ARLENE
Se encontró a Reuben por casualidad un sábado por la mañana en una gasolinera de Camino. Hacía meses que no le veía.
No se fijó en que era su Volkswagen blanco hasta que se había bajado del coche, y cuando se dio cuenta, estuvo a punto de volver a subir y salir corriendo. Había dejado el motor en marcha porque si no a veces su viejo Dodge Dart no volvía a arrancar. Había un cartel que decía que eso no se podía hacer, pero Ricky, que siempre fumaba mientras llenaba el depósito, le había dicho que casi nunca pasaba nada.
Al darse cuenta de que Reuben estaba ahí, el corazón empezó a latirle con tanta fuerza que casi se oía. Estaba aturdida, no sabía qué hacer.
Entonces, él salió de la tienda y la vio. Bajó la mirada y siguió caminando hacia ella, hacia su coche. Arlene notó que habría querido irse en dirección contraria, pero tenía el coche aparcado tan cerca del suyo que no tenían escapatoria.
—Reuben —dijo ella, y se dio cuenta de que apenas tenía un hilo de voz.
Él seguía sin levantar la vista y no dijo nada. A ella le seguía latiendo con fuerza el corazón.
—Reuben, dime algo, va. Grítame, insúltame o di cualquier cosa, por favor.
Él alzó la mirada. Sus ojos se encontraron. Ella volvió a sentir que se mareaba. Él volvió a mirar al suelo.
—Reuben, tenía que intentarlo, ¿entiendes? Han sido trece años, y es el padre del niño y todo eso. Grítame si quieres, dime que te hice daño, que no merezco vivir, todo lo que quieras, tienes razón. Pero no te quedes ahí sin decir nada.
Él dio unos pasos para rodear los surtidores y avanzó hacia ella. Estaban tan cerca que casi se tocaban con los zapatos. Parecía tan sereno que Arlene pensó que estaba a punto de pegarle. Casi lo hubiera preferido a aquel silencio. Le miró a la cara; estaba tan cerca… Se sorprendió al darse cuenta de cuánto lo había echado de menos. Tanto que casi perdió el sentido.
—Él te dejó embarazada —dijo Reuben con una voz que ella no le había escuchado antes, tan grave que casi daba miedo—. ¿De qué otra manera ha sido él un padre para ese niño?
—Bueno, precisamente por eso. Quiere compensarle por todo lo que no ha hecho. Quiere compensarme por todo lo que me ha hecho.
Se tambaleó, segura de que estaba a punto de desmoronarse. Reuben se dio media vuelta y se subió al coche. Arrancó sin ni siquiera mirarla. Aquello era mucho peor.
Cuando llegó a casa, Ricky estaba tirado en el sofá, viendo la tele.
—¿Has movido algún músculo desde que me he ido?
—Hoy no necesito sermones —dijo él sin, en efecto, mover músculo alguno.
—Pensaba que ibas a salir a buscar trabajo.
—¿En sábado?
—Cualquier día es bueno, digo yo. Y si no, al menos recoge tu ropa y lava los platos que ensucias.
Él se giró y se sentó despacio, como si le doliera algo.
—¿Se puede saber qué te pasa esta mañana? Nunca te había oído quejarte tanto en tan poco tiempo.
—Es que llevo siglos ahorrándome los comentarios.
—Buscaré trabajo —dijo Ricky pausadamente— cuando haga un poco más de tiempo que he dejado de beber. No es fácil dejarlo así, de golpe. —Encendió un cigarrillo, con las manos temblorosas—. Cuando se me pasen los temblores. Por ahora estoy haciendo todo lo que puedo.
—Sí, claro, si no hubieras recaído ya llevarías cuatro meses en vez de sólo unos días. Yo, cuando sólo hacía una o dos semanas que había dejado de beber, ya trabajaba en dos sitios para pagar las letras del maldito camión que me enviaste a casa. Y además debía hacerme cargo del niño. No tenía otro remedio.
—Me parece que te he dicho que no necesito sermones.
Lo dijo gritando, tan enfadado que ella no se atrevió a replicarle. Suponía que por eso precisamente le hablaba así.
—¿Qué coño te pasa hoy, eh, Arlene? ¿Me oyes? ¿Ya no hago nada que te parezca bien?
—No sé, Ricky, ¿tú que crees?
—Ni siquiera en la cama consigo hacerte nada que te guste. Y eso que ahí nunca teníamos problemas. Bueno, aunque en realidad ya no hacemos nada.
—Sí lo hacemos, a veces.
—Lo que me das en la cama es sólo para morirse de hambre.
Se levantó, atravesó el salón y se le acercó mucho. Casi le daba miedo.
—Antes me decías que era el mejor.
Ella le aguantó la mirada. Sin perder la calma, le dijo lo que tenía ganas de decir:
—Por más triste que te parezca, supongo que cuando te lo decía era verdad.
Y se quedó ahí de pie, parpadeando muy deprisa, esperando su reacción. Pero él no explotó como ella había supuesto. Se empezó a frotar los ojos, como si todo aquello le cansara. Arlene le contemplaba y pensaba que cómo era posible que antes le pareciera tan guapo. Porque no lo era, al menos tomando sus facciones por separado.
—Ojalá no lo hubieras dicho. Es por ese hombre negro, ¿verdad? No soporto ni hablar de él. ¿Cómo pudiste dejar que se metiera en tu cama? Por el amor de Dios, Arlene, la primera vez que le vi aquí, sentado en el sofá, pensé: «Bueno, al menos puedo estar seguro de que no se está acostando con él». Cada vez que lo pienso…
Arlene se dio cuenta de que Trevor estaba de pie en la puerta de la cocina.
—Pensaba que estabas jugando fuera.
—No, estaba en mi cuarto.
Se dio media vuelva y volvió a desaparecer. Ella le siguió hasta su dormitorio.
—Trevor, cariño, siento mucho que hayas tenido que oír eso.
Esperó a que él le contestara algo, pero la espera se le hacía demasiado dolorosa, así que añadió:
—Hoy me he encontrado con Reuben.
—¿Ah sí? —dijo él sin mucha emoción.
—Pensaba que te interesaría saberlo.
—Yo le veo todos los días en la escuela.
—Oh, claro. ¿Y te pregunta por mí alguna vez?
—No.
No dijo nada más, sólo ese «No» seco. No dijo: «¿Y por qué habría de hacerlo?», pero Arlene lo oyó en su silencio.
—Cariño, ya sé que me equivoqué.
—Bueno, pues rectifica.
—Creo que no lo entiendes, Trevor.
Notó que estaba a punto de comenzar a llorar. Eran lágrimas calientes, airadas. Pensaba en todas las cosas que el niño no podía entender, incluidas algunas que ni siquiera ella misma comprendía. Como, por ejemplo, por qué razón no se decidía a echar a Ricky de su vida, con lo mal que estaba yendo todo. Por ello se refugió en un motivo que no dependía de ella, algo que ni queriendo podría cambiar.
—Reuben está muy disgustado conmigo, hijo. Le hice mucho daño. Le diga lo que le diga, ya no me aceptará. Tú no le has visto esta mañana; está muy enfadado. Nunca me perdonará.
—Eso no lo sabes.
—Lo sé.
—No hasta que se lo preguntes.
—No hace falta.
—Deberías hacerlo.
—No puedo, Trevor.
—¿Por qué no?
—Porque diría que no.
—¿Y qué? Podrías preguntárselo de todas maneras.
—Mira, cariño, tú no lo entiendes, ya te lo he dicho. Supongo que son cosas de mayores.
Al salir de la habitación, se volvió para mirar a Trevor, que se agarraba, nervioso, al edredón.
—Pues entonces no quiero ser mayor.
—Cariño, nadie quiere. Yo también me hice mayor a la fuerza.
Y cerró silenciosamente la puerta.
Cuando volvió al salón, la tele seguía encendida, pero Ricky ya no estaba. Su coche tampoco estaba en la entrada. Sus platos y su ropa sucia seguían en el mismo sitio.
A medio lavar los platos, llamaron a la puerta. La abrió y apareció Bonnie, que entró como un tren de mercancías. Si no se hubiera apartado, se la habría llevado por delante.
—Niña, eso de ser la mujer más tonta de la Tierra, ¿lo haces a propósito o es de nacimiento? Dios mío, tenías a ese hombre bueno y decente que te quería y se quería casar contigo. ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo de ser feliz?
—De eso hace ya meses, Bonnie. ¿Por qué me lo dices ahora?
—Porque resulta que acabo de enterarme. Parece que se te pasó el detalle de contármelo. Igual que parece que se te ha olvidado llamar a tu madrina desde octubre. Qué casualidad. Pues tengo noticias para ti. Si no llamas a tu madrina en cuatro meses, te quedas sin madrina.
Arlene respiró hondo, decidida a no alterarse. Últimamente tenía la tensión alta. Sirvió dos tazas de café y las puso sobre la mesa de la cocina.
—Y entonces ¿por qué tengo a esta mujer en mi cocina riñéndome?
—Si no quieres que esté aquí, contigo, me marcho ahora mismo.
—Sí quiero que estés aquí, Bonnie.
Se sentó frente al café, con las manos sobre la cara. La vida le seguía exigiendo demasiado. Estaba a punto de estallar, lo notaba.
—Sólo quiero que sepas que todavía sigues siendo mi madrina.
Otra vez las ganas de llorar. Pero ahora estaba muy cansada y seguramente no haría nada por impedirlo.
Bonnie se sentó frente a ella.
—Dime si te interesan algo los consejos que pueda darte.
—Cuéntame cómo deshacer todos los errores que he cometido.
—Bueno, algo es algo. Bien. Para empezar, recoge todas sus cosas y ponías ahí afuera, en el jardín.
—Pero es que lo está intentando, de verdad, Bonnie. No bebe, y va a las reuniones. Tú ya sabes que no se cambia de la noche a la mañana.
—Mira, niña, a diferencia de ti, yo sí voy a todas las reuniones, cada día. ¿Te crees que si él fuera a las reuniones yo no lo sabría?
—Pues él dice que va.
—Y tú eres tan tonta que te lo crees. ¿Quieres saber a dónde va?
Por su manera de decirlo, sabía que tenía un as en la manga. Y Arlene no quería enterarse. Intentó responder, pero no se le ocurrió nada.
—Se pasa el día en el Stanley’s.
—¿Quién es Stanley?
—Despierta, jovencita. Stanley’s, el bar. El de Camino.
—¿Bebe?
—Con su ex mujer: Cheryl como se llame.
—Te lo estás inventando.
Los oídos le zumbaban, estaba aturdida. En aquella ciudad tan pequeña se contaban tantas mentiras… Aquélla era una más.
—¿Y tú como lo sabes? Si nunca entras en un bar.
—Loretta y yo tuvimos que ir allí para hacer una campaña. Yo no le conozco personalmente, porque nunca le he visto en las reuniones ni nada. Pero fue Loretta la que me dijo quién era. Ella no te lo quería decir. Y ahora, ¿vas a echarlo de casa?
Arlene respiró hondo e intentó aclarar sus sentimientos. Sabía que aquello era lo que tenía que hacer. Ya habían caído bastante bajo.
—Si es que es verdad…
—¿Acaso te lo diría si no fuera verdad?
—Quiero preguntárselo a la cara.
—Ah, claro, y él lo confesará todo, ¿no?
—Quiero ver qué me dice.
—¿Y si lo que él te dice no coincide con lo que te digo yo? ¿A quién vas a creer?
Arlene puso los brazos cruzados sobre la mesa y metió la cara en aquel agujero oscuro en busca de alivio. Pero no lo halló.
—No creía que fuera a hacerme esto, Bonnie.
—¿Y por qué no? ¿Es que no lo ha hecho siempre? Y ya sabes lo que yo digo…
—Sí, sí, Bonnie, que si nada cambia, nada cambia. Que si siempre haces lo mismo, siempre conseguirás lo mismo. Es de locos hacer las mismas cosas y esperar que los resultados cambien. Estoy harta de repetirme siempre las mismas frases, Bonnie. No me sirven de nada. Esta vez sí que la he cagado, ¿verdad?
Hubo un silencio. Poco después, la mano de Bonnie le acarició la espalda.
—Ahora me voy para que medites en todo eso un rato.
Arlene oyó que la puerta se cerraba. No tenía fuerzas ni para levantar la cabeza.
Aquella misma noche, Arlene estaba sentada en el sofá viendo la tele con Trevor. Estaban dando el programa Weekly News in Review, que a ella no le parecía nada del otro mundo. Sus pensamientos estaban en otra parte.
Sabía lo que le diría Ricky cuando le preguntara por Cheryl Wilcox. Le diría que ella no le había dejado otra salida, y que si quería que se quedara en casa tenía que darle algo más de lo que le daba.
Pensó que debería haberle comentado a Bonnie lo de sus relaciones sexuales. Intentar explicarle que con él ya no le gustaba. Lo hacían, claro, pero ella no sentía nada. Había algo… algo mecánico, tal vez ésa fuera la palabra.
Y Bonnie le habría dicho que, bueno, todo cambia. Pero no era un cambio; de hecho, entre ellos las cosas siempre habían sido así. La única que había cambiado era ella.
Daba igual, ahora ya nada de eso importaba.
Volvió a fijarse en el programa.
Trevor comentó:
—Este reportaje puede estar bien.
—¿Cuál? No estaba escuchando.
—El que viene ahora. Va de que la violencia callejera podría ser pronto cosa del pasado. Y sólo porque a una persona se le ocurrió una idea para cambiarlo todo.
—Lo siento, no estaba prestando atención.
—Es como lo que yo estaba intentando hacer. Pero no con las bandas. Lo mío era una sola persona cambiándolo todo.
Empezaron a pasar anuncios.
Oyó el ruido del motor del coche de Ricky en la entrada. El corazón le dio un vuelco.
Cogió el mando a distancia y apagó el televisor.
—Vete a tu habitación, cariño.
—Pero es que quería ver ese reportaje…
—Lo siento, es importante. Debo hablar a solas con tu padre.
Trevor obedeció y se fue a su cuarto.
Cuando Ricky abrió la puerta, ella se dio cuenta de que había bebido. Intentaba ocultarlo. Tal vez por eso se había dado cuenta, porque se esforzaba demasiado en que no se le notara.
—Tenemos que hablar, Ricky.
—Ahora no, cielo. Voy a darme una ducha.
—Está bien, date una ducha.
Mientras se duchaba, ella le puso todas sus cosas, que no eran muchas, en una bolsa y la metió en la furgoneta. Le dejó un par de vaqueros, una camisa y unos calcetines, que puso sobre el lavabo.
—No los necesito, cariño, me voy a meter directamente en la cama.
—Muy bien, llamaré a Cheryl y le diré que te vas para allí. Que te haga la cama.
Y la llamó.
Ricky se vistió y se fue sin decir ni una palabra, sin causar ningún problema.