ARLENE
Les despertó el teléfono. Era tarde, más de las diez. El sol entraba por la ventana y le acariciaba el rostro. No entendía cómo podía haberse quedado dormida.
—No contestes, deja que salga el contestador —le dijo a Reuben.
Él se dio la vuelta y metió el brazo izquierdo bajo la almohada. La rodeó con el brazo bueno y le rozó la cara con la mejilla izquierda. Su pecho, fuerte y tibio, se pegaba a la espalda de Arlene. No llevaba el parche puesto, y ella notaba el tacto de la superficie que ocupaba lo que antes había sido su ojo. Reuben ya no se preocupaba por ocultarle aquella parte de su cuerpo. Sabía que a ella no le importaba.
Arlene le cogió suavemente de la mano y entrelazaron los dedos.
El contestador se activó. Arlene había bajado al máximo el volumen.
—¿Cómo es que hemos dormido tanto? —dijo con calma.
—Nos hace bien. Se llama convalecencia.
—Me hace falta algo más que sueño para curarme.
—Ya lo sé.
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer hasta las siete de la tarde?
—No lo sé. Lo mismo que hemos hecho los demás días en lo que llevamos de semana, supongo. Levantarnos, lavarnos la cara, desayunar…
—Llorar.
—Sí, también.
Ninguno de los dos había llorado mucho en las últimas veinticuatro horas. Como si no les quedaran más lágrimas. Como si el pozo se hubiera secado, dejando un gran vacío en su interior, igual que después de una gripe. Los dos estaban cansados. Les dolían los huesos. Arlene sentía un peso encima de las costillas. No entendía que un lugar tan vacío pudiera dolerle tanto.
Apretó los ojos con fuerza.
—¿Y si resulta que el niño es de Ricky, Reuben? Más tarde o más temprano vamos a tener que hablar de ello.
Tardó unos segundos en responder, momentos que a ella le parecieron eternos, amenazadores.
—Bueno, ya estaba dispuesto a hacerme cargo del hijo mayor de Ricky, ¿no? Y el chico salió muy bien.
—Sí, salió muy bien.
Y, para su sorpresa, descubrió que aquel punto vacío en su interior era capaz de concederle aún algunas lágrimas.
Liberó su mano de la de Reuben, se giró y le acarició la cara. Él llevó la mano hasta el vientre de Arlene, extendió sus grandes dedos para abarcarlo todo y la dejó ahí, como si se estuviera presentando.
Por la ventana se oían bocinas de coches que pasaban por Camino. En los cristales se reflejaban intermitentemente los destellos de unas luces de emergencia.
—¿Qué será eso? —preguntó ella sin mucha curiosidad.
—Tal vez un accidente.
—Sí, eso debe de ser.
Reuben desconectó el teléfono y volvieron a dormir el resto de la mañana.
—¿Y si vamos en tu coche?
—Como quieras.
A ninguno de los dos le importaban demasiado los detalles.
Conducía Reuben. Al salir al jardín vio que los dos lados de la calle estaban llenos de coches, aparcados muy juntos, dejando muy poco espacio en medio para maniobrar. Cuando consiguió sacar el coche de la casa, se dio cuenta de la cantidad de tráfico que había. ¡Tráfico! ¡En aquella pequeña calle residencial! Arlene tuvo que bajarse para hacer señales a un coche de que parara y poder así incorporarse a la cola de coches.
Su todoterreno avanzaba lentamente hacia Camino. Durante los primeros minutos no comentaron nada, no se quejaron.
Arlene consultó su reloj.
—Pero ¿qué está pasando aquí? ¿Por qué hoy precisamente? Vamos a llegar tarde si no salimos de este atasco.
Reuben se mordió el labio inferior y no dijo nada.
Eran las siete y diez cuando finalmente llegaron a Camino, y allí se encontraron con que un grupo de policías estaban desviando el tráfico. Parecía que la avenida principal estaba cortada a los vehículos. En vez de dar media vuelta, como le indicaba el guardia, siguió hasta la valla y bajó la ventanilla. El sol quedaba justo detrás del agente.
Arlene miró a la avenida y vio que estaba llena de peatones. No sólo en las aceras, sino también en la calzada. Había cientos de personas en el cruce de las calles.
—No sabemos qué pasa, pero tenemos que llegar al homenaje del ayuntamiento.
—Sí, eso les pasa a todos.
—¿Toda esta gente está aquí para el homenaje?
—Exacto. No es el único que tiene ese problema.
Arlene se inclinó sobre Reuben para ver al agente.
—Soy Arlene McKinney.
Al policía le cambió el gesto.
—Sí, claro, es usted. Haremos una cosa. Dejen el coche aquí, al lado de la valla, y vengan conmigo.
Reuben paró el motor. Se incorporaron a la marea humana y le siguieron hasta la avenida. La gente que les rodeaba parecía darse cuenta de quiénes eran. A medida que se iban abriendo paso se iba haciendo el silencio, un silencio que les envolvía y se replegaba como la resaca del oleaje.
Se fue abriendo un pasillo entre la gente y por él pasaron.
El policía les condujo hasta un coche patrulla. El agente que lo conducía activó las luces y la sirena. A través del altavoz, pidió a los transeúntes que abrieran un carril de tráfico para que los familiares pudieran pasar.
Ella estaba sentada muy erguida, apretando con fuerza la mano de Reuben y mirando hacia delante; vio cómo la multitud se partía en dos a medida que avanzaban, dejando a la vista un trozo de calle, como una estela.
—¿Y toda esta gente va hacia el ayuntamiento? —preguntó por fin, rompiendo el silencio.
—Pasa lo mismo por toda la ciudad —dijo el policía—. Han tenido que venir helicópteros de Los Ángeles. Hay policía montada, que acaba de llegar. No es que haya habido ningún problema, pero hace falta más personal. Una empresa local ha donado un buen equipo de sonido. La gente que esté a cuatro o cinco manzanas del ayuntamiento podrá seguir el acto. Los demás tendrán que leerlo mañana en el periódico. O verlo por la tele. Hay cámaras hasta debajo de las piedras.
—¿Cuánta gente calcula que puede haber?
—Los últimos cálculos hablaban de 20.000. Pero en la autopista hay una cola de cincuenta kilómetros. Se ha convertido en un aparcamiento. No para de llegar gente.
El coche patrulla aparcó en el West Mall y Reuben y Arlene se bajaron. Ella le cogió de la mano. El policía les abría paso entre la multitud. Entonces la gente empezó a aplaudirles, y el aplauso se hacía cada vez más ensordecedor, y sonaba más fuerte allá por donde pasaban.
La zona de césped estaba invadida de equipos de televisión. Había micrófonos, cámaras y periodistas por todos lados. Ocupaban tanto sitio que la gente tenía que agolparse a los lados.
Arlene pensó que aquellas 20 000 personas no eran ni una pequeña parte del total de gente que lo estaría viendo por la tele o lo leería en los periódicos. Lo que estaba viviendo era tan grande que no sabía cómo asimilarlo.
Llegaron a una especie de escenario improvisado. El equipo de sonido ya estaba en marcha. Había unos altavoces enormes, como los de los conciertos de rock, dispuestos en columnas a ambos lados del edificio del ayuntamiento. Cuando subieron al escenario, la multitud se fue quedando en silencio. A continuación, la gente irrumpió en un aplauso cerrado.
Chris Chandler apareció de pronto a su lado. Qué alivio ver un rostro conocido.
—Bueno, ¿qué os parece?
—¿De dónde viene toda esta gente, Chris?
—Le preguntas a la persona indicada. He estado haciendo una especie de encuesta de urgencia. He hablado con gente que viene de —abrió una libreta— Illinois, Florida, Los Angeles, Las Vegas, Bangladesh, Atascadero, Londres, San Francisco, Suecia…
—¿Mi intervención en tu programa se ha visto fuera del país?
—Se ha visto en 124 países. Nada comparado con la cobertura que vamos a tener hoy. La mayoría de cadenas lo están emitiendo en directo.
Arlene alzó la vista para mirar a la multitud, consciente de que solamente veía a una pequeña parte. Miles de personas se reunían apretujadas alrededor del escenario. El sol acababa de ponerse. Iban con un poco de retraso. Miró las cámaras que les enfocaban. Por los pilotos rojos sabía que todo, todos, estaban en el aire. Que les estaban viendo.
Dio un paso al frente y agarró el micrófono. La multitud aguardaba en silencio. Abrió la boca para empezar a hablar. Sintió un leve mareo. Todo, el aire que la rodeaba, su cerebro, parecía formar parte de un sueño.
—Yo no sé hablar en público —dijo.
La voz se le quebró, amplificada por el micrófono, y los edificios circundantes se la devolvieron en un eco. La potencia del equipo de sonido la impresionaba. Las hojas de los robles temblaron con el retumbar de su voz. Miles de ojos la estaban mirando.
—Ni siquiera sé qué estoy haciendo aquí arriba, delante de todos vosotros. Sólo he venido para decirle adiós a mi hijo. —Las lágrimas empezaron a descender por sus mejillas. No hizo nada por impedirlo. Pero su voz se mantenía firme y pudo seguir hablando—. Espero que pueda ver todo esto, seguro que estaría muy orgulloso.
Pareció que la tierra se abría bajo sus pies. Creyó que estaba a punto de desmayarse.
—Voy a dejaros con Reuben —dijo—. Esto de hablar se le da mejor que a mí. Yo sólo he venido para decirle adiós a mi hijo.
Reuben le pasó el brazo por encima del hombro y la abrazó muy fuerte. «No me sueltes nunca —pensó ella—. No te atrevas a soltarme».
Si no fuera por él, y por aquella vida incipiente que crecía en su vientre, no tendría nada a lo que aferrarse.
Excepto, tal vez, toda aquella gente que había venido a compartir con ella aquel momento. Quizá, después de todo, sí tenía algo más.