellos es obvio que los hijos de personas amables y competentes se desarrollan hasta convertirse en personas amables y competentes a causa de lo que han aprendido en casa y por cómo han sido tratados por sus padres. Para ellos es obvio que los niños salen mejores si se les trata del mejor modo posible; y que salen mejor debido a cómo han sido tratados.
Y esto no es lo que los investigadores de la socialización creen, sino lo que cree casi todo el mundo. Yo te desafío, sin embargo, a tener amplitud de miras y repasar conmigo el resto de las pruebas.
LOS EFECTOS DE LOS GENES
Un perro raposero no se comporta como un caniche; las dos razas tienen personalidades distintas. Alguien que creyera en la crianza señalaría que el perro raposero fue criado en una perrera con docenas de otros perros; mientras que un caniche fue criado en un piso de ciudad y duerme en su propia cama. Alguien que creyera en la naturaleza se burlaría y diría: «Puedes convertir a un raposero en un caniche criándolo en un piso y echándolo a perder». Puede hacerse este experimento: puedes criar varios caniches en una perrera, darle a cada raposero un propietario que lo adore y un piso, y observar los resultados. Lo que descubrirás es que la naturaleza y la crianza tenían ambas razón: puedes convertir un raposero en un caniche; pero un raposero criado en un piso se comportará de forma distinta del criado en una perrera.[5]
Ese experimento implica separar los efectos de la herencia (los genes que determinan si un cachorro nace raposero o caniche) de los del medio. El problema de los estudios de socialización del tipo que he descrito es que los efectos de la herencia y del medio no se separan; ni son separables. Todos los pares padre-hijo que forman parte del estudio de socialización son parientes biológicos; en términos de su ADN son como dos caniches de una misma camada. Los padres no solo proporcionan los genes de los niños, sino que también les proporcionan un medio. El tipo de medio que proporcionan —y la clase de padres que son— es, en parte, una función de sus genes. No hay modo de distinguir los efectos de los genes que aportan de los efectos del medio que proporcionan. Los investigadores de la socialización están intentando resolver qué hace diferentes a los raposeros de los caniches sin intercambiar los cachorros.
Aunque no podemos cambiar bebés humanos en aras de la ciencia, a veces son cambiados por otras razones. Un hijo adoptado tiene cuatro padres: dos le proporcionan los genes, los otros dos el medio. Estudiar a los hijos adoptados es uno de los métodos usados por los investigadores en el campo de la genética de la conducta. El propósito declarado de esa investigación consiste en separar los efectos de la herencia de los del medio. Como los investigadores de la socialización, los genetistas conductistas también tienen motivos no confesados: mostrar que la herencia es una fuerza que ha de tenerse en cuenta; demostrar que John Watson estaba equivocado, que los niños no son piezas de arcilla maleable, capaces de ser moldeados de una u otra forma independientemente del medio.[6]
En los primeros tiempos de la genética conductista, los estudios sobre hijos adoptados estaban concebidos para averiguar si esos niños eran más parecidos a sus padres biológicos (quienes les proporcionaban sus genes) o a los padres adoptivos (los que les proporcionaban un entorno). La característica que más les llamó la atención fue el coeficiente intelectual. En las familias biológicas, el de los niños tiende a tener una correlación con el de sus padres (los padres con un coeficiente superior a la media tienden a tener hijos también por encima de la media). El objetivo de aquellos primeros estudios consistía en determinar si esa correlación se debía básicamente a la herencia o al entorno estimulante que presumiblemente proporcionarían unos padres inteligentes. Si los coeficientes intelectuales de los niños adoptados fueran parecidos a los de sus padres biológicos, entonces la herencia habría ganado la batalla; en caso contrario, si fuera parecido al de los padres adoptivos, sería el entorno el triunfador.
Aunque esta técnica tiene bastante sentido si se trata de estudiar una característica como el coeficiente intelectual, no lo tiene en absoluto si de lo que se trata es de estudiar características de la personalidad, que es en lo que yo estoy básicamente interesada. Es razonable pensar, por ejemplo, que ser criado por unos padres inteligentes aumenta el coeficiente intelectual de un niño; pero no es razonable creer, por ejemplo, que ser criado por unos padres mandones hace al niño más mandón. Quizá si se es educado por unos padres mandones el niño se vuelve más dócil y pasivo. Otro problema es que los padres y los niños pertenezcan a diferentes generaciones, que crezcan en épocas diferentes. Los cambios culturales de la sociedad se suman a las diferencias entre padres e hijos y hacen más difícil detectar las semejanzas.
Para evitar esos problemas, la moderna genética conductista busca correlaciones entre personas de la misma generación. En vez de comparar a los niños con sus padres biológicos o adoptivos, los comparan con sus hermanos biológicos o adoptivos. Observan pares de hermanos adoptivos (dos niños que no son parientes, y que son criados en el mismo hogar), o pares de hermanos biológicos, preferiblemente gemelos idénticos y estrechamente unidos. Todo ello les da a los investigadores tres niveles de semejanza genética: los niños adoptados que son criados juntos y que no están emparentados biológicamente; los gemelos (como los hermanos normales) que comparten cerca del 50% de sus genes, y los mellizos, que los comparten todos. Así pues la similitud genética varía, pero la semejanza del entorno se mantiene más o menos constante, pues cada par de niños fue criado en la misma casa y por los mismos padres. Haciendo el experimento contrario —variar el entorno y mantener la similitud genética constante— es también posible, pero implica criar en sitios separados a los mellizos. Es más difícil criar mellizos separados que encontrar caniches en una cacería del zorro.
Conseguir sujetos para un estudio de genética conductista no resulta fácil. Casi nadie es elegible para participar en un estudio sobre socialización; pero para un estudio genético conductista solo los gemelos y los niños adoptados podrían echar la solicitud. Además, los genetistas conductistas deben examinar al menos dos niños en cada familia, mientras que a los investigadores de la socialización les basta con uno. El esfuerzo extra vale la pena, sin embargo, pues les proporciona a los investigadores las pinzas que necesitan para separar adecuadamente los efectos de la herencia y el entorno. Los efectos debidos a la herencia muestran semejanzas mayores entre los mellizos que entre los gemelos; y mayores también entre los gemelos que entre los hermanos adoptivos. Así pues, los efectos de la herencia pueden ser medidos según el grado en que las personas que comparten genes son más semejantes que las que no los comparten. Los efectos del entorno pueden ser medidos merced al grado en que las personas que crecen en un mismo hogar son más semejantes a las que crecen en hogares distintos.[7]
Hasta el presente se ha estudiado un gran número de características humanas mediante los métodos de la genética conductista. Los resultados son claros y contundentes: en general, la herencia es responsable aproximadamente de un 50% de las variaciones en las personas que han sido analizadas; el entorno influye en el otro 50%. Las personas se distinguen unas de otras de muchas maneras: algunas son más impulsivas, otras son más cautas, algunas son más agradables, otras más discutidoras. Casi la mitad de la variación relativa al carácter impulsivo es atribuible a los genes; la otra mitad, a sus experiencias. Y lo mismo vale para el carácter agradable y para la mayoría de los rasgos psicológicos.[8]
No parece un descubrimiento excepcional, sino lo que en buena lógica podría esperarse que sucediera. Pero en los años setenta, cuando esos resultados comenzaron a aparecer en las revistas de psicología, la sociedad psicológica estadounidense aún estaba sometida a la influencia del conductismo, con su prejuicio respecto a la herencia. El clima político del país era también contrario al poder de la herencia; la existencia de diferencias de nacimiento se creía incompatible con el ideal de la igualdad humana. El tema de la herencia y el entorno se mezcló enseguida con las opiniones políticas y los sentimientos se dispararon. La genética conductista era un terreno científico bastante impopular en aquellos años. Pero el interés por los trabajos sobre la herencia no es un síntoma de una posición política particular, pues pueden aquejar incluso a un flamante progresista. Con el tiempo, debido en parte a los avances en biología molecular, el estudio de los efectos de los genes fue aceptado académicamente en círculos cada vez más amplios. Los genetistas conductistas se han multiplicado.
Sin embargo, aún están en inferioridad numérica respecto de los investigadores de la socialización. Quizá esa sea la razón por la que estos investigadores desdeñan los resultados de los estudios de aquellos otros. Los genetistas conductistas, por otro lado, no desconocen en modo alguno los estudios de los investigadores de la socialización, y han señalado de tanto en tanto que el fallo en el control de los efectos de la herencia convierte en ininterpretables los resultados de la mayoría de los estudios sobre la socialización. Y tienen razón.[9]
La primera generalización decía que los padres competentes y agradables tendían a tener hijos como ellos. Otro modo de afirmar lo mismo es que los hijos tienden a parecerse a sus padres. Los padres que hacen un buen trabajo a la hora de controlar sus vidas, y cuyas relaciones con otras personas son cordiales (incluyendo sus propios niños), tienden a tener niños con características semejantes. ¿Y eso se debe al modo como los niños han sido criados, o a los genes de la competencia y la cordialidad que han heredado de sus padres cordiales y competentes? No hay una respuesta definitiva. El resultado 50-50 (50% de herencia y 50% de entorno) que obtienen los genetistas conductistas no significa que la mitad de la correlación entre padres e hijos se deba a los genes y la otra mitad a la influencia del entorno. El resultado 50-50 significa solo que el 50% de la variación entre los niños en algunas características particulares, como la cordialidad, pueden ser rastreadas merced a las diferencias genéticas. Pero eso no dice nada acerca de cuánto de la correlación entre la cordialidad de los hijos y la de los padres, la semejanza entre ellas, se debe a la herencia. En efecto, las correlaciones entre padres e hijos se sitúan usualmente por debajo de 0,50. Una correlación entre padres e hijos es por lo general lo bastante baja como para que los genes sean los responsables de toda ella.
¿No está claro? Intentémoslo de nuevo, y usemos un ejemplo de otras especies, un vegetal en esta ocasión. Planta maíz, coge una mazorca de cada planta, pruébala y juzga su dulzor. Date cuenta de que unas plantas producen un maíz más dulce que otras. Guarda un grano de cada una para usarlo como simiente y plántalo al año siguiente. Descubrirás que las plantas de las semillas que producían un maíz más dulce se convierten en plantas que siguen produciendo, efectivamente, un maíz más dulce. Es decir, habrá una correlación entre la dulzura del maíz original y la de la nueva planta. Esa correlación se debe completamente a la herencia: los genes de la nueva planta recibieron de la anterior el 100% de semejanzas entre ellas. Pero los genes solo afectan a la mitad de la variación en la dulzura de la nueva planta, porque otros factores —factores ambientales como la calidad del suelo, el agua y el sol— tienen también un papel. Aun así, es posible que, hereditariamente, haya un 100% de semejanzas entre la planta vieja y la nueva, incluso aunque solo cuente un 50% de la variación entre la planta nueva.
El entorno tiene efectos, tanto en los niños como en el maíz. En nuestra propia especie, las diferencias de medio valen casi la mitad de la variación en las características de la personalidad. Los investigadores de la socialización están en lo cierto cuando creen que los factores ambientales tienen efectos sobre las criaturas. Se equivocan, sin embargo, al creer que esa investigación les dirá cuáles son esos factores. Su investigación no demuestra lo que ellos pretenden demostrar, porque no han tenido en cuenta los efectos de la herencia. Les ha sido imposible aceptar el hecho de que los niños y sus padres se parezcan los unos a los otros por razones genéticas.
La primera generalización es cierta. Por término medio, los padres competentes y agradables tienden a tener niños agradables y competentes. Pero eso no prueba que los padres tengan alguna influencia —al margen de la genética— en cómo salen los niños.
UNA CALLE DE DOS DIRECCIONES
En un típico estudio sobre la socialización, los investigadores comienzan reuniendo un grupo de sujetos: un número de niños aproximadamente de la misma edad (a menudo reclutados en una guardería o en un aula de una escuela de primaria) y sus padres. Entonces proceden a reunir datos sobre los métodos que utilizan los padres para criarlos: quizá a través de entrevistas personales, mediante un cuestionario o tal vez observándolos en el momento de relacionarse con sus hijos. Independientemente de cómo sea medido, un método educativo paterno es evaluado únicamente en relación con un niño, pues solo un niño por familia participa en esa clase de estudios. Ese procedimiento sería correcto si los padres tuvieran métodos uniformes de educar a sus hijos, si ese «estilo educativo» fuera una característica más o menos estable de una persona, como el color de los ojos o el coeficiente intelectual. Pero los padres no tienen un estilo educativo fijo. El modo como se comporta un padre respecto de un niño en particular depende de la edad del niño, de su apariencia física, de su conducta habitual, de su conducta pasada, su inteligencia y su estado de salud. Los padres confeccionan su estilo educativo a medida de cada niño. La educación no es algo que los padres hagan a los hijos, sino algo que padres e hijos hacen conjuntamente.
No hace mucho tiempo estaba yo en el jardín de mi casa con mi perro. Una madre y sus dos hijos —una niña de unos cinco años y un niño de unos siete— pasaron por la calle. Mi perro, que está entrenado para no salir a la calle, corrió hasta el bordillo de la acera y comenzó a ladrarles. Los niños reaccionaron de modo muy diferente. La niña se volvió hacia el perro y preguntó si podía acariciarlo, a pesar de que el perro no se estaba comportando demasiado agradablemente. Su madre le dijo rápidamente que no: «No, Audrey, no creo que el perro quiera que lo acaricies». Mientras tanto, el niño se había retirado hasta el otro lado de la calle y miraba desde allí la escena, asustado, sin ningunas ganas de acercarse al perro ladrador incluso aunque mediara entre los dos todo el ancho de la calle. «Vamos, Mark —le dijo su madre—, el perro no te va a hacer nada». (Para entonces yo ya lo estaba sosteniendo por el collar). Pasó más de un minuto antes de que Mark hiciera acopio del valor suficiente para reunirse con su madre, quien le esperaba con la impaciencia disimulada bajo una buena dosis de genuina simpatía. Así que los tres siguieron calle abajo, pude oír que Audrey se burlaba de Mark. No entendí sus palabras, pero el tono era inconfundible.
Me daba pena Mark, pero me identifiqué poderosamente con su madre: yo también he educado a un par de niños muy diferentes.
Mi hija mayor apenas quería hacer nada que su padre o yo no quisiéramos que hiciera. Mi hija menor lo hacía a menudo. Criar a la primera fue muy cómodo; criar a la segunda, humm… digamos que interesante.
Mi tío Ben, que no tenía hijos propios, tenía predilección por sus sobrinas nietas y a menudo me daba consejos sobre cómo criarlas. Recuerdo una conversación que tuve con él cuando mis hijas tenían ocho y doce años. Me quejaba de la conducta de mi hija menor y mi tío Ben (que sabía que no había tenido esos problemas con la mayor) me preguntó: «¿Las tratas a las dos del mismo modo?».
¿Las trataba a las dos igual? No sabía qué decir. ¿Cómo puedes tratar del mismo modo a dos niñas que son diferentes, que hacen cosas diferentes, dicen cosas diferentes, tienen diferentes habilidades y diferentes personalidades? ¿Podía la madre de Mark y Audrey tratar a ambos de la misma manera? ¿Qué significaría eso? ¿Decirle a Audrey: «El perro no te hará nada» (que fue lo que le dijo a Mark) en vez de «No creo que el perro tenga ganas de que lo acaricies»?
Si Mark y su madre participaran en un estudio sobre socialización, los investigadores probablemente sacarían la impresión de que la madre de Mark es sobreprotectora. Si fueran Audrey y su madre, los investigadores tendrían a la madre por una persona que sabe fijar límites precisos. Cada equipo de investigadores la vería solo con uno de sus hijos; cada uno, en consecuencia, sacaría una imagen distinta de qué tipo de madre es ella. A mí se me habría catalogado como una madre permisiva con mi primera hija, y mandona con la segunda.
La relación entre un padre y un hijo, como cualquier otra relación entre dos individuos, es una calle de dos direcciones, una transacción incesante en la que cada parte desempeña un papel. Cuando dos personas se relacionan, lo que uno hace o dice es, en parte, una reacción a lo que el otro ha dicho o hecho, y respecto a lo que se dijo o se hizo en el pasado.
Incluso los bebés contribuyen activamente en la relación padres-hijo. Cuando tienen dos meses de edad, la mayoría de los bebés miran a sus padres a los ojos y les sonríen. Es una recompensa inmensa recibir una sonrisa de un bebé. Un bebé normal compensa a sus padres por todos los problemas que les causa haciéndoles ver que está encantado de verlos.
Algunos bebés —principalmente los aquejados por la enfermedad llamada autismo— no hacen eso. Los bebés autistas no miran a sus padres a los ojos, no les ríen ni parecen estar encantados de verlos. Es difícil sentir ningún entusiasmo por un bebé que no lo siente por ti. Es difícil relacionarse con un niño que no te mira. En su última época, Bruno Bettelheim, que dirigió durante muchos años una institución para niños autistas, defendía que el autismo se producía por la frialdad de la madre, por su falta de afecto hacia la criatura. Una de esas madres atacó públicamente a Bettelheim llamándolo «individuo vil» que había «llevado el ostracismo y el sufrimiento a muchas familias». Bettelheim no fue solamente cruel, sino que estaba equivocado. El autismo se origina por un defecto cerebral; los niños autistas nacen ya así. La aparente frialdad de las madres no era la causa de las conductas anormales de los niños, sino una reacción frente a estas.[10]
John Watson sostenía que si dos niños son diferentes, ello se deberá a que son tratados de forma diferente por sus padres, una convicción defendida por mi tío Ben, quien nunca tuvo hijos. Pero, como la mayoría de los padres de un segundo hijo se dan cuenta a poco del nacimiento, los niños llegan a este mundo siendo bastantes diferentes unos de otros. Sus padres los tratan de forma diferente a causa de sus características distintas. Un niño temeroso es apoyado y afirmado; a uno atrevido se le avisa. A un bebé sonriente se le besa y se juega con él; a uno que no responde, se le alimenta, se le ponen los pañales y se le acuesta en la cuna. Los efectos en los que están interesados los investigadores sobre la socialización son los efectos del padre hacia el hijo: los padres tienen un efecto en sus hijos. También hay efectos que viajan en la dirección contraria: los niños tienen un efecto sobre sus padres.
La segunda generalización decía que los niños a los que se les abraza más es más probable que salgan agradables; mientras que a los que se les golpea lo más seguro es que salgan desagradables. Dale la vuelta a la afirmación y obtendrás otra muy plausible: a los niños agradables es probable que se les abrace más; mientras que a los niños desagradables es probable que se les golpee más. ¿Causan los abrazos la simpatía de los niños, es al revés, o ambas cosas son igualmente ciertas? ¿Hacen los golpes desagradables a los niños, es más fácil que los padres pierdan los nervios con los niños desagradables, o ambas cosas a la vez? En los estudios estándar sobre la socialización, no hay manera de distinguir esas explicaciones alternativas, no hay modo de separar las causas de los efectos. Así pues, la segunda generalización no prueba lo que sí parece probar.
UNIVERSOS PARALELOS
Cástor y Pólux, Rómulo y Remo… los gemelos han fascinado a mucha gente durante mucho tiempo. Para los genetistas conductistas son un componente esencial de sus planes de investigación. Ni siquiera es necesario encontrar gemelos que se hayan criado separados: la gran mayoría de los gemelos que participan en los estudios de genética conductista fueron criados por sus padres en el mismo hogar. La técnica consiste en establecer un contraste entre los gemelos y los mellizos. Comparando las semejanzas de los mellizos con las de los gemelos los investigadores pueden determinar si una característica particular de los gemelos está bajo control genético o no, y hasta qué grado. Digamos, por ejemplo, que la característica que se estudia es la tendencia a ser físicamente activo o inactivo. Si los mellizos tienen un nivel de actividad similar (ambos mellizos están siempre en movimiento o ambos son dos verdaderos sacos de patatas) y los gemelos son manifiestamente menos iguales, ya se puede deducir de ahí una prueba para la influencia genética en ese rasgo.
Los investigadores de la socialización han puesto objeciones a ese método pues están convencidos que se asienta en una suposición absolutamente inestable: que el entorno de los gemelos criados juntos es similar al entorno de los mellizos criados juntos. Si los mellizos tienen, de hecho, entornos más similares que los gemelos del mismo sexo, la gran semejanza de los mellizos puede ser debida a la gran semejanza de sus entornos, antes que (o además de) a la semejanza de sus genes.
¿Tienen los mellizos entornos más semejantes que los gemelos? No se trata ahora de que vayan vestidos igual o tengan los mismos juguetes. La cuestión es si los idénticos son tratados igual en términos de cuánto afecto y disciplina reciben. ¿Se les da el mismo número de abrazos, el mismo número de azotes?
Las pruebas sugieren que los padres tienden a tratar a los mellizos de forma más semejante que a los gemelos. Cuando a los gemelos adolescentes se les preguntó cuánto afecto o rechazo habían recibido por parte de sus padres, los mellizos fueron más propensos que los gemelos a ofrecer informaciones semejantes. Si una melliza decía que sus padres la hacían sentirse querida, la otra era muy probable que dijera lo mismo. Pero si una gemela informaba de que sus padres la hacían sentirse querida, la otra podría decir lo mismo o lo contrario. Los padres puede que den a sus mellizos diferentes vestidos y diferentes juguetes, pero sin embargo parece que los quieren por un igual (o que no los quieren también por un igual). Mientras que con los gemelos —que a menudo difieren notablemente en apariencia y en conducta— puede que quieran más a uno que a otro. Así pues, probablemente es verdad que los mellizos tienden a tener entornos más semejantes que los gemelos.[11]
En efecto, los mellizos tienen entornos más semejantes que los gemelos incluso aunque crezcan en hogares diferentes. Los mellizos adultos que han sido separados cuando niños y han sido criados sin contacto entre ellos ofrecen relatos sorprendentemente similares de sus infancias; están de acuerdo sobre la cantidad de afecto que recibieron de sus padres adoptivos. Aunque es posible que la igualdad de los informes se deba a que sus memorias trabajan de modo semejante —los mellizos alegres tienen recuerdos felices de la infancia, mientras que los pesimistas tienden a recordar las tribulaciones—, yo no creo que todo se reduzca a eso. Pienso que los mellizos criados aparte sí que reciben la misma cantidad de afecto por parte de sus padres adoptivos.[12] Una razón es que los mellizos tienen la misma apariencia: si uno es guapo, el otro también; si uno es normal y corriente, el otro también. Los investigadores han descubierto que la belleza o los rasgos anodinos tienen un efecto mesurable sobre cómo los tratan sus padres adoptivos. Un estudio demostró que, por lo general, una madre es más atenta con su bebé si es mono que si es del montón. (La belleza de los bebés fue clasificada por jueces independientes: un grupo de licenciados de la universidad de Texas). Aunque todos los bebés del estudio estaban bien cuidados, los bebés guapos lo estaban mejor, se jugaba más con ellos y se les daba más afecto que a los bebés del montón. En su informe, los investigadores citaron una carta escrita por la reina Victoria a una de sus hijas casadas. Según la reina, que tenía cierta experiencia con los bebés (pues había tenido nueve), «un bebé horroroso es un objeto muy desagradable».[13]
La mayor parte de los bebés feos mejora con el paso del tiempo, pero piensa por un momento en los casos en que eso no sucede. La gente no es tan agradable con los niños feos como con los guapos. Aunque no hayan hecho nada malo, la gente está presta a pensar que sí lo hicieron. Los niños guapos y los corrientes tienen distintas experiencias: crecen en diferentes entornos.
Las experiencias de los niños no vienen determinadas solamente por su aspecto exterior. Hay otras cualidades que también influyen en el modo como los pueden tratar otras personas. A un niño tímido como Mark se le trata de forma diferente que a un niño atrevido, como su hermana, por ejemplo. Pero la timidez en un niño tiene un componente genético sustancial, por lo que si Mark tuviera en el otro lado del mundo un mellizo, este también sería tímido. Pueden tener diferentes madres, pero las posibilidades de que ambas reaccionen igual son enormes: serían comprensivas y un poco impacientes. Sus padres podrían ser un poco menos comprensivos y un poco más impacientes. Fuera de casa, Mark y su mellizo separado tendrían un trato semejante con sus compañeros: se burlarían y abusarían de ambos. El recreo no es especialmente divertido para los niños tímidos.[14]
Desde el momento en que las experiencias de los niños son una función de características innatas como la timidez o el buen parecido, los mellizos son más propensos que los gemelos a tener experiencias semejantes. Los investigadores de la socialización tienen razón en eso. El problema es, tal como verás en el siguiente capítulo, que el truco consiste en no explicar por qué los mellizos son tan iguales, si ello se debe a los genes o al hecho de tener idénticas experiencias. El truco está en explicar por qué no son más iguales. Incluso los mellizos criados en el mismo hogar están lejos de tener personalidades idénticas.
LOS EFECTOS DE LOS EFECTOS DE LOS GENES
Los genes contienen las instrucciones para producir un cuerpo físico y un cerebro físico. Determinan la forma de los rasgos faciales y la estructura y la química del cerebro. Esas consecuencias físicas de la herencia son consecuencias directas, a su vez, del cumplimiento de las instrucciones de los genes. Yo les llamo los efectos genéticos directos. La timidez puede ser un efecto genético directo; algunos bebés nacen con un sistema nervioso hipersensible.[15] Nacer hermoso es un efecto genético directo.
Los efectos genéticos directos tienen sus propias consecuencias, a las que yo llamo efectos genéticos indirectos: los efectos de los efectos de los genes. La timidez de un niño provoca que una madre lo tranquilice, que su hermana se burle de él y que sus compañeros le chinchen. La belleza de una niña provoca que sus padres la adoren y que tenga un amplio círculo de admiradores: estos son efectos genéticos indirectos. Los mellizos tienen vidas parecidas a causa de los efectos genéticos indirectos.
Los investigadores de la socialización que protestaban por el uso que los genetistas conductistas hacían de la información sobre los gemelos tienen razón cuando dicen que los métodos de la genética conductista no distinguen entre los efectos de los entornos similares y los efectos de los genes. Y así es, los métodos de la genética conductista no pueden distinguir el efecto de los genes de los efectos de los efectos de los genes: no pueden distinguir entre efectos genéticos directos e indirectos. Lo que ellos llaman «hereditario» es, de hecho, una combinación de efectos genéticos directos e indirectos.
Sería estupendo tener la capacidad de distinguirlos, pero dado que no podemos hacerlo, dados los métodos corrientes de que disponemos, estoy contenta de que los efectos genéticos indirectos se atribuyan a la «herencia» y no al «entorno». Aunque técnicamente forman parte del entorno de los niños, son consecuencias de los genes de los niños. Sin embargo, estoy de acuerdo con los investigadores de la socialización cuando dicen que los genetistas conductistas no han tratado bien este problema. Se les puede reprochar no que mezclen los efectos directos e indirectos, sino el no declarar claramente que es eso lo que están haciendo.
Déjame decirlo bien claro desde ahora mismo. Los estudios conductistas de la genética están diseñados para distinguir los efectos de los genes de los efectos del entorno. Los investigadores se fijan en una característica cada vez, dividiendo la variación en esa característica —las diferencias entre sus sujetos— en dos partes: la parte debida a los genes, y la debida al entorno. El resultado, para la mayoría de los rasgos psicológicos que han sido estudiados, es que casi la mitad de la variación es atribuible a los genes de los sujetos y la otra mitad al entorno. Pero la mitad atribuida a la herencia incluye los efectos indirectos, las consecuencias ambientales de los efectos de los genes. Eso significa que la otra mitad de la variación ha de deberse a influencias del entorno absolutamente puras, influencias que no son, directa o indirectamente, una función de los genes.
La mitad de la variación les da a los investigadores de la socialización bastante trabajo. Sin embargo, este no consiste en probar que el entorno como un todo tiene efectos sobre los niños, sino en probar que aquellos aspectos particulares del entorno en los que están interesados —pongamos por caso los métodos educativos de los padres— tienen efectos sobre los niños. Y a mi juicio no lo han demostrado. Sí, los padres competentes tienden a tener niños competentes; pero eso podría deberse a la herencia. Sí, los niños a los que se les ha tratado bien tienden a ser más agradables que aquellos a los que se ha tratado ásperamente; pero eso puede deberse a los efectos del trato de los niños hacia sus padres.
A los investigadores de la socialización no les gusta la idea de que algunos de los efectos de los que ellos informan puedan ser debidos a las semejanzas heredadas por los niños de sus padres biológicos; rara vez mencionan esa posibilidad en sus artículos publicados. Pero la idea de que los niños tienen efectos sobre sus padres —que la relación es de dos direcciones— ha ido ganando aceptación gradualmente.[16] Casi cada artículo que plantea una correlación entre las conductas de los padres y los hijos incluye ahora, cerca ya del final del texto, una apostilla que admite que la dirección de la causa y el efecto no está clara, que la correlación de la que se informa puede ser debida al efecto de los niños sobre los padres, antes que (o además de) al efecto de los padres sobre los niños. La apostilla tiene la misma utilidad que el aviso de las autoridades sanitarias en el paquete de cigarrillos: la ley dice que ha de figurar, pero nadie le hace caso alguno.
Mi impresión es que los investigadores de la socialización creen que los efectos de los niños sobre los padres existen, pero que tales efectos se encuentran en los datos de otras personas. Interpretan sus propios resultados ambiguos en función de la asunción de los principios tradicionales de la educación de los niños, y ello porque estos no han sido nunca cuestionados. Su investigación no está concebida para probar la hipótesis de que el entorno proporcionado por los padres tiene efectos duraderos sobre la conducta y la personalidad de los niños: no se considera una hipótesis que deba ser probada, sino un hecho.
Poner en cuestión las creencias tradicionales sobre la crianza de los hijos es mi objetivo. En este capítulo te he hablado acerca de algunos de los defectos de las pruebas que se usan para apoyarlas. En el siguiente te hablaré acerca de las pruebas contra esas creencias.