Capítulo 26

CHRIS

Hasta que Sally lo llamó, no fue consciente de lo mucho que la había echado de menos. En realidad, no se había permitido pensar en ello, todo lo más algunos instantes como murciélagos aleteando por la mañana y por la noche, como sombras periféricas. Tenía sus sistemas para mantener las cosas a la distancia necesaria; la cuestión era obsesionarse con algo: con el trabajo, el ejercicio, el sueño o la falta de sueño. O beber hasta caer rendido.

Pero ella lo llamó, y entonces todos sus sentimientos volvieron a aflorar de repente, y sabía que en algún recodo de su alma nunca habían dejado de existir.

Le preguntó cómo estaba, y él le dijo que estaba bien, lo cual no era cierto.

Le preguntó cómo iba la historia que estaba preparando y él le dijo que no iba ni bien ni mal, que simplemente no iba, que estaba muerta y enterrada, lo cual sí era cierto.

Luego, ninguno de los dos dijo nada durante unos largos segundos, y al final él la invitó a cenar. Ella le dijo que llevaba toda la semana cenando fuera todas las noches y que le apetecía quedarse en casa, pero que fuera, que prepararía algo de cenar para los dos.

Él le dijo que la quería, lo cual era cierto, aunque ella se rió un poco, incrédula, y le dejó claro que se reservaba la opinión con respecto a aquello.

El teléfono sonó cuando ya habían terminado de cenar. Estaba sentado en el sofá, muy pegado a ella, pensando en la familiaridad de todo aquello, y en su olor. Tal vez en parte fuera el perfume, tal vez el olor de su propia piel, o puede que su piel oliera como un perfume. No estaba seguro. Pensó que le apetecía tomar una copa, pero no dijo nada.

Y entonces sonó el teléfono, y Chris rezó para que no fuera para él.

Sally respondió y le cambió la expresión del rostro. Tapó el auricular con la mano:

—¿Le has dado mi número a alguien?

Él negó con la cabeza.

—He hecho un desvío de llamadas.

Fuera lo que fuera lo que habían estado a punto de conseguir en aquel momento, se desvaneció por completo. Lo sabía. Lo notaba en el aire que les separaba.

—Es una chica joven, para ti.

—No es lo que estás pensando.

Le pasó el teléfono y se fue del salón. Se sentó y respiró hondo antes de responder. Ella estaba en la cocina, fregando los platos de manera ostensible, haciendo más ruido del estrictamente necesario. Siempre acababa mostrándose ante ella tal como era, con su vida real demasiado expuesta a sus ojos, y era en esos momentos cuando todo se estropeaba.

—Diga.

—¿Chris Chandler?

—Sí, ¿con quién hablo? —Aunque intentaba no parecer brusco, no sabía si lo estaba consiguiendo.

—Con Terri, del supermercado. No sé si se acuerda…, de Atascadero. ¿Lo llamo en un mal momento?

—Ah, no, Terri, no pasa nada. ¿Qué hay?

—Bueno, me dijo que lo llamara si se me ocurría algo. Tal vez no sea gran cosa. Seguramente es una tontería, pero el caso es que me he acordado de algo. La última vez que vi a la señora Greenberg, ya me acuerdo de por qué estaba de tan buen humor. Recuerdo que me comentó que su jardín volvía a estar muy bien cuidado. Y cuando me lo dijo se le iluminó la cara. Me dijo: «Es fantástico» o algo así. Me contó que se lo había arreglado un vecino, un niño. Me dijo cómo se llamaba, pero no me acuerdo.

Chris se quedó unos instantes en silencio, esperando a que ella prosiguiera. Que aquel jardín era muy importante para la señora Greenberg, era algo de lo que ya se había dado cuenta.

—Bueno, ya le he dicho que seguramente sería una tontería.

—No, has hecho bien en llamar, Terri. Si se te ocurre algo más…

—Por ahora, no. Sólo era eso, que creo que ésa era la razón de que estuviera tan contenta aquel día.

—Gracias por llamar, Terri. Te lo agradezco mucho.

—Bueno, cuelgo porque esto me va a salir muy caro. Adiós.

Chris colgó el teléfono, y vio que Sally estaba de pie en la puerta del salón.

—Por Dios, Sally, no es lo que parece; es sólo una de las personas que entrevisté para el reportaje.

Ella no se movió. No estaba seguro de que le creyera, de que le hubiera creído alguna vez, de si tenía motivos para hacerlo.

—Estoy intentando decidir si eso es mejor o peor.

Pero entonces sonrió y se sentó en el sofá, muy pegada a él. Chris alargó la mano y descolgó el teléfono.

Estaba a punto de meterse en la cama. Ya se había quitado la camisa, se estaba desabrochando los pantalones, se abrazaba muy fuerte al cuerpo desnudo de Sally como si quisiera quedarse pegado a él. No intentaba pensar en nada más, no se daba cuenta de que hubiera algo más en que pensar.

Pero entonces se le encendió la bombilla. Algo agazapado en su mente salió a la luz; era la voz desagradable de Richard Greenberg, o Green, o como fuera que se llamara. Tres frases, tres frases que empezaron a resonar en su cabeza en el momento más inoportuno.

«Ella me dijo que no le había pagado nada, que lo había hecho gratis. Sí, seguro, a los niños les encanta hacer esas cosas».

Intentó apartar aquellas palabras de su mente. Sally le arrastró hasta la cama, besándole el cuello y acariciándole la espalda desnuda. Lo había echado tanto de menos…

—¿Qué te pasa? —dijo ella.

—Nada, no es nada, ¿por qué?

—Pareces distante.

—No, estoy aquí. Te he echado mucho de menos.

Le dio un beso. Richard tenía razón. La señora Greenberg le había dado dinero a aquel niño para que se ocupara de su jardín. Tenía que haber sido así. Aquello no tenía nada que ver con el caso. No le podía servir de nada. La señora Greenberg estaba contenta porque había encontrado a alguien que se ocupara de su jardín. Eso no quería decir nada. Enroscó una pierna entre las de Sally. ¿Cómo podía haber pasado tanto tiempo sin ella? La señora Greenberg dijo que no le había pagado nada, que lo había hecho gratis. Un gran favor, viniendo de un niño. Viniendo de cualquiera. ¿Qué niño haría gratis algo así?

—Chris, tú no estás aquí.

—Ah, ¿no?

Se tendió boca arriba. Había algo casi religioso en aquella revelación; le había pedido a la señora Greenberg alguna señal. «Ábrame los ojos». Y lo había tenido delante de sus narices todo el rato. ¿Qué niño haría algo así gratis? El mismo que lo seguiría haciendo después de la muerte de la señora.

Había seguido buscando el eslabón que faltaba, y se había ido de allí. No debería haberle preguntado al niño si sabía algo del testamento. Qué tontería. ¿Cómo podía saber aquel chico algo así? ¿Por qué tendría que saberlo? Nadie sabe lo que los demás van a hacer para seguir la Cadena. Debería haberle preguntado si sabía algo del Movimiento.

—El repartidor de periódicos —dijo en voz alta.

Sally se levantó y empezó a vestirse.

—Vete a tu casa, Chris.

—Lo siento.

—Ya somos dos.

Se sentó en las escaleras del porche de la señora Greenberg. El clima no había cambiado. O tal vez sí, tal vez había empezado a hacer otra vez ese calor asfixiante en su honor. La vecina de al lado se asomaba de vez en cuando por la ventana de la cocina, vigilante. «Debe de creer que estoy loco —pensó—, y lo creería todavía más si supiera que he hecho cinco mil kilómetros para venir a sentarme aquí».

Llegó un repartidor de periódicos, a pie, con una bolsa de tela a la espalda donde cargaba los ejemplares del día. Era pelirrojo y pecoso. Dejó un periódico a la entrada de la casa de al lado.

—¡Eh, chico!

El niño se asustó y se quedó inmóvil.

—Que no muerdo.

—Se supone que no debo hablar con desconocidos.

—Sólo quiero saber qué le ha pasado al otro repartidor.

—¿Qué repartidor?

—El que venía por aquí el mes pasado.

—Que ganó el premio.

—¿Qué premio?

—El de mejor repartidor del año.

—¿Y dónde está?

—Le han dado una semana de vacaciones pagadas.

Vaya, mierda. Chris pensó en la MasterCard casi gastada que llevaba en el bolsillo. No le daba para pasarse allí otra semana entera. El niño pelirrojo intentaba escabullirse.

—¿Y cómo se llama? ¿Lo sabes?

—Trevor.

—¿Trevor qué más?

—No me acuerdo.

Cuando Chris llegó a la entrada del jardín, el niño salió corriendo y desapareció calle abajo.

Chris empezó a caminar en la dirección contraria. Al pasar por delante de la casa de al lado, recogió el periódico que el niño acababa de dejar. Era el Atascadero News-Press. Memorizó la dirección de las oficinas, en la calle principal de la ciudad: el Camino Real.

Al abrir la puerta del coche alquilado, salió una bocanada de aire caliente. Cuando llegó, vio que las oficinas del periódico estaban cerradas.

Después de dar muchas vueltas en la cama, se quedó profundamente dormido. Se despertó pasadas las ocho y el calor ya era insoportable. No recordaba cuándo había comido por última vez.

Desayunó en una cafetería y volvió al periódico. Allí le cantaron las excelencias de su empresa por ser pionera en contratar a gente joven, y le dieron el nombre y la dirección del chico sin hacerle preguntas. Se perdió al intentar llegar a casa de Trevor, y tuvo que parar a poner gasolina y a comprar un mapa.

Cuando llamó a la puerta, eran más de las diez. Pero tras un rato de espera, Chris se dio cuenta de que, evidentemente, el chico no estaría en casa. A esas horas los niños estaban en el colegio.

Una mujer menuda y de cabello moreno le abrió la puerta.

—Llego veinte minutos tarde al trabajo. No sé lo que usted vende, pero no tengo intención de comprárselo.

Le apartó a un lado y, tras cerrar la puerta, se dirigió directamente a un todo terreno naranja que estaba aparcado en la entrada. Buscó las llaves en el bolso. El coche estaba aparcado justo detrás de un camión tan destrozado que parecía que le hubiera caído un meteorito encima.

—Mierda —dijo la mujer—. Me he dejado las llaves en casa.

—¿Qué le ha pasado a ese camión? Parece que alguien se ha dedicado a destrozarlo con una tubería de plomo.

La mujer giró el picaporte y empujó, pero la puerta no se abría.

—Mierda, me he dejado las llaves dentro.

Se giró a mirarle, como si lo viera por primera vez.

—¿Quién diablos es usted y por qué no se larga de una vez?

—Me llamo Chris Chandler y soy periodista. Estoy buscando a Trevor McKinney.

—Está en el colegio. ¿Acaso pensaba que estaría en casa? Y yo llego veinte minutos tarde, y las llaves se me han quedado dentro, y hablar con usted no me está poniendo de mejor humor.

—¿Ha dejado alguna ventana abierta?

—Sólo una de arriba.

—Venga, yo le ayudo a subir.

Entrelazó los dedos de las manos y se las ofreció a modo de escalón para que ella pudiera entrar por lo que supuso era la ventana del baño. Ella puso un pie en sus manos y él se sorprendió al descubrir lo poco que pesaba. La mujer alcanzó el alféizar de la ventana, agarró la mosquitera y tiró fuerte del marco. La mosquitera cedió y cayó al césped del jardín toda doblada.

Ella metió medio cuerpo por la ventana, Chris la empujó un poco más, y finalmente consiguió entrar, desapareciendo en el interior de la casa.

Momentos después, volvió a salir por la puerta.

—Bueno, ¿y dónde está el colegio de Trevor?

—Llego tarde.

—Y habría llegado aún bastante más tarde de no ser por mí.

—No me habría dejado las llaves dentro si usted no me hubiera distraído en el último momento.

—¿Dónde dice que está la escuela?

—Pero ¿qué es lo que quiere de mi hijo, si puede saberse?

—Sólo me gustaría hacerle un par de preguntas. Sobre la señora Greenberg.

—No conozco a ninguna señora Greenberg.

—Pero él sí.

—No le conozco a usted de nada. Podría ser un secuestrador o un pervertido. Tengo que irme.

Se dejó caer sobre el asiento del coche, se peleó unos instantes con una barra antirrobo sujeta al volante y arrancó con estruendo. Ni siquiera se despidió al pasar cerca de él.

Resultó que sólo había una escuela secundaria en aquel pueblo.

Chris se detuvo frente a la secretaría, donde le dieron un pase de visitante y le indicaron cómo llegar al aula 203, donde se suponía que Trevor estaba a punto de empezar su clase de ciencias sociales.

Cuando entró en el aula, sólo estaba el profesor. Chris le miró la cara durante unos segundos, y a continuación apartó la mirada. Le pareció que debía mirarle con más detenimiento, pero no se atrevía.

—Soy Chris Chandler —dijo, y se adelantó para estrechar la mano del profesor, intentando concentrar la vista en su corbata—. Estoy buscando a Trevor McKinney. Me han dicho que tiene clase aquí —y le mostró el pase de visita.

—Sí, siéntese, señor Chandler.

Aunque parecía que el profesor sentía curiosidad, no le preguntó nada.

A Chris no le apetecía sentarse en uno de aquellos pupitres tan pequeños, pero se sintió obligado a hacer lo que le decían, como en una regresión a la infancia. El aula le parecía pequeña. Se preguntaba si la clase en la que él había estudiado era mayor o si todo era cuestión de proporciones.

Volvió a fijarse en el rostro del profesor, pero éste levantó la vista, como si se hubiera dado cuenta. Chris apartó la mirada de nuevo y la dirigió a la pizarra. Estaba limpia, recién borrada, y sólo había una frase escrita con una letra muy pulcra.

PIENSA EN UNA IDEA PARA CAMBIAR

EL MUNDO Y PONLA EN PRÁCTICA.

—¿Qué es? ¿Un trabajo de clase?

—Sí.

—Interesante.

—Puede serlo.

—¿Ha tenido algún alumno que haya logrado cambiarlo?

—Aún no. Pero hay algunos que vienen con ideas muy buenas. Trevor precisamente tuvo una especialmente buena.

En aquel momento, entraron tres alumnos y tiraron los libros sobre los pupitres con gran estruendo. Chris reconoció al instante al repartidor de periódicos.

—¿Te acuerdas de mí? —dijo Chris.

—Creo que sí.

—De la casa de la señora Greenberg.

—Ah, sí.

El chico se quedó de pie al lado de su pupitre.

—Me parece que aquel día no te hice la pregunta correcta —dijo Chris—. Así que lo que te quiero preguntar ahora es esto: ¿Alguien te hizo un gran favor a ti, y es por eso por lo que cuidas gratis del jardín de la señora Greenberg?

—No, nadie me hizo un gran favor.

—¿Y no sabes nada del Movimiento?

El niño le miró sin entender nada.

—¿El qué?

Chris sintió que algo se le hundía en el estómago. Otro viaje carísimo que no le conduciría a ninguna parte. Y, de todas maneras, ¿de qué le habría servido? Como máximo, el chico le habría conducido al siguiente eslabón. Y luego, otra vez lo mismo. Su novia tenía razón. En él todo era obsesivo, no había reflexión ni sentido común. Y casi nunca sacaba nada en claro.

Se levantó, dispuesto a marcharse.

—Bueno, adiós —dijo Trevor.

—Tu profesor me ha dicho que tuviste una idea interesante para ese trabajo de clase —dijo, señalando la pizarra.

Ahora el aula se iba llenando de alumnos, y la sensación era algo claustrofóbica.

—Sí, inventé la Cadena…, para el proyecto del año pasado. Saqué la mejor nota, pero en realidad fue un desastre.

Aquellas palabras le invadieron totalmente los oídos, y un calor imparable empezó a apoderarse de todo su cuerpo. Casi se marea de la impresión.

—Bueno, a lo mejor no fue tan desastroso como tú te crees —le respondió.