La herencia y el entorno. Son el yin y el yang, Adán y Eva, el padre y la madre de la psicología popular. Incluso en el instituto ya sabía lo suficiente del asunto como para informar a mis padres, cuando me chillaban, que si no les gustaba cómo estaba saliendo, no me tenían que censurar a mí, sino a ellos mismos: eran ellos quienes me habían proporcionado mi herencia y mi entorno.
«Herencia y entorno», así es como los llamábamos entonces. Hoy en día nos referimos a ellos más propiamente como «naturaleza y educación». Poderosos como lo eran bajo los nombres con que nacieron, hoy lo son mucho más bajo sus nuevos alias. La naturaleza y la educación mandan. Todo el mundo lo sabe, nadie lo cuestiona: naturaleza y educación son los motores y los diseñadores. Ellas nos han convertido en lo que somos hoy y determinarán cómo serán nuestros hijos el día de mañana.
En un artículo de enero de 1998 de la revista científica Wired, un periodista científico medita acerca del día —¿dentro de veinte, cincuenta, cien años…?— en que los padres puedan comprar los genes para sus hijos tan fácilmente como compran hoy unos tejanos. «Escoger el genotipo», lo llama el periodista. ¿Le gustaría un chico o una chica? ¿Pelo liso o rizado? ¿Un genio de las matemáticas o una fiera de los negocios? «Les daría a los padres un papel real sobre el tipo de personas en que se convertirían sus hijos», dice el periodista. Y añade: «Pero los padres ya tienen ese poder, y en muy alto grado».[1]
Dice el periodista que los padres tienen el poder acerca de cómo saldrán sus hijos en el futuro. Y lo dice porque los padres proporcionan el entorno. La educación.
Nadie lo pone en cuestión porque parece en exceso evidente. Los dos factores que determinan cómo acabarán siendo tus hijos en el futuro serán la naturaleza —sus genes— y la educación, el modo como tú los hayas educado. Eso es lo que tú crees y también lo que cree el profesor de psicología. Una coincidencia feliz que no se ha de dar por supuesta, porque en la mayoría de las ciencias el experto piensa una cosa y el ciudadano común —ese al que solemos llamar «el hombre de la calle»— piensa otra muy distinta. Pero en este caso, el profesor y tú estáis de acuerdo: la naturaleza y la educación mandan. La naturaleza les da a los padres un bebé; el resultado final dependerá de cómo lo críen y eduquen. La buena educación puede disimular muchos de los errores naturales; la falta de educación puede acabar con los mejores esfuerzos de la naturaleza en el cubo de la basura.
Eso es también lo que yo solía pensar antes de cambiar de opinión.
Acerca de la educación es sobre lo que yo cambié de opinión, no acerca del entorno. Este no va a ser uno de esos libros que dicen que todo es genético, porque no lo es. El medio es tan importante como los genes. Las cosas que experimentan los niños mientras se desarrollan son tan importantes como las cosas con las que nacen. Sobre lo que yo cambié de opinión fue sobre si «educación» es realmente un sinónimo de «entorno». Usarlo como sinónimo para entorno es plantear la cuestión de buen comienzo.
El uso de «educación» o crianza como sinónimo de «entorno» se basa en la creencia de que lo que influye en el desarrollo de los niños, aparte de los genes, es el modo en que sus padres los crían. Solamente después de haber criado dos hijas por mí misma y ser la coautora de tres ediciones de un libro de texto universitario sobre el desarrollo del niño empecé a poner en cuestión esa creencia. Hace poco he llegado a la conclusión de que estaba equivocada.
Es difícil luchar contra las creencias, porque, por definición, son cosas que no requieren pruebas. Mi primer trabajo consiste en mostrar que esa creencia sobre la educación de los hijos no es nada más que eso: una mera creencia. Mi segundo objetivo consiste en convencerte de que es una creencia muy poco fiable. Y el tercero consiste en sustituirla por algo que ocupe su lugar. Lo que ofrezco es un punto de vista tan poderoso como aquel al que reemplaza, una nueva manera de explicar por qué los hijos salen como salen. Mi respuesta se basa en la reflexión sobre con qué tipo de mente está equipado el niño, lo cual requiere, a su vez, reconsiderar la historia de la evolución de nuestras especies. Te pido que me acompañes a visitar otras épocas y otras sociedades, incluso sociedades de primates.
¿MÁS ALLÁ DE LA DUDA RAZONABLE?
¿Cómo se puede cuestionar algo que parece tan evidente? Es algo que puedes ver con tus propios ojos: los padres tienen una influencia sobre sus hijos. Al niño que ha sido golpeado se le nota intimidado en presencia de sus padres. El niño cuyos padres han sido muy condescendientes, se los come. El niño al que no le han enseñado principios, se comporta de forma inmoral. El niño cuyos padres creen que no dará mucho de sí, no da nada de sí.
Para esos santo Tomás dubitativos que necesitan ver escrito todo, hay libros llenos de evidencias, miles de libros. Libros escritos por psicólogos con experiencia clínica como Susan Forward, que describe los demoledores y duraderos efectos de los «padres tóxicos», los hipercríticos, los superconsentidores, los poco afectuosos o los impredecibles que minan la autoestima de los niños y su autonomía, o les dan demasiada autonomía demasiado pronto. La doctora Forward ha visto el daño que tales padres causan en sus niños. Sus pacientes tienen serias deficiencias psicológicas, y esa es toda su culpa. Y no mejorarán hasta que admitan, ante la doctora Forward y ante sí mismos, que esa es toda la culpa de los padres.
Pero quizá te encuentres entre esos dubitativos santo Tomás que consideran que las opiniones de los psicólogos clínicos, formadas a partir de las conversaciones con una muestra seleccionada por ellos de pacientes con problemas, no constituyen pruebas definitivas. De acuerdo, entonces hay pruebas de carácter más científico: pruebas obtenidas en estudios cuidadosamente diseñados sobre padres y niños normales; padres y niños cuyas condiciones psicológicas abarcan una amplia gama que puedes encontrar en la sala de espera de la doctora Forward.
En su libro It Takes a Village, la ex primera dama estadounidense Hillary Rodham Clinton ha resumido algunos de los hallazgos que se derivan de esos cuidadosos estudios desarrollados por los psicólogos del desarrollo. Los padres que se preocupan por sus hijos de forma responsable y cariñosa tienden a tener bebés que se sienten seguros junto a ellos y que se convierten en niños amistosos y con confianza en sí mismos. Los padres que hablan a sus niños, que les escuchan y les leen tienden a tener niños brillantes que obtienen excelentes resultados en la escuela. Los padres que establecen límites firmes —pero no rígidos— tienen niños con menos probabilidades de meterse en problemas. Los padres que tratan a sus niños severamente tienden a tener niños que son agresivos o ansiosos, o ambas cosas. Los padres que se comportan de un modo sincero, amable y responsable con sus niños tienden a tener niños que se comportarán de la misma forma. Y los padres que fallan a la hora de proporcionarles a los niños un hogar en el que estén presentes la madre y el padre tienen niños con una mayor tendencia, cuando se hacen adultos, a fallar, de alguna forma, en su propia vida privada.[2]
Estas afirmaciones, y otras por el estilo, no son especulaciones desenfadadas. Hay un caudal enorme de investigaciones que las avalan. Los libros de texto que yo escribía para los alumnos universitarios sobre el desarrollo de los niños se basaban en las pruebas aportadas por esas investigaciones. Los profesores de aquellos cursos creían en esas evidencias. Y así lo hacía también el periodista que de vez en cuando recogía los resultados de alguno de esos estudios en algún artículo de diario o de revista. Los pediatras que aconsejan a los padres también basan sus consejos en esa información. Otros consejeros que escriben libros y artículos de periódico también dan por buenas esas pruebas. Los estudios hechos por los psicólogos del desarrollo tienen una influencia que se extiende como una onda en un estanque y se filtra en toda nuestra cultura.
Durante los años en que he estado escribiendo libros de texto, también yo creía en esas pruebas. Pero cuando las analicé en profundidad, para mi gran sorpresa, se me desmoronaron entre los dedos. Las pruebas que usan los psicólogos del desarrollo para apoyar las creencias tradicionales sobre la crianza y educación de los hijos no son lo que parecen ser: no prueban lo que quieren probar.
Y de ahí surge una oleada de pruebas contra los tópicos comúnmente aceptados sobre la educación y la crianza de los hijos.
Esa creencia común no es una verdad probada; ni siquiera una verdad universalmente reconocida. Se trata de un producto de nuestra cultura, un mito cultural muy apreciado. En lo que queda de capítulo te diré de dónde procede y cómo se me ocurrió ponerlo en cuestión.
LA HERENCIA Y EL ENTORNO DEL TÓPICO SOBRE LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
Francis Galton —primo de Charles Darwin— es una de las personas a las que se le atribuye haber acuñado la frase nature and nurture, naturaleza y educación, o crianza. Galton, probablemente, sacó la idea de Shakespeare, pero este tampoco fue el origen de la misma: treinta años antes de que él uniera ambas expresiones en La tempestad, un educador británico llamado Richard Mulcaster escribió que «la naturaleza empuja al chico hacia adelante, la educación lo ve progresar».[3] Trescientos años después, Galton volvió a emparejar ese par de palabras en una frase con gancho. Se hizo popular como un eslogan inteligente y acabó convirtiéndose en parte del lenguaje coloquial.
Pero el verdadero padre de la asunción de la importancia de la educación paterna fue Sigmund Freud. Fue él quien construyó, con no poca fantasía de por medio, un elaborado guión en el que todas las enfermedades psicológicas de los adultos pueden ser rastreadas hasta lo que les sucedió cuando eran niños y en las que sus padres estaban fuertemente implicados. Según la teoría freudiana, dos padres de sexo opuesto generan una indecible angustia en el niño solo por el hecho de estar donde están. La angustia es inevitable y universal; incluso a los padres más responsables les es imposible prevenirla, aunque fácilmente pueden convertirla en algo peor. Todos los niños han de atravesar la fase edípica, todas las niñas han de atravesar la versión femenina reducida. La madre (pero no el padre) es sujeto responsable de dos tempranas crisis: el destete y el control del esfínter.
La teoría freudiana fue bastante popular en la primera mitad del siglo; e incluso se abrió paso en las páginas del famoso libro del doctor Spock sobre el cuidado de los bebés y los niños:
Los padres pueden ayudar a los niños a atravesar ese estado romántico pero celoso dejándoles bien claro que los padres se pertenecen el uno al otro, que un chico no puede disponer de su madre para sí, así como tampoco una niña del padre.[4]
No hay por qué sorprenderse, los psiquiatras y los psicólogos clínicos (los que ven pacientes e intentan ayudarles en sus problemas emocionales) eran los más influidos por los escritos de Freud. Sin embargo, la teoría freudiana también tuvo un gran impacto en los psicólogos académicos, aquellos que investigan y publican los resultados en revistas especializadas. Unos cuantos de ellos intentaron hallar pruebas experimentales para varios aspectos de la teoría freudiana, esfuerzos que no fueron coronados por el éxito precisamente. Gran número de ellos se mostraron encantados de abandonar la jerga freudiana en sus escritos y en sus clases.
Otros reaccionaron yéndose al extremo opuesto, lo rechazaron completamente y junto con sus aspectos negativos perdieron también los positivos, es decir, tiraron el bebé con el agua de la bañera, como se suele decir en Inglaterra. El conductismo, una escuela de psicología que fue muy popular en las universidades estadounidenses durante los años cuarenta y cincuenta, fue, en parte, una reacción frente a la teoría freudiana. Los conductistas rechazaban casi todo de la filosofía de Freud: el sexo y la violencia, el ello y el superego, incluso la mente consciente misma. Curiosamente, sin embargo, aceptaban la premisa básica de la teoría freudiana: que lo que sucede en la temprana infancia —una época en la que los padres se ven implicados en todo lo que ocurre— es crucial. Desecharon el guión del psicodrama freudiano, pero retuvieron la lista de personajes. Los padres aún conservaban un papel rector, pero dejaron de convertirse en objetos sexuales y de desempeñar el papel de tijeras castradoras. En su lugar, el esquema de los conductistas los convertía en amortiguadores de las respuestas o en dispensadores de las recompensas y los castigos.
John B. Watson, el primer conductista eminente, se percató de que los padres en la vida real no son demasiado sistemáticos en el modo de condicionar las respuestas de sus niños y en el hecho de ofrecerse para demostrar cómo se deben hacer las cosas adecuadamente. La demostración implicaría educar a doce jóvenes seres humanos bajo unas condiciones de laboratorio cuidadosamente controladas.
Dadme una docena de niños saludables, bien formados y mi propio mundo específico para educarlos y yo garantizo que se puede escoger cualquiera de ellos al azar para convertirlo en cualquier tipo de especialista que pueda escoger: médico, abogado, artista, marchante, y sí, incluso mendigo o ladrón, independientemente de sus talentos, tendencias, habilidades, vocación o la raza de sus antecesores.[5]
Afortunadamente para esa docena de bebés, nadie aceptó la propuesta de Watson. Al día de hoy, probablemente quedan algunos conductistas ya mayores que piensan que él podría haberlo conseguido de haber tenido los fondos necesarios para llevar el experimento a cabo. Pero se trataba, en efecto, de una fanfarronada vacía: Watson no hubiera tenido ni la más remota idea de cómo satisfacer la garantía que ofrecía. En su libro Psychological Care oflnfantand Child hace montones de recomendaciones a los padres sobre el modo de evitar que sus hijos se echen a perder, y sobre cómo hacer de ellos personas sin miedo y con confianza en sí mismas (déjalos solos y evita mostrarles tu afecto); pero no hay sugerencia alguna sobre cómo educar y criar niños con un coeficiente de inteligencia de unos veinte puntos, lo cual sería un gran paso para intentar meterlos en las facultades de medicina o de derecho, las dos primeras ocupaciones de la lista de Watson.[6] Ni tampoco hay unas líneas maestras sobre cómo conseguir que escogieran medicina o derecho, o viceversa. Cuando se puso a ello, lo único en lo que John Watson tuvo éxito fue en lograr que un niño llamado Albert le tuviera miedo a los animales peludos, haciendo un ruido estrepitoso cada vez que Albert intentaba tocar un conejo. Aunque ese entrenamiento disuadió a Albert de crecer con la idea de seguir la carrera de veterinaria, aún tenía muchas otras opciones profesionales entre las que escoger.
Un acercamiento conductista más prometedor fue el de B. F. Skinner, quien habló más de reforzar las respuestas que de condicionarlas.[7] Se trataba de un método bastante más útil, porque no tenía que vérselas con las respuestas innatas de la criatura, sino que podía crear nuevas respuestas reforzando (con recompensas como el elogio o la comida) aproximaciones cada vez más cercanas a la conducta deseada. En teoría, uno puede producir un médico recompensando a un niño por vendar las heridas de un amigo; un abogado recompensando al niño por amenazar con llevar a juicio al fabricante de bicis de la que se cayó su amigo. Pero ¿qué ocurre con la tercera de las ocupaciones de la lista de Watson, el artista? La investigación hecha en los años setenta nos dice que podías conseguir que los niños pintaran montones de cuadros simplemente recompensándoles con golosinas por hacerlo. Pero las recompensas tenían un curioso efecto: tan pronto como se interrumpían, los niños dejaban de pintar. Hacían menos pinturas una vez que ya no tenían ninguna recompensa que los niños a los que nunca se les había recompensado por poner el rotulador sobre el papel. Aunque estudios posteriores demostraban que era posible administrar las recompensas sin esos efectos negativos posteriores, los resultados son difíciles de predecir porque dependen de sutiles variaciones que afectan a la naturaleza de la recompensaba la oportunidad de darla y a la personalidad de quien la recibe.[8]
Se dice que el genio es un 99% de transpiración y un 1% de inspiración. El conductismo se centra en la transpiración y olvida por completo la inspiración. Tom Sawyer era mejor psicólogo que B. E Skinner: permitiendo que sus amigos le recompensaran por el privilegio de encalar la valla, no solo consiguió que hicieran el trabajo, sino que además les gustara.
No creo que Watson quisiera en realidad una docena de niños saludables con los que experimentar. Pienso que su petición fue solo un petulante modo de expresar la creencia básica del conductismo: que los niños son maleables y que es su entorno, no cualidades innatas tales como el talento o el temperamento, lo que determina su destino. Las afirmaciones exageradas se hicieron en función de su valor publicitario: Watson se estaba promocionando para ocupar el cargo de Gran Señor del Entorno.
EL ARTE Y LA CIENCIA DEL ESTUDIO DE LOS NIÑOS
En tanto que especialidad académica, el estudio de cómo los humanos inmaduros se desarrollan hasta convertirse en adultos se inició tardíamente, alrededor de 1890. Los primeros estudiosos del desarrollo estaban interesados en los niños, pero no les prestaban mucha atención a sus padres. Si se lee un libro de psicología del desarrollo anterior a la época en que se hicieron populares la teoría freudiana y la teoría conductista, apenas se encontrará nada relativo a las influencias paternas en el desarrollo de la personalidad de los niños. El conocido libro de texto de Florence Goodenough, Developmental Psychology, publicado por primera vez en 1934, no tiene un capítulo dedicado a las relaciones padres-hijo. En su argumentación sobre las causas de la delincuencia juvenil, Goodenough habla acerca de los efectos del «entorno pernicioso», pero ella se refiere a esas partes de la ciudad donde los hogares «desvencijados se desmoronan y donde hay multitud de bares, garitos y casas de apuestas».[9]
Casi al mismo tiempo, Winthrop y Luella Kellog informaban de los resultados de su experimento en la cría de primates. Habían criado a un chimpancé llamado Gua en su casa, junto a su hijo Donald, y le habían tratado todo lo igual que les había sido posible. La palabra entorno aparece con frecuencia en el libro de los Kellog, pero la usan solo para distinguir «un entorno civilizado» o un «entorno humano» de la jungla o el zoo en el que hubiese sido criado Gua. Las delicadas distinciones entre un hogar civilizado y otro aún no se habían asociado al término entorno.[10]
Quizá el más influyente de los primeros estudiosos del entorno fue Arnold Gesell. Para Gesell, como para Goodenough, se daba por supuesto que los padres formaban parte del entorno de los niños, que eran anónimos e intercambiables. Los niños de cierta edad también tenían mucho de intercambiables. Gesell hablaba de «vuestro cuatro años de edad» o «vuestro siete años de edad» y daba instrucciones sobre cómo cuidarlos, del mismo modo como un libro sobre el cuidado de coches te hubiera dicho cómo cuidar «vuestro Ford» o «vuestro Studebaker». El hogar era como un garaje al que los niños entraban por la noche y donde el empleado anónimo los lavaba, los enceraba y llenaba sus depósitos.[11]
La rama moderna de la psicología del desarrollo nació en 1950, cuando los investigadores dejaron de buscar en qué eran similares un niño de cuatro años y otro de la misma edad, y empezaron a buscar en qué diferían el uno del otro. Eso condujo a la idea —y era una idea novedosa en aquel momento— de pasar de buscar las diferencias entre los niños a buscar las diferencias que había en el modo en que los educaban sus padres. El heraldo de ese tipo de investigación fue un estudio cuya herencia dual, la de la psicología freudiana y la del conductismo, era marcadamente visible. Fue concebido para probar cómo las recompensas y castigos administrados por los padres, incluidos sus métodos para el destete y el control del esfínter, afectaban a la personalidad del niño. En particular, los investigadores se interesaron mucho por aspectos de la personalidad del niño que pertenecían a conceptos freudianos tales como el desarrollo del superego. Una de las investigadoras fue Eleanor Maccoby, ahora ya jubilada de la Universidad de Stanford tras una meritoria y distinguida carrera. En un reciente artículo, Maccoby describía los resultados de ese temprano estudio:
El corpus de resultados del trabajo fue, en muchos aspectos, decepcionante. En un estudio sobre 400 familias se encontraron muy pocas relaciones entre los métodos de crianza de los padres (detallados por estos en las entrevistas) y las valoraciones independientes de las personalidades características de los niños. Tan pocas, en efecto, que apenas se publicó nada relativo a esos dos conjuntos de datos. El principal provecho del estudio lo constituyó un libro sobre los métodos de crianza de los niños vistos desde la perspectiva de las madres. Se trataba de un libro básicamente descriptivo e incluía muy pocas pruebas prácticas de las teorías que habían conducido a la realización del estudio.[12]
Este comienzo tan poco halagüeño no desanimó los futuros esfuerzos en esas mismas líneas de investigación. Pronto le siguió un aluvión de investigaciones que han continuado hasta nuestros días. Aunque los vínculos explícitos con la psicología freudiana y la conductista se desecharon pronto, sobrevivieron dos ideas: la creencia conductista en que los padres influyen en el desarrollo de sus hijos mediante las recompensas y los castigos que dispensan, y la creencia freudiana en que los padres pueden confundir seriamente a los hijos y que a menudo sucede así.
Se daba por supuesto que los padres influyen en el desarrollo de sus hijos. El objetivo de las últimas generaciones de investigadores no consistía tanto en averiguar si los padres influyen en el desarrollo de sus hijos, sino en descubrir cómo influyen en él. El procedimiento se estandarizó: observas cómo crían los padres a sus hijos, observas cómo salen esos hijos; repites esas observaciones con un número suficiente de padres y niños y entonces, reuniendo los datos y destacando en ellos los rasgos dominantes, intentas demostrar que determinados aspectos del método de criar a un niño tienen un efecto en alguna característica del niño. Tu esperanza consiste en encontrar una relación entre la conducta de los padres y las características de los niños que sea «estadísticamente significativa», o, en términos nada técnicos, publicable.
Aunque el estudio descrito por Eleanor Maccoby fracasó a la hora de encontrar resultados que fueran estadísticamente significativos, muchos de los miles de estudios que le siguieron, cortados todos ellos por el mismo patrón, fueron más afortunados. Obtuvieron resultados provechosos que fueron publicados en revistas como Child Development y Developmental Psychology; se convirtieron en parte de la montaña de pruebas usadas para consolidar la creencia tradicional en la importancia de la educación de los padres. De los otros —los que no consiguieron resultados provechosos— sabemos muy poco; la mayoría de ellos probablemente acabaron en nada. La única razón por la que sabemos que el primer estudio de este tipo halló «pocas conexiones» entre los métodos de crianza de los padres y las personalidades de los niños se debe a que la doctora Maccoby lo reconoció por escrito… treinta y cinco años después.
CONVERTIR A UN BEBÉ SALVAJE EN UN AUTÉNTICO CIUDADANO
A los psicólogos del desarrollo que se especializan en hacer ese tipo de investigación que acabo de describir se les llama investigadores de la socialización. La socialización es el proceso por el cual un bebé salvaje se convierte en una criatura domesticada, lista para ocupar su puesto en la sociedad en la que ha sido educada. Los individuos que han sido socializados pueden hablar el mismo lenguaje que hablan los otros miembros de su sociedad; se comportan adecuadamente; poseen las habilidades que se exigen; sostienen las creencias dominantes. Según la creencia tradicional en la importancia de los padres en la educación de los hijos, la socialización es algo que los padres inculcan a los niños. Los investigadores de la socialización estudian cómo lo hacen de bien los padres, a juzgar por lo bien que salgan los hijos.
Los investigadores de la socialización sostienen esa creencia tradicional. Como dije al principio, yo también creía en ella. Basándome en esa creencia, fui la coautora de tres ediciones de un libro de texto sobre desarrollo de los niños. Yo había empezado a trabajar (sin colaboración esta vez) en un nuevo libro de texto sobre psicología del desarrollo cuando sucedió algo que me obligó a abandonar el proyecto. Durante mucho tiempo me había sentido vagamente incómoda acerca de la calidad de los datos de la investigación de la socialización. Durante años había evitado pensar acerca de las observaciones que no encajaban muy bien en la historia que mis editores esperaban que yo les contara a los lectores. Un buen día me di cuenta de que ya no me creía esa historia.
He aquí tres de las observaciones que me preocuparon profundamente.
Primera observación: cuando era una estudiante de posgrado vivía en una habitación alquilada en una casa de Cambridge, Massachusetts. Los propietarios eran una pareja de rusos que, con sus tres hijos, ocupaban la planta baja de la casa. Los padres hablaban en ruso entre sí y con sus hijos; su inglés era muy pobre y lo hablaban con un ligero acento ruso. Pero los niños, que iban de los cinco a los nueve años de edad, hablaban perfectamente un inglés bastante aceptable, y sin ningún acento, excepto el propio de Boston-Cambridge, como cualquier otro chico del barrio. Tenían, además, el mismo aspecto que los otros chicos del barrio. Sin embargo, había algo de extranjero en el aspecto de los padres; no estaba segura si eran sus ropas, sus gestos, la expresión de sus rostros o qué. Pero los niños no parecían extranjeros, sino niños estadounidenses normales y corrientes.
Eso me confundió. Obviamente, los niños no aprenden a hablar por sí mismos, sino que aprenden de sus padres. Pero la lengua que esos niños hablaban no era la que habían aprendido de sus padres. Incluso el niño de cinco años era un hablante en inglés más competente que su madre.
Segunda observación: esta tenía que ver con niños criados en Inglaterra. Me llamó la atención —gracias a mi debilidad por las novelas británicas de misterio— que generaciones de niños de las clases altas británicas estaban siendo criados de un modo que contradecía la creencia tradicional de la que venimos hablando. El hijo de los padres ricos ingleses se pasa la mayor parte del tiempo de sus primeros ocho años en compañía de una niñera, una institutriz y quizá uno o dos hermanos. Pasa poco tiempo con su madre e incluso menos con su padre, cuya actitud hacia los niños es típicamente la de que no debe oírseles, y ni siquiera vérseles. A los ocho años el niño es enviado a un internado en el que permanece los siguientes diez años, y vuelve a casa únicamente por las vacaciones. Y sin embargo, cuando sale de Eton o Harrow está listo para ocupar su puesto en el mundo de los gentlemen británicos. No habla y actúa como su niñera, su institutriz o incluso como sus profesores de Eton o Harrow. En su acento y modales de clase alta guarda una vaga semejanza con su padre; un padre que no ha tenido virtualmente nada que ver con su educación.[13]
Tercera observación: muchos psicólogos del desarrollo asumen que los niños aprenden el modo en que se espera que se comporten al observar e imitar a sus padres, particularmente al padre del mismo sexo. Esa suposición es también un legado de la teoría freudiana. Freud creía que la resolución del complejo de Edipo y de Electra conduce a la identificación con el padre del mismo sexo y, en consecuencia, a la formación del superego. De pocos niños que no hayan atravesado el Sturm und Drang del período edípicó puede esperarse que se comporten apropiadamente, porque aún no han adquirido su superego.
Selma Fraiberg, una psicóloga de niños cuyos libros fueron muy populares en los años cincuenta, aceptaba el relato freudiano de la socialización. Ella usaba la siguiente anécdota para ilustrar cómo se comportan los niños durante el período de las dudas, cuando han aprendido lo que se supone que no deben hacer, pero no pueden evitar hacerlo:
Julia, que tiene treinta meses, se encuentra sola en la cocina mientras su madre está hablando por teléfono. Hay un cuenco lleno de huevos sobre la mesa. Julia experimenta el deseo de hacer huevos revueltos… Cuando la madre de Julia regresa a la cocina, descubre a su hija chapoteando alegremente sobre los huevos esparcidos por el suelo y regañándose a sí misma al ritmo del chapoteo: «Nonono, no debes hacerlo. Nonono, ¡no debes hacer eso!».[14]
Fraiberg atribuía el lapsus de Julia al hecho de que aún no había adquirido un superego, presumiblemente porque ella aún no se había identificado con su madre. Pero si se mira atentamente lo que Julia estaba haciendo cuando su madre regresó a la cocina y la pilló con las manos en la masa, o en los huevos, Julia estaba imitando a su madre: hacía huevos revueltos y decía «Nonono». Y sin embargo a su madre no le gustó nada de nada.
El hecho es que los niños no pueden aprender a comportarse imitando a sus padres, porque la mayoría de cosas que les ven hacer —liarse, mandar a otras personas, conducir coches, encender cerillas, ir y venir a su gusto, y montones de cosas más que parecen bastante divertidas para aquellos a quienes no les está permitido hacerlas— les están prohibidas a los niños. Desde el punto de vista de los niños, la socialización en sus primeros años consiste principalmente en aprender que no se deben comportar como lo hacen sus padres.
Si te estás preguntando si la imitación de los padres del mismo sexo funciona mejor en una sociedad menos compleja, ya te digo que no. En las sociedades preindustriales la distinción entre las conductas aceptables de un adulto y de un niño tendía a ser incluso mayor que en nuestra sociedad actual. En las sociedades reducidas, en las islas polinesias, por ejemplo, se espera de los niños que se controlen y sean sumisos a los adultos y que hablen solo cuando se les habla. Los adultos no se comportan de ese modo, ni cuando se relacionan con los niños ni cuando lo hacen con otros adultos. Aunque los niños polinesios pueden aprender el arte de tejer o de pescar simplemente mirando a sus padres, no pueden aprender de ese modo las reglas del comportamiento social. En la mayoría de las sociedades, los niños que se comportan como si fueran mayores son considerados unos impertinentes.[15]
Según las suposiciones tradicionales respecto de la educación de los hijos, son los padres quienes les transmiten los conocimientos culturales (incluida la lengua) y quienes los preparan para convertirse en miembros de la sociedad en la que vivirán su vida adulta. Pero la hija de unos padres inmigrantes no aprende la nueva lengua y las nuevas costumbres de sus padres, el hijo de los padres ricos británicos ve a sus padres demasiado raramente como para que esa teoría sea plausible y es probable que los niños de muchas culturas diferentes se metan en problemas si se comportan como sus padres.
Y sin embargo, todos esos niños aprenden de algún modo a comportarse del modo que la sociedad espera que lo hagan.
Esa suposición tradicional se basa en un modelo particular de vida familiar: la de la típica familia de clase media norteamericana o europea. Los investigadores de la socialización no reparan, por norma, en las familias en las que los padres no pueden hablar la lengua del país; no estudian a los niños que van a internados o que son criados por institutrices y niñeras. Aunque los antropólogos y los psicólogos de los cruces culturales han hecho muchos estudios sobre los métodos de crianza de los niños en otras sociedades, los investigadores de la socialización raramente los tienen en cuenta para comprobar si sus teorías son aplicables a los niños que crecen en esas otras sociedades.
Algunas cosas, por supuesto, son ciertas en todas las sociedades. En todas los bebés nacen indefensos e ignorantes y necesitan gente mayor que se encargue de ellos. En todas las sociedades los niños deben aprender la lengua y las costumbres locales, y establecer relaciones de trabajo con los otros niños de su casa. Deben aprender que el mundo tiene reglas y que ellos no pueden hacer lo que quieran o les guste. Este aprendizaje tiene que comenzar muy pronto, mientras aún dependen completamente de los adultos que los cuidan.
No hay duda de que los adultos que los cuidan tienen un papel muy importante en la vida de los niños. De esas personas mayores es de quienes el bebé aprende su primera lengua, tiene sus primeras experiencias en formar y mantener relaciones, y donde recibe sus primeras lecciones para seguir unas reglas. Pero los investigadores de la socialización sacan otras conclusiones: lo que los niños aprenden en esa temprana edad acerca de las relaciones y las reglas establece el modelo para posteriores relaciones y acatamiento de las reglas, y por lo tanto determina el curso de sus vidas.
Yo también solía pensar así. Aún creo que los niños necesitan aprender las relaciones y las reglas en sus primeros años; de igual modo que es importante que adquieran una lengua. Pero ya he dejado de creer que ese aprendizaje temprano, que en nuestra sociedad usualmente se da en el hogar, establezca el modelo de lo que haya de venir posteriormente. Aunque el aprendizaje en sí mismo sirve a un objetivo, el contenido de lo que los niños aprenden puede ser irrelevante fuera de su hogar, en el mundo que les rodea. Pueden desprenderse de ellos en cuanto cruzan el umbral de la casa tan fácilmente como de los jerséis de lana gruesa que sus madres les obligan a llevar.