CHRIS
Aquella línea 900 gratuita que se había hecho instalar la atendía él personalmente desde casa. Y no paraba de sonar, incluso en plena noche, despertándole a cada momento. Los que llamaban parecían sorprenderse cuando les respondía él, porque esperaban más bien encontrarse con un contestador automático o algo parecido. Él también estaba al menos tan sorprendido como ellos. La mayoría querían información sobre el reportaje de la noche anterior. Nadie parecía saber nada, pero todos querían enterarse.
A las seis de la mañana, finalmente se rindió. Se levantó, se preparó un café y se quedó observando el teléfono. Pasó mucho tiempo sin que sonara. Se sirvió una copa de coñac, porque pensó que si no podía dormir al menos se merecía una pequeña compensación. Necesitaba un poco de calma. El coñac le proporcionaría al menos una calma artificial. Pero él necesitaba algo más que una pequeña dosis, así que se sirvió otra copa.
A las nueve y diez sonó el teléfono.
La voz dijo:
—Quiero hablar con algún responsable de ese estúpido reportaje de ayer.
—Bueno, la verdad es que ese eres tú —dijo Chris.
Hubo una pausa al otro lado de la línea.
—¿Yo?
—Sí, tú. Me llamo Chris Chandler, y yo soy el que escribí, produje, y elaboré ese reportaje.
—Bueno, pues era una mierda, con perdón.
—Es una opinión tan respetable como cualquiera otra.
Chris tomó un largo trago de coñac. Le ayudaba a estar relajado.
—No puedo creer que te tragaras lo de ese tío, Sidney G. Por Dios, si es un gilipollas. Un completo mentiroso. ¿Cómo es que te lo tragaste?
—En realidad, no le creí una palabra.
—¿Ah, no?
—No.
—¿Entonces por qué hiciste el reportaje?
—Bueno, la cosa es así. Yo sé que el tipo es un mentiroso; pero, ¿de qué me sirve decirlo? No puedo demostrarlo. En realidad, yo no sé nada del asunto. Esperaba que alguien que sí supiera algo pudiera ayudarme a demostrar que es un mentiroso.
Chris no estaba muy convencido de que ese alguien fuera la persona que había al otro lado del teléfono, y de pronto le pareció que nunca la encontraría.
—Bueno, pues yo sé algo y te digo que miente.
—¿Sabes de dónde sacó la idea?
—Sí, la sacó de mí.
Sí, claro, claro. La idea no es de Sidney G. Él es un gilipollas y un mentiroso. Eres tú quien tuvo la idea. Tú te mereces la fama, seguro.
—De acuerdo. Así que el héroe eres tú y yo tengo que hacer un programa contigo.
—No, la idea no se me ocurrió a mí. Yo sólo seguí la Cadena. Me encontré a ese gilipollas cuando le estaban dando una paliza de muerte detrás de un bar en Atascadero y le salvé la vida. Le conté lo del Movimiento.
Chris se acabó de despertar de golpe. Atascadero. Stella le había dicho que Sidney se iba a Atascadero a esconderse cuando las cosas se le ponían feas. Pero él no le había preguntado nada sobre ello cuando grababan la entrevista, a propósito, porque no quería que supiera que había visto a Stella.
—Oh… vaya… ¿Cómo te llamas?
—Matt.
—Matt, siento haber sido un poco antipático, pero es que llevo toda la noche respondiendo llamadas de gente que sabe menos que yo de todo esto. Bueno, escucha, supongo que no sabes quién empezó toda esta historia, ¿verdad?
—Sólo sé que no fue ese imbécil del programa.
—¿Y no sabes tampoco quién te hizo el favor a ti?
—Bueno, eso claro que lo sé. Se llamaba Ida Greenberg.
—Un momento, espera un momento, Matt. Voy a buscar algo para anotarlo. Todavía necesito mucha información, así que no cuelgues, ¿de acuerdo?
Chris se estaba asfixiando dentro de aquel coche. Hacía mucho calor en Atascadero, un calor increíble. El tipo que le había alquilado el coche le había dicho que aquel calor no era normal, como si eso fuera un consuelo. Lo había alquilado en el aeropuerto de San Luis Obispo. Era muy cuadrado, antiguo, de la época de su padre. No tenía aire acondicionado.
Revisó la dirección que le había dado la vecina de la señora Greenberg. Supuestamente era la dirección de su hijo, su único pariente vivo. Apagó el motor y se dirigió a la puerta de la casa.
Llamó al timbre. Esperó. Llamó de nuevo.
Se oía el sonido de un motor pequeño, algo así como una segadora de césped. No estaba seguro de si el sonido venía del jardín trasero o de la casa de al lado.
Se fue hasta la parte trasera rodeando la casa y miró al otro lado de una vieja valla de madera. Vio a un hombre de unos cuarenta y tantos años cortando el césped. Llevaba una camiseta blanca sin mangas y unos tejanos muy apretados que le hacían más prominentes la barriga y los michelines. El pelo, negro y peinado hacia atrás, se le perdía por entre el cuello de la camiseta. A Chris, instintivamente, no le gustó nada.
No parecía el tipo de persona que cuida de su jardín meticulosamente, pero lo cierto es que aquél estaba impecable. Había flores por todas partes, rosales bien podados, ni una sola mala hierba en el césped. Daba la sensación de que aquel tipo era capaz de cuidar de su jardín, pero no de sí mismo.
Le saludó varias veces, pero con el ruido de la segadora no se le oía. Se apoyó en la verja y esperó, notando el sudor que se le formaba en la nuca y resbalaba espalda abajo.
Cuando, finalmente, el hombre le vio, Chris le saludó ostensiblemente con la mano. El otro apagó el motor y durante unos instantes el silencio fue, por contraste, casi audible.
—Estoy buscando a Richard Greenberg. ¿No será usted, por casualidad?
El hombre se secó el sudor con el dorso de la mano y avanzó en dirección a la verja. Parecía no tener mucha prisa.
—Mi nombre es Richard Green.
—Oh, bueno, a lo mejor no me han dado bien la información; yo estoy buscando al hijo de la señora Ida Greenberg, Richard.
—Sí, ya lo ha encontrado. Soy yo. ¿Qué quiere?
—Sólo quería hacerle unas preguntas.
—¿Sobre qué?
—Sobre su madre.
—Bueno, ése no es mi tema favorito.
—¿Por qué?
—Tengo mis motivos.
—¿Es porque no le dejó nada?
—¿Y usted qué sabe de todo eso? ¿Quién es usted? ¿Es algún amigo suyo o algo así? Pues sí, me hizo una buena jugada al morir: me dejó un dólar. Y el resto del dinero del seguro se lo dio a una gente que apenas conocía. Eso le da una idea del tipo de persona que era mi madre. ¿Qué interés tiene usted en todo esto?
—De eso es precisamente de lo que quería hablarle. De su testamento. ¿Y la casa? ¿Era suya?
—Suya y del banco. Me dejó sin nada, se lo estoy diciendo. Un puto dólar. Ahora tengo que dormir en el garaje de este tío y hacerle de jardinero para que no me cobre el alquiler. Tiene gracia, porque en cierta manera creo que mi madre me desheredó porque no le arreglaba el suyo. Supongo que debe de ser una especie de venganza. ¿Y a usted qué coño le importa todo esto?
—Soy periodista y estoy preparando un reportaje. Parece que su madre pasó una especie de… No sé cómo explicárselo. Es como una de esas cadenas de cartas que se van enviando, sólo que con favores en vez de con cartas.
—Bueno, de eso yo no sé nada. No tengo ni idea de por qué lo hizo.
Se dio media vuelta y volvió a poner en marcha la segadora.
Chris se metió la mano en el bolsillo y sacó una fotocopia que Matt le había entregado a su llegada. Era la carta de la señora Greenberg.
—Yo le diré por qué dijo que lo había hecho.
Richard se volvió.
—¿A quién se lo dijo?
—A una de las personas a las que dejó el dinero. En esta carta.
Richard volvió a acercarse.
—¿A la chiflada de los gatos?
—No, al chico joven del supermercado.
—Ah, sí. Aquello sí que fue bueno. Una bofetada en la cara. Yo soy su hijo desde hace más de cuarenta años. Y esos dos mocosos le meten la compra en bolsas y se llevan todo mi dinero.
Le arrebató la fotocopia. Chris le observó mientras leía brevemente la carta.
—«No creo que les diera muy buen uso». Ésta sí que es buena, Dios mío. Los hubiera empleado en comer. Qué mentira. Lo que pasa es que estaba enfadada por lo del jardín.
Arrojó la carta al aire y la hoja cayó en la parte del césped que aún no estaba segada.
—Le dije que lo haría yo. Pero al final le pagó a un niño para que se lo hiciera. Ella me dijo que no le había pagado nada, que lo había hecho gratis. Sí, seguro, a los niños les encanta hacer esas cosas. Estaba obsesionada con aquel jardín. Lo quería más que a mí. Y ahora tengo que seguir trabajando.
Volvió a alejarse de la verja.
—Disculpe, ¿puede devolverme la carta?
Richard hizo como que no le oía y puso en marcha la segadora. El ruido del motor volvió a inundarlo todo. Chris saltó la verja y la rescató justo antes de que Richard le pasara la máquina por encima.
—¿Ya ha hablado con la mujer de los gatos?
—Sí, y me ha dicho que en realidad no conocía a la señora Greenberg.
—Y yo tampoco. Sólo le cobraba las cosas que compraba en el supermercado.
Terri estaba de pie en la calle de atrás del supermercado, encendiendo un cigarrillo que estaba a medio fumar.
—Ya lo sé, ya sé que no debería fumar. Estoy intentando dejarlo, de verdad. Por eso sólo fumo medio cada vez.
Chris estaba sentado en cuclillas, con la espalda apoyada en la pared del edificio y los ojos entrecerrados, pues la luz le cegaba. Se levantó una brisa ligera, pero allí hasta el aire era caliente.
—Yo no he dicho nada.
—No, ya lo sé. No sé. Me gustaría poder ayudarle.
—¿Y no hablabais de nada cuando venía al supermercado?
—Casi nunca. A veces se quejaba de su artritis. Era buena persona. No quiero dar a entender que no lo fuera. Era buena persona. A nadie le gusta oír a los demás quejarse de sus enfermedades y sus dolores, pero supongo que necesitaba desahogarse. Estaba muy sola, ¿sabe? Su marido había muerto. Eso decían. Ahora me alegro de haberla escuchado. Por ocho mil dólares habría estado dispuesta a oírle hablar de todos sus achaques.
—¿Recuerdas la última vez que la viste?
—Más o menos. Estaba de buen humor.
—¿Qué te dijo?
Terri cerró los ojos y dejó escapar una bocanada de humo en el aire caliente de la tarde. Negó con la cabeza.
—No me acuerdo. Hace ya mucho tiempo.
—Sí, claro, lo entiendo. Mira, estoy en el motel Six. A lo mejor estaré uno o dos días más. Todavía no lo sé. Quizás estoy perdiendo el tiempo y debería volver a casa. Pero si se te ocurre algo, si te acuerdas de algo, llámame, ¿de acuerdo?
—Lo haré, seguro.
—Y si se te ocurre algo y yo ya me he ido…
Le dio una de sus tarjetas de visita.
Terri la leyó, se la metió en el bolsillo de la blusa y apagó el cigarrillo con la suela del zapato.
—Se acabó mi descanso. Siento no haberle sido de gran ayuda.
—Sí me has ayudado —dijo Chris, y volvió a meterse en su horno alquilado.
Dio con la casa. No le fue difícil. Lo difícil era intentar explicarse a sí mismo qué estaba haciendo allí. No era muy probable que la casa de una mujer muerta fuera a contarle una gran historia.
El sol se estaba poniendo, y el calor había cedido un poco. Estaba de pie frente a la casa pintada de gris, admirando el jardín. Impecable. Debía de haber nuevos propietarios.
Llamó a la puerta, pero no le abrió nadie.
Se sentó en los escalones del porche, derrumbado. No tenía fuerzas para moverse. Podía irse a cenar, pero no tenía hambre. ¿Y para qué irse al motel, si no iba a poder dormir?
Pasó un niño en bicicleta repartiendo los periódicos vespertinos. No dejó ninguno en casa de la señora Greenberg. Tal vez nadie hubiera comprado la casa aún. Quizá todavía fuera propiedad del banco.
Pero a los bancos no les preocupan los jardines. A lo mejor, los nuevos habitantes de la casa no estaban suscritos al periódico de la tarde.
Se sacó la MasterCard del bolsillo de la camisa, la miró, y luego se dio unos golpecitos con ella en la rodilla. Ya no le quedaba crédito. Sacó la Visa, que le daba más. Siempre juraba que lo limitaría a la mitad, para no doblar la deuda. Pero hasta la fecha no lo había hecho. La había usado para pagar el billete de avión, el motel y el alquiler del coche. ¿Y para qué más?
Vio que salía una mujer de la casa de enfrente a recoger el periódico. Chris se levantó al momento.
—Disculpe —dijo mientras se acercaba a la mujer, que pareció asustarse—. Disculpe, ¿me permite que le haga una pregunta sobre la casa de enfrente?
—¿La casa de la señora Greenberg?
—Sí, ¿la conocía bien?
—No mucho. —Se cruzó de brazos, apretándose el vestido con fuerza—. Mi marido cree que no hay que ser muy abierto con los vecinos.
—¿Y ahora vive alguien en la casa?
—No, todavía sigue siendo del banco. Aún no la han vendido.
—¿Y quién la tiene tan bien cuidada?
—No se lo sabría decir, no lo sé. Si me disculpa…
Regresó a la puerta de su casa y entró rápidamente. Chris respiró hondo y volvió al porche de la señora Greenberg. Se quedó de pie, mirando por las ventanas. Los muebles estaban cubiertos con sábanas. Todo parecía estar rodeado de una fina capa de polvo. Volvió a sentarse en los escalones.
Tenía que volver a casa. Ahora lo veía claro. No podía entrevistar a una mujer muerta, y aunque pudiera, le diría que alguien le había hecho un favor y ella había seguido la Cadena. A lo mejor ni siquiera sabía el nombre de esa persona. Puede que ella fuera el eslabón 12 de la Cadena, o el 112. Ni aun siendo el mejor periodista de investigación del mundo, que no lo era, podría haber reconstruido el Movimiento hasta su inicio. Era imposible sin ningún registro escrito.
El chico de los periódicos volvió a aparecer y dejó la bicicleta apoyada en el césped. Empezó a subir los escalones del porche en dirección a Chris, que se quedó allí, esperando a que el niño le dijera algo. Pero no, lo que hizo fue pasar de largo y meterse en el patio lateral. Chris se dio cuenta de que llevaba una bolsa de comida de gatos.
Cuando regresó al porche, llevaba unas tijeras de podar.
—Hola —le dijo Chris cuando el chico pasó por delante de él.
—Hola.
El chico empezó a recortar el seto que separaba el jardín de la casa de al lado, aunque estaba casi perfecto. Cuando se le acercó un poco más, Chris le dijo:
—Tú eres quien cuida de todo esto.
—Sí.
—¿Y quién te paga?
—Nadie.
—¿Por qué lo haces, entonces?
—No lo sé. Porque sí.
Frunció el ceño y se concentró en el seto. Luego levantó la vista y añadió:
—Supongo que a ella no le gustaría verlo todo destrozado otra vez. No sé si lo ve, esté donde esté. ¿Usted qué cree?
—¿Qué creo de qué?
—¿Cree que cuando alguien se muere puede ver las cosas desde ahí arriba?
Chris se detuvo a reflexionar un instante. La verdad es que no tenía una idea clara al respecto.
—Supongo que no, pero no lo sé.
—No, yo tampoco. Pero me imagino que es mejor hacerlo así, por si acaso.
—La conocías.
—Sí.
—¿La conocías bien?
El chico interrumpió su trabajo, bajó las tijeras de podar y se rascó la nariz.
—Bueno, no tanto. A veces hablábamos.
—¿De qué?
—Oh, no sé. De cosas. De fútbol. Del proyecto que estaba haciendo para el colegio. Ella quería ayudarme con lo del proyecto, pero se murió.
Chris se levantó para marcharse. Por más que hablara con todos los habitantes de la Tierra, seguiría sin encontrar a nadie que supiera nada. Pero tenía que intentarlo una vez más, porque sabía que al día siguiente debía regresar a casa.
—Supongo que no sabes nada de su testamento.
—¿Su qué?
—Su testamento. Por qué le dejó el dinero a ciertas personas.
—No, ni idea, ni siquiera sabía que hubiera hecho testamento.
—No, ya me lo imaginaba. Bueno, adiós.
—Hasta luego.
Se quedó unos minutos sentado en el coche, viendo trabajar al chico. Pensaba que era raro que un chiquillo de su edad siguiera trabajando en el jardín cuando tenía la muerte de su dueña como perfecta excusa para dejarlo.
Entonces pensó que a lo mejor la señora Greenberg sí estaba mirando.
«Si estás ahí —dijo para sus adentros—, ¿por qué no me mandas una pista? ¿Por qué no me dejas ver algo?».
Pero por más que miraba, sólo veía a un niño cortando un seto.
Puso el motor en marcha y se fue.