GORDIE
Gordie tenía una cita con un hombre al que había «conocido» por Internet. Le encantaba Internet, lo único que no había cambiado ahora que estaba a dos mil kilómetros de su casa, de su verdadero padre, de su antigua vida. El hombre decía que se llamaba Wolf, aunque seguro que aquél no era su auténtico nombre. En la pantalla podías convertirte en lo que siempre habías querido ser, y Gordie se había convertido en Sheila. Antes de esa noche, ¿cómo podía descubrir Wolf la verdad?
Wolf sugirió que se encontraran en la avenida Pennsylvania, justo delante de la Casa Blanca. Exactamente delante de la verja de la Casa Blanca. A Gordie le pareció bien. De hecho, se preguntaba cómo no se le había ocurrido antes. La calle estaría llena de policía secreta y agentes municipales. Puede que aquella vez no le dieran una paliza. Puede que aquél fuera el único lugar seguro.
Tardó una hora en maquillarse.
Ralph, su padrastro, estaba mirando la televisión en su butaca reclinable del salón. De pie frente a la puerta de la cocina, Gordie oía perfectamente el ritmo de su respiración, casi un ronquido. Pasó de puntillas por detrás de la butaca sin mirarle, y Ralph no se despertó.
Gordie salió a la calle y aspiró profundamente el aire frío de la noche.
En el bolsillo llevaba el dinero necesario para tomar un autobús hasta allí. Lo sujetaba en la mano. No era bastante para el billete de vuelta. A lo mejor Wolf le llevaría a casa. A lo mejor sería diferente a los demás y querría que se quedara con él.
Pero a lo peor tendría que volver a pie. Debería haberse traído algo para desmaquillarse en caso de que sucediera, una crema o algo así. Pero no lo había hecho. Había preferido convencerse de que aquella noche no tendría que regresar solo a casa.
Se subió al autobús, cegado momentáneamente por el exceso de luz. El conductor le dio el billete como si tuviera una enfermedad contagiosa, cuidándose mucho de no rozarle en ningún momento. El billete se le cayó al suelo. Gordie se agachó para recogerlo y oyó una risita tras de sí. Debería haberse puesto un abrigo más largo que le cubriera los pantalones estrechos de satén, los que tenían la cremallera detrás. Muchas eran las cosas que debería haber hecho. Por ejemplo, admitir que el mundo en el que acababa de entrar era el mundo real.
Se sentó justo detrás del conductor, con los ojos fijos en el suelo mugriento del pasillo, teniendo cuidado de no mirar ni un instante los ojos de los que se reían de él. Era un truco que había aprendido en una película sobre gorilas: apartar ostensiblemente la mirada para evitar la agresión. Sólo le funcionaba la mitad de las veces. Suponía que a los gorilas les funcionaba mejor. Probablemente eran más civilizados.
Gordie caminaba sin parar arriba y abajo, a lo largo de la verja que rodeaba la Casa Blanca. Había parejas de turistas cogidos de la mano, que sostenían a sus hijos en brazos para que vieran mejor. Pasaron unos policías uniformados, le miraron, hicieron un gesto de desaprobación con la cabeza y chasquearon la lengua. Todo el mundo se creía con derecho a expresar su opinión.
El aire frío de octubre se llenaba de nubes de vapor que salían de las bocas.
Miró el reloj. Eran casi las diez.
A las diez en punto, Wolf llevaría ya dos horas de retraso. Gordie tendría que empezar a pensar que a lo mejor no vendría, o que había venido, le había visto el tópico clavel blanco que llevaba como distintivo, se había dado cuenta de que era un hombre y había vuelto a casa. O tal vez había ido a buscar a una prostituta, una mujer. Cualquier cosa antes que regresar solo a casa. Aquello era lo único que Gordie podía entender perfectamente. Después de una mínima esperanza de compañía, casi cualquier cosa habría sido mejor que tener que volver a casa solo.
Casi habría sido mejor que Wolf se hubiera presentado y le hubiera dado una paliza por ser Gordie y no Sheila. A la mañana siguiente, en el instituto, podría pasarse la lengua por un labio hinchado o por un diente roto y saber que al menos le había pasado algo y que estaba vivo. Nadie le pegaría en el instituto aquella mañana, porque los cardenales les harían ver que ya había recibido su merecido.
Volvió a consultar el reloj. Ya eran más de las diez. Tendría que volver a casa a pie.
Un policía uniformado pasó caminando por delante de él y se paró a mirarle la cara. El policía tenía un pelo negro y brillante que se le salía por debajo de la gorra. La nariz ancha. Atractivo a su manera, muy masculino, pensó Gordie. Por su expresión se notaba que le resultaba muy desagradable, pero Gordie sabía que no era de los que empleaban los puños para demostrárselo. Lo sabía. Después de tantos años, había aprendido a oler el peligro. Aunque aún no había aprendido a evitarlo. Lo veía venir. Nada más.
—Disculpe, señor.
—Sí, ¿qué quieres?
—Me he quedado aquí tirado sin dinero para coger el autobús.
—¿Es que te han robado?
—Sí.
Está bien.
—¿Y qué estás haciendo aquí, si puede saberse? Llevas más de dos horas, me he fijado en ti. ¿Haces la calle o algo así?
—No, señor, se suponía que tenía que encontrarme aquí con un amigo.
—Porque si me entero de que estás aquí ofreciendo tus servicios, te empapelo ahora mismo. ¿Cuántos años tienes, chico?
—Dieciocho.
—Sí, seguro. ¿Y a mí qué me importa que tengas o no dinero para el autobús?
En ese momento Gordie supo que aquel policía le daría dinero para el billete.
—Es que, bueno, es una caminata muy larga, y podría sufrir algún daño, ¿entiende?
El policía le inspeccionó la cara desde todos los ángulos posibles.
—Claro que podrías sufrir algún daño. ¿Por qué no te quitas todo ese maquillaje si no quieres que te hagan daño? Toma.
Y le pasó un pañuelo blanco, limpio y doblado que se sacó del bolsillo de la camisa.
Gordie lo aceptó, sumiso, y se lo pasó por la cara, con una sensación de derrota. Había sido un trabajo de maquillaje casi perfecto. Estaba deslumbrante. Ya empezaba a odiarse a sí mismo, porque sin él se sentía feo. El pañuelo inmaculado se iba tiñendo de colorete marrón y de rímel negro. Intentó no pasárselo muy fuerte por los ojos, para que con suerte le quedara algo de sombra verde.
Quiso devolverle el pañuelo al policía, pero él lo rechazó con una expresión de asco. Gordie lo dobló con la parte sucia hacia dentro y se lo guardó en el bolsillo. Se alegraba de podérselo quedar. Nadie le daba nunca nada.
—¿Mejor ahora?
—Pues la verdad, chico, no mucho. Sigues estando horrible. Mira, toma.
Se metió la mano en el bolsillo y le alargó tres billetes de un dólar.
—Vete a casa. Lávate esa cara. Y no quiero volver a verte por aquí.
—Gracias, señor —respondió Gordie, y se marchó a paso ligero, algo reconfortado.
Agarraba con fuerza el billete, arrugándolo con las uñas. Estaba cerca de la parada del autobús. Ya estás a mitad de camino a casa, no lo estropees ahora. Miró por la ventana el interior bien iluminado del bar. Parecía un lugar agradable. Tenía un carné de identidad falso. Si querían, se lo creerían.
Por lo que se veía desde fuera, no había mujeres en el bar, pero a lo mejor se equivocaba. Tal vez se tratara sólo de un grupo de buenos chicos celebrando algo sin sus esposas. Cuando lo descubriera ya sería demasiado tarde.
No tenía dinero para pagarse una copa, pero a lo mejor alguien le podía invitar. Gordie odiaba tener que irse a casa solo. Odiaba tener que volver a casa. En el lavabo podría lavarse bien la cara, y ahorrarse así una paliza de su padrastro, si es que estaba despierto y le oía llegar.
Aparecieron tres tipos en la puerta. Se acercaron a él. Dios mío, ¿en qué debía de estar pensando? Se acababa de meter en un lío.
—¿Qué coño eres tú? —gritó uno de ellos.
Gordie dio media vuelta y empezó a dirigirse a paso rápido hacia la parada del autobús. El ruido de sus propios zapatos de tacón se le clavaba en el cerebro. De hecho, durante unos instantes, no fue capaz de oír nada más.
Entonces oyó una voz tras de sí:
—Caminas con mucho salero. ¡Eh! ¿No me oyes? Te estoy hablando, tío.
—¿Estás seguro de que es un tío?
Dos voces. A lo mejor ahora ya sólo quedaban dos. Se giró un poco para ver y no, ahí seguían los tres, acercándose.
Empezó a correr.
En ese instante, unos tímidos copos de nieve empezaron a caer silenciosamente.
Sólo una fracción de segundo después notó que algo le agarraba los pies. Quedó unos instantes suspendido y se fue hacia delante. Mientras caía pensó en aquel policía que le había dado su pañuelo y los tres dólares. Si estuviera aquí en este momento, observando la escena, ¿le ayudaría? ¿Se reiría?
Se dio de lleno con la barbilla en el asfalto; notaba que el viento le pasaba por encima, Vio una especie de color que le explotaba en la cabeza, entre los ojos. Notó un cuerpo gordo de hombre montándosele encima a horcajadas. No podía respirar.
—Qué más quisieras tú, ¿eh?
Le estaba tocando el culo, como en un simulacro de estimulación anal. ¿Por qué siempre recurrían al sexo como insulto? Por suerte, Gordie se sintió un poco liberado de aquellos pensamientos y de su cuerpo; siempre entraba en un ligero estado de shock que le ayudaba a sobrevivir.
Entonces aquel enorme peso remitió y una mano le arrastró de los pelos hasta obligarle a ponerse de rodillas.
Permaneció así, tambaleándose, un instante, sin que nadie le hiciera nada. Pero le dieron una patada en la espalda que le hizo caer de nuevo hacia delante. Se sentía como si fuera un muñeco de trapo. Dio con la nariz en el asfalto. Notó en los labios el sabor de la sangre que le salía de la nariz, un sabor metálico en lo más hondo de la garganta. Ya estaba acostumbrado.
Se oyó una voz hueca, más lejana, como si proviniera del otro lado de un túnel. Tenía los oídos taponados y le silbaban.
—Mierda, tíos, si no es más que un chiquillo. Yo me vuelvo al bar.
—A lo mejor aún no sabe que es una niña. —Era la voz del tipo que se le había sentado encima.
—Déjalo en paz, Jack, venga.
Gordie se quedó inmóvil en la fría acera, haciéndose el muerto. Nadie le volvió a tocar. Le pareció escuchar sus pasos alejándose, pero también había otros. Gente que caminaba en las dos direcciones. Se dio cuenta de que ya llevaban rato pasando por su lado. Pero había estado demasiado ocupado para notarlo. Con los sentidos bien despiertos, ahora oía perfectamente el ruido de los pasos que le rodeaban.
La sangre de la nariz seguía fluyendo e intentaba recogérsela con las manos. Intentó ponerse de pie.
Del libro Los otros protagonistas del Movimiento
¿Sabes que incluso recibí amenazas de muerte después de aquello? ¿Acaso era culpa mía? Hay tanta gente que me dice que sí, que ya empiezo a dudarlo hasta yo. Que si no hubiera salido aquella noche, que si hubiera salido al día siguiente… El niño podría haber llegado al aeropuerto. Habría vuelto a su ciudad. Supongo que todos creen que debería haberme tocado a mí. Soy tan prescindible. Lo siento. No es mi intención sonar tan amargo.
Creo que si en todo esto hay alguna moraleja es que las cosas son como son, pasa lo que tiene que pasar. Yo no pude haber salido otro día y el niño no pudo irse de la ciudad aquella noche. Pero lo importante es quedarse con todo el bien que se hizo a la larga.
No es culpa mía. A la gente le gusta ponerle nombre y cara a su odio. Y la mía va muy bien con el odio. De eso ya me he dado cuenta.
Ahora todo está mejor. Los primeros meses fue bastante difícil. Pero ahora, ahora todo está mejor.
Por suerte, su madre ya había vuelto de trabajar. Por desgracia, Ralph aún estaba despierto.
Gordie se apretó el pañuelo sucio contra la nariz e intentó entrar sin que le vieran. Ojalá su madre le dejara entrar sin decir nada. Pero quería ver lo que le había pasado en la cara, y por lo tanto Ralph también le vio.
—Dios mío, cariño —le dijo su madre agarrándole del brazo.
Él intentó zafarse de sus manos, pero estaba demasiado débil y no dejaba de temblar.
—Oh, Gordie, cielo, ¿qué te ha pasado?
Le giró e intentó quitarle el pañuelo de la cara. Su única máscara.
—Nada, mamá, me he caído, eso es todo.
De pronto ya no estaba a su lado, su nuevo marido la había arrancado de allí. Ralph le inspeccionaba la cara mientras le sujetaba por las muñecas para que no se escapara. De repente, pensó que añoraba la compañía de los tres tipos del bar. En comparación, aquello le parecía más seguro. Al menos no vivían bajo el mismo techo.
—¿Qué coño te ha pasado en la cara?
Notaba el dorso de la mano de Ralph que le apretaba, muy fuerte. Oyó gritar a su madre. Gordie se desplomó y se dejó caer al suelo, apoyándose con los pies y las manos, intentando mantener la cabeza baja. Más no. Esta noche no. Por favor, más no esta noche. Se tocó una muela suelta con la lengua.
—¡Levántate! ¿Me oyes?
Fue un rugido, un grito ensordecedor, como un fuego que avanza por el bosque sin control. No se levantó.
Por el rabillo del ojo vio que su madre sujetaba a Ralph desde atrás, le agarraba del cuello. Se estaban gritando, sin embargo Gordie no entendía lo que decían. Ralph se la sacudió de encima y se fue de nuevo hacia él. Pero ya había visto que tenía una salida y la aprovechó. Dio un salto desde la posición en que se encontraba y salió corriendo.
Logró encerrarse en su habitación antes de que Ralph pudiera atraparle.
Con los golpes que daba al aporrear la puerta, ésta crujía. Gordie colocó una silla apoyada en el picaporte. Le temblaban las manos, y el temblor se le extendía hasta las entrañas. Un segundo golpe. La madera cedió un poco, pero la puerta aguantó. Después, un relativo silencio.
Gordie oía perfectamente la voz de su madre, su reconfortante y continua letanía, aunque no entendía todas las palabras. Le decía a Ralph algo así como que tenía que respirar hondo y que ella le iba a preparar una copa.
Sus pasos se alejaron escaleras abajo.
Gordie se lavó la cara en el lavabo del baño. El alivio del agua tibia, la punzada del jabón, los restos de sangre y maquillaje escurriéndose por el desagüe.
Luego se tendió en la cama, preguntándose cuál sería el aspecto de Wolf. Ojalá tuviera una aspirina a mano, pero estaban en la cocina.
Un rato después llamaron a su puerta. Eran unos golpecitos muy suaves, y supo que era su madre. Se levantó, dolorido, y descorrió el cerrojo. Volvió a acostarse.
—Ciérrala otra vez, mamá.
—Está dormido, cielo.
—Borracho, querrás decir.
Su madre no respondió. Se sentó en el borde de la cama y le dio tres aspirinas y medio vaso de agua. Gordie se las tomó. Ella le entregó una bolsa con hielo para que se la pusiera en la cara. Él hubiera querido cubrirse todo el cuerpo con hielo para aplacar el dolor. La cabeza le iba a estallar. Tenía la barbilla y la nariz hinchadas. Las mandíbulas y las muelas le dolían. Se puso la bolsa sobre la nariz y los ojos. El mundo le desapareció de vista.
—No es un mal hombre, cariño. Pero no lo soporta. Lávate la cara antes de volver, cámbiate de ropa, no se lo restriegues por la cara, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, mamá. Lo haré.
—No es un mal hombre.
—Mamá, quiero meterme en la cama. Hoy no quiero hablar. Sólo quiero dormir un poco.
La oyó salir de la habitación y cerrar la puerta con cuidado.
Se despertó al cabo de unas horas. Había tenido una pesadilla. El hielo se había derretido y le empapaba las sábanas y la almohada. No consiguió conciliar de nuevo el sueño, le dolía demasiado todo el cuerpo. Había soñado con el policía que le había dado el pañuelo. En su sueño, no le ayudaba; se reía de él.