Capítulo 14

ARLENE

Se plantó en la entrada del porche e hizo el ademán de llamar a la puerta. El corazón le latía con fuerza y las orejas le ardían. Ella no había hecho nada malo, y eso era precisamente lo que había ido a decirle, así que no entendía por qué tenía tanto miedo de que él le dijera que se largara de allí. ¿En qué momento habían empezado a ir mal las cosas? Arlene comenzaba a pensar que algo debía de haber pasado en su ausencia, y que por eso se había perdido la explicación.

Golpeó la puerta con fuerza y al momento deseó salir corriendo. De hecho, ya había bajado dos peldaños cuando él abrió la puerta. Llevaba unos pantalones de chándal azul marino y una camiseta blanca.

—Arlene.

—Reuben, ¿crees que soy una chica fácil?

—No, en realidad creo que eres bastante difícil.

Retrocedió un paso hasta entrar de nuevo en casa y sonrió. Ella no pudo sentirse ofendida por sus palabras porque su sonrisa era muy bonita, aunque la parte izquierda de su boca no le respondiera. Así que supuso que le estaba tomando el pelo cariñosamente.

—Pues no sé quién de los dos es peor. ¿Me permites entrar un momento?

La sonrisa de Reuben se le heló en los labios.

—¡Oh! Bueno, es que está todo hecho un desastre.

—¿Tu casa hecha un desastre? Perdona que te lo diga, pero no eres el tipo de hombre que tiene la casa hecha un desastre.

Reuben abrió un poco la puerta para enseñarle el estado en que se encontraba su salón, todo lleno de las cajas de la mudanza.

—Es que todavía no he terminado de desempaquetar las cosas que me he traído.

—Bueno, Reuben, esto no es un desastre. ¿Qué culpa tienes tú de que te acaben de traer las cosas?

—Bueno —dijo él, que no acababa de estar muy seguro, pero de todas maneras se retiró de la puerta para dejarla pasar.

—¿Y por qué habría de pensar que eres una mujer fácil?

—Bueno, pues no lo sé. Nunca sé qué piensas. Sólo quería estar segura de que no lo pensabas. —Se sentó en un rincón del sofá.

—¿Es que acaso lo eres?

—Bueno, no, creo que no, al menos no según mi punto de vista. Lo que quiero decir es que aunque me agrada el sexo, claro está, cuando estoy con un hombre, entonces él es el único. Hace ya un año que Ricky se marchó y desde entonces no he estado con ningún otro hombre. No puede decirse que sea precisamente promiscua. ¿Y tú?

—No, yo tampoco soy promiscuo. ¿Quieres tomar algo? ¿Una cerveza?

—Me encantaría, me muero por una, pero no. Soy alcohólica en fase de rehabilitación.

—Oh, lo siento, he metido la pata.

—Pero si no lo sabías.

—Me había dado cuenta de que nunca pedías nada con alcohol, pero no le di más importancia.

—Todavía no nos conocemos muy bien.

Aquélla era la otra razón por la que había ido a hablar con él. Para decirle que se mantenía tan encerrado en sí mismo que para ella seguía siendo un desconocido, y que por eso a lo mejor ella había acabado por sentirse como una mujer fácil.

—Tengo zumo de naranja y ginger ale.

—Ginger ale está bien.

Reuben se fue a la cocina y ella se quedó sentada en el sofá mordiéndose una uña. Se decía a sí misma que parara, pero no paraba. Al menos no la había echado de casa.

Cuando él volvió y le acercó el vaso, Arlene le preguntó:

—¿Qué es lo que he hecho mal, Reuben? Yo no lo entiendo. ¿Qué tiene de malo besarte este lado de la cara? Todo forma parte de ti. Lo que estaba haciendo era, no sé cómo decirlo, aceptando ese lado. Como una parte más de ti.

Él se sentó junto a ella, sin apoyarse en el respaldo, como siempre hacía cuando no se sentía cómodo. Bueno, al menos no le era totalmente desconocido, al menos eso lo sabía.

—No estoy seguro de poder explicártelo.

—¿Sabes lo que me dijo Trevor? Que tú le habías dicho que es mejor no hacer ver que no te das cuenta de las cosas, porque a ti no se te engaña tan fácilmente. Y, cuando me lo dijo, lo entendí perfectamente. Vaya, llevaba años haciéndolo mal, y estaba decidida a hacerlo bien esta vez. Así que no hice ver que ese lado de tu cara no existía. Y tú te marchaste hecho una furia y no te he vuelto a ver desde entonces.

—Lo siento.

—¿Lo sientes?

No se le había ocurrido pensar que a lo mejor él pudiera estar arrepentido. Cuando se fue de su casa de esa manera, había dado por sentado que la culpable era ella, que la que lo lamentaría sería ella. Eso era lo que normalmente le pasaba.

—Bueno, está bien, no importa. Pero en aquel momento me dolió un poco.

Reuben se giró y la abrazó. Era la primera vez que lo hacía. Y ella siempre lo había deseado, siempre se había dado cuenta de que había algo que encontraba a faltar. Pero entonces, ahora que finalmente estaba sucediendo, ¿por qué se sentía algo incómoda?

De cualquier modo, él no la soltó al momento. Siguió abrazado a ella un rato más y Arlene pensó que era posible que se pusiera a llorar otra vez, y que si lo hacía él pensaría que era sentimentalmente inestable, que siempre lloraba por nada.

—Tienes razón —dijo él, hablándole muy cerca del oído—. Me enfado cuando la gente hace ver que no se da cuenta y me enfado cuando no lo hace ver. No estoy seguro de lo que quiero de la gente. Creo que lo que quiero es que cuando conozco a alguien no se aparte de mí como si fuera un monstruo, pero me parece que eso no lo conseguiré nunca.

Luego la soltó, pero entonces ella ya estaba llorando, porque se sentía muy mal por él. Aquélla era la razón —aunque nunca había intentado explicárselo— por la que le había besado la cara aquella mañana. Porque se sentía mal por él, como cuando Trevor se hacía una herida en la rodilla. Hacía tanto tiempo que era madre que creía que podría aliviarle el dolor si le besaba.

Reuben no reaccionó a sus lágrimas, y ella se quedó sin saber si él prefería que fingiera o que no. Era un problema grave, en eso tenía razón.

Luego, Reuben dijo:

—Arlene, tengo que confesarte algo. Todas estas cajas no acaban de llegar. Llevan meses aquí. Pero no me decido a abrirlas. En los últimos cuatro años me he trasladado tres veces. Estoy cansado de ir de un sitio a otro. Cada vez que intento desempaquetar las cosas, me siento desbordado.

Ella le miró mientras se secaba las lágrimas de los ojos con cuidado para que no se le corriera el rímel.

—Es maravilloso.

—¿Qué es maravilloso?

—Que me lo hayas dicho. Es la primera cosa real que me has dicho de ti mismo. Y, lo que es mejor, es algo con lo que me identifico plenamente. No con los traslados, pero, bueno, yo también me siento así por un montón de cosas. Desbordada. Es algo que me paraliza. Algo así.

—Sí, es algo así —dijo Reuben, y los dos sonrieron y sintieron vergüenza otra vez.

—A lo mejor te sería más fácil si no tuvieras que hacerlo solo. Si quieres te ayudo.

—¿Lo harías?

—Claro que sí. ¿Para qué están los amigos? Si me dejas usar el teléfono, le diré a Trevor dónde estoy.

Evidentemente, lo primero que hizo Trevor cuando lo supo fue preguntar si él también podía ir a ayudar. Arlene tapó el auricular con la mano y se lo preguntó a Reuben, que dijo que sí, que claro que podía, y sonrió de una manera que daba a entender que Trevor le caía bien de verdad, cosa que Arlene ya sabía, pero cada vez que lo veía en su rostro le gustaba más que la vez anterior. Tenía buen gusto para los niños, eso era indiscutible.

Trevor se entusiasmó especialmente con una caja llena de libros. Empezó a ordenarlos por orden alfabético en una estantería, según el nombre del autor. Aquello pareció impresionar a Reuben enormemente y sorprender a Arlene, que sabía que no había heredado aquella capacidad de organización de su familia.

Ella estaba en la cocina, sacando las piezas de una vajilla de porcelana de muy buena calidad y pasándoselas a Reuben, que las iba colocando en los estantes más altos. A su lado, ella parecía muy baja. Era como si él estuviera subido a una silla, aunque no era así. Por la puerta apareció una gata medio siamesa de ojos azules. La gata se le enredó entre las piernas maullando y ella se agachó para acariciarla.

—No sabía que tuvieras un gato.

—Te presento a Miss Liza.

Llevaban tiempo sin hablar, y después de aquellas palabras volvieron a quedarse en silencio.

El sol que entraba por las ventanas se nublaba con un presagio de lluvia que no tardaría en llegar. A continuación, Arlene abrió una caja en la que había fotos. Todas estaban enmarcadas y dispuestas unas sobre otras, envueltas en papel de periódico. Desenvolvió la primera. Era la foto de una pareja joven: un chico negro, atractivo, apenas un muchacho, que pasaba el brazo por detrás del hombro de una chica muy guapa. El chico le resultaba familiar. Era casi igual que Reuben.

Cuando alzó la vista, él estaba a su lado cerca del armario, y la observaba para ver la expresión de su rostro.

—¿Es tu hermano, Reuben?

—No tengo ningún hermano. Ese soy yo.

—¡Oh!

Qué comentario tan estúpido, Arlene. Oh. Pero aquello había sido una conmoción, algo a lo que le estaba costando adaptarse. De manera inconsciente sabía que Reuben no había nacido así, con la cara destrozada. Pero la verdad era que nunca se lo había planteado ni había previsto que llegaría a saber el aspecto que tenía antes, cuando estaba entero. Por eso, siguió mirando la foto. Y él continuó allí de pie junto al armario, observándola.

—¿Quién es esta chica tan guapa?

—Eleanor. Era mi prometida en aquella época.

—Pero no llegasteis a casaros.

—No, nunca he estado casado.

—Yo tampoco.

Tenía que decírselo tarde o temprano, y en aquel instante le salió así.

Eleanor parecía dos tonos más oscura que él, con la piel suave, brillante, y el pelo recogido hacia atrás, muy elegante, con mucha clase. Alguien que Arlene nunca sería y nunca podría aspirar a ser. Alguien con quien Reuben debería estar. Arlene no estaba segura de cuál de los dos rostros de la foto le hacía más daño.

—Es increíble lo guapo que eras. Mierda. Perdona, Reuben, a veces no sé ni lo que digo.

Miró a Trevor, que seguía ocupado con la estantería de los libros, para ver si estaba escuchando aquella conversación tan personal entre ellos. Pero no, Trevor continuaba inmerso en su pequeño mundo.

—¿A que te gustaría que aún tuviera ese aspecto?

—No.

Lo dijo sin pensar, fue algo que le salió solo. Lo gracioso fue que él no le pidió que se lo explicara. Metió de nuevo la cabeza en el armario y siguió desempaquetando cosas.

Del libro Los otros protagonistas del Movimiento

Bueno…, porque un hombre como ese de la foto no me habría hecho ni caso. Para empezar, nunca habría venido a parar a un pueblo de mala muerte como éste, y si lo hubiera hecho estaría con una mujer guapa y elegante y sé positivamente que me trataría con aires de superioridad.

Me resultaba muy difícil dejar de mirar aquella foto. No sabría decir por qué. Era como si se hubiera quedado pegada a mis entrañas y no quisiera salir. Era como si de repente viera las cosas bajo otra luz.

Y luego, cuando más o menos me había repuesto, vi la siguiente foto, la de sus padres. También eran muy guapos. Parecían tener aquel mismo no sé qué, aquello que tenía Eleanor, no sabría decir exactamente qué era; lo único que sé es que Reuben también lo tenía y yo no. Él nunca lo había perdido y yo nunca llegaría a tenerlo. Hay cosas que son de una manera y jamás cambian.

Le pregunté si estaban vivos y me dijo que sí, y que vivían en Chicago. «Gracias a Dios —pensé—. Así no es probable que tenga que conocerles, y si les conozco algún día, no tendré que leer en sus rostros que yo no soy como Eleanor y nunca lo seré».

Y luego, sin pensarlo, dejé la foto de sus padres y volví a coger la de ellos dos. Mientras la miraba, pensaba en mi madre, en su manera de comprar. Cuando yo era pequeña, no teníamos mucho dinero. Ella compraba cosas buenas de segunda mano o con alguna tara, nunca ropa nueva y en perfecto estado pero de peor calidad.

—Pero, mamá —protestaba yo, tiene una mancha.

Y mi madre me decía:

—Por suerte, hija; si no, no podrías ponerte algo así. No podríamos permitírnoslo.

Luego volví a mirar a Reuben, que seguía de pie junto al armario, y de nuevo le sorprendí mirándome.

Entonces empezó a llover con fuerza y la lluvia repicaba en el tejado.

Envió al niño a la cama a las diez, porque era sábado y al día siguiente no había colegio. Trevor le preguntó si podían tener un gato, y ella evitó responderle. Pocos minutos después de que empezaran las noticias de las once, llamaron a la puerta.

Estaba lloviendo muchísimo, pero ella no se dio cuenta hasta que abrió la puerta y vio la cortina de agua que caía tras él. Reuben estaba en el porche, empapado de la cabeza a los pies. El pelo y la ropa le chorreaban y las gotas de lluvia le caían por la barbilla.

—Estás empapado. Será mejor que entres.

Él entró al vestíbulo y ella cerró la puerta.

—Voy a buscar una toalla.

Se fue hasta el baño de su dormitorio para buscar una grande. Cuando salió para dársela, vio que Reuben la había seguido y estaba de pie al lado de la cama, empapando la alfombra. Le hizo sentarse en el borde de la cama y empezó a secarle el pelo con la toalla.

—No te lo tomes a mal, pero ¿qué estás haciendo aquí?

—Me sentía solo. Es gracioso. Supongo que es por haber estado todo el día contigo y con Trevor. Cuando os habéis ido, la casa estaba tan vacía… Y yo ya no quiero estar solo, Arlene.

Al decir aquello, la atrajo hacia sí y le pasó la mano por la espalda para que se acercara más. Ella puso una rodilla en la cama y le pasó la mano por la nuca, sintiendo la humedad de su ropa mojándole el albornoz. Reuben no la acariciaba, sólo la abrazaba, pero la sensación de intimidad entre ellos era muy fuerte. Su frente se hundía en el pecho de Arlene, se quedaba allí, entre sus senos, y su aliento era cálido.

—¿Por qué no has cogido un paraguas, tonto?

Sabía que tenía paraguas, porque ella misma se lo había guardado aquella mañana.

—No lo encontraba.

—Te lo he puesto en el armario de la entrada.

—Oh, no se me ha ocurrido buscarlo allí.

Le besó con ternura en el escote del albornoz y a ella casi se le cortó la respiración.

—Es su sitio, ¿no? Todo el mundo lo guarda ahí.

—Yo no.

—¿Y dónde lo guardas tú?

—En el paragüero.

—¿Qué paragüero?

—Aquella cosa alta de mimbre.

—Oh, no sabía que era un paragüero. Pensaba que era un macetero largo, o algo así. Te lo he puesto en el porche de atrás.

Ella se dio cuenta de que Reuben empezaba a echarse hacia atrás sin soltarla, y si se estiraba en la cama, ella tendría que ponérsele encima, algo para lo que no estaba preparada así, tan de repente, de modo que se resistía sin querer.

—Te noto tensa.

—¿Tensa?

—La última vez parecías tan segura…

—Bueno, sí, alguien tenía que tomar la iniciativa.

Él apartó un poco la cara. Ella se la secó con la toalla, aunque en realidad no hacía falta, porque las gotas de lluvia se habían quedado en su albornoz. A lo mejor tendría suerte y no haría falta explicárselo. A lo mejor él se daría cuenta de alguna manera.

Si se lo preguntaba, tal vez optara por la respuesta más sencilla, que tampoco era mentira. Le diría que era difícil para ella, ahora que no bebía y acostumbrada como estaba a esos calmantes que la ayudaban en los momentos difíciles, que los tenía, especialmente ahora que acababan de conocerse; era normal. Pero lo que pasaba en realidad no era eso, lo que pasaba era que se había estado engañando con él, porque no era el tipo de hombre que había de durarle sólo hasta que volviera a aparecer Ricky.

Y entonces, al oír la lluvia golpeando el tejado y al apretarle la cara contra su pecho mucho rato, se relajó un poco más y vio que aquello era algo de lo que habría tenido que darse cuenta hacía mucho tiempo. En realidad, ya hacía tiempo que lo sabía, y en lo más profundo de su ser algo le decía que se dejara llevar.

Ricky no iba a volver nunca.

Y si sucedía lo imposible y volvía, ¿qué mujer sería ella si le abriera la puerta?

Se inclinó sobre él. Reuben se tendió en la cama con ella encima, y el joven guapo de la foto regresó de nuevo y llenó la mente de Arlene. Ella nunca entendería qué misteriosas fuerzas lo habían llevado desde allí hasta aquí.

Y Arlene recordó de nuevo aquel lugar que no le gustaba nada, el lugar en el que sabía que, por derecho propio, él tenía algo que ella nunca tendría ni podría permitirse tener.