Capítulo 24

REUBEN

Reuben llegó a su casa del trabajo a las cuatro y cuarto. A las cuatro y media, Trevor ya estaba llamando a la puerta.

—¿Dónde está Miss Liza?

—En la cocina, comiendo. Le acabo de poner la comida en el plato. ¿Para eso has venido, Trevor, para ver a la gata? ¿O querías comentarme algo?

—Lo segundo.

Reuben dio un paso atrás y abrió la mosquitera de la puerta. Trevor entró y se tiró en el sofá diciendo:

—Si no te importa…

Por supuesto que le importaba, considerando los temas posibles.

—Claro que no, Trevor, ya sabes que aquí siempre eres bienvenido.

Miss Liza entró en el salón y de un salto fue a plantarse en el regazo de Trevor.

—¡Vaya! Seguro que me ha oído llegar.

—Debes sentirte halagado. Eres más importante para ella que la comida.

Mientras hablaban, Reuben sentía cierta incomodidad en el pecho, algo que últimamente le sucedía en presencia de Trevor, pero esta vez más acentuada. Había supuesto que siempre le quedaría el chico, que podrían seguir siendo amigos, pero no había sido exactamente así. Lo cierto era que le hacía daño tener que verle, y Trevor parecía darse cuenta. Había dejado de pasarse por su casa todos los días. La última vez había dicho que venía a ver a la gata, y se había quedado muy poco rato.

—¿Qué te pasa, Trevor?

—Me pregunto si aún piensas seguir la Cadena. Supongo que no tienes ninguna obligación, por todo lo que ha pasado. Pero pensaba que a lo mejor lo harías. No estoy seguro.

Reuben respiró hondo y se sentó en una silla. A veces, cuando sentía ganas de llorar, el llanto parecía salirle de los dos ojos, como desde un antiguo rastro de su memoria.

—He pensado mucho en ello, Trevor. Supongo que, si pudiera, aún lo haría. Pero es que no sé qué podría hacer por nadie. No se me ocurre nada.

—Sé de alguien que necesita algo.

—¿Y yo conozco a esa persona?

—Sí, mi madre.

—Seguro que tu padre podrá ayudarla entonces, sea lo que sea.

—Ella le ha echado de casa. Además, tampoco podría haberla ayudado en esto. Es algo que sólo tú podrías hacer.

El pecho le ardía. Le había echado de casa. No sabía si aquello facilitaba o dificultaba las cosas.

—Mira, Trevor, respeto mucho, de verdad, el trabajo que hiciste para aquel proyecto. Y voy a hacer lo que pueda para que no se pierda. En algún momento. Con alguien. Pero las cosas entre tu madre y yo no…

—Sí, eso es lo que ella me dijo. Me dijo que estabas disgustado. Pero yo pensaba que eso podría ser una ventaja, porque se supone que tiene que ser algo importante, ¿sabes?, una gran ayuda. Y ayudar a alguien a quien queremos ayudar no tiene tanto mérito. Pero si estás enfadado con mi madre y la ayudas, entonces tiene mucho mérito.

Mientras le decía estas cosas pasaba los dedos por detrás de las orejas de la gata, que se le arrimaba y ronroneaba con los ojos entornados.

Reuben se levantó y se puso a mirar por la ventana. Necesitaba alejarse un poco. El oído bueno le silbaba, y no entendía por qué. Oyó su propia voz diciendo desde muy lejos, como desde el fondo de un túnel:

—Lo siento, Trevor, no estoy seguro de ser tan bueno como para hacer algo así.

Trevor torció el gesto, decepcionado. La gata dio un salto y se fue corriendo a la cocina.

—¿Ni siquiera quieres saber qué es lo que necesita?

«Mejor gusto con los hombres», pensó Reuben, pero evidentemente no lo dijo.

—Puede que sea mejor que cambiemos de tema.

Trevor se encogió de hombros.

—No tenía ningún otro tema del que hablar.

—Cuéntame eso que me has dicho antes, ¿le ha echado de casa?

Volvió a encogerse de hombros.

—No hay mucho que contar. Siempre estaban peleándose. Hace un par de días le dijo que se largara. Y él se largó. Bueno, creo que me voy a casa.

—Si quieres te llevo.

—No, tengo la bici ahí afuera.

—No importa, la ponemos en la baca.

—Bueno. Voy a despedirme de Miss Liza.

Hicieron en silencio todo el trayecto hasta casa de Arlene.

¿Por qué se había ofrecido a llevarlo a casa? Estuvo todo el viaje haciéndose la misma pregunta. Si no quería verla —y no quería—, ¿por qué no había dejado que el chico se fuera con la bicicleta, como siempre?

Quería preguntarle a Trevor si su madre estaba en casa o si estaba trabajando, para prepararse un poco mentalmente, pero no se atrevía.

Aparcó en la calle. El coche de Arlene no estaba. Le invadió una sensación mezcla de alivio y decepción. Era una guerra de sentimientos que tenía a Reuben como campo de batalla.

Apagó el motor y se quedaron sentados en silencio durante un minuto. Se oían unos golpes intermitentes, como si se tratara de un choque en cadena. El ruido provenía, según parecía, de un lugar cercano.

—¿Qué será eso? —preguntó Reuben distraídamente.

No tenía muchas ganas de marcharse.

—Iré a ver.

Trevor se bajó del coche dejando la puerta abierta y dio unos pasos. Se detuvo frente a la puerta de su casa, con las manos en los bolsillos. Acto seguido, regresó al coche y se sentó al lado de Reuben.

—Es mi madre. Está destrozando el camión con un bate de béisbol.

A Reuben se le encogió el estómago. Otra vez el zumbido en el oído, sólo que ahora oía también los latidos de su corazón invadiéndole el cerebro, como el ruido del mar en una caracola.

—Creía que no estaba en casa.

—Pues sí está.

—Pero su coche no está aquí.

—Se estropeó. Ahora tiene que ir al trabajo en autobús. Creo que por eso está furiosa y la ha tomado con el camión. Aún sigue pagando las letras. Y ahora tiene que ir en autobús a los dos trabajos. Ha vuelto al bar por las noches.

—¿Desde que echó a tu padre?

—No, desde antes. Mi padre no ganaba dinero ni hacía nada.

Sus palabras y sus silencios se veían acompañados por aquellos desagradables golpes metálicos.

—Y además el bate es mío. Ya lo doy por perdido.

«Ojalá yo pudiera hacer lo mismo», pensó Reuben. Aquel ruido le contagiaba las ganas de empezar a dar golpes contra algo; se daba cuenta de que estaba muy tenso.

—Y tú querías que le consiguiera otro coche a tu madre, ¿no?

—No, no era eso.

—¿Querías que la fuera a recoger al trabajo a las tres de la mañana? Supongo que debe de ser bastante peligroso coger el autobús a esas horas.

—Me parece que no hay ni autobús a esa hora. No, Harry, el encargado del bar, la trae a casa.

Pum, pum, siempre el ruido del metal al ceder. No se oía ruido de cristales rotos.

Reuben intentó recordar si el camión aún tenía cristales.

—¿Y entonces, qué?

—¿Qué de qué?

—¿Qué es lo que tu madre necesita y que sólo yo puedo darle?

—Necesita que le des otra oportunidad. Ella sabe que se equivocó. Ahora se da cuenta. Es como si hubiera visto una cosa mala al lado de otra buena y hubiera escogido la mala. No es tonta. Se da cuenta. No sé por qué lo hace si se da cuenta. Pero es lo que hace. Dice que nunca la perdonarás. Pero a mí se me ocurrió que tal vez no tuviera razón, que eso sí que sería un gran favor, y que tú podrías hacérselo. Si quisieras hacer un gran favor a alguien… Me acuerdo que una vez me preguntaste cómo se hacía un gran favor. ¿Te acuerdas? Y yo te dije que miraras a tu alrededor. Que encontraras a alguien que lo necesitara. Bueno, pues ella lo necesita. Necesita algo. Se me ocurrió que querrías saberlo.

En el interior del vehículo el silencio era tan denso que se podía cortar. Fuera, Arlene seguía destrozando el camión. Reuben oía la respiración del chico. Deseaba abrazarle, decirle que le echaba de menos, pero el cuerpo no le respondía.

—Lo siento, Trevor, no puedo.

—No importa.

—Lo siento.

—No importa. Ella ya me dijo que me dirías eso.

—¿Has hablado con ella de esto?

—Bueno, no exactamente. Sólo me dijo que estabas disgustado y que nunca la perdonarías. Yo le dije que debía preguntártelo de todas formas. Pero ella no te lo iba a preguntar, porque sabía que le dirías que no. Y por eso te lo he preguntado yo.

—Lo siento, Trevor.

—No importa, de verdad.

De pronto, los golpes cesaron.

Se hizo un denso silencio en la calle.

Trevor se bajó del coche sin decirle adiós. Bajó la bicicleta y cruzó la calle. Reuben esperó hasta que el chico hubo entrado en casa y cerrado la puerta. Entonces arrancó el motor.

Al pasar frente al jardín lateral, frenó un poco. No lo hizo conscientemente, pero frenó.

Arlene estaba allí, con el bate de béisbol en la mano, sudando y jadeando. Alzó la vista y le vio al momento. El bate se le resbaló y cayó al suelo.

Reuben pisó a fondo el acelerador. El motor chirrió un poco y el coche salió pitando a toda velocidad. Por el retrovisor la vio plantada en medio de la calle. Estaba gritando su nombre.

—Reuben, Reuben, espera.

Dobló en el primer cruce para perderla de vista, aunque para ir a su casa era mejor seguir recto.

Del libro Hablan los que conocieron a Trevor

Más tarde me dijo que había intentado llamarme. Me dijo que me llamaba cada día después de aquello, pero que yo no contestaba. Y yo pensaba que cómo sabía ella que estaba en casa y no descolgaba el teléfono. ¿Por qué no podría haber salido? Nadie pensaba que yo era el tipo de persona que podía salir. Bueno, en realidad no sería cierto decir que en aquella época salía mucho. Pero tampoco me quedaba ahí sentado dejando que el teléfono sonara. Nunca lo he hecho. No sé por qué ella pensaba que sí.

Puede que coincidiera con los días en los que se me estropeó el teléfono.

Estaba tendido boca arriba, en la cama, haciendo como que miraba las noticias de las once. La gata estaba estirada sobre su pecho y no podía respirar muy hondo. Pero no la apartó.

Sonó el teléfono y cuando alargó el brazo para responder, la gata se bajó de su pecho y se quedó encima de la cama. Antes de descolgar, ya sabía quién era. Ni siquiera dijo nada, se limitó a acercarse el auricular al oído, pero dejándolo a cierta distancia, como si aquello fuera peligroso.

—Reuben, por favor, no cuelgues.

Colgó.

Cuando el teléfono volvió a sonar, lo descolgó y dejó el auricular sobre la mesita de noche. Se levantó y se fue al salón, para asegurarse de no oír nada.

Dio unos pasos arriba y abajo por la sala, pero se sentía incómodo, porque estaba desnudo y expuesto, aunque fuera en la intimidad de su hogar. Volvió al dormitorio y vio a Miss Liza olisqueando el auricular. Lo agarró y oyó hablar a Arlene, una larga letanía de frases de las que no entendía ni una palabra.

Arrancó el cable de la pared y tiró con fuerza el teléfono por la ventana.

Pensó que así se sentiría mejor, como si golpeara un camión destartalado con un bate de béisbol. Pero no. Ahora, además de ser un hombre desnudo y terco en una habitación vacía, llevando una vida solitaria, tenía una ventana rota. Una cálida brisa le acariciaba el cuerpo desnudo. Y se había quedado sin teléfono.

Debería haber sabido que él no era de esos tipos que se desahogan así.