REUBEN
Reuben cogió el micrófono y se lo acercó a los labios. La luz había empezado a hacerse más tenue, y se encendieron unos focos que le iluminaron el rostro. No le gustaban las luces, ni las cámaras, ni la gente que le miraba, pero todo aquello no parecía importante en aquellas circunstancias.
Estaba a punto de empezar a hablar, a punto de sobrecogerse con el sonido magnificado de su propia voz, que resonaría en el atardecer.
—La policía me ha dicho que hoy aquí hay más de 20 000 personas, algunas llegadas del extranjero para compartir con nosotros este momento. Arlene y yo… —la voz se le quebró un momento e hizo una pausa, parpadeó y tragó saliva— no esperábamos algo así.
Hizo otra pausa y respiró hondo. Se sentía aturdido, débil. ¿Qué quería decir? ¿Qué había que decir? No se le ocurría nada.
¿Qué habría querido Trevor que dijera? Abrió la boca y ahora las palabras fluyeron sin dificultad.
—La autopista está bloqueada porque hay miles de personas que intentan llegar hasta aquí. Creo que hay mucha gente viéndonos en directo desde sus casas. ¿Cuántos? ¿Millones? ¿A cuántos millones de personas me estoy dirigiendo en este momento? ¿Por qué hay tanta gente afectada por lo ocurrido? ¿Acaso es algo tan importante? Creo que lo sé. Y creo que vosotros también lo sabéis. Éste es nuestro mundo. ¿Acaso hay alguien a quien no le afecte? Es nuestro mundo. El único que tenemos. Y vivir en él se ha convertido en algo muy difícil. Eso nos preocupa, ¿cómo no habría de preocuparnos? Estamos hablando de nuestras vidas.
»Y entonces llega un niño y piensa que a lo mejor puede cambiarlo todo. El orden del mundo. Convertirlo en un lugar decente para todos. Tal vez porque era demasiado joven, optimista e inexperto como para saber que eso era algo imposible. Y por un instante pareció que sí, que podía funcionar. Y durante un instante, todas las personas que están aquí hoy, o que nos ven desde sus casas, creyeron que el mundo iba a cambiar de verdad.
»Pero a Trevor lo mataron absurdamente. Y eso ha hecho que nuestra fe se tambalee. Y ahora nos preguntamos: ¿Y entonces? Ya no sabemos si las cosas podrán mejorar o no.
»¿Por qué estamos todos aquí haciéndonos esa pregunta en vez de ponernos tranquilamente a responderla? ¿Queremos un nuevo mundo? Porque eso ya no depende sólo de un niño. Ahora el asunto ya ha aparecido en todos los periódicos, en todas las cadenas de televisión, en todos los rincones del mundo… Las veinte mil personas que han conseguido llegar hasta aquí son sólo una gota en un océano. Hay veinte millones de personas que pueden estar escuchándome.
»Yo quiero deciros esto: si Trevor os ha llegado al corazón, tal vez debáis seguir la Cadena que él inició. En memoria suya, en su honor. Si veinte millones de personas, veinte millones de eslabones, se ponen a ayudar a los demás, dentro de poco ya serán sesenta millones las personas que recibirán ayuda. Luego, ciento ochenta. Dentro de poco, la cifra será mayor que el total de la población del mundo.
Reuben hizo una pausa, se rascó la cabeza y respiró hondo. Se quedó un instante escuchando el silencio que le devolvía la multitud.
—Ya sé que eso parece un rompecabezas mental. Pero lo único que significa es que la gente recibiría más de un favor a lo largo de su vida. Tres, seis favores. Cada dos meses, un milagroso acto de bondad en nuestra vida. Las cosas mejorarían cada vez más. Antes de poder seguir la Cadena, ya tendríamos a otra persona ayudándonos. Al cabo del tiempo, perderíamos la cuenta. Iríamos por la vida buscando a gente a quien ayudar. Nunca tendríamos la certeza de estar en paz. Seguiríamos ayudando a los demás, eso es todo.
»La pregunta que me han hecho más veces en todas las entrevistas, o cuando me paran por la calle, es: ¿Cómo se recibió la idea cuando Trevor la expuso en clase por primera vez? Y yo les digo la verdad: fue recibida con una total falta de respeto. Sus compañeros creyeron que era ridícula, porque implica que la gente debe confiar en la palabra de honor de los demás, y porque, decían, todo el mundo siempre dice que hará las cosas, pero en el fondo cada cual sólo se ayuda a sí mismo, porque la gente es egoísta. No les importa. No van a llegar hasta el final. Es decir, la gente no tiene honor.
Llegado a aquel punto se detuvo, como esperando una reacción de la gente congregada. En el aire había una energía que casi se podía palpar.
—Pero entonces, ¿por qué estáis todos aquí hoy? ¿Es cierto que no os importa? No me preguntéis a mí si la gente seguirá haciendo crecer la Cadena. Respondédmelo. ¿Lo haréis vosotros, todos y cada uno de vosotros? Éste es vuestro mundo, vosotros decidís. Creo que ya me he extendido bastante. Necesito beber un poco de agua y sentarme un rato. Dentro de unos minutos vamos a iniciar una marcha con velas, cuando oscurezca del todo. Así que pensad en lo que os he dicho y uníos a la marcha.
Las cámaras siguieron enfocando. Nadie se movió. Los rostros seguían mirándole en silencio. Un aplauso ascendió por el aire como un trueno, se iba extendiendo en todas direcciones, se perdía en la distancia. El mundo entero aplaudía la idea de Trevor.
Reuben reconoció a Chris en la marcha de las velas. Arlene le cogía la mano con fuerza.
—Lo que pasa es que esto no va a ser exactamente una marcha. Bueno, todos tienen velas, pero estamos hablando de 35 000 personas. ¿Cómo vamos a avanzar, si todo está lleno de gente? ¿De dónde a dónde iremos? La ciudad está colapsada. Lo que haremos será hacer una cadena humana a ambos lados de la calle. Tú y Arlene podéis caminar entre la gente, que abrirá un espacio para dejaros pasar por la avenida.
—Ven tú con nosotros, Chris —dijo Arlene de pronto, agarrándole por la manga.
—No, de ninguna manera. Yo no tengo ningún mérito en esto.
—¿Cómo que no? ¿Y quién ha hecho saber a toda esta gente lo de Trevor?
—Yo tampoco soy de la familia en sentido estricto —dijo Reuben—. Arlene tiene razón, tú vienes con nosotros.
Llevaban dos policías uniformados a cada lado. Arlene y Reuben iban cogidos del brazo. Las llamas de las velas parpadeaban en la serenidad de la noche.
Aún no se habían encendido las farolas. ¿Lo habían hecho a propósito?, se preguntaba Reuben. No importaba. Por toda la calle, miles de velas brillaban e iluminaban las calles como si la luna llena hubiera salido momentáneamente.
En medio de la calle, la multitud iba abriendo un espacio por el que avanzaban lentamente.
Aquí y allí, de entre la masa informe de la gente, surgía una mano que rozaba ligeramente su hombro, la manga de su camisa. Rostros iluminados como lunas en el círculo de luz de cada vela.
Una mujer se adelantó y le tocó la mano.
—Yo lo haré.
El hombre que estaba a su lado dijo lo mismo:
—Yo lo haré.
Pasaron al lado de un policía a caballo, que se mantenía quieto, muy erguido, observando. Sostenía las riendas con una mano y una vela en la otra.
—Yo lo haré —dijo mirándoles.
Era como una ola que se extendía entre la multitud. Aquellas simples palabras les acompañaban a su paso. Una promesa por cada vela.
Todos dijeron que lo harían.