Capítulo 17

ARLENE

Loretta revolvía el café con la cucharilla haciendo un ruido que ponía a Arlene los nervios de punta. La cafetera de Loretta se había estropeado otra vez y, como no le gustaba el café instantáneo, había decidido pasarse por casa de Arlene aquella mañana. A Arlene, la cafetera nunca se le estropeaba, así que llegó a la conclusión de que su amiga no debía saber usarla.

Arlene decidió que cuando llevara dos años sin beber, como Loretta, no se tomaría veintidós tazas de café al día. Luego, dándose cuenta de lo optimista que sonaba eso, se corrigió a sí misma: si llegaba a los dos años sin beber.

No era tan fácil como parecía.

En condiciones normales, le gustaba que Loretta viniera a verla, cuanto más a menudo mejor, pero aquella última semana no había estado de humor, hasta el punto de que no había llamado a su madrina ningún día, detalle que no le había pasado por alto a Bonnie.

La voz de Loretta rompió el silencio:

—Ya no hablas mucho de él.

—¿De quién?

—¿Cómo que de quién? De aquel tipo que te tenía tan trastornada.

—¡Oh!

Por un instante había pensado que Loretta se estaba refiriendo a Ricky, y aquel pensamiento no sabía explicarlo y prefirió no mencionarlo.

—Supongo que he estado evitándolo.

—No salió bien, ¿verdad?

—¿El qué?

—Ya sabes, cuando pasaste la noche con él.

—Al contrario. Fue muy bien.

—Sí, seguro.

—En serio, fue muy bien.

—¿Y tiene más cicatrices cuando se quita la ropa? Quiero decir que si le tocas cicatrices todo el rato cuando lo acaricias.

Arlene se pasó los dedos por el pelo y sintió deseos de fumar. O de que hubiera alguna botella en casa para poder olvidarse de todo aquello. Sí, tenía más cicatrices cuando se quitó la ropa. En el costado izquierdo, y luego estaba el brazo, tan raro. Pero no se había dado cuenta hasta la mañana siguiente, y no le había importado demasiado.

—No, Loretta, no tiene.

—¿No tiene cicatrices en…?

—¿Dónde?

—Ahí abajo.

—No.

Arlene se levantó y se dirigió a la cocina. Aquella charla se estaba volviendo demasiado íntima, y no tardaría mucho en decir las cosas que ni siquiera se atrevía a confesarse a sí misma. Al acercarse a la cafetera, se dio cuenta de que tenía la taza llena, y no se le ocurría ningún otro motivo para quedarse allí.

—Ahí abajo tenía lo que esperaba encontrar, sólo que más.

—Bueno, ¿y cuál es el problema?

—Ojalá lo supiera.

Volvió a sentarse. Apoyó la cabeza en las manos. Aquello no podía esperar más.

—La última vez que nos vimos no quiso quedarse a dormir. Estaba un poco raro. Ya sabes cómo actúa la gente.

—No. Pensaba que había gente muy diferente que actuaba de manera diferente.

—Quiero decir que a veces la gente actúa de un modo extraño cuando tiene algo que decir. ¿A ti no te pasa nunca? Practicas delante del espejo lo que tienes que decir, y luego, cuando ves a la persona, no te sale. Como si todos te estuvieran escuchando. No dejaba de pensar que el camarero nos estaba escuchando.

—Bueno, y entonces, ¿qué te dijo?

—No me lo dijo. Pero yo lo sabía igualmente. Que quería terminar conmigo. Se notaba.

—Eso no lo sabrás hasta que se lo preguntes.

—Ya lo sé sin preguntárselo.

—Deberías hacerlo de todas maneras.

—Si se lo pregunto, a lo peor me lo dice.

Veía a Trevor por la ventana, subido al tejado del garaje con su amigo Joe. Nunca le decía que no lo hiciera, pero debía de saber perfectamente que no le hacía ninguna gracia. Cuando asomó la cabeza por la ventana de la cocina, él saltó al ciruelo y la saludó con la mano.

—Bueno, tendrás que hablar con él tarde o temprano.

—Había pensado que a lo mejor podía ir a verle a su casa con Trevor.

Aquello había salido sorprendentemente bien la primera vez, pero le pareció que si se lo contaba estarían horas hablando, así que no lo intentó.

—Bueno, así que ahora lo que te preocupa es que quiera terminar contigo.

—¿Y qué tiene eso de raro?

—La última vez que hablamos del tema me dijiste que era sólo un apaño de cama hasta que volviera Ricky.

Arlene balanceó un poco la silla y miró a Loretta con la mirada que reservaba a los inmaduros, los maleducados y los tontos.

—Ricky no va a volver. ¿Es que no lo sabes, Loretta?

Loretta arqueó las cejas.

—¿Que no lo sé? ¿Que no lo sé? Cariño, la única persona en la Tierra que parecía no saberlo eras tú.

Arlene suspiró y tiró por el desagüe del fregadero lo que le quedaba del café.

—Bueno, pues ya me he enterado —dijo.

Cuando Trevor apareció por la puerta de la cocina, Arlene le indicó a Loretta que se fuera. Se lo dijo por señas, en un lenguaje que sólo entienden las personas que se conocen desde hace muchos años.

—Es que me apetece otro café, Arlene.

Arlene desenchufó la cafetera eléctrica y la levantó del mostrador de la cocina. Aún había para tres tazas más.

—Tómala —le dijo mientras le pasaba el aparato.

—Bueno, yo no tengo la culpa. —Pero de todas maneras no dudó en llevársela.

—Hola, mamá. ¿Por qué le has dado la cafetera a Loretta?

—Oh, por nada. Una cosa. ¿Ves alguna vez al señor St. Clair ahora que estás de vacaciones?

—Sí, mamá, todos los días.

—¿Y dónde le ves?

—Voy a su casa.

—Oh. Bueno, deberíamos ir juntos algún día.

—Está bien. ¿Ahora?

—Bueno, ahora quizá no.

—¿Por qué no?

—No le he llamado ni nada.

—Yo nunca le llamo. Me voy hasta allí en bici.

—Pero es diferente, cariño.

—¿Por qué es diferente?

—Bueno, dame un minuto para pensarlo.

Mientras se dirigían a casa de Reuben en el coche, que por cierto había estado haciendo unos ruidos muy raros últimamente, volvió a preguntarle:

—Cuando vas a su casa y hablas con él…, ¿te pregunta alguna vez por mí?

—Sí.

—¿Cuántas veces?

—Cada vez.

—¿En serio?

—En serio.

—¿Y qué te pregunta?

—Bueno, siempre me pregunta cómo estás, y yo le digo que estás muy bien, y luego me dice: ¿Pregunta tu madre alguna vez por mí? —Hubo un largo silencio—. Si te pidiera que te casaras con él, ¿lo harías?

—No me lo va a pedir.

—Pero ¿si lo hiciera?

—No lo hará. ¿Podemos cambiar de tema?

Tenían que cambiar de tema de todas formas, porque ya estaban llegando.

Cuando abrió la puerta, Trevor corrió hacia dentro como si estuviera en su casa.

—Hola, Reuben —le dijo al pasar.

Llevaba ropa de deporte por casa e iba sin afeitar, lo que le daba un aspecto extraño, porque la barba sólo le crecía de un lado. Y parecía triste. No es que todo aquello le importara, porque estaba demasiado concentrada dándose cuenta de lo mucho que le había echado de menos. Era una sensación pesada, grande, casi más de lo que podía soportar.

—Perdona por no haberte avisado antes de pasar, pero…

Pero ¿qué Arlene? ¿Cómo piensas terminar la frase? Pero no quería darte la oportunidad de decirme que no viniera. Ni te molestes.

O peor aún, no quería oírle pronunciar su nombre de aquella manera, de la manera que la gente emplea cuando tiene que decir algo que sabe que va a ser doloroso.

—No importa, pasa.

Entró y se sintió algo incómoda, porque sabía que Trevor les observaba y no estaba segura de qué decir. No sería como la última vez, cuando ellos iban desempaquetando las cosas y Trevor estaba metido en su mundo. Ahora no iba a poder hablar de verdad. Pero le quedaba el consuelo de pensar que él tampoco podría decirle lo que pensaba.

—Trevor, ¿desde cuándo llamas al señor St. Clair por su nombre? Yo no te he educado así.

—Él me dijo que podía. Sólo en verano. Cuando vuelva a clase tendré que llamarlo otra vez por el apellido.

—Es verdad, yo le di permiso.

—Oh, está bien.

Arlene sabía que tenía que decir algo más, pero no se le ocurría nada. Se sentó en el sofá y él le trajo un ginger ale. El silencio era tan inmenso que no cabía en la casa.

Trevor dijo:

—¿Dónde está Miss Liza?

—Hace rato que no la veo. Creo que está en el jardín de atrás, cazando pájaros.

—Voy a ver si la encuentro —y salió disparado, dejando a Arlene la posibilidad de hablar, cosa que ya no quería hacer.

—Arlene, yo…

Ella se apresuró a hablar primero, antes de que él le dijera lo que estaba segura de que iba a decirle si no iba con cuidado.

—Te he echado mucho de menos.

—¿En serio? —Parecía sorprendido.

—Sí. Por pequeñas cosas. Me había acostumbrado a tenerte a mi lado.

—¿Qué pequeñas cosas?

—Bueno, ya sabes… —pero ella sabía que él no tenía ni idea—. Esos mensajes graciosos que me dejabas en el contestador automático. No recuerdo exactamente qué decían, pero eran graciosos. Son esas cosas las que más echo de menos.

—Perdona que no te haya llamado. Es que he tenido tantas cosas en la cabeza…

—Sí, yo también.

Sí, eso es lo que dicen todos.

Le acarició la mejilla derecha, la que estaba sin afeitar. Sabía que se estaba engañando, pero no le importaba. Casi estaba dispuesta a suplicarle. A la gente eso siempre le parecía algo horrible, pero en el fondo ella suponía que todo el mundo lo hacía. Las canciones estaban llenas de súplicas: «Por ti me pondría de rodillas. Te lo suplico, por favor. No me dejes solo».

Estaba a punto de decirle que lo que más echaba de menos era el sexo. Bueno, no el sexo mismo, aunque también, sino la incipiente intimidad que lo acompañaba. Estaba a punto de decirle que no se veía capaz de tener que renunciar a aquello de nuevo, tan pronto. Aunque si hubiera sido más tarde las cosas no habrían sido mejores.

Pero antes de poder decírselo, Trevor entró con la gata encima de su hombro.

Se quedaron cerca de una hora, durante la cual Arlene no dejó de maravillarse por la facilidad con que Trevor y Reuben se comunicaban. Les observaba atentamente, como si al contemplarlos pudiera aprender algo.

Al día siguiente, Reuben la llamó y la invitó a cenar a su casa. Dijo que ya estaba instalado del todo y que se sentía preparado para cocinar.

—Esperaba que me saliera el contestador automático. Iba a dejarte un mensaje gracioso.

—¿Quieres que cuelgue y me vuelves a llamar?

—No, no hace falta, intentaré ser gracioso cuando te vea esta noche.

Y entonces ella se dio cuenta de que nunca hasta ese momento había sido gracioso con ella. No cuando estaban juntos. Sólo cuando dejaba mensajes.

—Reuben.

—¿Sí?

Ella misma odiaba aquella manera que tenía a veces de decir su nombre, con aquel tono grave, horrible, que la gente empleaba antes de dar una mala noticia. Odiaba escucharlo en su propia voz. A nadie le gusta oír que le llaman con ese tono.

—La última vez que salimos…

—¿Sí?

—Ya sé lo que vas a decirme.

—¿Ah, sí?

—Sí, pero no lo digas, por favor. No lo digas.

—De acuerdo, no lo diré.

No sabía si la voz de Reuben sonaba aliviada o dolida.

—¿No lo dirás?

—No, si tú no quieres.

«Vaya —pensó mientras colgaba—. Nunca hubiera pensado que iba a ser tan fácil».

Era la primera vez que estaba en la cama de Reuben, que era enorme y muy cómoda. Las sábanas olían a limpio y estaban recién estrenadas. Estaba tendida de lado, le pasaba los dedos por el vello del pecho, luego descendía hasta las costillas y le acariciaba las cicatrices, como si formaran un mapa topográfico, para recordarse a sí misma dónde estaba. Le gustaba encontrárselas ahí, porque si no hubieran existido, aquél no sería Reuben.

No estaba segura de si estaba dormido. Se dejó llevar por la sensación de que, de alguna manera, lo estaba viendo todo desde arriba. No tanto físicamente, sino más con un sentido de la perspectiva. Había estado tan convencida de que todo había terminado… Pero si hubiera podido distanciarse un poco, contemplar las cosas desde un poco más arriba, tal vez habría podido ver lo que ahora estaba sucediendo. Se preguntaba si se acordaría de eso la próxima vez que algo, a primera vista, pareciera ir mal. Sabía que seguramente no se acordaría. Sabía que la gente siempre pasaba por alto esas cosas.

Susurraba muy bajito, con la esperanza de hacerle entender lo que pensaba sin despertarle, sin que se enterara.

—Estoy tan contenta de que no hayas roto conmigo…

Reuben abrió el ojo y tragó saliva, como si hubiera estado medio dormido.

—¿Romper contigo?

—Sí, pero no hablemos de eso ahora.

—Nunca pensé en romper contigo.

—¿No?

Se incorporó un poco y apoyó el codo en la cama para mirarlo más de cerca, como si aquello fuera a facilitarle la comprensión.

—Bueno, ¿y entonces qué es lo que pensabas decirme aquella noche?

—¿Pensabas que era eso lo que iba a decirte la última vez que nos vimos?

—Sí. ¿No era eso?

—¿Y era eso lo que hoy me pediste por teléfono que no te dijera?

—Sí. ¿Y qué era, entonces?

Vio cómo su pecho se ensanchaba con la respiración. Como otras veces los hombres le habían pedido cosas bastante raras, cosas que normalmente chocaban con su concepto de la moral, aquella espera no le gustaba nada.

—No tiene importancia. No te habría gustado.

—Puede que no. Pero sabes muy bien que ahora tienes que decírmelo.

—No te rías, ¿de acuerdo? Te iba a pedir que te casaras conmigo.

A Arlene se le tensó toda la garganta. Aunque hubiera sabido qué decirle, seguramente no habría podido pronunciar palabra. Él resistió aquel silencio con una notable entereza.

—No enseguida, claro. Pensé que podríamos prometernos. Tanto tiempo como hiciera falta, hasta que nos conociéramos mejor. Ir paso a paso. Pensé que sería mejor para Trevor que fuera el prometido de su madre, en vez de ser el tipo que a veces se queda a dormir. Y mejor para ti. Pero no en ese orden. Primero pensé en ti. Pensé que te sentirías mejor llevando un anillo de compromiso. Aunque de momento no fijáramos la fecha de la boda. Era como un símbolo de mis intenciones. Que son sinceras y buenas. ¿Piensas quedarte callada para siempre?

—¿Compraste un anillo?

Aquello era algo. Por lo menos.

—Me temo que sí.

—¿Y dónde está ahora ese anillo exactamente?

—En el cajón de mi mesita de noche.

Arlene se giró y se quedó acostada boca arriba, mirando el techo. Quería preguntarle en qué cajón, pero no lo hizo.

—Piénsatelo. No hace falta que me digas nada ahora. Sólo piénsatelo.

Ella le dijo que lo haría. Lo que no le dijo fue que no pensaría en nada más, que se pasaría la noche en vela pensándoselo.