Prólogo

Este libro tiene dos objetivos: el primero, disuadirte de la noción de que la personalidad de un niño —lo que solemos llamar su «carácter»— es formada o modificada por los padres del niño; y el segundo, ofrecerte un punto de vista alternativo sobre cómo se forma la personalidad del niño. Mi argumentación contra la vieja noción y en favor de la nueva fue perfilada originalmente en un artículo que escribí en 1995 para la revista Psychological Review. El artículo comenzaba con estas palabras:

¿Tienen los padres algún efecto importante a largo plazo sobre el desarrollo de la personalidad de sus hijos? Este artículo examina las pruebas y llega a la conclusión de que la respuesta es no.[1]

Fue un desafío —realmente un auténtico bofetón— para la psicología tradicional. Yo esperaba que la gente se sorprendiera bastante al leerlo, e incluso quizá que se enfadaran. Pero en lo que la mayoría de los lectores se fijaron fue en que, bajo mi nombre, había una carencia de títulos universitarios, de cualquier título; también se fijaron en la embarazosa ausencia, en los agradecimientos en nota a pie de página, de las agencias e instituciones que hubieran respaldado mi investigación. No era, por lo tanto, una profesora; ni siquiera una licenciada. Nadie había oído hablar de mí y ahí estaba yo, publicando un artículo en la revista académica más importante y distinguida, una revista que apenas si acepta un 15% de los manuscritos que someten a su consideración.

Yo creí que mis lectores se enfurecerían, pero en vez de eso lo que hicieron fue sentir una gran curiosidad. Me enviaban mensajes por correo electrónico. Miembros del mundo académico me escribieron, preguntándome educadamente (y a veces no) quién era y quiénes eran mis mentores. Yo la llamaba mi correspondencia «¿quién diablos eres tú?». Este es mi ejemplo favorito, de un profesor de la Universidad Cornell:

Su artículo constituye una contribución fundamental a la psicología del desarrollo y la personalidad, lo cual aún me hace ser más curioso respecto a usted. ¿Es usted profesora de universidad? ¿Doctora? ¿Metalúrgica en paro que tiene el interesante pasatiempo de escribir fecundos artículos científicos?

Entre esas opciones, le dije, tenía que escoger necesariamente la tercera: metalúrgica en paro. En efecto, le dije, era una escritora de libros de texto para universidad desempleada. Le expliqué que no tenía el doctorado universitario y que me habían echado del departamento de psicología de la Universidad de Harvard solo con un título de posgrado. Había estado encerrada en casa durante mucho tiempo por problemas crónicos de salud. No tenía mentores, ni estudiantes. Me convertí en escritora de libros de texto porque eso es algo que uno puede hacer en su casa. Y era una escritora de libros de texto desempleada porque había dejado el trabajo.

No volví a oír hablar de él. Pero otros que recibieron idéntica explicación sí me contestaron, y algunos de ellos se han convertido en colegas y amigos. Y como no he conocido a ninguno de ellos en persona, mis vínculos con el mundo académico se reducen al correo electrónico y postal.

En 1997, mi artículo en la Psychological Review recibió un premio otorgado por la Asociación Americana de Psicología a un «sobresaliente y reciente artículo de psicología». Se trata del Premio George A. Miller, en memoria de un eminente psicólogo y antiguo presidente de la Asociación. Fue la prueba de que los dioses tienen sentido del humor. Treinta y siete años antes había recibido una carta del Departamento de Psicología de Harvard: habían decidido no otorgarme el título de doctora porque pensaban que no había hecho méritos. La carta la firmaba el jefe del Departamento, George A. Miller.

En los años que pasaron entre mis dos encuentros con el nombre de George A. Miller, me casé con uno de mis compañeros de estudios (y aún sigo casada con él) y criamos dos hijas, las cuales aparecen de vez en cuando en las páginas de este libro. Tenía buena salud cuando me casé, y me duró unos quince años, pero no volví a intentar reemprender los estudios. No hice nada para demostrar que Harvard se había equivocado conmigo, pues asumía que tenían razón.

Enfermar fue lo que me hizo cambiar de opinión. Quizá fue la intimidad con la muerte (si crees que te puedes morir de la noche a la mañana, la mente se concentra maravillosamente); o quizá sencillamente el aburrimiento. Confinada en el lecho durante un cierto período de tiempo, empecé a hacer el tipo de trabajo que hubieran aprobado mis profesores de Harvard. Parte de él incluso logré que fuera publicado.[2]

Afortunadamente, la metamorfosis se produjo demasiado tarde como para que intentara volver a la facultad. De ese modo escapé del adoctrinamiento. Todo lo que he aprendido acerca de la psicología del desarrollo y de la psicología social lo he aprendido por mí misma. La mía era una mirada marginal al sistema, y en eso ha consistido la diferencia. No tuve que comulgar con lo comúnmente asumido por el estamento académico; ni tampoco me comprometí con créditos ni becas de instituciones. Y una vez que hube abandonado la redacción de textos escolares, no me sentí obligada a perpetuar el statu quo enseñando el evangelio recibido a un puñado de crédulos estudiantes universitarios. Dejé de escribir libros de texto porque un buen día se me ocurrió que gran parte de las cosas que les había estado diciendo a esos crédulos estudiantes estaban equivocadas.

«Si es posible —aconsejaba un médico en las páginas de la Journal of the American Medical Association— la efectividad de un esfuerzo debería estar determinada por alguien al margen de ese esfuerzo y que no tenga nada que ver con la perpetuación del mismo.»[3] En otras palabras, si quieres conocer la verdad acerca del vestido del emperador, no les preguntes a los sastres.

Aunque yo no soy una de ellos, me siento profundamente en deuda con ellos, porque la teoría del desarrollo de los niños que se presenta en este libro se basa en su mayor parte en la investigación llevada a cabo por el estamento académico. Me siento agradecida, en particular, a muchos miembros del mundo académico que, a lo largo de los años, contestaron amable y generosamente a mi petición de copias de sus artículos.

No tener acceso a una biblioteca universitaria es un inconveniente que puede superarse. Las bibliotecas públicas me prestaron un buen servicio proveyéndome de montones de libros pedidos en préstamo a las bibliotecas universitarias. Quiero darle mis gracias más efusivas a Mary Balk, de la biblioteca de Middletown (New Jersey) y a Jane Eigenrauch, de la biblioteca Red Bank, por tantísimos libros como obtuvieron para mí en el servicio de préstamo entre bibliotecas. Gracias también a las personas que colaboraron conmigo —especialmente Joan Friebely, Sabina Harris y David G. Myers—, enviándome lecturas adicionales a través del correo electrónico.

Muchas personas me han ayudado a no sentirme sola. Mis primeros amigos por correspondencia electrónica del mundo académico, Neil Salkind y Judith Gibbons, me hicieron darme cuenta de que «estar encerrada» no significa necesariamente «quedarse fuera». Daniel Wegner se preocupó de que el manuscrito que yo envié a la Psychological Review recibiera un tratamiento justo; sus comentarios me indujeron a pensar más profundamente en algunas de las afirmaciones que hice en mi primer artículo, lo cual no solo condujo a mejorar el artículo, sino incluso la propia teoría. El consejo y los ánimos que recibí de Steven Pinker; de mi agente literaria Katinka Matson, de Brockman, Inc.; de mi primera editora en Free Press, Susan Arellano; y de mi segunda editora, Liz Maguire, tuvieron un valor enorme. Un millón de gracias a todos ellos. Igualmente, quiero agradecerle a Florence Metzger que me tuviera limpia la casa y que, como premio extra, me regalara con su amabilidad y su optimismo.

Mis colegas, amigos y miembros de mi familia dedicaron buena parte de su tiempo y su experiencia para comentar los primeros borradores de este libro. Les estoy profundamente agradecida por sus comentarios, que me levantaron la moral y mi prosa y me evitaron cometer algunos errores vergonzosos. Susan Arellano, Joan Friebely, Charles S. Harris, Nomi Harris, David Lykken, David G. Myers, Steven Pinker y Richard G. Rich leyeron el manuscrito entero e hicieron comentarios perspicaces sobre él. Lo mismo hicieron en algunas partes del libro, en las áreas que a ellos les interesaban, Anne-Marie Ambert, William Corsaro, Carolyn Edwards, Thomas Kindermann y John Modell.

Mis hijas, mi yerno, mi hermano y, sobre todo, mi marido me han proporcionado todo el apoyo que necesita un escritor. Me han aguantado y han creído en mí. Tienen todo mi cariño y mi gratitud eterna.