Capítulo 29

GORDIE

Para Gordie, Sandy era como un oso. Un oso de peluche. De lobo a oso, pensó. Cómo pasar de lobo a oso en una sola lección.

No es que fuera malcarado o peligroso. No era ese tipo de oso. Simplemente, era grande y peludo, con un aspecto algo desmañado que se imponía a su impecable manera de vestir. Se habían conocido en la avenida del Capitolio. Sandy tenía casi cuarenta y dos años, veinticinco más que Gordie, pero la diferencia de edad no importaba mucho, de hecho no importaba en absoluto.

Sandy decía que Gordie era guapo.

Gordie se miraba a veces en el espejo, por las noches, antes de acostarse. Cerraba la puerta de su habitación. Se quedaba de pie, desnudo frente a su reflejo de cuerpo entero. Se veía muy delgado, como algo que el viento podría llevarse de un soplo. Pero, en otro sentido, Sandy tenía razón.

Gordie se preguntaba por qué hasta ese momento nadie le había considerado guapo. Por qué los ojos de nadie habían reparado en aquella verdad.

Sandy no le pegaba y, como pesaba casi cien kilos, nadie osaba pegarle cuando estaba junto a él.

«Vente a vivir conmigo», le había dicho Sandy, y él no se lo pensó dos veces.

No se llevó nada de ropa, para que su madre y Ralph no sospecharan tan rápido que se había ido para siempre. Sandy le dijo que ya le compraría ropa, cosas que le gustaran, y así fue.

También le hizo otro regalo, una falsificación perfecta de un permiso de conducir según el cual pasaba a tener veintiún años de golpe. Sandy frecuentaba bares y clubes de altos vuelos, iba siempre con trajes y jerseys debajo. Quería que Gordie le acompañara a todas partes. Le gustaba que vistiera con extravagancia, que se viera femenino. Saber que, debajo del lápiz de labios, Gordie era un hombre incrementaba el aprecio que le tenía.

Fue una época casi perfecta.

Los sábados, Sandy le llevaba a bailar. Bailaban juntos, muy pegados, canciones lentas que tocaba una banda en vivo. Gordie se dejaba llevar, qué alivio, porque estaba muy cansado. Por el momento, lo único que quería era dejarse llevar.

Aquel sábado, fueron a bailar a un restaurante y sala de fiestas de clientela mayoritariamente gay. Un guardia de seguridad con uniforme azul y gris custodiaba la puerta del local y saludó respetuosamente a Sandy, que entraba con Gordie colgado de su brazo. No parecía ir armado, pero su mera presencia era un poderoso elemento disuasorio.

Gordie supuso que el guardia de seguridad no debía de ser gay. Tal vez incluso le desagradaban personalmente los hombres a los que protegía. Pero, si era cierto, se cuidaba mucho de demostrarlo. Los hombres como Sandy eran los que le pagaban el sueldo, indirectamente, y a veces le daban propinas al salir. Así que en apariencia tenía una actitud muy profesional en relación a la clientela masculina de ese restaurante y sala de fiestas, a la que trataba como se trata a los objetos de valor, es decir, su misión era conseguir a toda costa mantenerlos tranquilos y seguros.

Al cruzar el umbral, Gordie le sonrió tímidamente.

Sandy le había invitado a comer carne, y Gordie masticaba meticulosamente y contemplaba a los hombres que bailaban en la pista. Hacia la mitad de la cena, llegaron Alex y Jay, amigos de Sandy, que trabajaban en cargos administrativos en el Congreso. No quisieron comer nada; decían que ya estaban demasiado gordos.

—Gordie no tiene de qué preocuparse —dijo Alex, apretándole la cintura.

Gordie sonrió a Sandy porque a él le gustaba tal como era. No es que fuera gordo; era grande, muy grande, y a él no le importaba sentirse superado por alguien así, si era amable.

Se quedó en silencio, no confiaba en su capacidad para intervenir en la conversación.

—¿Cómo se te ha ocurrido traerle aquí, Sand? —susurró Jay histriónicamente.

—¿Qué quieres decir? —respondió Sandy sin inmutarse—. Ya tiene veintiún años.

Jay se rió con guasa. A continuación se acercó mucho a Gordie y le dijo al oído:

—Juventud, divino tesoro.

Gordie sonrió y miró a Sandy, que estaba untando mantequilla en el pan. Estaba claro que no volvería a casa de sus padres por nada del mundo.

Del libro Los otros protagonistas del Movimiento

Estaba empezando a ser feliz. Finalmente era feliz. Pero, bueno, ahora vuelvo a serlo. Creo que ahora todos lo somos.

Sandy se ha recuperado del todo. Se rompió un par de costillas y tuvo conmoción cerebral. Nos cuidamos mutuamente hasta que nos curamos.

Ojalá el chico hubiera escogido a otras personas para hacerles el favor.

Pero si lo hubiera hecho, tal vez yo no estaría aquí. A menos que no hubiéramos salido aquella noche. Pero si uno piensa así acaba por volverse loco. ¿Acaso no había tenido ya suficiente desgracia? ¿Acaso no me habían pegado ya bastante?

Cuando la gente lea mi parte de la historia, espero de verdad que me entiendan.

Contaré las cosas que recuerdo, pero todo fue tan rápido que entré en estado de shock. Parecía que estaba soñando. Lo contaré como si fuera un sueño. Pero sucedió de verdad.

Le rodeó el hombro con el brazo al salir del local. Era una tibia noche de primavera. Gordie se giró para sonreír al guardia, pero no estaba.

Y entonces vio que estaba allí, a la izquierda de la entrada cubierta, con la espalda muy pegada a la pared, inmóvil. Había un skinhead que lo sujetaba. El guardia tenía la cabeza muy levantada, la barbilla al aire, la garganta muy blanca.

Al ver el filo de la navaja, a Gordie empezaron a temblarle las piernas. Era una navaja larga y afilada, brillante por el uso.

De repente oyó la respiración de Sandy, notó que su brazo se le apartaba del hombro y lo vio caer al suelo.

Ahora había dos hombres frente a él; llevaban vaqueros desgastados y anchos y camisetas de colores chillones. Uno de ellos hacía sonar un bate de béisbol contra la palma de su mano. Llevaba el pelo muy rapado, al estilo militar. Tenía una cicatriz en la ceja.

—Vaya —dijo tranquilamente, y acercó tanto el rostro al de Gordie que éste olió su desagradable aliento—. Mira lo que le ha pasado a tu novio.

Para su sorpresa y alivio, Gordie constató que su capacidad para distanciarse no le había abandonado. Una paliza más, como tantas otras. Se desdoblaría, la viviría como si no fuera con él. Sus huesos y su piel se recuperarían. O tal vez esta vez no. Pero él estaría en otro sitio mientras estuviera sucediendo, cerrado al exterior. Si ven que no te importa, les privas del placer de hacerte daño. Es difícil golpear a alguien cuando ese alguien no está presente. Cerró los ojos para no ver el balanceo del bate.

El golpe en el vientre le hizo caer, doblándose de dolor. Sintió que una mano le agarraba por la garganta y volvía a levantarlo. Luego otra vez el bate.

Estaba a punto de desmayarse, y entonces ya nada importaría.

Como a través de un túnel le llegaron unos ruidos. Eran como los de la casa de su abuela, cuando dormía en el salón. Sonidos que goteaban tras un velo de sueño, distantes, inconexos. Filtrándose en esa tierra de nadie de la semiconsciencia.

Y justo antes de hundirse del todo, antes de que el gris de sus párpados se volviera negro, oyó un sonido distinto.

Una palabra dicha en voz alta.

—¡Eh!

No podía proceder de ninguno de sus torturadores. Era la voz aguda de un niño que se quebraba. Era la misma voz que había tenido Gordie, la voz que tienen todos los niños cuando llegan a la adolescencia.

Entonces fue el sonido del bate de béisbol contra el asfalto.

Gordie sintió que se volvía líquido, que no tenía huesos. No podía sostenerse en pie, y ya no tenía el apoyo de sus torturadores. Cayó suavemente encima de algo, algo que por la textura debía de ser el cuerpo de Sandy, que le ahorraba así, involuntariamente, dar con su cuerpo en el duro suelo. Ahí podrían descansar juntos.

Se acordaba vagamente de la respiración de Sandy. Tal vez porque necesitaba con desesperación sentir su presencia.