ARLENE
Trevor se había ido a casa de Joe a pasar la noche. Arlene estaba sola, pensando en que si tuviera el coche se acercaría a casa de Reuben. Tal vez se armaría de valor e incluso llegaría a tocar el timbre. Si tuviera coche. Pero no lo tenía. Y el hecho de no tenerlo la ponía furiosa. Los brazos le dolían por su ataque con bate al esqueleto de aquella bestia varada en su jardín. ¿Cuánto más serían capaces de resistir cualquiera de los dos? En su interior sabía que no era culpa del pobre camión, debía admitirlo. ¿En qué debía de estar pensando cuando se dejó convencer por Ricky para que lo comprara, cuando ella seguía conduciendo el viejo y destartalado Dodge Dart? Por eso estaba segura de que Ricky acabaría volviendo a casa más tarde o más temprano. Ella era un chollo para él.
Se enfureció aún más al pensar en el flamante todo terreno que conducía él. Cromado de arriba abajo, con guardabarros nuevos y aquellas ruedas enormes. ¿Cómo se atrevía a conducir semejante joya mientras ella tenía que seguir pagando las letras del viejo camión?
Ahí estaba, en su noche libre, sin poder ir a ninguna parte. Y al no quedarle ya fuerzas en los brazos para destrozar nada, toda aquella ira acumulada estaba empezando a ser un problema.
En Camino había un bar al que se podía ir a pie desde su casa. Pero por lo visto no tenía intención de ir, porque llamó a Bonnie por teléfono.
—¿Qué te pasa ahora?
—Venga, Bonnie, si no te llamo te enfadas, y si te llamo parece que no te alegras de oírme.
—No he dicho que no me alegre, sólo me preparo para saber cuál es tu próximo problema.
—No es nada, sólo que se me ha estropeado el coche.
—Y estás pensando en tomarte un trago.
—Sí, pero no es por eso.
Bonnie aguardó en silencio, dándole tiempo para pensar. Pero parecía tardar un poco más de la cuenta esta vez. Estaba enfadada con Ricky. Bonnie le diría que eso les pasaba a todos los que se cruzaban en su camino.
De todos modos, Arlene intentó explicárselo lo mejor que pudo. Le contó lo indignada que estaba al pensar que Ricky iba por ahí con Cheryl en su flamante coche nuevo, mientras ella tenía que seguir pagando aquel montón de chatarra. La cara que había tenido volviendo a casa y diciéndole que dejaría de beber y sería lo que siempre habría tenido que ser para ella, para después caer en la misma mierda. Y ahora ya era demasiado tarde para recuperar a Reuben.
Bonnie la escuchó sin decir nada hasta lo de Reuben. Entonces exclamó:
—¡Bingo!
—¿He dicho algo raro?
—Creo que has dado en el clavo, eso es lo que te tiene furiosa. Pero lo entiendo. Estás enfadada con Ricky, tan enfadada que si pudieras le pegarías. Y entonces lo que vas a hacer es irte hasta el bar y echar por la borda todo un año sin beber. Eso, que aprenda. Despierta, niña, cada vez que te tomes una copa te estarás dando en tu propia cara.
Arlene suspiró. Suponía que iban a entrarle ganas de llorar, pero no fue así. Volvió a respirar y notó que ya veía las cosas más claras.
—Bonnie, sabes que no voy a hacerlo. Si no, no te habría llamado.
—Ya lo sé, sólo tenías ganas de hablar con alguien.
—Ya me siento un poco mejor.
—Llámame cuando quieras.
—Tal vez mañana. Creo que esta noche voy a acercarme a casa de Cheryl a tirarle de las orejas a Ricky. Que sepa por qué estoy tan enfadada.
—Si vas a sentirte mejor, adelante. Sabes que a él no le va a servir de nada.
Justo antes de salir de casa, se dio cuenta de que cuando había echado a Ricky no le había puesto la escopeta en el equipaje. Ahora estaba un poco más tranquila, así que la cogió y la metió en la bolsa. Estaba más lejos de lo que recordaba. No era justo. Que fuera ella la que tuviera que ir a pie, que fuera ella la que tuviera que trabajar en dos sitios…, pero aquellos pensamientos no la conducían a ninguna parte.
Cheryl abrió la puerta. Llevaba puesto un salto de cama. Al verla, casi volvió a cerrarla, en una reacción automática.
—Demasiado tarde para cambiar de opinión —dijo Cheryl.
—No he cambiado de opinión, es sólo que Ricky se quedó con algo mío y yo con algo suyo. He venido para hacer el cambio. Luego, te lo dejo todo para ti.
Le llegó una voz familiar desde el dormitorio:
—¿Quién es, cariño?
—No te molestes —dijo Arlene abriéndose paso—. Yo misma le diré quién soy.
Avanzó hacia el dormitorio con Cheryl pegada a sus talones. Ricky estaba en la cama, con las sábanas hasta la cintura. Hacía calor, y más en la habitación de Cheryl.
—Arlene, ¿qué coño estás haciendo aquí?
—¿Qué? Empezáis muy temprano, ¿no? No te preocupes, no voy a quedarme mucho rato. ¿Dónde están las llaves del coche?
—¿Por qué? No me gusta que nadie conduzca mi coche, ya lo sabes.
—Bueno, eso ya no importa, Ricky, porque ya no es tu coche. Me lo vas a dar a mí.
—Ni lo sueñes. Lo he arreglado todo yo, de arriba abajo. Es mi joya. De ninguna manera. ¿Cómo se te ha podido ocurrir algo así?
Cheryl le dio un pequeño empujón en el hombro y le dijo:
—Sal ahora mismo de esta casa o llamo a la policía.
Arlene abrió la funda de la escopeta. No tardó mucho, porque se había dejado el candado en casa. El candado era suyo, después de todo. Se giró, y aunque no pretendía apuntar a Cheryl, el arma se le iba en aquella dirección.
—Bueno, adelante, llámala, Cheryl. Pero tardan mucho en venir, y esto es muy rápido.
Volvió a girarse para mirar a Ricky, que se había parapetado en la cabecera de la cama.
—Hasta aquí hemos llegado, Ricky. Me convenciste para que compráramos a mi nombre aquel camión. Me juraste por tu honor que nunca me dejarías tirada. Luego lo convertiste en chatarra, y aquí estoy yo, pluriempleada para poder pagar las letras, y tú vas y te compras un coche nuevo. Tienes dos opciones. O me pagas lo que debes del camión, o me das tu maldito coche.
Ricky levantaba las manos y gesticulaba despacio, como para hipnotizarla y tranquilizarla. Pero ella no se sentía violenta. Simplemente, quería aclarar las cosas.
—Baja el arma, cariño. Vamos a hablar tranquilamente.
—Creo que hablaremos mejor así. ¿Sabes, Ricky? Antes me sentía muy mal por ti, porque siempre me contabas todas esas historias de las mujeres que habían intentado matarte. Me decías que tu primera esposa te había apuntado con un arma cargada, que Cheryl te tiró una manta encima y te pegó con una sartén en la cabeza, que aquella otra te clavó un cuchillo. Y yo pensaba: «Pobre Ricky, con todas esas locas». Pero ahora las entiendo muy bien. Coge un papel y un lápiz y hazme un documento de venta.
Él empezó a buscar en el cajón de la mesita de noche y encontró una libreta. Cheryl le tiró un bolígrafo.
Arlene no había oído que llamara a la policía, y tampoco le importaba demasiado. Aquello no era más que una transacción comercial que se estaba desarrollando tranquilamente.
—Bueno, entonces te vendo mi coche.
—Sí, ahora mismo.
—¿Y por cuánto te lo vendo?
—Por un dólar más la bonificación. No intentes estafarme cambiando el número de la matrícula, porque pienso revisarlo, no soy tan tonta.
—¿Y cuál es esa bonificación?
—La bonificación es que te libras de recibir un disparo. ¿No te parece que soy generosa?
Bajó la cabeza y se concentró en escribir la factura. Cuando terminó se la dio, temeroso, con un movimiento rápido, y volvió a sentarse en la cama.
Ella leyó aquellos garabatos.
—Se te ha olvidado firmarla.
—Ah, sí.
La firmó y se lo devolvió.
—¿Dónde están las llaves?
Él parecía a punto de derrumbarse como un niño, pero dijo:
—Cheryl, mejor será que se las des.
Arlene las recogió cuando ya se iba.
—Gracias. Aquí está la escopeta de Ricky. Ahora estamos en paz. Oh, espera, se me olvidaba. Se sacó un dólar del bolsillo y lo tiró al suelo.
Dejó a Cheryl con la escopeta en las manos y se dirigió al coche. Le gustaba, aunque era un poco chillón, pintado como los coches de carreras, y el naranja no era su color favorito. Por dentro era bonito. Estaba claro que tendría que cambiar los viejos tubos de escape, para que la gente no se girara a su paso.
A sus espaldas oyó a Ricky que decía:
—Mierda, adoraba ese coche.
Se sentó al volante y lo puso en marcha. Mientras ajustaba el asiento, notaba la fuerza del motor. Antes de que pudiera ponerlo en primera, Ricky apareció a la altura de su ventanilla y le apuntó a la cabeza con la escopeta.
—Bájate del coche ahora mismo, Arlene, hablo en serio. Devuélveme la factura y no te pasará nada.
Arlene bajó la ventanilla hasta la mitad.
—Oh, se me había olvidado decírtelo. Nunca la guardo cargada. Y no te he traído los cartuchos. Los había pagado yo, ¿te acuerdas?
La luz rojiza de los faros de freno iluminaba tenuemente el rostro de Ricky. Ella le miró un instante y luego desapareció en la oscuridad, dejando atrás su pasado.
Paró en la tienda de recambios de Camino, que estaba abierta hasta las nueve, y compró una barra de seguridad de esas que se ponen en el volante. Luego se fue a dar una vuelta, sólo por el placer de conducir. Era un coche potente. Le iría bien.
Empezaba a sentirse un poco mejor.
No tenía ningún sitio concreto adonde ir, así que se dirigió a casa de Reuben. Había luz en su dormitorio, y su coche estaba fuera. Siguió de largo y dio una vuelta a la manzana.
A la tercera vuelta, paró el motor y se quedó allí sentada, mirando, pensando en la época en que era bien recibida en aquella casa, la época en que podía llamar al timbre y entrar. Pensó en cómo la gata se frotaba contra su barbilla para despertarla. Pensó que ahora podrían estar casados y unir sus ingresos para comprarse un coche nuevo. Sabía que él la habría ayudado. Con él se podía contar.
Sentía una sensación de opresión en el pecho, le costaba respirar.
Después de un rato, se fue a casa. Al llegar, puso la barra de seguridad en el volante.
Era posible que Ricky volviera a por el coche. Pero si lo hacía, podría denunciarlo por robo. Tenía la factura de compra.
Le diría a la policía: «Fui a exigirle que me pagara lo que se debe del camión, pero él me dijo que no tenía dinero, así que le sugerí que me diera su coche. Él firmó la factura. No tenía por qué hacerlo. No tenía un arma apuntándole a la cabeza».
Luego se acordó de que Ricky tenía dos casos pendientes en aquel estado y se sintió mucho más tranquila, pensando que a la mañana siguiente tenía muchas posibilidades de encontrar el coche aparcado donde lo había dejado.
Llamó a Reuben, pero no contestaba. No era tan tarde. ¿Cómo sabía que era ella? Intentó acostarse y dormir, sin éxito. La cabeza le hervía pensando en todas las cosas que le había dicho a Reuben por teléfono la noche anterior, aunque ni siquiera estaba segura de que las hubiera oído.
Volvió a levantarse, se vistió y comprobó que el coche seguía en su sitio. Volvió a ir a casa de Reuben y se quedó una hora dentro del coche. Cuando vio que las luces se apagaban, supo que era el momento de actuar, de hacer algo. O te vas a casa o llamas a la puerta. No tiene sentido que te quedes aquí fuera toda la noche.
Con el corazón latiéndole con fuerza, se dirigió a la puerta de atrás y llamó. La luz del dormitorio volvió a encenderse. La puerta se abrió y Reuben apareció con un albornoz. No parecía enfadado, sólo grande e imponente. Pero a la vez, de alguna forma, vulnerable, como si fuera incapaz de echarla de allí.
—Pensaba que te ibas a quedar toda la noche ahí fuera.
—¿Sabías que estaba aquí?
—Pues claro.
—¿Y cómo lo sabías?
—He escuchado el ruido que hacían los tubos de escape sin silenciador y me he asomado por la ventana. ¿De dónde has sacado ese coche?
—Es una historia un poco larga.
—¿Has dejado a Trevor solo en casa?
Detectó una pizca de crítica en sus palabras, como si la estuviera acusando de haber perdido el poco sentido común que pudiera tener.
—Está pasando la noche en casa de un amigo.
—Oh.
Se metió las manos en los bolsillos del albornoz y se quedaron ahí de pie un momento, los dos mirando al suelo.
—¿Por qué has llamado por la puerta de atrás? —dijo por fin tras la pausa.
Pero para aquella pregunta no tenía respuesta. Si hubiera respondido, tal vez habría dicho que era algo que tenía que ver con la vergüenza, pero no estaba muy preocupada por saber la razón exacta. Así que cambió de tema como pudo.
—Te quiero, Reuben.
Dejó que el eco doloroso de aquellas palabras se extinguiera entre ellos. Esperaba que él dijera algo, incluso algo agradable. Pero se cansó de esperar.
—Supongo que eso es lo que he venido a decirte. Sé que no cambia lo que sucedió, pero quería que lo supieras. Creo que nunca no te lo había dicho, aunque era verdad. Da igual, ahora sí tenía que decírtelo.
Él sacó las manos de los bolsillos y dejó los brazos caídos en los costados. Levantó ligeramente la cabeza y dijo:
—Me doy cuenta de que no has tenido la necesidad de decírmelo hasta que has roto con él.
Agarró la puerta con una mano, y ella pensó que le estaba dando a entender que hablara rápido, porque estaba a punto de cerrársela en las narices.
—Pero no ha sido por eso, Reuben; ya sé que lo parece, pero no es así. ¿Sabes por qué he venido? Es porque el otro día, cuando viniste a traer a Trevor, frenaste al verme. Casi te paraste. Hasta ese momento pensaba que me habías olvidado y que no querrías hablar conmigo. Después de aquello me di cuenta de que una parte de ti quería hablar conmigo y otra parte no quería.
Se apartó un poco, esperando que la puerta se cerrara, pero él bajó la mano otra vez.
—Sé que no me perdonas, y tampoco espero que lo hagas, Reuben. Pero seguro que todavía hay una pequeña parte de ti que me echa de menos, ¿no? No te quepa duda de que yo te echo mucho de menos a ti.
Le cogió la mano derecha y él dejó que lo hiciera. La miró a la cara un momento, aunque se notaba que aquello le dolía. Como había poca luz, ella no lo veía bien y, además, no estaba segura de saber interpretar correctamente su expresión. Sonrió, confiando en que él vería su sonrisa, esperando no ponerse a llorar. Agarrándola fuerte de la mano, Reuben dio un paso atrás y la dejó entrar.
A la mañana siguiente, el sol entraba a raudales hasta el cabecero de la cama, igual que en su recuerdo. Abrió los ojos y vio que Reuben estaba despierto, contemplándola. Cuando le sonrió, él se dio la vuelta.
—Eh, ¿estás bien?
No respondió.
—Dime algo, Reuben.
—Creo que esto ha sido un error.
—Bueno, ésa es tu opinión.
Él se levantó y empezó a vestirse. Las cicatrices tenían un aspecto más triste a la luz del día, a medida que la distancia que se interponía entre ellos se hacía mayor. Él debía de saberlo, porque se vistió muy deprisa.
—Está bien —dijo Reuben—. Vienes aquí en plena noche y yo te dejo entrar. Las cosas se nos van de las manos. Y ahora supongo que crees que todo lo que sucedió es agua pasada. Pues no.
Se quedó al borde de la cama, mirando hacia otra parte, como si aquello fuera lo único que aún recordaba. Ella se deslizó a su lado y se sentó. Se le pegó a la espalda e intentó abrazarle. Su cuerpo estaba tenso y se resistía.
—No, Arlene, vete a casa.
Notaba por el tono de su voz que estaba llorando, y aquello la desconcertó. Nunca le había visto llorar antes. Aquélla era una debilidad que se atribuía sólo a sí misma, y sabía que él no querría tener testigos en aquel momento. Así que hizo lo que le pedía.