Capítulo 15

REUBEN

Se despertó plenamente consciente de dónde estaba y recordándolo todo. Aun así, la noche pasada le resultaba lejana, como algo que se hace cuando se está borracho y que cuesta imaginar en la sobriedad de la mañana. Abrió el ojo.

Ella estaba a su lado, a la derecha, donde se suponía que debía estar, despierta desde hacía rato y con el codo apoyado en la cama, contemplándole. Quiso alargar la mano para ver si ella se la cogía, pero no lo hizo.

—Hola —dijo él en voz muy baja.

—Hola.

—¿Estás bien?

—Claro, ¿por qué no habría de estarlo?

Se quedaron así mucho rato, tendidos en la cama sin hablar, sin tocarse.

—Has dormido toda la noche con el parche puesto. ¿No te resulta incómodo?

—Pues la verdad es que sí.

—Algún día tendrás que quitártelo en mi presencia.

—Algún día.

—¿Tan malo es?

No era algo fácil de explicar. No era repugnante, como la gente esperaba. Tal vez habrían preferido que lo fuera. Porque, horripilante o no, la gente prefería encontrar algún vestigio de ojo, alguna evidencia de que en algún momento había existido allí donde la naturaleza lo había dispuesto.

—Es a la vez mejor y peor de lo que esperas.

Arlene se tapó un poco con la sábana y apoyó la cabeza en su pecho.

—¿Sabes lo que estaba pensando hace un momento?

—No. ¿Qué?

—Que vas a tener que seguir la Cadena.

—¿Yo? ¿Y por qué yo? A lo mejor el favor te lo estaba haciendo a ti. Después de todo, eres su madre.

—Pues no. He visto las notas que escribió. En uno de los círculos estaba tu nombre.

—Pero creo que su idea era que nos casáramos.

Ella se quedó callada, se apartó de su lado, se levantó y empezó a vestirse.

Cuando se disponía a salir sigilosamente de la casa, oyó a Trevor en la cocina preparando algo que parecían cereales. Y no había manera de salir de la casa sin pasar por delante de la puerta de la cocina.

Se detuvo en seco en el vestíbulo y Arlene se le acercó por detrás.

—¿Qué pasa?

—Que Trevor está levantado.

—Pues claro que está levantado. Nunca se despierta más tarde de las seis, ni siquiera los días de fiesta.

—Es que me resulta un poco incómodo.

—¿Por qué?

—Soy su profesor.

—¿Y?

—No sé qué decirle.

—¿Y por qué no le dices la verdad?

Sí, claro. La verdad. Trevor ya sabía algo, pero Reuben no se había planteado hablar con él todavía. Sin embargo, ahora parecía que no le quedaba otro remedio. Entró en la cocina. Trevor estaba sentado a la mesa, en pijama, sirviéndose leche en un gran plato lleno de Rice Crispies.

—Hola, señor St. Clair.

Reuben se sentó a la mesa con él. Arlene pasó por su lado en dirección a la cocina y le preguntó cómo le gustaban los huevos.

Reuben la miró, confundido.

—¿A quién? ¿A mí? No tenía ni idea de que me quedaba a desayunar.

—¿Tienes que ir a algún sitio?

—No, en realidad no. Gracias. Me gustan de cualquier manera. Como te los hagas tú.

—Revueltos.

Reuben volvió a prestarle atención al niño.

—No pareces sorprendido de encontrarme aquí.

Trevor se encogió de hombros:

—Tu coche está aparcado delante de casa.

—Buena observación.

—¿Te has quedado aquí toda la noche?

Reuben lanzó una mirada a Arlene, algo así como un grito silencioso de auxilio, pero ella estaba concentrada intentando encender el fuego. Estaba claro que escuchaba toda la conversación, pero quería que Reuben se las apañara solo.

—Bueno, Trevor, la verdad es que sí.

—Genial.

Trevor cogió el periódico del domingo, que estaba sobre una silla a su lado, y separó las páginas de las historietas.

—¿Te parece mal, Trevor?

Hasta a él mismo le pareció una pregunta absurda, porque los niños no dicen «genial» cuando algo les parece mal. Pero es que le había sorprendido tanto su respuesta, que pensaba que a lo mejor no le había oído bien.

—Se acerca bastante a la idea que tenía.

—Otra buena observación.

—¿Os vais a casar?

—Bueno, es un poco pronto para pensar en eso. Pero tu madre y yo nos llevamos muy bien.

—Sabía que os gustaríais. Estaba convencido. Ahora espero que os caséis. La verdad es que no tengo muchas ideas nuevas para el proyecto.

Del libro Hablan los que conocieron a Trevor

Cuando llegué a casa aquella noche llamé a Lou por teléfono.

—¡Bueno! —me dijo—. ¡Sales con alguien! Increíble. Ojalá yo pudiera decir lo mismo.

Intenté explicarle que había algo que hacía que no me sintiera sincero, pero no me resultaba fácil. Los únicos ejemplos que encontraba tenían que ver con la vergüenza que me dio ver a Trevor a la mañana siguiente. Sentía que de algún modo estaba siendo injusto con él por estar allí. Lou me preguntó si a Trevor parecía importarle, y yo tuve que decirle la verdad.

Él me hizo ver que la única persona que se sentía incómoda era yo. Supuse que eso significaba que me estaba preocupando sin motivo, cosa que hago bastante a menudo. Es mi especialidad. Creo que lo que quería oír de labios de Lou era que mi ansiedad no tenía fundamento, que era como una sombra sin cuerpo que la proyectara. Y pensaba que cuando me hubiera dicho lo que yo quería oír, la sombra se desvanecería como invadida por una luz.

Pero no fue eso lo que me dijo. Me dijo que yo era el único que no se sentía sincero y el único que sabía cuáles eran mis intenciones. Podía ser que mis intenciones no fueran sinceras.

Intenté ignorar aquel comentario, pero de pronto empecé a sentir mucha vergüenza. Le confesé a Lou algo que no le había dicho a nadie: que Arlene no era exactamente lo que había imaginado para mí, que no era alguien a quien llevaría del brazo con orgullo a cualquier parte.

—En otras palabras, te avergüenzas de ella.

—Yo no he dicho eso.

—Sí que lo has dicho.

Todos aquellos pensamientos empezaron a darme vueltas en la cabeza y se me hacía difícil respirar. Me di cuenta de que precisamente aquello era lo que ella más temía. Que la mirara por encima del hombro. Los peores temores siempre están basados en algo de verdad. Por eso son tan malos. Me preguntaba si ella tendría algún amigo con el que poder hablar así. Me preguntaba si le hablaría de mi cara y de lo difícil que le resultaba estar físicamente cerca de mí.

Lou me dijo:

—Si lo que quieres de verdad es buscarte a otra, búscate a otra. No se trata de hacerle un favor.

—No. Yo la quiero a ella.

Aquello nos sorprendió a los dos.

Me gustaba lo que sentía cuando estaba con ella, cómo me hacía sentir. De pronto, aquello me pareció mucho más importante y más real que llevar a alguien del brazo.

Lou me contó una historia de su último amante. Era un hombre que, como casi todos los demás que habían pasado por su vida, lo mantenía siempre a cierta distancia hasta que él ya no pudo soportarlo más.

—Al final, le di un ultimátum: O me tomas o me dejas. Si quieres dejar de sentirte deshonesto, Reub, intenta hacer de ella una mujer honesta.

Cuando colgué, empezaba a tener las cosas mucho más claras.

Cuando al final dio con el anillo que sabía que era el adecuado, vio claramente que tendría que echar mano de sus ahorros, lo cual no le hacía ninguna gracia. Era un dinero que guardaba por si las cosas se ponían feas. Saber que tenía un dinero ahorrado le daba tranquilidad. Pero también sabía que no le iba a durar mucho.

El anillo no era nada ostentoso, pero sí lo bastante grande, de oro blanco, con una serie de pequeños diamantes engarzados. Era un poco anticuado, pero eso era precisamente lo que más le gustaba. Se parecía un poco al de su madre, sólo un poco. Era el anillo adecuado porque a él se lo parecía.

Lo dejó sobre el mostrador de la joyería, volvió a casa y empezó a obsesionarse con él. Decidió consultarlo con la almohada, pero no durmió bien. A la mañana siguiente, volvió a la joyería, temiendo que ya lo hubieran vendido. Pero seguía ahí, así que dio una paga y señal y lo reservó, pensando que de ese modo aún podía cambiar de opinión.

Sin embargo, cuando se vio desayunando de nuevo con Trevor en la cocina, supo que tendría que hacerlo. Miró a Trevor y lo supo. No podía comprarle a Arlene un anillo más barato, ni rebajar su relación no comprándole ninguno. Hacer las cosas bien con Arlene significaba hacer las cosas bien con Trevor. Y consigo mismo también, desde luego.

Cuando la llevó a cenar la noche siguiente, lo tenía guardado en el bolsillo.

Ella llevaba una blusa de seda rosa pálido y no dejaba de sonreír. Se parecía a todo lo que él siempre había deseado, era como si la conociera de toda la vida; entre ellos no había dudas. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y acarició la cajita de terciopelo. Estaba seguro. Casi la sacó en aquel momento, pero dejó escapar la oportunidad. No importaba; lo iba a hacer. Era sólo cuestión de encontrar el momento adecuado. Estaba seguro de ello.

Tal vez ella no lo estuviera tanto.

Había estado tan obsesionado por sus propias dudas que no se había parado a considerar la posibilidad real de que ella le dijera que no. Se sacó la mano del bolsillo e intentó olvidarse de que la cajita estaba allí.

Cuando la acompañó a casa al final de la velada, los dos dijeron que estaban muy cansados. Él le dio un casto beso en la mejilla.

Aquel momento le puso nervioso; le recordó la noche en la que ella se había arrojado en sus brazos dispuesta a entregársele y a él, que esperaba un beso de buenas noches, le había pillado por sorpresa. Aquello le había robado el corazón…, aunque se hubiera ido corriendo. Todo lo demás había sido un juego para intentar evitar aquel momento, cuando en realidad él sabía muy bien que era a ella a quien quería, aunque supiera también que había algo que no acababa de funcionar.

—¿Estás bien? —le preguntó Arlene con un hilo de voz. Parecía asustada, o tal vez el que estaba asustado era él y percibía su propio miedo en la voz de ella.

—Claro, ¿por qué no habría de estarlo?

—No lo sé. Estás un poco raro esta noche.

—Estoy un poco cansado.

—Sí, yo también.

Mientras se acercaba al coche, no paraba de repetirse que era un cobarde.

Cuando ya había conducido la mitad del camino que le separaba de casa, fue como si despertara de un sueño. No entendía qué era lo que había estado pensando ni por qué. Casi no podía creer que hubiera estado a punto de decirlo en voz alta. Pensó en Arlene, intentó invocar su imagen mentalmente, pero le resultaba una extraña. Cuando llegó a casa, encontró la factura del anillo en el cajón de la mesilla de noche, donde la había dejado.

Miss Liza se subió a la cama de un salto y se frotó contra su mejilla. Se lo empezó a contar todo. Le describió el precipicio al que había estado a punto de saltar. Ella opinaba que los humanos eran seres impulsivos y raros, por no decir más. Él le dijo que a la mañana siguiente iría a devolver el anillo, pero no llegó a hacerlo.