REUBEN
Arlene había preparado unas fajitas de pollo, el plato favorito de Trevor, con la intención de celebrar aquella ocasión tan especial. Reuben comió demasiadas, igual que la primera noche que había cenado allí. Ahora, la casa le resultaba más acogedora. De vez en cuando miraba a Arlene de reojo, esperando una señal.
Llevaba un peinado diferente y un anillo en la mano izquierda, pero si Trevor se había dado cuenta, no había hecho ningún comentario. Reuben suponía que no se había dado cuenta, porque no era propio de Trevor dejar de comentar las cosas.
—¿Quieres que recoja la mesa, mamá? —dijo Trevor finalmente, rompiendo el silencio.
—Ahora, cariño, Reuben y yo tenemos algo que decirte.
—Bueno, ¿qué?
—Creo que a Reuben le gustaría decírtelo.
—Bueno, ¿qué?
—Trevor, tu madre y yo hemos tomado una decisión importante. Es algo que también te afecta a ti.
—Bien, ¿y qué es?
—Hemos decidido… prometernos.
—¿Prometeros? ¿Es como casarse?
—Exacto.
Reuben miró a Arlene, que seguía agarrando el tenedor con fuerza y tenía los ojos cerrados, como si aquellas palabras pudieran hacerle daño.
—¡Bien! —gritó Trevor, y Arlene abrió los ojos—. ¡Sí! ¡Lo sabía! ¡Ya te lo dije! ¡Fabuloso!
Se levantó de la silla e inició una especie de danza de la victoria por toda la sala. Arlene comentó que bailaba igual que Deion Sanders.
—¿Quién es Deion Sanders? —preguntó Reuben.
Arlene y Trevor se lo quedaron mirando boquiabiertos.
—¿Que quién es Deion Sanders? —preguntó Trevor incrédulo—. Supongo que lo dices en broma.
Arlene se levantó para recoger la mesa, claramente más relajada ahora que el momento tenso ya había pasado.
—Trevor, cariño, no a todo el mundo le gusta el fútbol americano.
—Da igual, pero no conocer a Deion Sanders…
Volvió a sentarse, con los codos en la mesa.
—¿Y nunca ves ningún partido, Reuben? Eh, se me acaba de ocurrir algo. ¿Puedo llamarte papá? Supongo que debo llamarte papá, ¿no?
Reuben sintió un calor que le crecía bajo las costillas, en un lugar donde hasta entonces sólo había habido dolor.
—A mí me parece bien, si tú quieres, y si a tu madre le parece bien.
Arlene alzó la vista y asintió.
—Bueno, y este Deion Sanders, ¿juega en el San Francisco?
Trevor puso cara de resignación:
—Chico, ya veo que vamos a tener que trabajar duro contigo.
—Creía que Trevor era del San Francisco —le dijo a Arlene cuando ella volvió de acompañar a su hijo a la cama.
Arlene se metió entre las sábanas, volviendo a encender de nuevo aquel calor en él. No era sexo, aunque podía llegar a serlo fácilmente. Era sentirse a gusto, algo que sólo a medias le resultaba familiar.
—Y lo es. Pero Deion Sanders juega en el Atlanta. Y por eso también le gusta un poco el Atlanta. Cuando juega contra el San Francisco, se pone nerviosísimo. No puede ni mirar el partido.
—Te quiero, Arlene.
Aquellas palabras parecían reverberar en una habitación que de pronto parecía vacía.
—Vamos a ser una gran familia —dijo ella tras una pausa—. Él también te quiere.
A Reuben se le ocurrió entonces pensar algo que no se le había ocurrido antes. Era un pensamiento dulce, pero a la vez le dolía un poco. Nunca se había dado cuenta de todo lo que se había perdido al cerrarse tanto a los demás; nunca se había permitido pensarlo.
—Voy a ir a darle un beso de buenas noches.
—Sí, creo que le gustaría.
Sí, y a mí también.
De barbilla para abajo, Trevor estaba tapado con un edredón de las Tortugas Ninja. La luz que llegaba de la calle le iluminaba un poco la parte izquierda del rostro.
—Hola —dijo Reuben, sentándose en el borde de la cama.
—Hola —respondió Trevor, y a continuación añadió—: Papá.
Una sonrisa le iluminó el rostro, y exclamó:
—¿A que suena bien?
A Reuben se le contagió la sonrisa.
—Sí, muy bien.
Se quedaron sentados en silencio un rato.
—Si quieres, podemos ver juntos algunos partidos.
—De acuerdo.
—Te lo advierto, no tengo ni la más mínima idea de fútbol americano.
—Yo te puedo enseñar. ¿Sabes?, esto significa que, después de todo, algo de mi proyecto sí ha salido bien.
—Yo también he pensado en ello. En seguir la Cadena, quiero decir. Me pregunto cómo voy a hacerlo. ¿Cómo se hace, Trevor?
—¿Que cómo se hace? No se trata de cómo. Se hace y ya está.
—Pero ¿cómo se te ocurre qué favores hacerle a la gente? Me temo que no tengo tu imaginación.
—No se necesita imaginación. Miras un poco a tu alrededor…, hasta que ves a alguien que necesita algo.
—Eso parece fácil.
Todo el mundo necesita algo. ¿Adónde tendrías que mirar?
—Es que es fácil.
«Si eres un niño», pensó Reuben.
—Buenas noches, Trevor.
—Buenas noches, papá. ¿Mamá está contenta?
—Creo que sí. Creo que los dos estamos contentos.
Del libro Hablan los que conocieron a Trevor
De hecho, creo que ella estaba muerta de miedo. Pero eso le pasa a todo el mundo en esos momentos, cuando hay que tomar una decisión tan importante. Yo también estaba muerto de miedo, pero dispuesto a pasar por lo que hiciera falta. Pero para ella, además… las cosas eran más complicadas… Bueno, su nombre salió en la conversación varias veces. A mí me parecía normal. Pero seguía confiando en que las cosas saldrían bien.
Hasta aquel día.
19 de octubre de 1992. Es una de esas fechas que no se olvidan. Bueno, no se olvida nada de un día como aquél. Te acuerdas hasta de los anuncios que pasaban por la tele. Te acuerdas de lo que estabas pensando un segundo antes, cuando aún todo iba bien. Es un poco fuerte decirlo así, pero tu vida se divide en antes y después de ese momento, y todos los recuerdos se ubican fácilmente a un lado o al otro de esa línea divisoria. Es algo así como decir antes de Cristo o después de Cristo. Supongo que da la sensación de que pierdo mucho tiempo sintiendo lástima de mí mismo. No quiero mentir; aún no lo he superado del todo. En algunas cosas, sí, pero no del todo. Supongo que soy demasiado sensible. Puede que las heridas de los demás se curen en un tiempo más corto.
No, lo retiro, no es verdad.