ARLENE
—¿Lo estás grabando, mamá?
Arlene no sólo lo estaba grabando, sino que también se dedicaba a contar el número de veces que ya le había preguntado lo mismo.
—Sí, Trevor, como ya te he dicho, seis veces.
Pero en sus palabras no había mal humor ni impaciencia. Le entendía perfectamente.
—Creo que hacen falta más patatas fritas.
Arlene suspiró. En circunstancias normales, le habría dicho que fuera a buscárselas él mismo, que no era tetrapléjico. Pero su abuela estaba allí, había venido especialmente desde Redlands para compartir con ellos aquel momento. También estaban Joe y Loretta, y Bonnie, y la hermana de Ricky, Evelyn, la tía del niño. A lo mejor vendría Reuben, le había invitado, pero aún no había aparecido. Aquél era un momento único para el niño, irrepetible, su gran momento, y Arlene entendía que no quisiera perderse ni un segundo del programa, aunque lo estuvieran grabando en vídeo y aunque Chris le hubiera prometido que le pasaría una copia profesional de su reportaje. Pero su reportaje no había empezado todavía y todos estaban mirando con gran atención, nerviosos, uno sobre la reforma de la seguridad social que, en cualquier otro momento, les habría aburrido soberanamente.
Fue a la cocina y regresó con la bolsa de patatas fritas para Trevor. Empezó la publicidad. Arlene se abrió paso entre los globos de colores y se acercó al vídeo.
—¡No lo apagues! —exclamó Trevor.
—¿También quieres los anuncios?
—Bueno, a lo mejor anuncian el siguiente reportaje.
—Está bien, de acuerdo, no lo he tocado, ¿lo ves? —y levantó las manos histriónicamente, en señal de rendición.
Volvió a la cocina a buscar una cerveza para su madre y un 7up para Loretta. Descorrió la cortina de la ventana y miró a la calle, por si veía el coche de Reuben acercarse a la casa. Quizá lo que pasaba era que llegaba un poco tarde, aunque por su experiencia sabía que él no llegaba tarde a ningún sitio.
Entonces, desde la cocina, oyó la voz del presentador hablando de Sidney G. y del reportaje que le habían hecho anteriormente. Decían que ahora se tenían más detalles y que los espectadores estarían encantados de conocer al verdadero responsable de aquella oleada de bondad que amenazaba con extenderse por todo el país con inesperado ímpetu.
Y entonces dijeron el nombre de Trevor. A ella se le encogió el estómago. Trevor en una cadena de televisión de alcance nacional. «Mi hijo», pensó. Las rodillas le temblaban ligeramente y no se atrevía a volver al salón. Por un instante se preguntó si era justo llamarlo hijo suyo, aunque lo fuera, porque era como aprovecharse de su repentina fama. De ninguna manera sentía que tuviera mérito alguno. Lo normal hubiera sido que cualquier hijo suyo fuera un chico normal, y Arlene suponía que, en muchos aspectos, Trevor lo era. Por eso toda aquella historia era todavía más rara y sorprendente.
—¡Mamá! ¡Ven, rápido, que ya empieza!
Se acercó tambaleante hasta el salón, las piernas no le respondían. En la pantalla, Trevor iba en bicicleta por la calle de la señora Greenberg, arrojando los periódicos a los jardines de las casas. Trevor. Su hijo. El mismo que estaba sentado en el sofá, en silencio, mirando. Arlene pensó si conocía a alguien que hubiera salido por la tele, pero no se le ocurría nadie.
La bicicleta se veía tan vieja… Tendría que comprarle otra nueva. ¿Por qué no lo había hecho antes? Dios mío, ¿qué iba a pensar la gente?
Se apoyó en el respaldo del sofá, y su madre le estrechó la mano. Era un momento tan extraño que casi se olvidaba de mirar el reportaje. Pero por suerte lo estaba grabando, y seguramente tendría que verlo cuatro o cinco veces antes de poder digerir todo lo que estaba pasando. Su madre le agarraba la mano. Por una vez en toda su puñetera vida, Arlene debía de haber hecho algo a derechas.
Ahora, en la pantalla, Trevor estaba en el jardín de la señora Greenberg, mostrando dónde guardaba la comida para los gatos que compraba con su dinero, porque sabía que a la señora Greenberg no le habría gustado que los animales se saltaran una sola comida en su ausencia. Y la cortadora de césped con la que le mantenía limpio el jardín, aunque ya no era suyo. Y el bidón de gasolina que se ataba al manillar de la bici cuando la segadora se quedaba sin gasolina. Casi todas aquellas cosas le resultaban desconocidas. Se estaba enterando, al mismo tiempo que el resto del país, de lo que hacía su hijo cuando no estaba en casa. Tenía una vida propia, y nunca antes se había parado a pensar, al menos no deliberadamente, que su hijo existía por sí mismo, con independencia de ella.
Ahora se veía el interior del aula. El corazón le dio un vuelco cuando vio a Reuben frente a la pizarra, en la que estaba escrita aquella frase. La frase que lo empezó todo.
Arlene se acercó a Trevor y le apretó un poco el hombro.
—¿No te dijo que vendría?
—¿Qué?
—Reuben.
—Dijo que lo intentaría.
De pronto Arlene sintió unas ganas terribles de acercarse con el coche hasta su casa para ver si estaba allí solo, mirando la tele desde la cama, para evitar su compañía. Pero no estaba bien irse en plena celebración. No en la gran noche de Trevor. Dentro de unos minutos, cuando terminara el reportaje, tenía que estar allí para descorchar la botella de champán que tenía en el congelador para los mayores. Bueno, no para ella, ni para Loretta ni para Bonnie, pero sí para los demás. Y la sidra sin alcohol para Trevor. Sólo si lo pedía, a lo mejor, le dejaría beber unos sorbos de champán. Para celebrar su gran noche.
Tal vez Reuben llegaría a tiempo para la celebración posterior.
Pero Reuben no llegó. Y Arlene no bebió champán. Fue a buscar más bebidas y esperó la ocasión de estar a solas con Trevor para decirle lo orgullosa que estaba de él. Pero la gente no se iba, y volvieron a pasar el vídeo tres veces más. Trevor pasaba rápido los anuncios con el mando a distancia. Con tantas emociones y la media copa de champán que se había bebido, se quedó dormido antes de que su madre encontrara el momento adecuado para hablar con él.
Arlene se despertó mareada. No le habría importado tanto si su madre no hubiera estado en casa.
Pero su madre dormía en el sofá-cama del salón, y su primera carrera en dirección al baño la sacó de su refugio. Tenía un radar infalible. Cuando Arlene volvió a aparecer, pálida y descompuesta, en su dormitorio, su madre ya estaba allí, sentada al borde de la cama. Como una aparición vestida de poliéster. Pero Arlene se sentía tan mal que volvió a acostarse.
—¿Has bebido?
—Mamá, hace más de un año que no bebo nada. Ya lo sabes.
—Pero ayer hubo una gran fiesta aquí, y todos estábamos tan emocionados…
—Tú también estabas, y ya viste que sólo bebí sidra sin alcohol.
—Sí, pero no sé lo que hiciste después de acostarnos.
—Oh, mamá. ¿Es que nunca vas a creerme?
—Bueno, sólo preguntaba —y se quedó en silencio largo rato.
Arlene dudaba si pedirle a su madre que llamara al trabajo para decir que estaba enferma. No, ya no era una niña, tenía que llamar ella.
—¿Tienes gripe o algo así?
—¿Y cómo quieres que lo sepa, mamá? Me he despertado y me encontraba mal, eso es todo.
—¿Y te pasa muchas veces?
—Es la primera vez.
—A lo mejor estás embarazada.
—No lo digas ni en broma.
—Sólo era un comentario.
—Hazme un favor, mamá. Ve a hacerle el desayuno a Trevor. Yo tengo que llamar al trabajo para decir que no podré ir, y me gustaría descansar un poco.
Cuando su madre salió del dormitorio, Arlene respiró aliviada. Si no se volvía hoy mismo a Redlands por iniciativa propia, tal vez tendría que sugerírselo ella.
Tras llamar al trabajo, se quedó adormilada, pero las náuseas volvieron a despertarla y tuvo que levantarse de nuevo para ir al baño. Cuando volvía a meterse en la cama, Trevor entró para despedirse. Su abuela le llevaría hoy al colegio.
—¿Eres demasiado famoso para ir con esa bicicleta vieja?
—No, mamá, es que ella quiere llevarme.
—Pronto tendrás una nueva.
Trevor se sentó en el borde de la cama y ella le acarició el pelo.
—La que tengo ya está bien.
—No, te mereces una mejor. Lánzame un beso, no quiero contagiarte.
—Te quiero, mamá.
—Estoy muy orgullosa de ti, Trevor, tan orgullosa que creo que voy a reventar. ¿Sabes eso que dicen que todos podemos tener nuestros quince minutos de gloria? Bueno, pues ése, es más o menos el tiempo que te dedicaron en el reportaje.
—Hoy va a ser divertido ir a la escuela. Seguro que Mary Anne Telmin ni me dirigirá la palabra —y sonrió con satisfacción—. Mamá —dijo cuando ya salía del dormitorio—, de verdad me gusta la bici que tengo, ¿de acuerdo?
Y le lanzó un beso.
Arlene se despertó al cabo de un rato, sintiéndose mejor. Llamó al trabajo para decir que por la tarde iría. Tenía demasiadas cosas que hacer y no podía permitirse ni un día entero de descanso.
Pero a la mañana siguiente volvió a encontrarse mal. Sólo que esta vez no dijo nada y se fue a trabajar. Suponía que tenía un virus de esos que corrían por ahí, aunque su jefe le dijo que a lo mejor era estrés.
A Arlene no se le ocurría qué podía causarle estrés ahora que todo le estaba yendo tan bien. Se pasó la mañana trabajando a medias, pensando a ratos en si debía llamar a Reuben para preguntarle si había visto el reportaje. ¿Cómo podría habérselo perdido? O, para el caso: ¿cómo podía haber renunciado a verlo con ellos?
Cuando volvió a casa, su madre finalmente se había ido. Pero había dejado una nota junto al teléfono, escrita con aquella caligrafía suya tan perfecta.
Llamó el periodista. Dice que necesita hablar contigo urgentemente y que va a venir a verte en persona. Sobre algo concerniente a Trevor, unas cartas y otra cosa que no he entendido; sólo sé que tiene que ver con la Casa Blanca. Dijo que le llamaras a cobro revertido si querías. No dejes de ir al médico. A lo mejor es una úlcera. Puede que la hayas heredado de tu padre.
Te quiere,
Mamá
Arlene tomó aliento y descolgó el teléfono. Por suerte, era viernes, y tenía dos días para recuperarse, sin tener que preocuparse por el dinero. No le parecía bien llamar a Chris a cobro revertido. Se sentiría más pobre de lo que era, como una mendiga. Al otro lado del auricular se escucharon cinco tonos, luego se activó el contestador automático.
«Soy Chris Chandler —dijo el contestador—. Si es Arlene McKinney, voy camino del aeropuerto a tomar un vuelo nocturno hacia California. Lamento que todo sea tan precipitado, pero tenemos que hablar personalmente. Están pasando muchas cosas. Le prometí que no divulgaría ni su dirección ni su número de teléfono, pero ahora tengo muchos mensajes importantes para usted. Quieren que le haga una entrevista a su hijo para el espacio El ciudadano del mes. No sabe la cantidad de cosas que hay que preparar para que salga a tiempo. Puede que todo este fervor no dure mucho. Nos vemos mañana. Si no es Arlene, por favor, deje el mensaje. Biiip».
Arlene miró el reloj y pensó si podría comer algo. Se preguntaba cuánto iban a durar los quince minutos de gloria de su hijo.
Llamaron a la puerta antes de las 8 de la mañana. Arlene se quedó muy quieta en la cama y escuchó los pasos de su hijo que se dirigían a la entrada. Intentó girarse hacia un lado, pensando que esa mañana no iba a vomitar, pero se equivocaba.
Cuando consiguió vestirse y salir de su cuarto, vio que Trevor estaba medio enterrado en una montaña de sobres que iba abriendo como si fueran regalos de Navidad.
Al verla entrar, Chris se levantó, pero Arlene le indicó con un gesto que volviera a sentarse.
—No tiene muy buen aspecto —le dijo él.
—Estoy bien. Es sólo el estrés.
—Mira, mamá, me han enviado 419 cartas. Y sólo en dos días. Pero eso no es todo. Chris dice que los de la cadena de televisión me quieren hacer una entrevista para El ciudadano del mes. ¿Sabes? Eso que hacen en el informativo de las seis. Bueno, pues el mes que viene me toca a mí. Voy a ser el ciudadano del mes, ¿qué te parece? Chris te lo contará todo. Y eso no es lo mejor. ¡Tengo que ir a la Casa Blanca! El presidente me ha invitado. ¡Quiere conocerme! ¡A mí!
Trevor hizo una pausa para tomar aliento. Arlene deseaba estar más despierta. Tal vez había algo de verdad, pero a lo mejor algunas de las cosas, las más improbables, no fueran ciertas.
—¿La Casa Blanca?
—Sí, es genial, ¿verdad?
—¿La Casa Blanca de Washington?
—Sí, el presidente quiere conocerme. ¡Y Chris dice que voy a salir en todos los periódicos y en todos los informativos dándole la mano al presidente!
Arlene miró a Chris:
—¿Él solo? —le preguntó.
Chris abrió la boca para responderle, pero Trevor se le adelantó.
—No, mamá, tú también tienes que ir, porque eres mi madre, y Reuben también está invitado, porque es el profesor que nos hizo hacer el trabajo. Con todos los gastos pagados. Vamos a alojarnos en el hotel Washington Arms. Chris dice que vamos a tener un guía a nuestra disposición. Y que alguien de la Casa Blanca vendrá a recogernos al aeropuerto con un coche enorme y nos llevará a dar una vuelta por la ciudad. ¿A que es realmente genial?
—¿Tú, Reuben y yo?
—Sí, ¿a que es genial?
Por el rabillo del ojo, Arlene vio que Chris estaba sonriendo tímidamente. Un viaje a Washington con Reuben. Pero si no podía ni llamarle por teléfono para preguntarle si había visto el programa de la tele. Volvió a sentir un principio de náusea y se preguntó si no tendría que quedarse más cerca del baño.
—Sí, Trevor, es genial.
Intentaba que sus palabras resultasen sinceras. Porque, ciertamente, era genial, bastante increíble, diría ella, tanto que no había acabado de asimilarlo. Pero ir con Reuben…
—¿Te acuerdas de que me dijiste que todos podíamos tener nuestros quince minutos de gloria? Bueno, pues Chris dice que yo voy a tener, bueno, varias horas de gloria. Vaya, creo que tendré que empezar a responder algunas de estas cartas.
Arlene se disculpó y se encerró en el baño, dándose cuenta en silencio de que hasta las cosas más geniales pueden provocar una gran cantidad de estrés.