Un fotógrafo había montado el trípode en la tercera planta de un edificio por el que pasaba la comitiva. Había abierto al máximo el diafragma para hacer una foto de larga exposición y consiguió captar los miles de velas encendidas a ambos lados de la avenida, que sólo se oscurecía en el centro. La cadena de luces se perdía en la lejanía, dibujando la sinuosa forma de la calle y fundiéndose allá en el fondo en un único resplandor.
Aquella foto obtuvo un premio, y el fotógrafo la amplió, la enmarcó y se la envió a Arlene y a Reuben como regalo de boda. La pusieron en una pared del salón, como prueba de que Trevor seguía existiendo. También sirvió para ilustrar la cubierta de la biografía de Trevor que escribió Chris, y que fue un gran éxito de ventas en 1994. La fotografía fue portada de tres semanarios y también se empezó a vender en tamaño póster en todo el mundo, cosa que dio al fotógrafo unos beneficios superiores a los siete millones de dólares. La mitad del dinero lo entregó a Reuben y Arlene, y el resto lo cedió para obras benéficas. Reuben y Arlene hicieron lo mismo con su parte.
La foto apareció en las primeras páginas de periódicos de todo el mundo, e ilustraba las secciones fijas que empezaron a incluir para cubrir los cada vez más numerosos actos de bondad que se iban sucediendo. Aquello fue al principio. En pocas semanas, había tantas historias que contar que se hizo imposible publicarlas todas. A los pocos meses, los actos desinteresados en favor del prójimo dejaron de ser considerados noticia.
En diciembre de aquel año —las primeras navidades que pasaban sin Trevor—, Reuben y Arlene recibieron una invitación oficial para asistir a la ceremonia de encendido del árbol de Navidad en los jardines de la Casa Blanca.
Les reservaron un lugar en la primera fila y allí estaban, en esa fría tarde de diciembre —la niña abrigada con su ropita comprada especialmente para la ocasión—, esperando a que el presidente, en su discurso, desvelara el motivo por el cual se les había invitado.
Cuando llegó el momento, el presidente dijo: «Quiero que todos nosotros dediquemos un momento a la memoria de un joven muy especial». Entonces un foco les iluminó y la cámara los encuadró directamente. Arlene apoyó la cara de la niña en su hombro y se la cubrió un poco con la mano, para que la potencia de la luz no le dañara sus ojos aún demasiado sensibles.
—Trevor McKinney no puede estar hoy con nosotros. O tal vez si esté, no lo sé. —El presidente esbozó una amplia sonrisa—. Pero nos ha dejado un regalo muy especial en esta Navidad. Aún no había cumplido los catorce años, pero ya era un visionario y un héroe y quiero que todos, al oír mis palabras, miréis en vuestro corazón y os aseguréis de que no habéis olvidado la promesa que le hicisteis a ese chico. Si él estuviera aquí esta noche, le pediría que fuera él quien encendiera las luces del árbol. Pero tendré que hacerlo yo en su nombre. De manera simbólica, modesta, voy a hacer lo mismo que él hizo de manera real, imponente: alumbrar el mundo.
La niña empezó a protestar y Reuben la cogió en brazos y la puso de cara al árbol. Las cámaras no les enfocaban, no había focos. Todos los ojos estaban fijos en el presidente, que tenía la mano en el interruptor. Cuando el árbol se iluminó, la multitud gritó y aplaudió con fuerza, y, como Reuben esperaba, la niña se quedó callada, con la boca y los ojos muy abiertos, detenidos en un instante de pura maravilla. Reuben veía las miles de luces reflejadas en los ojos de su hija.
Una noche, pocos días antes de Navidad, Ricky llamó a la puerta sin previo aviso, como de costumbre. Arlene se quedó en la cama y Reuben se puso la bata y fue a abrirle.
Se quedaron por un momento frente a frente, en silencio.
—Creo que tengo derecho a ver a mi hija —dijo Ricky.
—¿Qué hija?
—No me importa lo que digas. La sangre, es la sangre. Venga, ¿dónde está?
Arlene ya se había levantado y estaba en el salón. Llevaba puesta una camisa grande de Reuben. Parecía no tener miedo.
—Sólo quiere ver a la niña, Arlene.
—Ah, de acuerdo, pasa a verla.
Le hizo un gesto con la mano para indicarle dónde estaba.
Entraron los tres a la vez y Reuben encendió una luz tenue que había sobre la cuna.
Estaba de lado, con las rodillas dobladas, chupándose el pulgar. Aunque estaba dormida, no dejaba de succionar, y los labios y los carrillos se le movían rítmicamente. Reuben seguía emocionándose cada vez que la veía, y suponía que siempre le ocurriría. Una mezcla de alegría y de tristeza, que le nacía de pensar en lo que la niña era y en lo que nunca sería. Se acercó y le pasó un dedo por su mejilla de color caramelo.
Levantó la vista y vio que a Ricky le había cambiado el gesto. Estaba pálido y parecía desvalido.
—Bueno, de acuerdo, puede que me haya equivocado.
Y por el momento no dijo nada más.
—Cuando estaba de parto —dijo Arlene— los padres de Reuben vinieron desde Chicago para estar con nosotros. Todo un detalle, considerando que en aquel momento no se sabía seguro de quién era el niño. Trajeron una foto de cuando Reuben era bebé. Más o menos de la misma edad que ella tiene ahora. Me gustaría tenerla aquí para que la vieras. Es su vivo retrato. Se me puso la piel de gallina.
Antes de que acabara de hablar, Ricky salió de la habitación. Reuben le encontró en el salón, sentado en el sofá con la cabeza entre las manos, desesperado, hundido.
Respiró hondo y se sentó a su lado. Por el rabillo del ojo veía a Arlene, que estaba de pie en la puerta. Durante mucho rato, nadie dijo nada.
Luego Ricky, en voz muy baja, dijo:
—Me han dicho que Deion Sanders se va del Adanta. Va a jugar de libre. No le culpo. Quiere ganar una Superbowl. Supongo que fichará por el equipo que tenga más posibilidades. La gente cree que se irá al San Francisco.
Se rió, nervioso, y miró al techo.
—No es que sea supersticioso, pero el día que fiche por el San Francisco no me quedará más remedio que mirar al cielo y pensar que a lo mejor el chico tiene algo que ver en todo esto.
Dejó pasar unos segundos más en silencio.
—Sé bien que apenas le conocía —dijo, y arrugó la frente—, pero había algo en el hecho de que fuera mi hijo, no sé, algo que tiene que ver con la sangre. Era una parte de mi propia vida que pensaba que iba a sobrevivirme.
Se quedaron hablando unos minutos. Reuben le dijo que la vida puede volver a empezar en las peores circunstancias, y no lo decía por decir, porque tenía la prueba.
Ricky le dijo que Cheryl le había echado de casa.
—Justo antes de Navidad, ¿qué te parece?
Le dijo que no tenía trabajo, ni casa, nada con lo que empezar de nuevo. De todas maneras, era casi imposible no darse cuenta de que llevaba un abrigo muy caro de ante con forro de piel. Pero Reuben ni siquiera lo mencionó.
Aunque Ricky no lo dijo abiertamente, Reuben supuso que la esperanza de ser el padre de aquella niña era para él como el ancla que le hubiera permitido permanecer en la vida de alguien.
Reuben se quedó un rato escuchándole y luego se levantó y se dirigió al escritorio del salón. Le extendió un cheque, porque se acordó de algo que Trevor le había dicho.
Ayudar a alguien a quien queremos ayudar no tiene tanto mérito. Pero si estás enfadado con mi madre y la ayudas, entonces tiene mucho mérito.
Hasta aquel momento, Reuben no se había sentido en disposición de hacer algo tan grande. Pero los últimos meses le habían cambiado, le habían causado mucho dolor, le habían roto por dentro, y ahora en su interior había más sitio que antes.
—Cariño —le dijo a Arlene—, voy a darle este cheque a Ricky para que pueda salir adelante, ¿te parece bien?
—Bueno, ¿cuánto le vas a dar?
—Tenemos unos cuatro mil dólares en el banco. ¿Qué te parece la mitad?
—Bien, claro. Ya nos apañaremos.
Dejó el espacio para el nombre en blanco, porque no sabía su apellido.
Mientras lo rellenaba, Ricky dijo:
—Es una broma, ¿no?
Reuben arrancó el cheque del talonario y se lo alargó. Ricky se incorporó un poco en el sofá sin atreverse a cogerlo, como si fuera a hacerle daño.
—No, no es una broma. Cógelo.
Ricky lo cogió.
—¿Y dónde está la trampa?
—No hay trampa. Sólo tienes que seguir la Cadena. ¿Sabes cómo se hace?
Ricky soltó una carcajada nerviosa.
—¡Cómo no! Todo el país lo sabe a estas alturas. Todo el mundo, quizás. Ayer noche tuve que dormir en el parque porque Cheryl me había echado de casa con lo puesto. Vino un tipo en plena noche, pensé que iba a darme una paliza. Pero no, me mira y me dice: «Tienes frío». Se quita el abrigo y me lo da. Debe costar más de quinientos dólares, ¿no? Pues se lo quita y me lo da. Entonces el que tenía frío era él, supongo. Estas cosas ya no son tan extraordinarias como antes.
Se levantó y se dispuso a marcharse rápidamente, como si Reuben aún pudiera cambiar de opinión.
—Ehh… —abrió la puerta y titubeó.
Reuben se acercó a Arlene, que seguía en la puerta del dormitorio, y le pasó el brazo por los hombros. No por orgullo ni para protegerla, sino sólo porque le apetecía, porque lo necesitaba.
—Estoy en deuda.
—Sí, pero no con nosotros —respondió Reuben.
Ricky se quedó allí un momento, como si tuviera algo más que decir, pero sin que se le ocurriera nada. Luego, en voz muy baja, añadió:
—Feliz Navidad a los dos —y salió de la casa.
Reuben besó con dulzura a su hija, y se acostó junto a Arlene.