SIDNEY G.
Por si acaso, aceleró un poco el paso. Sabía que le seguían, se lo decía su sexto sentido. Lo sabía. Nada más salir del bar supo que iban a seguirle. La cerveza se le había subido a la cabeza, caminaba despacio y perdía el equilibrio; tenía que poner todo su empeño para corregir el paso.
De todas maneras, giró al llegar al callejón. No sería él si no lo hubiera hecho, y eso era algo que no estaba dispuesto a permitir. Sidney G., genio y figura hasta la sepultura, sólo que aquello no era la sepultura. Para eso haría falta un ejército mayor. Además, sentía el frío del acero en su costado. Así que estaban empatados.
—¡Eh, tú!
La voz áspera que sonó detrás de él le resultaba conocida. Era una voz que había tenido delante hacía un rato.
Bueno, ella estaba sola, sentada en el bar. ¿Cómo iba a saber él que estaba acompañada? Y si hubiera salido bien, ¿por qué habría tenido que importarle?
Pero aquélla era una ciudad provinciana, nada que ver con el mundo real, y aquel tipo ignorante y corpulento iba acompañado de otros como él, su equipo. Aquellos imbéciles creían que la cosa iba a decidirse a puñetazos.
—Estoy hablando contigo, imbécil.
Sidney G. se detuvo, se tambaleó un poco y se volvió. Eran cuatro y estaban a la entrada del callejón, iluminados por la luz de la farola, con el vapor saliendo de sus bocas en esa noche fría y húmeda. En el aire todavía flotaba el olor de la lluvia que había caído durante el día.
Empezaron a avanzar, encabezados por el novio ultrajado, al que seguían los otros tres, sonriendo desafiantes.
Ya te tengo, niñato de ciudad.
Eso es lo que tú te crees.
—Bueno, grandullón, dime otra vez eso que dijiste de mi madre.
Sidney G. sonrió. Respiró hondo y la barriga se le expandió hasta aplastarse contra el cinto que rodeaba el frío metal.
—Bueno, tío, no lo decía en serio. En realidad no me la tiré.
Los cuatro tipos sonrieron, jactándose de su supuesto poder.
Ahora te tenemos, niñato.
Eso es lo que os creéis.
—Quiero decir, ¿tirarme a una tía tan fea? Me lo suplicó de rodillas, pero no le hice ni caso.
Sidney sonrió y se sacó la pistola de debajo del abrigo. Estaba borracho, muy borracho. Lo suficiente como para cometer un error. Un error tonto, como girarse en un callejón para encararse a cuatro tipos sin pensar en que podía haber alguien detrás de él.
Cuando intentó pensar en eso, ya era demasiado tarde.
Una mano poderosa le agarró la muñeca derecha por detrás, y otra le dobló el antebrazo. Víctima de su propia lentitud de reflejos, Sidney G. cayó de rodillas y notó un fuerte dolor en el codo al doblarse. Creyó que iba a vomitar del daño que le hacía. Por suerte estaba borracho; por la mañana sí que le iba a doler. Si es que llegaba a la mañana.
Ahí estaba, encogido por el dolor, con la pistola brillando en la oscuridad, fuera de su alcance. Sentía cómo una bota le golpeaba el estómago, levantándolo un poco del suelo con cada patada. Pero él no gritaba, no pedía perdón, no suplicaba clemencia. Sólo escupía en las botas de aquel tipo. Sidney G., genio y figura… Y ahora sí parecía que finalmente había llegado la hora de su sepultura.
Cuando lo oyó por primera vez, estaba demasiado borracho y demasiado aturdido para saber qué era. Parecía como un zumbido de abeja en su oído. Pero las piernas se giraron, todas aquellas piernas a través de las cuales había estado mirando. Levantó un poco la cabeza y lo vio, como un espejismo, enmarcado en medio de la noche por todas aquellas piernas. Era casi un niño, montado en aquella moto, dando gas como si creyera que llevaba una Harley entre las piernas.
El chico soltó el embrague, la moto dio un brinco y casi se le levantó la rueda delantera. Empezó a avanzar por el callejón. De pronto, todas aquellas piernas desaparecieron de su vista.
Dios mío, Sidney, la caballería.
El muchacho se detuvo al lado de Sidney G. y le tendió la mano. Él se la agarró y por poco lo tira de la moto, como cuando alguien que está a punto de ahogarse arrastra hacia abajo a su salvador.
El chico se soltó un momento para poner la primera marcha en la moto. Luego, apretando con fuerza la mano izquierda de Sidney, arrancó despacio y consiguió levantarlo del suelo. Sidney intentó montarse en la moto, pero estaba tan borracho que no lo consiguió. Volvió a caer al suelo y empezó a arrastrarse. El muchacho se puso fuera del alcance de sus perseguidores, dejando a Sidney G. ahí caído. Pero Sidney no se ofendió: había cosas peores esperando en el callejón.
Luego el chico pisó el freno, la moto derrapó y él por poco se cae. Con su ayuda, esta vez Sidney consiguió montarse como pudo en el asiento y se agarró con la mano izquierda a su chaqueta, bajando el brazo derecho, el que le habían torcido.
Se quedaron así, sentados, durante un segundo interminable, escuchando el petardeo del motor, dándose cuenta de que aquellos cinco tipos se habían situado a ambos extremos del callejón, bloqueando las dos salidas. Tres a un lado y dos a otro. No había escapatoria.
—Aguanta —dijo el chico.
Mierda, lo intentaré.
El muchacho arrancó y empezó a maniobrar la moto, cosa difícil en un espacio tan pequeño, haciendo equilibrios con el cuerpo y las manos para no caerse. Se dirigían al extremo del callejón en el que sólo había dos tipos.
Aceleró más y se fue directo hacia ellos.
Sidney se preguntaba cuánto tardarían en darse cuenta de que había un arma en el suelo.
Uno de los dos tipos agarró al chico por la manga y tiró de él, intentando hacer caer la moto. «Pégale en el ojo», pensó Sidney, pero sólo tenía una mano en condiciones y la necesitaba para agarrarse a su «cruzado». La moto se ladeó hacia la izquierda. Sidney G. puso el pie en el suelo, igual que el muchacho, luchando desesperadamente contra el peso de la moto y su peligrosa inclinación.
No funciona, nos caemos.
Pero Sidney había conducido motos más grandes que aquélla. Aquélla no pesaba tanto. Empujaron los dos y consiguieron ponerla medio recta. El chico dio gas y la moto avanzó, liberándolo de la mano que le agarraba la manga.
Salieron del callejón, giraron a la derecha y se dirigieron hacia la autopista. Sidney oyó un ruido tras él, el disparo de un arma que sabía que era la suya. Pero no sintió ningún impacto, ningún dolor, aparte del que le producía tener que desprenderse de su pistola; la echaría de menos.
—¿Se puede saber qué he hecho yo por ti para que me hayas ayudado? —le gritó al oído, pero el viento y el ruido del motor ahogaron sus palabras.
Una oleada de dolor le invadió todo el cuerpo. Se metieron en la autopista. Sidney G. a duras penas tenía fuerzas para agarrarse al chico. Intentaba como podía no desmayarse.
Se debatía entre la consciencia y la inconsciencia. El dolor estaba ahí, esperándole pacientemente. Ya se enfrentaría a él más tarde. Siempre lo hacía.
Había algo limpio y victorioso en el hecho de despertarse sintiéndose tan mal. Significaba que aún estaba vivo, que había vuelto a sobrevivir.
Abrió los ojos.
El techo le daba vueltas sobre la cabeza. Se miró el brazo derecho, que era lo que más le dolía. No había duda de que estaba roto a la altura del codo. Lo tenía muy hinchado y apuntaba en una dirección que no era normal.
Sacó el pastillero del bolsillo de su chaqueta con la mano izquierda y lo vació en su regazo. Encontró dos analgésicos y se los tragó sin agua.
Luego se quedó un rato tumbado con los ojos cerrados, intentando hacer un recuento de los daños. Tenía las rodillas amoratadas y magulladas, pero no quería mirárselas. Aún no. No hasta que las pastillas empezaran a hacer efecto. Y notaba algo en el abdomen que bien podrían ser una o dos costillas rotas. No quería ni podía respirar hondo.
Se quedó medio dormido varios minutos, y entonces un gran alivio le recorrió todo el cuerpo. El dolor remitía por momentos, se alejaba hacia un fondo casi imperceptible.
Intentó ponerse de pie. El dolor todavía estaba allí, pero era como si fuera de otro. Puso los pies en el suelo y se incorporó con una sensación de náusea. Miró a su alrededor y vio que se encontraba en un pequeño apartamento sin apenas muebles. No había nadie. Se acercó a la ventana abierta, esperando que el aire fresco le fuera bien.
Encontró al chico de la moto fuera, sentado en el tejado. Era delgado y estaba muy pálido. No tendría más de veinte años. No era en absoluto el tipo de persona con la que Sidney G. se relacionaría.
—Hola —dijo el chico.
—Hola —respondió Sidney G., e hizo una respiración profunda, ahora sí, aceptando conscientemente que estaba vivo y bastante colocado con los analgésicos como para alegrarse de ello—. Tú debes de ser el que me sacó de ahí ayer por la noche.
—Sí. Te quería llevar al hospital, pero te desmayaste. Casi no podía aguantarte en la moto. Tuve que seguir conduciendo cogiéndote la mano por detrás del hombro. No podía usar el embrague. Tuve que venir todo el rato en segunda. No me atreví a ir más lejos.
Sidney pensó que la vida era muy buena con él. Porque en su situación lo menos adecuado hubiera sido que le llevaran a un hospital. Empiezas en el hospital y acabas en la cárcel. No estaría en aquel pueblo de mala muerte si hubiera conseguido que archivaran sus antecedentes. Aquel chico estúpido no lo había pensado, pero de todas formas la cosa había acabado bien. Volvería a Los Angeles e iría a ver a aquel médico que sabía guardar un secreto. Y luego se iría otra vez de la ciudad sin que nadie se enterara.
—¿Sabes, chico? Menos mal que no eres como yo. Menos mal para mí, quiero decir. Yo me habría quedado allí sentado en el callejón, riéndome, suponiendo que aquel hijo de puta se lo merecía.
El muchacho levantó la vista para mirar a Sidney. Tenía una expresión fría, oscura. No tenía sentido del humor. Ni estilo. Un buen corte de pelo, pero nada más.
—Tienes una manera curiosa de dar las gracias.
Sidney G. se sentó en el alféizar de la ventana. Él no daba las gracias, no a menos que le diera la gana. Y por supuesto no las daba cuando alguien se lo pedía. Miró a través de los árboles, a la calle, y vio la moto del chico aparcada. Se alegró de verla. Igual que la noche anterior.
—Está bien tu moto. ¿Has conducido alguna vez una de verdad?
Sidney G. se sacó un cigarrillo de la chaqueta. Intentó encenderlo con la mano izquierda. El chico agarró el cigarrillo y el mechero y los tiró a la calle.
—¡Eh! ¿Qué haces, tío?
—En mi casa, no.
—Sí, tienes una casa preciosa. Todo un palacio.
—Vete a la mierda.
—¿Cómo dices?
—Ya me has oído. Que te vayas a la mierda.
El chico entró por la ventana. Sidney dio unos pasos atrás, aturdido por las pastillas. ¿Cómo era posible que hubiera retrocedido? Nunca lo hacía, ni cuando estaba en peligro de muerte. Pero era aquel brazo. No quería que se lo tocaran, que se lo rozaran siquiera, y además no podía pensar con claridad. Así, acabó con la espalda contra una de las paredes del apartamento y con aquel niñato gilipollas hablándole a dos centímetros de la cara.
—¡Ésa es una moto de verdad!, y por suerte para ti es pequeña, porque si no ahora los dos estaríamos muertos. Aquel tipo que intentaba matarte casi la tira al suelo. Si no hubiera podido sujetarla con la pierna, estaríamos muertos. No sé ni siquiera por qué lo hice. ¿Por qué puse en peligro mi vida para ayudarte? Eres un cabrón.
—¿Cómo dices?
—Me has oído perfectamente.
—Podría acabar contigo incluso con un brazo atado a la espalda.
—Pues inténtalo.
Pero el que le fallaba era el brazo derecho, y además aquel chico le había ayudado, por más que ahora se estuviera poniendo pesado.
—Y entonces, ¿por qué lo hiciste?
—Aún no te conocía. No sabía lo gilipollas que eras.
—¿Y por qué tenías que ayudar a alguien que no conocías de nada?
—No lo entenderías.
El chico se apartó un poco y Sidney, que estaba de acuerdo con él en que seguramente no lo entendería, salió del apartamento, bajó las escaleras y encontró el cigarrillo y el mechero en el césped de la entrada. Se quedó sentado un rato, pensando en qué debía hacer.
De una entrevista realizada por Chris Chandler para Historia del Movimiento (1998)
SIDNEY: No soy tan mala persona. ¿Soy tan malo? Como todos, supongo, con la diferencia de que los demás están muertos y yo sigo aquí. ¿Tú crees que soy tan mala persona?
CHRIS: Ni siquiera te conozco, Sidney.
SIDNEY: Me dolió un poco caerle tan mal. No es que me importara mucho, bueno, era un gilipollas. Pero piensas: bueno, me ha salvado la vida, tiene que ser algo un poco especial, ¿no?
Lo único especial fue cuando me contó lo del Movimiento. Yo aún no sabía nada. Me preguntaba si la cosa se extendería hasta Los Ángeles, si yo sería el encargado de llevarlo hasta allá. Pero aquél no era el mejor momento para hacerle caso. Que alguien te diga que no eres lo bastante bueno ni para estar sentado en su jardín… Pero aún no acabo de entenderlo. Quiero decir, por qué alguien se tomaría la molestia de hacer lo que él hizo. Y entonces va y me cuenta lo del Movimiento, pero me dice que ni se me ocurra meterme. ¿Te lo puedes creer?
CHRIS: Estaba enfadado.
SIDNEY: ¿Te lo ha dicho él?
CHRIS: Sí, me lo ha dicho él.
SIDNEY: Pues yo no me lo trago. ¿Por qué? ¿Porque le dije que su moto era pequeña? ¿Por eso la tomó conmigo? Como si tuviera una enfermedad contagiosa, o algo así, como si fuera a estropearlo todo. Los Movimientos son para la gente. Y yo soy tan gente como ese rubio con su motito.
CHRIS: Matt. Se llama Matt.
SIDNEY: Bueno, como se llame. A mí nadie me dice lo que puedo hacer y lo que no.
Más tarde, de vuelta en la ciudad, en un dúplex desvencijado de South Central, Sidney G. estaba tumbado en la cama. Ella estaba a su lado y él le decía que la había echado de menos, lo cual era bastante cierto. Tenía el brazo derecho encerrado en una estructura de fibra de vidrio, desde la muñeca casi hasta el hombro. Le picaba un poco porque hacía calor, y los calmantes le habían dejado un poco aturdido.
Ella le preguntó que cuánto tiempo se iba a quedar.
—Tanto tiempo como quieras —le respondió, aunque sabía que aquello no era verdad—. Stella, tú no crees que yo sea un gilipollas, ¿verdad?
Stella suspiró y se giró hacia un lado, mirando a la pared.
—Tienes tus momentos. ¿Desde cuándo te preocupa lo que piense de ti la gente?
—No me preocupa. ¿Has oído hablar de la Cadena?
—No. ¿Y eso qué es?
Intentó acariciarle el pelo con la mano izquierda, pero ella apartó la cara. Ya estaba enfadada otra vez. O seguía enfadada. Por algo muy antiguo, algo tan simple como quién era, qué era, qué había sido siempre para ella.
—Un Movimiento nuevo.
—¿Qué tipo de Movimiento?
Tumbado en la cama, con el brazo izquierdo por detrás del cuello, le contó lo que sabía, lo que aquel chico le había explicado antes de echarlo de su casa sin ni siquiera llevarle en moto a la estación de tren. Incluso le contó que el chico se lo había explicado sólo como ejemplo de algo que a Sidney nunca podría confiársele. No sabía por qué, tal vez porque se trataba de Stella y la había echado un poco de menos, pero el caso es que le contó que aquel chico le había dicho que se fuera y que no intentara involucrarse en el Movimiento, que él iba a buscarse a otra persona para empezar de nuevo, alguien en quien se pudiera confiar para continuar la Cadena. Que no quería ni siquiera que lo intentara.
—Me hirió un poco los sentimientos, la verdad.
—Pero si tú no tienes sentimientos.
—¡Eh!
—Es la verdad.
—Entonces, tú también crees que soy un gilipollas.
—¿Por qué me estás contando todo esto de la Cadena? ¿Por qué sigues pensando en eso? Qué idea tan tonta. Piensa lo que tardaría en Los Ángeles.
—Supongo que mucho.
—¿Vas a darme algo de dinero para el niño esta vez?
—Si me sale un asunto que tengo entre manos, sí.
Pero el único «asunto» que Sidney tenía para esa tarde era irse de nuevo de la ciudad. Ya se había quedado demasiado.