Capítulo 28

REUBEN

Cogieron el tren hasta Santa Bárbara, y luego un autobús que los llevó al aeropuerto de Los Ángeles. Ésa era la única parte del viaje que se tenían que pagar ellos.

En el tren, Trevor había querido sentarse al lado de la ventanilla, y a Reuben no le pareció correcto ocupar el asiento que quedaba junto a Arlene, en el otro lado del pasillo. Se sentó solo, más atrás. Normalmente no podía leer en los medios de transporte porque se mareaba, así que se quedó quieto, contemplando sus cabezas.

Oía perfectamente los pies nerviosos del chico golpeando el suelo sin cesar. Estaba emocionadísimo, algo normal, por otra parte, cuando se va camino de la Casa Blanca.

No pudo evitar darse cuenta de que Arlene, allí sola, le resultaba algo distante, extraña. Cuando estaba al lado de su hijo, los veía a los dos como su familia. Era una sensación rara, que no dejaba de resultarle incómoda.

Una vez en el aeropuerto, Trevor se puso a hablar con él. Y no paraba. Especulaba sobre esto y aquello, sin interrupción. ¿Cómo sería el presidente en persona? ¿Verían algunos monumentos? ¿Tendrían que pasar por algún detector de metales o enseñar el carné de identidad?

Le preguntó seis veces, de seis maneras diferentes, si creía que las entrevistas para El ciudadano del mes habían quedado bien. Y luego hizo un despliegue de sus conocimientos sobre la historia de la Casa Blanca.

—¿Sabías que había habido un incendio?

—Creo que sí, había oído algo.

—Por eso la pintaron de blanco.

Reuben creía que Arlene no estaba escuchando, pero se equivocaba, porque en aquel momento les interrumpió.

—Eso te lo estás inventando.

—No, es verdad. Fue en la guerra de 1812. Y en 1929. Creo que fue entonces cuando la pintaron. ¿Crees que puedo llamarle Bill?

—¿A quién? —preguntó Arlene con un aire ausente.

—Al presidente.

—¡No, de ninguna manera! Ni se te ocurra, ni siquiera lo pienses. Llámale señor Clinton, o presidente Clinton, o señor presidente, o llámale sólo señor.

—¿Y si me presentan a Chelsea?

—Ya lo pensaremos cuando pase.

—Espero que me la presenten. Está buenísima.

En el avión, Trevor volvió a escoger la ventanilla, y su madre se sentó junto a él, con lo que tuvo que ponerse al lado del pasillo. Era incómodo no hablar con ella, pero no lo hizo en todo el trayecto.

Trevor miraba por la ventana y Reuben manoseaba la cajita con el anillo que tenía guardada en el bolsillo de la chaqueta, preguntándose por qué se le había ocurrido traerla. Se preguntaba también si ella, de saber lo que tenía en el bolsillo, entendería que su silencio no pretendía ser una muestra de frialdad, sino que nacía del abismo en el que parecía estar a punto de caer. Un abismo que parecía agrandarse a cada paso. Puede que en algún momento del viaje se lo contara todo, para que supiera que la había echado de menos y que sus pensamientos no habían sido negativos.

Pero aquello parecía ser demasiado para un hombre que no era ni siquiera capaz de hablar con ella del tiempo que hacía.

Como el vuelo era tranquilo, se puso a leer un libro.

En el aeropuerto había un chico joven vestido con traje y corbata que llevaba un cartel que decía McKinney. Aquel chico, que se llamaba Frank, les llevó el equipaje hasta un coche negro de fabricación americana y les preguntó si deseaban pasar primero por el hotel para refrescarse un poco. Arlene dijo que le parecía una buena idea, pero Trevor se mostró tan desolado que le preguntaron qué quería hacer él.

—Ver cosas.

—Bueno, para eso estoy yo aquí —dijo Frank—, para mostrarles un poco la ciudad a los tres, devolverles sanos y salvos al hotel y pasar mañana a recogerles a las 9 en punto y llevarles a la Casa Blanca. Haremos un pequeño recorrido por la Casa hasta que sea la hora del encuentro con el presidente.

—¿Y qué vamos a ver primero? —dijo Trevor.

Frank y él parecían haber creado un vínculo de simpatía instantáneo, dejando a Arlene y Reuben fuera de su círculo. Así debía ser, pensó Reuben, porque aquél era su gran día.

—¿Qué quieres ver?

—El Monumento a Washington, la biblioteca del Congreso, el monumento a Jefferson, el monumento a Lincoln, la Smithsonian…

—Puede que hoy no nos dé tiempo de verlo todo. Pero también podemos hacer algo mañana por la tarde. ¿Adónde vamos primero?

—Al monumento conmemorativo de Vietnam.

Reuben, para su propia sorpresa, se puso tenso ante la sola mención de aquel nombre.

Caminaban por el Mall[3]. Ya casi estaban llegando al monumento conmemorativo de Vietnam. Frank se volvió un momento y se dirigió a Reuben:

—Creo que usted es un veterano de guerra.

—Así es.

—Entonces no haré la típica visita comentada. Me he dado cuenta de que a muchos veteranos de guerra no les gusta. Seguramente usted sabe muchas cosas que yo desconozco. Si quiere, puede quedarse solo un rato para hacer parte de la visita.

Reuben tragó saliva. Tenía un nudo en la garganta. Hasta que Frank se lo había recordado con sus palabras, había estado evitando enfrentarse a la profunda incomodidad que sentía.

Trevor dijo:

—Te esperaremos aquí un minuto, Reuben. Frank sí puede darme a mí la introducción de la visita guiada. Yo no estuve allí.

La educada risa de Frank le resonó en los oídos. Se dirigió hacia el muro. El sonido de sus propios pasos parecía reverberar en el aire y hacerse más fuerte. Siete semanas en Vietnam. Luego, una semana más para estabilizar su estado en un centro médico, y luego el vuelo de vuelta hasta un hospital estatal. Los soldados cuyos nombres estaban allí, grabados en la pared de granito, sabían algo de la guerra. Reuben sólo sabía lo que veía cada mañana en el espejo. Con aquello, pensó, quizá ya tenía bastante.

Consultó el índice. Buscaba un nombre en concreto. Luego se dirigió al panel correcto, que correspondía a una fecha avanzada de la guerra. Pasó el dedo por el muro hasta encontrar a Artie. Le desconcertó un poco verlo ahí, tan real, una de sus pesadillas más frecuentes de pronto materializándose. Resiguió el nombre con los dedos.

Un minuto o tal vez una hora después, notó que Trevor estaba a su lado. En aquel breve instante, con la presencia silenciosa del chico a su lado, Reuben supo que su orgullo herido le estaba haciendo tanto o más daño a Trevor que a Arlene, y que suponía un sacrificio demasiado grande para él mismo.

—Reuben, ¿sabes cuántos nombres hay escritos en este muro?

—Creo que unos 58.000.

Le resultaba difícil hablar, y se dio cuenta de que llevaba mucho rato en silencio.

—58.156. ¿Quién era Arthur B. Lenvin?

—Un antiguo compañero mío.

La voz de Arlene, desde atrás, lo sacó de su ensimismamiento.

—Trevor, a lo mejor Reuben quiere estar solo.

—No, Arlene, no importa, de verdad.

—A lo mejor no quiere hablar de Arthur Lenvin.

—No importa. Es alguien a quien conocí durante la instrucción. Le dieron un premio por ser el que se metía en más líos.

No estaba seguro de si estaba explicándoselo a Trevor, a Arlene o a los dos.

—La primera vez que Artie tuvo que quitar la argolla de una granada, las manos le temblaban tanto que se le cayó al suelo. La hierba estaba muy alta. Se quedó ahí, buscándola, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Yo sabía que no le iba a dar tiempo. Estaba a punto de explotar. Así que me fui corriendo hacia él para agarrarlo. Intenté llevármelo de allí. Pero fue demasiado tarde.

—¿Murió?

—Sí.

—¿Y a ti te pasó algo?

—¿Es que no se nota? —Silencio—. Ni siquiera éramos tan buenos amigos. Le conocía sólo un poco más que al resto. Era la única persona en todo aquel continente que no me era totalmente desconocida.

Arlene le rodeó la cintura con sus brazos.

—A veces me miro en el espejo y pienso: ¿Y si me hubiera ido corriendo? Me habría salvado. Artie seguiría igual de muerto. Y yo seguiría siendo como el hombre de la foto. Bueno, un poco más viejo.

Pero, al contemplar todos aquellos nombres en la pared, no estaba tan seguro de ello. ¿Y si aquello no hubiera sucedido y no le hubieran enviado a casa? ¿Sería él también un nombre grabado en el granito?

Arlene le susurró al oído:

—Tú no eres de ésos. Además, siempre te habría quedado la duda de si podrías haberle ayudado.

—En cambio, así sé a ciencia cierta que no pude. Trevor, vete un momento a hablar con Frank.

—Está bien.

Reuben se volvió y abrazó a Arlene. Ninguno de los dos dijo nada. Se quedaron así, abrazados durante unos minutos.

Respiró hondo y dijo:

—He estado pensando mucho, Arlene. Soy el tipo de persona que, una vez que se decide a amar a alguien, sigue teniendo siempre los mismos sentimientos. No sé si me entiendes. Sí, claro que me entiendes. Lo sé porque tú eres igual que yo. Por eso creo que entiendo la lealtad que sentías.

—¿A qué te refieres?

Por su manera de preguntarlo se veía que creía saberlo, pero que no daba crédito a sus palabras.

—A lo que pasó con Ricky. Tal vez sea afortunado por tener a una mujer como tú. Porque, cuando pasen los años y entre nosotros suceda lo mismo, sé que podré contar con ese mismo grado de lealtad.

—¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo?

Le puso la cajita de terciopelo entre las manos.

—Mira, acabo de encontrar esto por casualidad.

Ella sintió que las lágrimas estaban a punto de inundarle los ojos, y temblaba de emoción.

—¿Así que nunca lo devolviste?

—No. Curioso, ¿verdad?

Cuando finalmente llegaron al hotel, Trevor ya hacía rato que se había quedado dormido del cansancio, y Reuben tuvo que subirlo en brazos hasta su habitación. Bueno, hasta la habitación de Trevor y de Arlene. La suya estaba justo al otro lado del pasillo. Él deseaba pedirle que se viniera con él a su habitación, pero le parecía mal dejar al niño solo.

Estuvieron mucho rato besándose y despidiéndose. Reuben le dijo que tendrían mucho tiempo para estar juntos, el resto de su vida. Arlene sonrió y no le dijo nada; parecía nerviosa, o triste, o las dos cosas a la vez.

A la mañana siguiente, Trevor fue a verle para decirle que su madre se sentía mal, que estaba vomitando. Pero cuando lo vio preocuparse, el chico le tranquilizó diciéndole que le pasaba muchas veces.

—Es estrés —dijo—. Se pone nerviosa.

Y de nerviosismo, Reuben sabía un rato.

Estaban de pie, muy nerviosos, sobre la alfombra roja del salón. Trevor dijo que era el Salón Transversal, mientras miraba el emblema de la presidencia. Reuben creía que estaban en la parte delantera del edificio, orientados por tanto hacia la avenida Pennsylvania, pero Trevor no tardó en sacarle de su error; estaban en el pórtico sur, orientados hacia el Monumento a Washington. Reuben ya se había rendido. No conseguía orientarse. En un extremo del pasillo, el Salón Oriental era un hervidero de fotógrafos, agentes del Servicio secreto y personal de la Casa Blanca. Frank le preguntó a Trevor si estaba nervioso, y éste, mintiendo descaradamente, le dijo que no.

El presidente entró casi sin que se dieran cuenta, rodeado de agentes del Servicio secreto y acompañado de su asesor de prensa. A primera vista, parecían ser uno de los tantos grupos que pasaban por allí. Reuben se dio cuenta de que, inconscientemente, había esperado algún tipo de fanfarria que anunciara su aparición.

Un momento después, el presidente se separó de su grupo y se fue directamente a saludar a Trevor. Su actitud era natural y simpática; pretendía no intimidar. Le estrechó la mano.

—Tú debes de ser Trevor, supongo. ¿Te trata bien Frank?

—Oh, sí… —dijo Trevor, aparentemente relajado—, señor, quiero decir, señor presidente Clinton.

El señor presidente Clinton sonrió y le dijo que podía llamarle Bill. Trevor se volvió y lanzó una mirada asesina a su madre.

—Los de la prensa aún no están listos, así que tendremos que esperar unos minutos. Todos quieren la noticia, Trevor.

—Por mí no hay ningún problema, señor, quiero decir, Bill.

—¿Qué habéis visitado?

—Todo.

—¿Y qué te ha gustado más?

—Los cerezos en flor. No, el monumento conmemorativo de Vietnam. Eso ha sido lo mejor, porque allí Reuben se ha declarado a mi madre.

—¿De verdad? —dijo el presidente sonriendo y alzando la vista para mirarles.

A Reuben no le salían las palabras, y sintió envidia de la facilidad con que se expresaba Trevor.

—Bueno, pues enhorabuena.

—Y mañana es mi cumpleaños —añadió Trevor—. Y éste sí que va a ser bueno.

—Tienes un montón de cosas que celebrar.

—Por supuesto.

Un hombre se acercó al presidente.

—Ya estamos preparados.

Las cámaras abarrotaban el Salón Oriental y les grababan con la Sala Transversal al fondo. El presidente estaba al lado de Trevor, tras un podio, y le estrechaba la mano.

Reuben intentaba mostrarse natural, pero las luces le hacían parpadear y fruncir el ceño, y con lo nervioso que estaba, todo aquello le resultaba algo surrealista.

—Es un honor para mí conocerte, Trevor.

—Sí, yo también. Bueno…, para mí también es un honor. Me alegré mucho cuando ganó las elecciones.

—Gracias, Trevor.

—No creía que tuviera muchas posibilidades.

A Reuben se le tensó la mandíbula. Miró a Arlene por el rabillo del ojo y vio que se estaba poniendo pálida.

El presidente se echó hacia atrás y soltó una carcajada franca, divertida. El contorno de los ojos se le arrugó. El grupo de la prensa acreditada se revolvió un poco, aliviado.

—Bueno, Trevor, supongo que los dos somos buenos ejemplos de lo que pasa cuando no se abandonan los sueños.

—Sí, señor Bill. Tiene razón.

A Trevor le hicieron entrega de una pequeña placa conmemorativa. Reuben, desde donde estaba, no alcanzaba a leer lo que decía. Notaba que estaba sudando profusamente, pero no quería secarse el sudor delante de las cámaras. El sudor le entraba en el ojo y le picaba. Sólo entendía una de cada tres palabras que el presidente pronunciaba. Algo de una persona importante, algo de la capacidad de un niño para servir de ejemplo.

Reuben no estaba preparado para que la atención se desplazara hacia él. Estrechó la mano del presidente, sabiendo que la tenía empapada en sudor. Asintió humildemente cuando Clinton dijo que los niños eran el futuro y que los profesores como él construían un futuro mejor. Recordaba que había empleado muchas veces la palabra «señor», pero no recordaba mucho más.

Trevor sonreía a Reuben como si aquello fuera una fiesta de cumpleaños, todo diversión, y de pronto, aunque el momento no era el más adecuado, se dio cuenta de que se acababa de enterar de que al día siguiente era el cumpleaños de Trevor. ¿Cómo era posible que no lo supiera? Tendría que comprarle algún regalo.

Cuando Reuben empezó a tomar conciencia de que estaba allí, la visita ya había terminado y Frank les llevaba de regreso al hotel.

—Qué increíble, qué genial —decía Trevor.

A Reuben le daba pena habérselo perdido. Le quedaba el consuelo de saber que aparecería en todos los informativos y que su madre lo habría grabado. Si lo pasaba a cámara lenta, tal vez lo vería todo mejor.

—Ha sido el mejor día, el más increíble de mi vida —dijo Trevor—. ¿Crees que volverá a haber otro día tan bueno, Reuben? ¿O sólo puede haber un día como éste? Bueno, mañana es mi cumpleaños, y he conocido al presidente, y vosotros que vais a casaros… ¿Crees que habrá más días como éste?

Reuben no sabía qué responderle, porque, en realidad, no parecía probable. No se atrevía a decirle que tal vez ya había alcanzado su cima antes de cumplir los catorce años.

Pero Trevor no estaba dispuesto a dejar que el silencio durara mucho rato.

—Esto significa que sólo me queda uno.

—¿Un qué? —preguntó Arlene.

—Un favor que hacer. Una persona a quien ayudar. Ayudé a la señora Greenberg y ahora a vosotros dos. Sólo me queda uno.

—Ya has hecho mucho, Trevor. ¿Verdad que sí, Reuben?

Reuben estaba aún considerando si Trevor volvería a vivir un día tan feliz.

—Creo que puedes estar orgulloso de lo que ya has conseguido.

—Puede, pero quiero hacer uno más. Seguro que hay alguien más que necesita algo. ¿No?

Reuben, Arlene y Frank tuvieron que admitir que seguramente tenía razón. Siempre hay alguien que necesita algo.